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Las violencias estructural, cultural y directa en los escenarios socioeducativos

Structural, cultural and direct violence in socio-educational settings

Autoría:

Santiago Ruiz-Galacho y Víctor Manuel Martín-Solbes, Universidad de Málaga

Resumen

Proponemos un acercamiento a la profesión de la educación social a través de un análisis de nuestras sociedades, en el que no perdamos de vista las influencias globalizadoras de nuestras sociedades capitalistas y las connotaciones que se derivan de la mirada neoliberal que, sin lugar a dudas, tienen consecuencias para la profesión, las y los profesionales y las personas con las que trabajamos. Hacemos especial hincapié en los aspectos relacionados con las violencias, ya sean, estructurales, culturales o directas, que emanan de nuestro desarrollo social e influyen en nuestro quehacer profesional, apreciando la necesidad de reconocer estas violencias, asumirlas y, desde el acto profesional, actuar de acuerdo a la cultura de paz y desde la acción noviolenta.

Abstract

We propose an approach to the profession of social education through an analysis of our societies, in which we do not lose sight of the globalizing influences of our capitalist societies and the connotations that derive from the neo-liberal view that, without a doubt, they have consequences for the profession, the professionals and the people we work with. We place special emphasis on aspects related to violence, whether structural, cultural or direct, that emanate from our social development and influence our professional practice, appreciating the need to recognize these violence, assume them and, from the profession act according to the culture of peace and from nonviolent action.

Contribución aceptada por el Comité Científico del VIII Congreso de Educación Social

Introducción

Vivimos en sociedades globalizadas en las que lo individualista e insolidario se tornan como valores fundamentales en las relaciones y formas de convivencia, olvidando la necesaria redistribución de bienes y las relaciones basadas en la equidad. Este desarrollo social, normalizado por los fundamentos neoliberales y por el relativismo moral, que nos subyugan al reconocimiento de unos poderes económicos, a unas relaciones injustas y a unas desigualdades que se legitiman con impunidad (Martín-Solbes y Vila, 2007), nos conducen hacia modelos sociales en los que la participación queda inhibida por procesos de despolitización permanente que nos guían hacia un “todo vale”, en donde las ideologías son sometidas a desprestigios, abandonando cualquier reflexión ética que nos conduzca hacia la preocupación por el otro y el compromiso social (McLaren y Farahmandpur, 2006) y donde el denominado pensamiento único es traducido a criterios de productividad, eficacia y rentabilidad, alejándose cada vez más de posicionamientos democráticos y participativos, que buscan de la equidad y el reconocimiento de las diferencias. Así pues, creemos evidente que, los postulados capitalistas, reconvertidos en neoliberales y globalizadores a partir de una idea de representatividad democrática, se han ido imponiendo, sustentados por una idea de libertad que se aleja de la solidaridad y la equidad y que, más bien se compromete con una mirada individualista y con la supresión de proyectos sociales, como consecuencia de un estado mínimo (Fukuyama, 1992), que legitima los ataques al pensamiento crítico, desprestigiando posicionamientos ideológicos que cuestionen lo comúnmente establecido. Estas estructuras de desarrollo social en el marco de la racionalidad mercantilista han producido importantes dinámicas de exclusión, lo que Valencia (2010) ha denominado capitalismo gore, y han dado lugar a situaciones en las que la connivencia política ha generado lógicas globales y locales de privación absoluta del acceso a la cobertura de necesidades básicas, lo que Mbembe (2011) vino a denominar necropolítica.

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De este modo, la globalización y el neoliberalismo se vislumbran a través de procesos inseparables que son sostenidos por un conjunto de leyes no escritas, como son, no resistirse a la mundialización, no retrasarse en la carrera de las innovaciones tecnológicas, liberalizar totalmente los mercados, desregularizar el funcionamiento de las economías y de la sociedad, privatizar todo lo que pueda ser privatizado, despolitizar la vida social y asumir, a nivel individual, que lo importante es ganar, lo que implica ser altamente competitivo, ser siempre el mejor (Valderrama y Martín-Solbes, 2011). Estos principios constituyen una forma de estar en el mundo y de relacionarse, que se sustentan en procesos de violencia estructural.

