Cosme Sánchez Alber, Técnico en intervención social. Comisión Ciudadana Antisida de Bizkaia
Una de las tareas emergentes para la Educación Social es poder pensar en la apertura de lugares, espacios y tiempos sociales donde el sujeto pueda ocupar un lugar de enunciación: La palabra mediadora. En el presente texto proponemos un recorrido sobre las nociones del desamparo y el exilio desarrolladas por la filósofa María Zambrano. Su concepto del exilio como categoría explicativa del ser humano supone un imprescindible aporte para poder pensar en las nociones contemporáneas sobre el lazo social en una época de globalización y disolución de los vínculos sociales. Un viaje que nos permita orientarnos en el tiempo presente para poder desplegar prácticas educativas y sociales capaces de atender a la particularidad de cada sujeto, sin olvidar las contradicciones y paradojas que concurren en el encuentro entre las instituciones, los sujetos, los marcos teóricos y los profesionales.
De la experiencia íntima del exilio sabía mucho María Zambrano. Su concepto del exilio como categoría explicativa del ser humano supone un imprescindible aporte para poder pensar en las nociones contemporáneas sobre la exclusión y la desinserción en nuestra época. El exilio es, para Zambrano, la condición esencial del ser humano. Una condición dramática y marcada por un profundo e íntimo desarraigo de uno mismo. Ella nos muestra con gran precisión ese sentimiento de extranjería de uno mismo. El desamparo estructural que acompaña toda vida humana.
El presente artículo propone un breve recorrido, hecho de fragmentos y restos, que recupera las palabras de la filósofa malagueña de cara a poder pensar la noción de desamparo en nuestra época; una época, la nuestra, marcada por un profundo e íntimo desarraigo, estructural e ineludible, para toda vida humana.
“La vida se arrastra desde el comienzo. Se derrama, tiende a irse más allá, a irse desde la raíz oscura, repitiendo sobre la faz de la tierra el desparramarse de las raíces y su laberinto” Zambrano, M. (1991, 17)
Iniciamos este viaje acompañados por los dichos de la filósofa española María Zambrano, sus palabras de regreso tras cuarenta años de exilio. Un exilio que la mantuvo alejada de su patria durante mucho tiempo, entre los años 1939 y 1984. Son los años de una España que pasa por periodos convulsos, desde la proclamación y el declive de la Segunda República española, hasta la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial. Estos episodios de ruptura producen el estallido de diversas migraciones y exilios, miles de personas se ven convocadas al abandono, al repudio o la persecución por razones políticas. El odio y la segregación, también la esperanza y el deseo de construcción de una nueva y próspera nación, se entremezclan y contradicen entre las nuevas configuraciones político-sociales del Estado moderno, los sujetos y la relación con las instituciones.
María Zambrano nace el 22 de abril de 1904 en Vélez, Málaga. Sus padres eran maestros de escuela. Inicia sus estudios de Filosofía como alumna libre en la Universidad Central de Madrid. Entre 1924 y 1927 completa sus estudios y publicará su primer libro en 1930. Al año siguiente es nombrada profesora auxiliar de Metafísica en la Universidad Central. En la España de 1931, con la instauración de la segunda República Española, María participará con vigor en el fugaz movimiento político de la época y formará parte de las Misiones Pedagógicas, cuyo propósito era el de acercar la cultura a las poblaciones rurales que, en mayor o menor medida, permanecían analfabetas, ajenas a los beneficios que la cultura, el arte o la educación podían proveer.
Casi al final de la Guerra Civil española y tras la muerte de su padre, María cruza la frontera camino de París, desde donde viaja a México. Vivirá en La Habana, en San Juan de Puerto Rico, Ciudad de México, París, Cuba, Roma, La Pièce, Ferney Voltaire, o Ginebra. Lugares desde los cuales desarrollará su pensamiento y su escritura, con gran pasión e intachable honestidad intelectual, y donde se ocupará en su labor académica como docente en universidades e instituciones de diverso índole. En el invierno de 1984 regresa a España y vive en Madrid. Muere el 6 de febrero de 1991. Por deseo suyo, en su tumba se escriben las palabras del Cantar de los cantares: “Surge amica mea et veni” (“Levántate amada mía, y ven”).
