Fernando Ortisso. Educador social. De “mundo feliz en burbuja”.
Trastornos endógeno-funcionales, neurosis, neurastenias, astenias, estados de ansiedad, cuadros bipolares, deficiencias mentales, psicopatías, esquizofrenia, histerias, dependencias psicotrópicas, estrés, conductas adictivas, estados eufórico-depresivos, autismos, manías, ciclotimias, síndromes neurológicos, oligofrenias, ludopatías, cuadros degenerativos sistémicos, alcoholismo, patologías psicomotrices, fanatismos, afasias, conductas violentas y antisociales, fundamentalismos, neurodeficiencias, disfunciones sensoriales, conductas delictivas, malos tratos, acoso, discriminación, desarraigo, pobreza, soledad, déficits afectivos y de valores, subculturalidad….
Sus efectos contrastados superan mi capacidad de asombro: más de un 50 % de la población del “primer mundo” padece o experimenta actualmente trastornos del comportamiento. De ella, sólo un 10 % de los casos está reconocido o diagnosticado; y, de estos, únicamente la mitad se encuentra bajo control clínico o tratamiento terapéutico. Y parece que la tendencia, como el tiempo, tenderá a empeorar los datos, en las próximas décadas en progresión geométrica.
Y, como las manifestaciones de sus respectivas patologías de conducta, más o menos explícitas o llamativas, son difíciles de ocultar, -“Por sus hechos, les conoceréis“- la alarma social, constantemente energizada, implacable en su dictamen validador de la hipocresía del escándalo y del orden público, hará engrosar de inmediato esta pléyade de descomportados, descompuestos, minusvalorados, desajustados, degradados y desnormalizados entre las tipologías de los EXCLUIDOS SOCIALES.
No hay rebajas: los subnormales, los supranormales o los paranormales, “a priori” entran en el mismo saco y alcanzan el estatuto de EXCLUIDO, a veces antes de derecho, que de hecho.
Probablemente, como parte interesada, y reconociéndome ejerciente confeso de innumerables excentricidades, mercenarismo cultural y demás entropías y extravagancias intelectuales, de siempre me he preguntado o tratado de contrastar mi verdadero grado de “normalidad”. Porque, en el fondo, siendo nuestro instinto de pertenencia y adscripción grupal profundamente genético y ancestral: ¿a quién le gusta que le rechacen, que le alejen o le deporten aunque sea circunstancialmente, que le EXCLUYAN SOCIALMENTE, en términos generales? Sobre todo, si es por cuatro naderías o salidas de tono: un tic nervioso, un acceso de ira, un gesto hereditario, una prótesis mal puesta, una camorra con atestado, una desviación misógina, una cirugía plástica frustrada, una depresión de lunes, una invalidez sobrevenida, una resaca mal llevada, un casting para O.T., o una crisis de identidad…
La EXCLUSION conlleva el destierro de la personalidad, su extrañamiento, su confinación y, emparentada directamente con el desprecio, el sentimiento al que la psicología clínica ha atribuido e identificado como el más lesivo que puede infligirse al ser humano, le inocula sus mismos letales y terribles efectos. Porque el simple ninguneo, la desconsideración, el rechazo, la actitud despreciativa, provoca en el despreciado una sensación inmediata de despersonalización y autocrítica, catalizando en el individuo una abrasiva reacción en cadena, de consecuencias altamente insalubres y, en muchos casos, irreparables: inhibición, tristeza, desmoralización, aislamiento… Todo ello a la vez que ataca y desactiva importantes mecanismos de defensa y del sistema inmunitario mentales; mina rápidamente las reservas de autoestima; abona los sentimientos de carencia afectiva, resentimiento y venganza. Y, en las situaciones extremas, suele conducir por el camino de la soledad, hacia la depresión, la angustia y la autodestrucción.
Pero, ¿cuál es el rasero de medir que imponen los árbitros, los tribunales, y los sínodos sociales para marcar los límites de la “normalidad” conductual y que determinarán “el apartheid” de la EXCLUSION? Ante la escasas tabulaciones, reglamentación positiva y poco pacíficas especificaciones publicadas por la comunidad científica profesionalizada, también he echado mano de conceptos teóricos con que pudiera alumbrar criterios objetivos aplicables a tan difusa medición: desde los imperativos categóricos kantianos, a los relativistas de D. Hume; en los postulados socio-lógicos de Compte, en los empiristas de Bergson, en los presupuestos objetivables de Russell, en la fenomenología de Huserl; y hasta en los principios de psicología diferencial de Rogers o beheavouristas de Klages. Pero en vano se compadecerían con unos baremos de EXCLUSION que continúan siendo variables, acomodaticios, contingentes, relativos, inescrutables y, en cierto modo, herméticos. Promulgados por los poderes competentes, pero lo que es peor, interpretados, aceptados y aplicados en la calle, por una suerte de “yhmah” o consenso popular, con la versatilidad, flexibilidad y oportunidad de la aristotélica Regla de la Isla de Lesbos, “que registraba las medidas en función de las sinuosidades del terreno”. He mencionado el consenso: el EXCLUIDO lo es por unanimidad o por mayoría reforzada del veredicto o pronunciamiento mediático y social, de la “opinión pública”. No quería recordar aquella ironía de Oscar Wilde, que equiparaba el proceso de emergencia de la opinión pública, “a la elevación de la ignorancia hasta la categoría de verdad general irrefutable”.