Desconectar de la violencia estructural. Una necesidad de la acción socioeducativa para la dignidad de las personas

La cuestión está en saber qué podemos hacer desde la acción socioeducativa, desde la profesión de la educación social, para no constituirnos en transmisores y perpetuadores de los elementos y objetivos característicos del neoliberalismo y de las sociedades capitalistas que ponen el foco, además de en lo expuesto anteriormente, en la promoción de las injusticias sociales y en un bucle constante de desarrollo de las violencias estructurales. Queremos conectar aquí con la necesidad de imbricar la educación social con la defensa de los Derechos Humanos, los derechos de todas las personas. En este sentido, Pisarello (2007), nos recuerda la necesidad de acabar con una serie de mitos que ensombrecen la estructura de los derechos sociales, incluidos los derechos educativos, como son:

  • La falta de justiciabilidad de los derechos. Lo que nos indica que la justiciabilidad de los derechos tiene que ver con su ejercicio y con la voluntad política relacionada con la exigibilidad de los mismos. Así, desde el derecho a la educación, entendemos desde la educación social, debemos recordar el hecho de que, para que éste se pueda realizar, no es suficiente con el hecho de que constituya un derecho legalmente establecido, sino que, además, deben existir mecanismos para su ejecución.
  • La propia indeterminación y vaguedad de los derechos sociales, lo que los convierte en quimeras de difícil concreción y determinación. No podemos olvidar que los derechos sociales y, la educación es uno de ellos, son derechos históricos en la medida en que su definición y desarrollo están vinculados a decisiones relacionadas con asuntos como el reparto de los recursos o las prioridades sociales que la sociedad asume. Pero esta indeterminación, sujeta a las contingencias impuestas por condicionantes externos, políticos, sociales, económicos, relacionados con lo financiero, etc., también se dan con los derechos civiles que, por otra parte, no son cuestionados, siendo una cuestión clave en nuestro ámbito, la justificación social para la creación de guetos y estructuras segregacionistas amparadas en un constructo relacionado con la calidad que se encuentra descontextualizado social, económica y culturalmente.
  • La elaboración de un `mito´ en el debate público, que convierte el derecho social en una prestación con un coste, convirtiéndolo en un derecho inviable en sociedades neoliberales. Sin embargo, pensamos que los derechos deben ofrecer un espacio para visibilizar y dignificar al otro, minimizando las asimetrías vinculadas a posiciones de poder. Y es que es necesario recordar que los derechos nacen para dar soluciones a situaciones de vulnerabilidad y de escasez y, no al contrario, como se suele plantear, defendiendo que la escasez de recursos públicos impide o, al menos mediatizan, la defensa y las posibilidades de los derechos sociales.
  • Por último, la ausencia de mecanismos idóneos para que sean protegidos, es decir, la ausencia de una tradición legislativa sobre la implantación de los derechos sociales, es utilizada como argumento contra su propio fundamento, lo que requiere, sin duda, una decidida voluntad política para la protección de los derechos vinculados a los procesos socioeducativos y comunitarios.

De este modo, debemos recordar que la violencia estructural se constituye como aquélla que emana de las formas de organización social, antes mencionadas, que tienen un efecto directo sobre los procesos de dignificación de las personas con las que trabajamos, relacionadas con determinadas políticas que ponen en valor el denominado `mito de la igualdad de oportunidades´, que aprovechan las estructuras sociales, para violentar a las personas más vulnerables a través de una falsa narrativa de la cuestión social que los agentes socioeducativos hemos encontrado en nuestros contextos profesionales, cuya sistematización, está aquejada de déficits respecto a propuestas fundamentadas y vinculadas con dilemas deontológicos, lo que hace que, en demasiadas ocasiones, las acciones socioeducativas se imbriquen en acciones irreflexivas y, nos atrevemos a decir, poco éticas; aquí proponemos la necesidad de reconectar a la ciudadanía con la que trabajamos con las sociedades que la ha expulsado y, creemos que esta reconexión no puede estar basada en la reproducción de dinámicas exclusógenas, violentas y violentadoras, para pasar de ser excluido a exclusor bajo el paraguas neoliberal, sino que optamos por acciones que se vehiculen a través de un discurso y unas acciones diferentes.