Toda transmisión cultural tiene su génesis en el Eros, esto significa que el aprendizaje solo es posible a partir de situar en el centro de la conversación la cuestión del vínculo educativo; una relación muy particular entre el agente de la educación, el sujeto y la cultura. Este particular vínculo es lo que, en el mejor de los casos, hace emerger el deseo de aprender, querer saber, desear apropiarse de algo. Esto implica que el deseo de saber, de aprender, no está de entrada, hay que provocarlo. Por otra parte, entendemos la educación y las prácticas pedagógicas como una manera de hacer consistir el lazo social, en tanto en cuanto nos permiten recibir el legado de nuestra tradición y desplegar nuevos destinos posibles para cada sujeto implicado.
La cultura hace lazo social entre los seres humanos, siempre y cuando existan educadores, maestros y docentes que deseen ocupar este lugar de mediación entre el sujeto y los contenidos de la cultura. La mediación primordial es la palabra, y por ello desde el campo de la educación social dedicaremos gran parte de nuestros esfuerzos a pensar en las diferentes modalidades y maneras de poner en juego este acto. Por ejemplo, en el campo de las desinserciones sociales resulta especialmente sensible poder articular espacios para acoger la palabra de las personas a las que acompañamos. Así mismo, tanto el deseo de los educadores como la propia relación que estos mantengan con la cultura y con los contenidos de la educación es lo que les autoriza para ejercer el particular acto de la transmisión: por mediación de sus cuerpos, de su presencia y de su palabra. La función educativa es ante todo una función civilizadora ya que intenta regular a los seres humanos por la vía del lenguaje, el interés cultural y la promesa de un futuro. La educación construye comunidad y continuidad entre la serie de las generaciones. En este sentido la educación supone habitar un lugar y un tiempo entre el pasado y el porvenir, entre lo viejo y lo nuevo, entre la conservación de los legados culturales y lo revolucionario que hay en cada nueva generación.
“Camina el refugiado entre escombros. Y en ellos, entre ellos, los escombros de la historia.” Zambrano, M. (1990, 42)
Caminamos entre las ruinas y los escombros de nuestra historia. Hacerlos emerger, elevarlos, permite extraer alguna orientación en el campo de nuestras disciplinas y la construcción del lazo social en nuestros días. Toda palabra deja una huella, una escritura, un rastro. Rastrear estas huellas, hacerlas hablar, confiando en que quizás puedan ayudarnos a entender mejor el tiempo presente ¿Podemos pensar, quizás, que la historia de los hombres no sea otra cosa que una escritura, un resto, un escombro?
En el campo de la Pedagogía Social nos interesan aquellas cuestiones que han quedado olvidadas, segregadas, y que precisamente por esto merecen una especial atención para nosotros, que trabajamos en territorios complejos, fronterizos; en los márgenes de la educación no formal. Nos interesan, por tanto, los restos de nuestra disciplina, aquello que en ocasiones pasa desapercibido para evaluadores y gestores, y que no responde a las exigencias del cientificismo imperante ni a las lógicas de la Nueva Gestión Pública y el encargo institucional: etiquetar, clasificar, categorizar y derivación del “problema”.
En este artículo pretendemos, a su vez, reintroducir algunas de aquellas cuestiones que han sido expulsadas de nuestra disciplina para tratar de reconstruir una cadena que nos vincule con nuestra tradición y con nuestro pasado más reciente, para poder orientarnos en el tiempo presente. El legado cultural que nos precede, y del cual procedemos, no es otra cosa que la sustancia misma de la que estamos hechos. Las palabras de aquellos que nos han precedido son la voz que nos explica nuestra propia historia, y que a su vez, nos permiten introducirnos en la dimensión del porvenir. Un cuerpo que es el órgano imprescindible y necesario para desplegar una práctica educativa que atienda a la subjetividad de nuestra época, y a las nuevas concepciones del sujeto, la institución y la práctica socio-educativa en las cambiantes y múltiples configuraciones de lo social.
En los interregnos de la tarea educativa siempre late un imposible de asimilar, un resto in-educable. Este resto es lo que hace posible que la educación vaya más allá de aquellas prácticas, a veces mal llamadas educativas, que pretenden “educarlo todo”; adoctrinar a los hombres. No-todo es educable. La tarea educativa necesita de un consentimiento por parte de los sujetos. Hay el imposible de la educación, en tanto que sus límites son al mismo tiempo éticos como propios de un acto muy particular que no pretende reducir a un sujeto, domesticarlo bajo el imperativo de un ideal, sino más bien poder suscitar en él el interés por la cultura y su participación social.