Sea como fuere y aunque “no estén todos los que sean, ni sean todos los que estén” la marea de excluidos, avanza.
No conozco todavía de la existencia de “Observatorios de excluidos”, dentro de la selva de observatorios de todas clases que proliferan como los molinos de energía eólica, pero si llegaran a crearse, proliferarían como los semáforos: no ganaríamos para ubicarlos y verlos “en rojo”, uno en cada esquina, denunciándonos el frustrado deambular de los EXCLUIDOS, ahora más patentes, dentro de una sociedad más traslúcida, más delatora, más tuteladora, más reveladora y más acusadora. Y, no es que antiguamente y hasta hace poco, hubiera menos excluidos en términos relativos. Quizá por la precaria asistencia social, había más, pero lo que ocurría, es que se notaban menos. Por una parte la exclusión aversiva de los tarados indiscriminados, se ocultaba, invocando usos y costumbres de higienización social (por sus propias familias, o por el amparo de orfanatos, inclusas, asilos, Casas de Monipodio, mazmorras o conventos) o auspiciados por principios judeo-cristinos de moral advenediza:” Si ocultas las vergüenzas, evitarás la compasión”.”Si encubres el pecado, evitarás el escándalo”. “Si un ojo te escandaliza, arráncatelo y arrójalo de ti…”.Tutelas éstas, que en el santo nombre de la redención, la Inquisición llevó a extremos auténticamente depurativos:”A perro muerto se le va la rabia”.
¿Cuántos inocentes, enfermos, deficientes mentales, oligofrénicos, epilépticos, raquíticos, sonámbulos, autistas, sanadores, mongólicos, imbéciles o idiotas, iluminados, fueron pasto de las piras condenatorias hasta bien entrada la Edad Moderna? En el fondo, la Santa Compaña creía estar legitimada celestialmente para interpretar y ejecutar su particular cruzada e instauró la que pudo ser primera y macabra fórmula terapéutica de la reinserción por inmolación. Como en la paradójica revolución de Mario Moreno: “No hay que acabar con los ricos: hay que acabar con los pobres” -para acabar con la pobreza. Para no hacer proliferar la EXCLUSIÓN, lo mejor era terminar con los EXCLUIDOS.
Y quedaba otra gran mayoría: la de los “EXCLUIDOS de adscripción”, de derecho propio, de casta o de clase, genética u originaria. Y en este saco, “del Rey abajo, ninguno”. Fuera de la realeza y su corte, la nobleza, la iglesia oficial romana y cierta élite de comerciantes y artesanos; los demás como “siervos de la gleba” en términos genéricos, no sobrevivían al umbral de la miseria y participaban de una exclusión general, carentes de la mínima relevancia o protagonismo sociales. Junto a ellos, los excluidos “por causa de la libertad y la justicia”: los apóstatas, los comuneros, los levantiscos, los herejes propiamente dichos, los insurrectos, los místicos, los científicos, los apátridas, los rebeldes, los iluminados, los agnósticos, los alquimistas…
En esto y bajo una perspectiva hegeliana de la Historia, nuestra sociedad ha cambiado poco, y lo ha hecho más por el lento pero efectivo proceso operativo del darwinismo social, que por los logros de la ética o de la normativización positiva.