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Además, estas violencias estructurales acompañan una propuesta ciudadana alejada de derechos y prácticas que pueden permitir a las personas incidir en la comunidad y en las decisiones compartidas que, con el fin de establecer dinámicas de cooperación, reconozcan a cada persona su dignidad. A partir de este reconocimiento, es posible plantear construcciones ciudadanas centradas en lo procomún y en un modelo de desarrollo humano.

Las violencias cultural y directa. Sus influencias en la acción socioeducativa

Siguiendo a Galtung (2016), podemos considerar la violencia cultural, la que se refiere a aquellos aspectos de la cultura, relacionados con rasgos simbólicos, como la religión, el arte, la ideología o el lenguaje, que pueden ser utilizados para justificar o legitimar la violencia directa o la violencia estructural. De este modo, la violencia cultural se refiere a cualquier aspecto de una cultura que puede ser utilizado para legitimar la violencia directa o la incorporación de ciertas violencias a la estructura social.        

El propio Galtung (2016) escenificó la presencia de las violencias estructural, cultural y directa, como un iceberg, donde las violencias estructural y cultural permanecían en su base, imperceptibles, pero sustentadoras de las violencias directas, que se sitúan en la cúspide de esta pirámide y que se muestran en el devenir social. En esta imagen, las violencias estructural y cultural, alimentan una y otra vez las violencias directas y, éstas, a su vez, retroalimentan las anteriores.

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Fisas (1998), nos orienta sobre la cultura de la violencia, entendiéndola como “cultura”, en la medida en que a través de la historia y del tiempo, ha sido interiorizada por sectores importantes de diferentes sociedades, a través de mitos, políticas, comportamientos e instituciones que, a pesar de saber que producen malestares, siguen estando presente en nuestras sociedades; la realidad es que parece difícil realizar propuestas de cambios culturales de manera más o menos inmediata, por lo que parece inexcusable plantear estrategias que produzcan cambios culturales, al menos, en nuestras pequeñas parcelas de acción profesional. Algunas de estas violencias culturales vienen constituidas por el patriarcado y la denominada mística de la masculinidad, el economicismo en el que se basa nuestras relaciones sociales y las exclusiones que genera, la competitividad e individualismo como causas de la desintegración social y atomización de las estructuras sociales, el etnocentrismo que impide el reconocimiento del otro, del ajeno, del minoritario, deshumanizando las culturas diferentes para así deshumanizar a los diferentes. Nuestras sociedades, a través de su desarrollo y en infinidad de declaraciones públicas, hacen referencia al no reconocimiento y deshumanización del minoritario, como pueden demostrar declaraciones de grupos políticos que vulneran, una vez tras otra, el reconocimiento y los derechos fundamentales de las minorías, pero lo que nos llama más la atención es que la acción socioeducativa, al menos en algunos casos, no descarta estos procesos, como prueban algunas acciones desarrolladas en entornos socioeducativos y publicadas por la prensa recientemente; así, el Diario el País publicaba un artículo el 24 de agosto de 2019, con dos titulares impactantes para el desarrollo de la profesión. Éstos eran:

  • “Detenidas tres trabajadoras en un centro de Jerez por abandono de menores extranjeros”
  • “Un monitor de [una entidad social de la que mantenemos el anonimato] denunciado por dar un puñetazo en el ojo a un menor extranjero no acompañado”.

Estas acciones encarnan una violencia directa, basada en una violencia estructural y cultural que generan ansiedad, malestar y desesperación en la ciudadanía a partir de un orden social injusto.