Se trataría de pensar la educación como esa regulación necesaria para que el sujeto pueda circular socialmente. Es por esto que la educación tiene una función estructurante para toda vida. En las prácticas sociales resulta imprescindible organizar espacios para la mediación, la palabra y la conversación con las personas. Solo así, cada sujeto, dispondrá de un tiempo (el suyo propio) para elaborar, construir e inventar una salida particular, una posición en el mundo que le sea propia. De lo contrario, toda praxis está condenada al fracaso de las respuestas universalizantes y burocratizadas. Huelga decir que no es posible el vínculo social sin la singularidad de cada persona. Singularidad y lazo social van juntos.
“Comienza la iniciación al exilio cuando comienza el abandono. El refugiado se ve acogido más o menos amorosamente en un lugar donde se le hace hueco, que se le ofrece y aún concede y, en el más hiriente de los casos, donde se le tolera. Algo encuentra dentro de lo cual depositar su cuerpo que fue expulsado de ese lugar primero, patria se le llama, casa propia, de lo propio, aunque fuese el lagar de la propia miseria.” Zambrano, M. (1990, 31)
Sucede para el exiliado una ruptura con el lugar primero. Más allá del lugar topográfico existe en cada uno de nosotros un lugar primordial del cual procedemos; patria, casa, infancia son diversas maneras de nombrar este lugar. Un lugar que tiene que ver con lo propio y lo particular de cada ser. El lugar de donde uno realmente procede, el espacio donde fuimos acogidos por primera vez. El primer encuentro con un lugar Otro donde depositar nuestros cuerpos y donde cada ser va a encontrar las primeras significaciones de su existencia. No obstante se trata también, como nos señala Zambrano, del lagar de nuestra propia miseria, el lugar en el que por primera vez experimentamos el abandono, el sufrimiento y la falta. Un lugar que es más bien una atmósfera.
“Para dar una idea aún más precisa de lo que es el Otro, digamos que es la atmósfera del sujeto. Un sujeto no es concebible sin ese Otro que es su atmósfera. Se trata de una atmósfera que está hecha de sentido, de verdad y de deseo. Y, en el mejor de los casos, también de apoyo, de sostén.” Landriscini, N. (2013, 5)
Cada uno de nosotros existe en relación a esa atmósfera; un ambiente, una cultura, una familia, una lengua. Nuestra subjetividad está atravesada por esta vinculación primordial; hecha de verdad, de sentido y de deseo. Siempre existirá, para cada uno, una cierta tensión entre el ser y el mundo, entre el sujeto y el lenguaje por el que cada uno de nosotros está parasitado. Encontrar la manera en la que cada sujeto pueda vivir en esta atmósfera es una ardua tarea no exenta de dificultades y obstáculos. No hay el lazo social como tal, no existe, sino a condición de alienarse en el discurso y aprehender la lengua del Otro. Encontrar una solución particular que permita inscribirse en el lazo social; hacer del mundo un lugar habitable.
“Y en el destierro se siente sin tierra, la suya, y sin otra ajena que pueda sustituirla. Patria, casa, tierra no son exactamente lo mismo. Recintos diferentes o modos diferentes en que el lugar inicial perdido se configura y presenta.” Zambrano, M. (1990, 32)
El lugar inicial perdido nos remite a la pérdida primordial. La falta en ser por la que todos estamos atravesados. En cada vida humana hay una pérdida primera, y no hay nada ni nadie que pueda reemplazar el lugar de esta pérdida. Hay, por tanto, una falla. Soportar esta falta es lo que permitirá soportar la vida.
En el exiliado se reactualiza esta pérdida primordial, esta falta se vivifica, se hace presente, y al no encontrar otros lugares donde poder alojar esta pérdida, este vacío; comienza el abandono. La soledad se instala al constatar, una y otra vez, que no existen lugares donde depositar su cuerpo, su verdad, su sufrimiento. No hay la casa, la patria ni la lengua. Y en su defecto, tampoco hay la institución donde ser escuchado y encontrar asilo. No hay, ni tan siquiera, el reconocimiento de ser un ciudadano. No hay el derecho ni la Ley. Hay expulsión y segregación. Hay residuos humanos abandonados en los contenedores de la historia.