Pero, como “a grandes males, grandes remedios”, quien inocula el veneno, propone el antídoto, nuestra sociedad triunfante del “wellfare state”, del bienestar eterno que todo lo arregla, como a la vista está a propósito de la presente Gran Crisis, que tiene soluciones para todo e inventa como la gran terapia de la EXCLUSION, la panacea de la reinserción. ¿Qué hacemos con estos hijos?: pues la desplegamos febrilmente, con obsesión. A falta de instituciones, de medios, capaces, especializados, solventes, podríamos habilitarles “reservas” o “campos de excluidos”, como otrora los barracones de Educación en defecto de escuelas, para crearles un entorno de mundo feliz en burbuja como el del señor Salvaje de Huxley. Sería demasiado llamativo y escandaloso. Mejor, desde las administraciones, instancias públicas y privadas, movimientos ONG y empresas con balance social, desarrollamos una logística de reinserción, ofensiva y agresiva. Auténticas falanges articuladas de psiquiatras, psicólogos, educadores, pedagogos, asistentes, y trabajadores sociales, empeñados en la nueva cruzada de la “busca, captura, y rápida reinserción del excluido”. Pero, ¿qué reinserción? ¿Hacia adonde? ¿Bajo qué modelos?
Por ejemplo, la reinserción del excluido racial o religioso, en qué consiste: se trata de prohibirle el uso del burka o ayudarle a construir una mezquita. Celia, la protagonista de un pasaje de la obra de T.S.Elliot, “Weekend party”, le cuestiona a su psiquiatra: “Doctor, si realmente Vd. cree que yo estoy enferma, adminístreme la medicación con que pueda curarme; pero si es la sociedad, la que lo está, déjeme como estoy y yo pueda luchar para curarla…” Y nuestra sociedad, ¿acepta al reinsertado? ¿admite al excluido? ¿ O solamente lo encubre ahora bajo el velo aparente de la empatía social o conmiseración, fariseas y mal entendidas? El prestigioso filósofo Steven Pinker, proclive a una consideración determinista de la conducta humana, en su libro The Blank Slate, no obstante, para una saludable reeducación e interacción sociales, nos propone instalar un modelo de “humanismo informado biológicamente… que nos lleve a tratar a las personas con arreglo a como se sienten y a cómo realmente son, y no con arreglo a lo que, según algunas dudosas teorías, dicen o pretenden dictar cómo se deberían sentir o ser…”
Pero este, sería otro discurso. De momento, vale. Comienza a haber resultados, aunque magros. Como en las campañas genéricas de vacunación indiscriminada, ¿cuánto costó salvar a uno de aquella “apocalíptica epidemia de gripe A”?.
¿Qué vale salvar a un niño? “Si encuentro a diez justos, salvaré a esta ciudad…”.Si reinsertamos de verdad a un EXCLUIDO, el binomio coste/beneficio social dejará de ser inframarginal. Al fin y al cabo y a pesar de su particular Ley de Dependencia, muchos tendrán la posibilidad de acceder a una tutela social, más o menos efectiva.
Bueno, ¿y de los demás, qué? Del resto de ciudadanos de a pie, de todos nosotros, la masa silenciosa, hobbianos, en el buen sentido de la palabra “buenos”, dóciles, manejables, mansos sin poseer la tierra, sufridores de los poderes fácticos, indefendidos de la justicia, en libertad bajo sospecha de un estado policial, presuntos culpables, alienados consumidores, súbditos contribuyentes, “mal administrados”, parroquianos, seglares, ascetas de la calle, víctimas indefensos de autoridades corruptas, hipotecaristas desahuciados, disidentes, censurados por los medios de comunicación, pobres vergonzantes, francotiradores intelectuales, mercenarios de la verdad, jubilados forzosos, acosados, incomprendidos, maltratados, insumisos, objetores, arruinados, ofendidos sin reparación, calumniados, damnificados del amor, ultrajados, despedidos, desposeídos, cesados, desempleados de eterna duración, jóvenes de la generación perdida, contestatarios, rebeldes, heterodoxos, despreciados, transgresores, mileuristas, librepensadores, inconformistas, deportados, extravagantes, ilusos, alejados, extrañados, desarraigados, desencantados, los mendicantes de empleo precario, los autónomos desesperados, los apátridas, los vulnerables, los padres de familia numerosa, los inmigrantes sin viaje de retorno, los empleados precaristas, los separados sin reunificación, los hospiciados, los paniaguados, los mantenidos, los refugiados políticos, los arrepentidos con antecedentes penales, los desheredados de la fortuna, los multados, los prostituidos necesarios, los olvidados, los autodidactas sin credenciales, los buscadores de empleo sin experiencia, los nefastos, los inidentificados que no tienen correo electrónico ni Internet, los idealistas, los ex-cautivos, los militantes reaccionarios, los anarcas, los predicadores del bien, los misántropos, los predicadores, los defensores de causas perdidas, los románticos, los misóginos, los travestidos…, los Indignados ¿Acaso no padecemos de la endemia de la frustración, la marginación, el aislamiento y de la reclusión social? Porque, ¿Quiénes somos los excluidos?”¿Por quién doblan las campanas?, no es por ti ni por mí… ¡Doblan por todos nosotros!”.