Reflexiones en torno a una Educación Social noviolenta para la construcción de una cultura de paz

La educación social se construye como una profesión mediadora entre la ciudadanía con la que trabaja y las influencias estructurales, culturales y simbólicas que recibe de la sociedad. Esta acción mediadora supone devolver a la sociedad una ciudadanía no reproductora de violencias, sino que tras la acción socioeducativa, planteamos que la ciudadanía vuelve a la comunidad como miembros capaces de reflexionar y actuar desde parámetros alejados de las violencias y, por lo tanto, estamos contribuyendo, desde la educación social, al cambio en nuestras sociedades, una de las finalidades de la profesión.

En cualquier caso, debemos diferenciar entre las tres formas de violencia ya señaladas. Así, la violencia directa puede ser considerada un suceso; la violencia estructural es un proceso que se construye con altibajos y, la violencia cultural es un constructo inalterable, persistente, dada la lentitud con que se producen las transformaciones culturales (Galtung, 2016). Consideramos que estas violencias generan violencias, que se traducen en la privación de los derechos de las personas y, en el ámbito profesional de la educación social, en acciones pretendidamente socioeducativas pero que, al estar vinculadas a estas violencias, sólo producen malestar social, privación de derechos, reproducción social y procesos vinculados con el asistencialismo, respecto a las personas con las que trabajamos y, con una suerte de abnegación profesional que impide el desarrollo de la educación social para el cambio social.

En este contexto, proponemos la necesidad de vincular la educación social con la práctica noviolenta y la cultura de paz.

  • La práctica noviolenta, porque la profesión se construye a través de dos dinámicas, una basada en la construcción de modelos de convivencia de la ciudadanía con una clara proyección sociocomunitaria y otra, dirigida a la transformación de las estructuras sociales y de las instituciones que de ella emergen, siendo vigilantes para que éstas otorguen un trato justo a la ciudadanía, poniendo el objetivo en la consecución de los derechos fundamentales y la justicia social a través del buen trato y el reconocimiento. Todo ello, a través de unas relaciones educativas focalizadas en la conexión de la persona con su realidad social a través de procesos reflexivos de mentalización basados en la toma de conciencia de los sentimientos y de los pensamientos localizados en el aquí y ahora (Bateman y Fonagy, 2016). Creemos que una pedagogía de la mentalización contribuye a vehicular las dinámicas de los entornos de acción socioeducativa con procesos de cultura de paz. Asimismo, creemos necesario profundizar en una práctica profesional noviolenta como única posible que, partiendo de la deconstrucción de la lógica de la violencia instalada en los procesos de socialización que atraviesan las relaciones humanas y que en numerosos casos finalizan con la consecución de los objetivos planteados, lo que la constituye en una opción válida en la resolución de los conflictos sociales. Sin embargo, la perspectiva noviolenta reconoce otras formas de aproximarse a la relación social, no renunciando a la reivindicación social pero alejándose de la opción de infligir daños en la dignidad individual de las personas que participan de la estructura social, lo que requiere aproximarse a ciertas actitudes como la defensa de la autonomía, la empatía o el deseo de cooperación. En este sentido, Etxeberría (2000), propone que la noviolencia es el único modo real de romper el ciclo de la violencia, frente a tendencias tradicionales que han pretendido reducir o mitigar sus efectos ya que, no se trata de minimizar nuestra respuesta violenta sino de renunciar a su ejercicio, convencidos de que este acto, contribuye a romper el denominado ciclo de la violencia. En nuestro ámbito profesional, que trabaja en entornos violentos y violentados, donde el sufrimiento y la exclusión tienen efectos estructurales inimaginables, el reto se encuentra en generar vínculos y espacios de empoderamiento pacifista que opten por nuevos paradigmas en la forma de ser y estar en el mundo.
  • La cultura de paz, porque nos parece un referente teórico y procedimental fundamental para una educación social que ponga el foco en la dignidad de las personas, entendiendo la cultura de paz de la manera que planteó Jares (2003), al caracterizar dicho concepto:
    1. Una cultura de paz tiene que renunciar al dominio en todos los ámbitos de la actividad humana, tanto en los círculos próximos de convivencia como en el nivel macroestructural.
    2. Una cultura de paz se asienta en el respeto a la diferencia, a la diversidad, al cultivo de las diferentes creaciones culturales de los individuos y de los pueblos, en tanto en cuanto son todas ellas patrimonios de la humanidad.
    3. Una cultura de paz tiene que desenmascarar la fabricación de la noción de enemigo, habitualmente unido a procesos de manipulación de la información.
    4. Una cultura de paz tiene que replantearse radicalmente el carácter sexista de nueva cultura, eliminando el dominio de los valores asociados al género masculino sobre los femeninos.
    5. Una cultura de paz exige e implica una cultura democrática, y la defensa de los valores públicos frente a los privados.
    6. Una cultura de paz es incompatible con el adoctrinamiento, los dogmatismos y fundamentalismos de cualquier tipo, bien sean religiosos, ideológicos, tecnológicos, políticos, etc., tan frecuentes como devastadores en la evolución histórica de la cultura occidental.
    7. Una cultura de paz tiene que recuperar para muchos ciudadanos, desarrollar para otros y cultivar para todas y todos, el valor del compromiso y la solidaridad.
    8. Una cultura de paz exige y se fundamenta en la plena coherencia entre los medios a emplear y los fines a conseguir.