“Mas la tragedia humana sucede bajo la mirada de los dioses y su sentencia. Y en el abandono no se siente esa mirada ni la sentencia, como por momentos se querría. En el abandono solo lo propio de que se está desposeído aparece, sólo lo que no se puede llegar a ser como ser propio. Lo propio es solamente en tanto negación, imposibilidad. Imposibilidad de vivir que, cuando se cae en la cuenta, es imposibilidad de morir. El filo entre vida y muerte que igualmente se rechazan. Sostenerse en ese filo es la primera exigencia que al exiliado se le presenta como ineludible.” Zambrano, M. (1990, 32)
Efectivamente, la tragedia humana, también podríamos decir la comedia, sucede bajo la mirada de los dioses. No obstante, para el exiliado el Otro ha dejado de existir, no lo reconoce. El Estado social y de derecho ha desaparecido para él, ya no existe. Y cuando no hay instituciones habitables ni lugares sociales donde actuar como sujetos éticos emerge el abandono. La imposibilidad de soportar la vida. La negación del Otro puede producir situaciones de extrema vulnerabilidad social. El Otro aparece como una negación, aquel del que hay que desconfiar, aquel que encarna la figura de un extraño. Algo que falta en el lugar donde podría surgir una demanda. Un llamado que no encuentra un Otro hacia quien dirigirse. No hay la institución a quien solicitar ayuda, asilo, apoyo.
Es por esto que en el trabajo con las personas encontramos cada día más resistencias, más obstáculos, más desconfianza. El boicot terapéutico es, por ejemplo, una de las modalidades de respuesta que los sujetos encontramos frente a los designios de la nueva relación asistencial en el ámbito de la Salud Mental y los servicios socio-sanitarios. Es una respuesta frente a la violencia de la Nueva Gestión Pública, burocratizada y mecánica.
La relación asistencial ha quedado marcada por los impasses de una negación que cada día se instala con mayor confortabilidad en la vida de los que han sido desheredados, los desafiliados de la historia. El programa institucional no responde, o está fuera de cobertura o se ha convertido en una máquina, una grabación que nos da la hora y el día de nuestra próxima cita. La atención social se ha mecanizado. Hemos conseguido borrar la dimensión de la palabra y el vínculo social: la desaparición de los lugares sociales.
“Peregrinación entre las entrañas esparcidas de una historia trágica. Nudos múltiples, oscuridad y algo más grave: la identidad perdida que reclama rescate. Y todo rescate tiene un precio.” Zambrano, M. (1990, 32)
Toda identidad se organiza alrededor de un vacio. En consecuencia, la construcción de la identidad es un proceso que no acaba nunca, siempre incompleto, siempre en permanente evolución y cambio. En realidad, podemos pensar la identidad como un juego de identificaciones que como todo, en la sociedad del consumo global, se nos muestra cada día más efímero, fugaz y obsolescente. En la cultura de la imagen existe un próspero y emergente mercado dedicado a la compra-venta de las identidades en construcción; un ideal de felicidad homogéneo e intercambiable.
En nuestra sociedad, la identidad debe construirse únicamente a condición de poder ser desmantelada en cuanto la situación así lo requiera. Así, la identidad debe permanecer flexible para en cualquier momento devenir basura, y poder reciclarse para construirse una nueva, con los desperdicios de la anterior. Todos somos ahora responsables de nuestra vida, de nuestro futuro y de nuestras identidades. Siguiendo la tesis del individualismo, cada persona tiene la obligación de ser feliz y la misión de dar un sentido a su propia vida.
Sin embargo estas identidades que se construyen en solitario resultan de una extremada vulnerabilidad y precariedad. De ahí la proliferación de pequeñas comunidades y grupos de “auto-apoyo” que reivindican y atornillan al sujeto a la identificación libremente elegida. Permitiendo así construir la frágil identidad entre varios, en compañía de otros individuos parecidos, similares. Hacemos comunidad en tanto en cuanto nos identificamos con un mismo rasgo. En cierta forma, la identidad se presenta como el nuevo refugio ante las incertidumbres y los miedos de nuestra cultura, un refugio que nos proporciona seguridad y confianza, pero que necesita ser reivindicada y verificada a cada minuto. En este sentido la identidad ha venido a sustituir a la comunidad. No es casualidad que el auge de las identidades haya coincidido con el declive del ideal de comunidad.
“La libertad así aceptada se establece como realidad que necesita ser constantemente verificada con la acción, una acción cualquiera, una pseudo-acción correspondiente a la pseudo-libertad. Y el Yo entonces emerge sustituyendo a la mediación, tomando la inmensidad como campo disponible para su unicidad. Es el único y todo puede ser su propiedad. La inmensidad queda así reducida a ser todo.” Zambrano, M. (1990, 39)
“Es el devorado, devorado por la historia. Mas la historia no opera nunca limpiamente y al devorar no arranca como el sacerdote azteca el corazón para ofrecerlo al sol, al sol de la historia. Y el exiliado, a fuerza de pasmos y desvalimientos, de estar a punto de desfallecer al borde del camino por el que todos pasan, vislumbra, va vislumbrando la ciudad que busca y que le mantiene fuera, fuera de la suya, la ciudad no habitada, la historia que desde el principio quedó borrada.” Zambrano, M. (1990, 33)
El exiliado ha sido expulsado de la historia. Se le aparta no solo de un territorio sino también de las narraciones, los discursos y los relatos que le permitían representarse y participar en la comunidad. Lejos ya del amparo que otorga la condición de ciudadano de derecho, el exiliado tendrá que sobrevivir entre los escombros de la historia en su particular búsqueda por encontrar un lugar donde depositar su cuerpo.
