Beatriz Luque Ansede, Educadora Social
He trabajado durante 11 años con el colectivo de personas en situación de sin hogar en Las Palmas de Gran Canaria, siendo responsable de un Servicio de Centro de Día. Me resulta de sumo interés compartir con compañeros y compañeras de profesión lo que ha sido mi experiencia con este colectivo y al mismo tiempo mis reflexiones y dudas al respecto.
La puesta en marcha de un Centro de Día plenamente participativo y potenciador de relaciones de apoyo (teniendo como principal objetivo facilitar procesos de cambio personales en grupo, generando experiencias de aprendizaje donde cada persona es su propia maestra y al mismo tiempo la de todas, donde la persona educadora opta por desarrollar una dinámica de “extraer” del interior de cada persona los recursos que lleva consigo, dejando en un segundo plano la tendencia a “rellenar” con cursos y talleres de formación en su más amplia variedad), se consolida como una apuesta por encontrar la esencia de la persona que se cruza en nuestro camino para entregarnos un tesoro transformador, más allá de aquella propuesta en la que la persona se nos hace visible para que le solucionemos sus problemas y le demos una cartera llena de recursos que presuponemos les serán útiles.
Parto de la base de que el Servicio de Centro de Día se constituía como un servicio promocional por excelencia. Durante cinco horas a lo largo de la mañana, las personas que acudían estaban acompañados por dos educadoras, incluso en algunos momentos tres, que ejercían sus funciones en el más amplio registro de esta profesión: desde dinamizar talleres de formación, de creatividad, de manualidades, promover procesos participativos partiendo de los centros de interés de las personas que formaban parte del proyecto, generando actividades lúdicas y recreativas, celebraciones, asambleas, campañas de concienciación públicas, etc. Este trabajo en sinergia grupal era el que permitía generar el vínculo imprescindible y necesario para hacer un buen seguimiento individualizado, un acompañamiento cercano, sentido y sincero, ese que nos hace crecer como personas mientras ejercemos nuestra profesión.
Por supuesto que todo este trabajo contaba con una organización precisa entre el entramado de profesionales del resto del Programa y de la Institución. Una organización con base de datos interna, en la que quedaba recogido el seguimiento individual y grupal diario. Diariamente también existía un registro de datos de las actividades completamente detalladas con el que éramos conscientes de aquello que podíamos ir mejorando. De esta y otras maneras íbamos apoyándonos en la metodología acción-reflexión-acción para constituir durante casi una década un servicio renovado a cada instante, un lugar en el que las personas acogidas se sentían libres de ser ellas mismas.
Estamos hablando de personas sin hogar, que en este caso es similar a decir personas en proceso de deshabituación de alcohol o/y drogas, personas con problemas de salud mental en tratamiento y seguimiento médico, personas sin apoyo social ni económico, mujeres que en algún momento ejercieron la prostitución…, PERSONAS, personas al fin y al cabo. Ahí está la clave, en ver PERSONAS. El servicio de Centro de Día resurgió de sus cenizas al incorporar la clave de la dignidad personal. Se dejó de ver personas “carentes de”, para verlas como “dignas de”. Y es por ello que CON ELLAS (y no sólo para ellas), comenzamos a dotar de dignidad a los espacios, que se pusieron bonitos, nuevos y limpios para sentir el calor que siente cualquiera cuando llega a un lugar que te acoge y te hace sentir bien (piénsalo por un momento ¿te sientes igual en cualquier lugar? ¿qué lugares escoges para sentirte mejor?).
Cuando ya tuvimos un lugar bonito nos hicimos responsables de cuidarlo y mantenerlo limpio diariamente. Al mismo tiempo nos comprometimos a utilizar el respeto como elemento imprescindible para convivir durante las mañanas en dicho espacio. Con ello creamos el clima de confianza básico para que todo fluyera. Poco a poco, gracias a la autenticidad de cada una de las personas que formábamos parte de aquel proyecto, los lazos se iban consolidando, unas personas venían otras iban y se iba haciendo más grande la “familia”.
Con todo esto, que no ha sido sino un esbozo a grandes rasgos de lo que fue, inicio mis reflexiones, fruto de muchos años de sufrimientos y risas compartidas, de logros, de frustraciones, de rabias contenidas y descontroladas, y sobre todo de mucho, mucho, cariño dado y muchísimo más recibido.
Un planteamiento promocional cien por cien, en el que la educación social era la herramienta básica para conseguirlo, gracias a una buena organización, los límites claros equilibrados con el cariño y la aceptación. Siempre partiendo de la base de que las personas tenemos todo nuestro potencial creativo y sanador esperando para que salga, con la ayuda de alguien (quien mejor que una persona educadora) que genere las condiciones apropiadas para que quieran brotar.
En mi opinión el trabajo educativo tiene que ir en la línea de lo que he aplicado durante más de una década, pero cambiando el objetivo final, es decir, como una forma de asistencia emocional, como una manera de que la persona vuelva a ser tratada como persona, para que conecte con su esencia de nuevo y viva su situación desde ahí, con nuevos recursos, pero sin esperar que se vea un cambio en su forma de vida, porque en muchos casos, con una cierta edad, ya ni depende de ellas.
Yo, que era una férrea defensora de la promoción como medio de transformación social, considero que esa no es la vía. El camino es la transformación personal desde la conexión con lo que somos como esencia, desde el Ser, para ello tenemos, como educadores/as, que crear espacios de referencia creativos y de participación donde las personas puedan desarrollarse como tales, sin más. Sin buscar que entren en procesos que se marcan desde fuera para cubrir nuestros egos profesionales.
¿Dónde radica la dificultad? En que se precisa de educadores/as que se manejen sin miedo en la incertidumbre, porque exponerse cada día a generar dinámicas de encuentro participativo en donde cada una aporta sin más, nos lleva al terreno de lo desconocido, ese terreno en el que realmente crecemos todos, y de eso se trata: de que sigamos creciendo.