Y es que la paz es un derecho humano reconocido y jurídicamente sostenido por las democracias. En este sentido, el artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce el derecho a la paz como un derecho de toda persona, por lo que coincidimos con Muñoz y Molina (2009), cuando afirman que la paz es una responsabilidad directa de los gobernantes pero muy especialmente de los educadores, que deben ser promotores de una cultura de paz para la consecución de una sociedad más justa y equitativa, considerándola “un signo de bienestar y armonía que nos une a los demás, a la naturaleza y al cosmos” (Muñoz y Molina, 2009; 15).

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En este sentido, Caride (2013), insiste en que toda educación debe inscribir sus acciones, dando sentido a una formación integral e integradora, en valores que, comienzan a modificar la estructura de la propia personalidad para abrirse a espacios y tiempos sociales, en los que el intercambio, la cooperación, la creatividad, la ayuda mutua, se constituyen en fines y métodos, éticos y socialmente deseables en la búsqueda de una ciudadanía compartida que pongan la cultura de paz al servicio de la emancipación humana.

Así pues, proponemos que la educación social debe tener, como profesión y como disciplina de conocimiento, el reto de elaborar una narrativa propia que favorezca, desde la perspectiva de la cultura de paz, la transformación de las comunidades y las estructuras sociales haciendo frente a la conflictividad, tomándola como una oportunidad de construcción de los vínculos ciudadanos fundamentados en la justicia social y los derechos fundamentales, como expresión de un acuerdo ético que genere dinámicas de convivencia que rompan con el ciclo de la violencia.

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Por su parte, Harris (2003), establece algunos propósitos de la educación para una cultura de paz, que podemos vincular con la educación social y resumir en los siguientes aspectos:

  • Proveer a la mente de las personas con las que trabajamos, una visión dinámica de paz que contrarreste las imágenes violentas que dominan las culturas.
  • Abordar los temores de las personas, que se sienten mal con las imágenes de violencia y experimenta emociones extrañas con su visión.
  • Proveer información sobre la mejor manera de lograr seguridad.
  • Analizar las principales causas de las violencias.
  • Promover el respeto por las culturas diferentes ayudando a apreciar la diversidad de la comunidad humana.
  • Contribuir al descubrimiento por parte de las personas con las que trabajamos de una orientación de `futuros´ que ayuden a recrear otra sociedad posible.
  • Transmitir conocimientos, actitudes y destrezas que capaciten que ayuden a capacitar a las personas para su cambio personal y social.
  • Plantear y analizar los problemas y ausencia, en muchos casos, de derechos fundamentales y de justicia social.
  • Transmitir el respeto y el reconocimiento a todas las formas de vida.
  • Gestionar los conflictos y desacuerdos a través de posicionamientos noviolentos.