En el abandono se siente la pérdida de una manera tan feroz, tan real, que quien lo sufre queda, a veces, suspendido entre dos mundos. No puede regresar, pero tampoco podrá engancharse a lo nuevo. Queda en un impasse, en tierra de nadie, en un vacío. En nuestras propias historias todos hemos podido sufrir estos estados de extrema perplejidad y abandono. Momentos en los que uno queda algo perdido, sin brújula, sin los referentes que tenía y confrontado al agujero del porvenir. Como dice Zambrano “y en el destierro se siente sin tierra, la suya, y sin otra ajena que pueda sustituirla”. No hay el lugar a donde volver en tanto en cuanto el sujeto ha quedado marcado por una fractura que lo convoca a un abismo subjetivo. No obstante quizás exista para cada uno la posibilidad de inventar, encontrar, un camino de regreso. No en el sentido de un retorno sino, más bien, en la posibilidad de una apertura singular.
“¿Cabe la existencia de la historia verdadera del hombre sobre la tierra? Sería, habría de ser la historia ante todo sufrida, padecida y pensada, más allá de todo utópico ensueño del hombre que no se sueña a sí mismo, que no se representa ni se reviste, que no se esconde para mejor saltar a cobrar su presa, el hombre en quien el ser verdadero es más que el ser.” Zambrano, M. (1990, 35)
En la actualidad la relación que manteníamos con la tradición y la historia se ha transformado. Hoy existe una fractura con respecto a todas aquellas cuestiones que nos ligaban con el pasado. Esta ruptura con la tradición nos coloca en una cierta posición de desarraigo cultural y social con respecto a la generación anterior. Esto no es sin consecuencias. La tradición operaba una función reguladora para los sujetos, proporcionando una serie de identificaciones y narraciones que constituían el sustrato que servía de asidero donde las vidas podían germinar.
En efecto, la tradición hace referencia a toda clase de transmisión, en el sentido de que denota tanto lo que se transmite, como el propio acto de transmitir y recibir. Así mismo la tradición hay que ponerla en relación con la educación de los “recién llegados”, como los llamaba Arendt. Las nuevas generaciones que vienen al mundo nos convocan a la tarea de pensar el acto de la transmisión. Hay en ellas lo nuevo y lo revolucionario de cada nueva generación, pero también el deber de hacerles pasar algo de lo viejo, de las tradiciones y de la conservación de una cultura a la que han sido violentamente arrojados. La vida, cada nueva vida humana, no empieza nunca de cero y sigue transmitiéndose de generación en generación, de padres a hijos, y fundamentalmente a partir de la palabra y el lenguaje. De esta manera, la tradición contribuía a la construcción de las identificaciones en el seno de una comunidad. En el sentido de que crea comunidad pero también continuidad. Sin embargo, nos movemos en territorios donde la cadena con la tradición ya no es segura, hay pues incertidumbre y discontinuidad en la cadena de las significaciones.
“La actitud filosófica es lo más parecido a un abandono, a la partida del hijo pródigo de la casa del Padre; desde la tradición recibida, los dioses encontrados, la familiaridad y aun del simple trato con las cosas, tal como ha ido fabricándolo la costumbre. Es lo más parecido a arrancarse de todo lo recibido.” Zambrano, M. (1990, 84)
Si atendemos al hecho de que la tradición incluye para sí el propio acto de recibir lo transmitido constatamos que en la operación misma de la transmisión se pone a su vez en juego una doble operación: la novedad y la invención, lo revolucionario que existe en cada sujeto y en su particular manera de recibir, hacer con lo transmitido. Puesto que el acto de recibir es un acto activo que requiere de un sujeto que lo reciba, es decir, de un consentimiento y de una voluntad transformadora. Trabajamos, pues, con la presunción de existencia de este sujeto capaz de asimilar y recibir; hacer algo propio con lo transmitido.
Hay pues la tarea de crear espacios y tiempos donde este acto pueda acontecer, donde pueda emerger el deseo de recibir un legado y hacerlo propio. Esto solo es posible si somos capaces de inventar lugares, tiempos y espacios donde hacer existir un sujeto que desee apropiarse de algo, ocupar un lugar muy particular en la intersección entre lo que es dado, y lo que se está dispuesto a recibir. Esto, como sabemos, requiere grandes dosis de esfuerzo, tiempo y trabajo.
Por ello entendemos que la ruptura con la tradición hay que ponerla en relación con la crisis de la educación y el declive de la autoridad. Algunos de sus efectos podemos verlos en la entrega masiva del individuo a las cambiantes e instantáneas actualidades, y la falta de orientación que de ellas se derivan. Nuestra relación con el pasado es de ruptura, en su lugar tenemos el imperativo de la satisfacción inmediata y de la gratificación instantánea, el empuje a gozar de cada nueva experiencia vital. En la sociedad contemporánea el individuo no tiene más referencia que él mismo, su mismidad. Con ruptura de la tradición queremos decir entonces que la tradición no tiene vigencia, fuerza normativa u orientadora, ni se transmite. La ruptura con la tradición es un elemento constitutivo de la consciencia y la noción de sujeto de nuestros tiempos. Una alteración radical en la relación del sujeto con las tradiciones y las instituciones. Cuando los valores caen y no tienen vigencia reguladora nos sobreviene el vacío de la experiencia de la muerte.
“El exiliado es el que más se asemeja al desconocido, el que llega, a fuerza de apurar su condición, a ser ese desconocido que hay en todo hombre y al que el poeta y el artista no logran sino muy raramente llegar a descubrir.” Zambrano, M. (1990, 35)
El otro encarna esta dimensión de lo extranjero y lo desconocido, figuras que hoy en día encarnan a la perfección esta dimensión de lo imposible que hay en cada experiencia vital. Nuestros propios temores encuentran así un destino. Podríamos decir que en un mundo en el que la mayor parte de la gente vive atemorizada por las incertidumbres, si no hubiera desconocidos, extraños o extranjeros, habría que inventarlos. De esto, precisamente, se encargan muchos de los poderes políticos y mediáticos. Nuestros miedos y ansiedades, que circulan desplazándose de un objeto a otro, encuentran en lo extranjero, en lo segregado, un núcleo sólido al cual asirse. Y la localización de los miedos, como sabemos, tiene efectos de apaciguamiento. La política del miedo y de la seguridad se retroalimentan, la construcción de macro-prisiones, centros de internamiento para extranjeros, la demanda social reclama el aumento de las medidas punitivas y penales, la militarización del espacio público y la proliferación de cámaras de vigilancia. La criminalización de lo extranjero es uno de los nuevos destinos para aquellos que son considerados como diferentes y superfluos.
“No tener lugar en el mundo, ni geográfico, ni social, ni político, ni –lo que decide en extremo para que salga de él ese desconocido- ontológico. No ser nadie, ni un mendigo: no ser nada. Ser tan solo lo que no puede ni dejarse ni perderse, y en el exiliado más que en nadie. Haberlo dejado de ser todo para seguir manteniéndose en el punto sin apoyo ninguno, el perderse en el fondo de la historia, de la suya también, para encontrarse un día, en un solo instante, sobrenadándolas todas.” Zambrano, M. (1990, 36)
La tragedia humana y el horror de la existencia es para aquel que ha entrado en la dimensión del desconocido; Una visión y una experiencia aterradora.
La mediación es lo que permite inventar nuevas maneras, uno por uno, de hacer consistir el lazo social. Una de nuestras principales tareas es la de mediar, ocupar un lugar, un espacio, donde el sujeto pueda tratar algo de su malestar, de su dificultad, de su no saber sobre sí mismo. Es necesaria esta función mediadora que permita inventar, para cada uno, una solución particular para soportar la vida, algo que medie entre lo uno y lo Otro. Crear lugares sociales, donde la palabra pueda circular.
“Y así el firmamento mismo se retira, desaparece su firmeza, su mediación. Pues que es la mediación la que hace sentir la presencia del Padre cuando se oculta y la que sostiene su presencia cuando se aparece.” Zambrano, M. (1990, 38)
La mediación fundamental e ineludible es la palabra, la construcción de lugares donde uno pueda hablar y ser escuchado. Cuando hablamos de la desaparición de los lugares sociales nos referimos precisamente a esto; la desaparición de la mediación. Lo que ha desaparecido es la dimensión de la palabra y el lazo social que constituían la principal función y el motor de estos espacios. Los educadores, con sus cuerpos, su presencia y su deseo, pueden introducir este espacio de mediación. Hacer de puente, de bisagra, entre el sujeto y el mundo, por mediación de la palabra y el lenguaje. Para ello es necesario que los educadores sociales sepan que para acoger a un sujeto es imprescindible atender a su palabra, escucharlo. Para acompañar a una persona no basta con una mirada a los expedientes, a “lo que se dice” del sujeto, es necesario que la persona pueda ocupar un lugar de enunciación propio. Para ello proponemos pensar en los escenarios sociales y en su dimensión discursiva, como estructuras de lenguaje, que se dotan de una organización que permite ofrecer un tiempo para la palabra de todas aquellas personas a las que acoge, a las que acompaña.