Además, consideramos que la cultura de paz debe construirse en procesos educativos abiertos, basados en métodos democráticos, no sólo como transferencia de conocimientos, sino también, para la participación activa de las personas con las que trabajamos. Consideramos necesario establecer el debate (dialógico), ya que `no podemos enseñar participación mediante la pasividad´ (Walker y White, 2003; 30); se trata, no sólo de una transferencia cognitiva, sino de una de una transformación cognitiva que contribuya a crear paz y debe centrarse en las personas, en la vida y en la naturaleza.

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En definitiva, la cultura de paz está influida por la estructura social que nos oprime a través de sus violencias, por lo que consideramos que la paz perfecta es difícil de alcanzar, sin embargo, retomamos aquí la necesidad de trabajar en el desarrollo de la ya nombrada `paz imperfecta´ en nuestros entornos de desarrollo profesional, transformando las violencias recibidas, a través de la cultura de paz, en acciones noviolentas y pacificadoras que proponemos imbricar con acciones desde la denominada pedagogía crítica, para la transformación de los entornos socioeducativos y para la consecución del bien común.

Y es que creemos que los procesos socioeducativos deben conectar de manera reflexiva a la ciudadanía con las estructuras que construyen y habitan. Estas estructuras no son neutrales, sino que, por ser construcciones humanas, se construyen a partir de una serie de elementos que configuran o no, oportunidades de desarrollo y de convivencia. Y todo ello, dependiendo de la forma en que visualizamos y comprendemos el bienestar, el procomún, la equidad, el acceso a los medios de vida, las posibilidades de relación y reconocimiento o el papel de las instituciones en el seno de estas estructuras. De este modo, los escenarios socioeducativos en los que desarrollemos nuestras acciones suponen un reto al que debemos enfrentarnos, ya que, como estructuras sociales del sistema, forman parte y son productoras y reproductoras de diversas formas de violencia, que entran en conflicto o, creemos que al menos, deberían entrar en conflicto, con las propuestas socioeducativas; en cualquier caso, estas estructuras violentadoras de las personas mediatizan la acción socioeducativa y, a veces, instrumentalizan los procesos socioeducativos, convirtiéndolos en artefactos al servicio del tecnopoder y del control social.

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Por todo lo anterior, creemos fundamental la práctica reflexiva en la acción socioeducativa, al menos en dos sentidos:

  • El primero, centrado en la propia praxis, que está atravesada por la denominada violencia estructural.
  • El segundo, centrado en la pretensión de generar espacios de reflexión que permitan a la ciudadanía comprender la realidad que les rodea y transformarla para hacerla más humana, básicamente reconociendo al otro y defendiendo sus derechos fundamentales, constituyéndose como realidades más abiertas a las formas de convivencia en contextos de bienestar social, aun siendo conscientes del marco estructural en el que se desarrolla.

De este modo, planteamos una práctica socioeducativa reflexiva que se sitúe en el dilema de apoyar una educación que reproduce las violencias del sistema social, junto a sus prácticas exclusógenas, y una educación que se plantea como acogedora, que genera espacios de pensamiento crítico en los que la ciudadanía puede encontrarse y desarrollarse en comunidad, reconociendo la dignidad del otro, la protección y la participación (Fornet-Betancour, 2002), construyendo así, una cultura de paz basada en una práctica dialéctica entre miembros de un sistema relacional, que requiere del análisis de diferentes formas de acción política, económica, mediática y social; además de la incorporación de una perspectiva pedagógica que contemple los procesos educativos como una herramienta de desarrollo de las comunidades de práctica (Wenger, 2001), en los que las acciones educativas ayudan a la construcción de las estructuras sociales y a su desarrollo.