“El firmamento, el horizonte familiar, la ciudad y aún el lugar que en él se habita son mediadores. La casa y los objetos tenidos por preciosos, todo lo que en ella se enciende, hasta la cólera del padre inmediato si no se excede en su autoridad, si no aplasta ocupando todo espacio de vida; todo lo que en ella arde, el fuego mismo siempre símbolo del hogar, si no impide respirar y moverse es mediador. Y lo será más cuanto más permita la circulación de los elementos y de ese elemento primero para el hombre que es la palabra.” Zambrano, M. (1990, 39)
Dar la palabra. Crear espacios y tiempos para poner en circulación las palabras de aquellos a los que acompañamos, pero también entre los propios profesionales y las instituciones. Un trabajo en red que permita la circulación de sus elementos mediante la conversación y la deliberación entre profesionales, sujetos e instituciones.
“La inmensidad, el ilimitado desierto, la inexistencia del horizonte y el cielo fluido. La existencia del ser humano a quien esto acontece ha entrado ya en el exilio, como en un océano sin isla alguna a la vista, sin norte real, punto de llegada, meta.” Zambrano, M. (1990, 39)
En lo que llamamos la cultura del nuevo capitalismo (Richard Sennett) el programa institucional tal y como lo conocíamos ha entrado en declive. La sociedad de consumo produce cada vez más personas cuyo destino es la basura, la condición de superfluos (Bauman1). Seres humanos que sobran, los excedentes del mercado de trabajo, personas residuales, no aptas, desechables. Esta sociedad ya no necesita de mano de obra, de trabajadores, para subsistir. O dicho de otra manera, para que la lógica del mercado y la competitividad social puedan continuar su avance es necesario producir exclusión social.
“Para no perderse, enajenarse, en el desierto hay que encerrar dentro de sí el desierto. Hay que adentrar, interiorizar el desierto en el alma, en la mente, en los sentidos mismos, aguzando el oído en detrimento de la vista para evitar los espejismos y escuchar las voces.” Zambrano, M. (1990, 41)
Saber que existe en cada uno de nosotros la insoportable soledad del exiliado, conocer sus adentros, su topografía y sus pliegues. Que cada uno pueda reconocer el desierto del que está hecho; Para vivir con él. Es este el desafío al que nos invitan las palabras de María Zambrano, adentrarnos en las oscuridades del alma, en nuestra propia miseria y en la suciedad de nuestro ser. ¿Será acaso que lo que odiamos en el otro no sea otra cosa que nuestra propia miseria? Vivir con el abandono, interiorizarlo, reconciliarse con el desierto que constituye nuestra propia sustancia, porque ¿no es acaso este vació lo que está en el lugar central de toda vida? ¿No será este desierto la constitución misma de lo humano? ¿Aquello que intentamos llenar inútilmente con cada nuevo objeto, con cada nueva y efímera identidad?
“El vivir dentro del desierto el encuentro con patrias que lo pudieran ser, fragmentos, aspectos de la patria perdida, una única para todos antes de la separación del sentido y de la belleza.” Zambrano, M. (1990, 41)
Más allá del sentido y de la belleza, más allá de las patrias perdidas y las fronteras que nos separan a los unos de los otros, está el desierto. Un lugar inhóspito en el que la vida no puede existir pero que, paradojas del destino, hay que atravesar; hacerlo existir dentro de cada uno de nosotros para poder vivir con él. En el desierto no hay ni el sentido, ni la nostalgia por el mundo perdido; hay tan solo un vacío que es en realidad la sustancia misma del deseo y la falta que constituye a los seres hablantes. Quizás sea esta una de las más hondas enseñanzas de Zambrano, su particular encuentro con su propio e íntimo desierto es lo que le permitió encontrar un camino de regreso.
No existe la última palabra sobre aquello que en cada ser viviente viene a ocupar el lugar de esta falla. Hay siempre en cada ser humano un imposible que escapa a cualquier intento de regulación, de asimilación y adoctrinamiento; aquello que pertenece al desierto de cada uno. El educador social ha de conocer esta dialéctica fundamental, de manera que pueda orientarse más allá de los ideales y el sentido común, para ayudar a que cada persona pueda encontrar, con nuestra ayuda, un camino de regreso.
Una aportación de gran valor en el campo de la Pedagogía Social, para aquellos que nos dedicamos a la educación social en territorios complejos.
“El exilio es el lugar privilegiado para que la Patria se descubra, para que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla. Cuando ya se sabe sin ella, sin padecer alguno, cuando ya no se recibe nada, nada de la patria, entonces se le aparece. No la puede definir, pues que tan siquiera la reconoce.” Zambrano, M. (1990, 43)
Entonces en el trabajo con personas podemos ocuparnos en esta particular tarea. Acompañarlas, una por una, en este viaje sobre aquello que no saben de sí mismas. Extraer un saber que les permita soportar el desierto de toda vida humana, y encontrar un camino de regreso. Un camino que debemos inventar uno por uno, acompañándolas. Es en este sentido que los protocolos y las respuestas universales no alcanzan. Se trata de que cada profesional pueda sostener su acto en el encuentro particular con cada sujeto, orientándose en cada proceso y apoyando las soluciones singulares de cada caso.
La ausencia de lugares sociales, junto a la disolución de aquellos discursos que durante la modernidad regulaban nuestras vidas, ha dejado a los sujetos algo más solos, más desamparados, más perdidos. El avance feroz del individualismo, en detrimento del lazo social, nos hace padecer de un sufrimiento particular. Abandonados a nuestra propia suerte y a la capacidad que cada individuo tenga para poder construirse, él solo, su porvenir.
Cada vez se hace más evidente la fragilidad de los vínculos sociales, así como la disfunción de las instituciones y la vacuidad de los discursos contemporáneos. Frente a ello reivindicamos el papel central de la teoría y la cultura, ya que, en palabras de Violeta Núñez, entendemos por educador social aquel agente capaz de construir, actualizar y transformar aquellos marcos conceptuales desde los que es posible desplegar prácticas pedagógicas en ámbitos sociales. Podemos pensarlo como un encargo que procede de la inquietud, el deseo, y la responsabilidad en el ejercicio de nuestro trabajo con el otro.
Por otra parte, una de las tareas emergentes para la Pedagogía Social es abrir lugares, espacios y tiempos sociales donde el sujeto pueda ocupar un lugar de enunciación: La palabra mediadora. Se trata entonces de que en las diversas configuraciones de lo social donde la educadora social despliega su acción educativa puedan crearse espacios para la palabra y la conversación; escuchar, acoger, dar asilo. Ocuparnos en la tarea de la mediación. Esto implica separarse prudentemente de los ideales de reinserción social pre-establecidos para dar un lugar al sujeto.
Para finalizar, y siguiendo las enseñanzas de Zambrano, proponemos pensar la noción de desamparo como algo inscrito en la constitución misma de lo humano. El desamparo estructural que acompaña a toda vida. Dicho de otra manera, hay en cada uno de nosotros un punto de exclusión, de vacío. Una falla donde el lazo al Otro está roto, y donde uno se encuentra sólo ante el abismo de su propio desierto. Adentrarse en este desierto es la solución particular que podemos extraer de las palabras de Zambrano. Un agujero que está en el corazón mismo de lo humano, en la constitución misma del hombre arrojado a un mundo que no le pertenece. Un mundo que no entiende en absoluto, tanto es así que ni tan siquiera comprende el significado de las palabras y el lenguaje. Su propio nombre le es dado.
En cualquier caso, como agentes sociales sabemos que no existe la solución universal que garantiza una sólida y perdurable adscripción social o política. Para soportar la vida deberemos inventar una solución particular que nos permita confrontarnos al vacío de nuestra propia experiencia: adentrarse en el desierto, uno por uno. Pero en compañía del Otro.
“En el exilio verdadero pronto se abre la inmensidad que puede no ser notada al principio. Es lo que queda, en lo que se resuelve, si llega a suceder, el desamparo.” Zambrano, M. (1990, 38)
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Cosme Sánchez Alber cosmesan@hotmail.com
1 La producción de «residuos humanos» —o, para ser más precisos, las poblaciones «superfluas» de emigrantes, refugiados y demás parias— es una consecuencia inevitable de la modernización. Y también se trata de unos ineludibles efectos secundarios del progreso económico y la búsqueda de orden, característicos de la modernidad.