La apuesta por una práctica socioeducativa supone reforzar la función eminentemente política del hecho educativo como generador de espacios democráticos capaces de facilitar el bienestar poniendo el procomún en el centro de su acción. En palabras de Giroux:

La educación es algo fundamental para una democracia y ninguna sociedad democrática puede sobrevivir sin una cultura formativa conformada por prácticas pedagógicas capaces de crear las condiciones de una ciudadanía crítica, autorreflexiva, informada, dispuesta a emitir juicios morales y a actuar de una manera socialmente responsable. Si lo entendemos de este modo, la educación en tanto práctica política y moral hace mucho más que enfatizar la importancia del análisis crítico y de los juicios morales. También proporciona herramientas para teorizar acerca de las facetas de nuestra capacidad de intervención personal y social, y sobre las exigencias y las expectativas, en cambio continuo, de una política democrática. La educación, en resumen, se vincula de manera inextricable con el arco de la esperanza, ese arco que imagina y batalla a la vez por la expansión de las instituciones democráticas. Más aún, una educación crítica es la que adopta como uno de sus proyectos centrales el tratar de detectar y prestar atención a esos lugares y prácticas donde se le ha negado la capacidad de intervención social y donde, en ocasiones, se ve sometida a una forma de violencia intelectual (2019, p. 9).

La educación social, en su labor mediadora, desarrollada como una práctica transformadora en base a parámetros éticos, supone, a través de su acción, una práctica sensibilizadora que permite desentrañar los entresijos de las violencias estructural, cultural y directa, haciendo visibles sus dinámicas y situándonos en el horizonte de posibilidades de una vida más justa para la comunidad que habitamos.

Conclusiones

Recogemos ahora algunas reflexiones que, a partir de lo expuesto, pueden resultar interesantes para seguir avanzando en las prácticas noviolentas como fundamentos de la educación social y que concretamos en posibilidades y necesidades:

  • Posibilidad de reproducir violencias desde la educación social. La educación social, puede ser implementada a través de acciones irreflexivas y vinculadas con un tecnopoder, en el que prima el control social y los aspectos sancionadores, más que en la producción de posibilidades reflexionadas que proporcionen libertad y desarrollo en las personas con las que trabajamos; del mismo modo, creemos que, si la profesión se vincula a una relación basada en aspectos dependientes del educador hacia el educando o desde el educando hacia el educador, estamos dañando y violentando a las personas con las que trabajamos.
  • Necesidad de concebir la educación social como acción mediadora. Consideramos la educación social como una profesión mediadora entre las violencias estructurales, institucionales, culturales y las personas con las que trabaja. Así pues, las educadoras y educadores sociales se constituyen en una posición privilegiada para el cambio social, ya que, si a través de las acciones socioeducativas, logran transformar las violencias recibidas, en acciones noviolentas, las personas con las que trabajan, al volver a la sociedad mayoritaria, tendrán opciones de poder producir acciones desde la noviolencia. Esto, no es más que establecer una meditada y adecuada relación educativa con las personas con las que trabajamos.
  • Necesidad de conectar la acción socioeducativa con las propuestas deontológicas. En educación social, como en cualquier otra actividad profesional, `no todo vale´, por lo que debemos vincular las acciones socioeducativas con la realización de buenas prácticas sustentadas en la reflexión ética que emerge del conocimiento y estudio del código deontológico de la profesión, siendo conscientes de que estas prácticas socioeducativas no pueden dañar ni al profesional ni a las personas con las que trabajamos.
  • Necesidad de realizar una reflexión ética en la educación social. Creemos necesario vincular la educación social con una reflexión ética, personal y profesional. Personal, porque creemos necesario que todos la realicemos, ya que, a partir de ella, vamos a reflexionar sobre valores; profesional, ya que esta reflexión, nos conduce al reconocimiento de un código deontológico. Pensamos que, cuanto más próxima esté nuestra reflexión ética personal de la reflexión ética profesional, más fácil será estar en la profesión y menos contradicciones tendremos en la ejecución de nuestros actos profesionales.

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  • Necesidad de vincular la práctica socioeducativa con la práctica noviolenta. Toda acción socioeducativa es, por definición, noviolenta, ya que no podemos concebir procesos educativos que violenten a las personas destinatarias de estos procesos. Así pues, creemos que las acciones socioeducativas emanadas de la educación social deben ser propuestas y realizadas a partir de una relación educativa basada en acciones noviolentas, vinculadas a la puesta en valor de la dignidad y la defensa de los derechos fundamentales de todas las personas.

Referencias

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Para contactar

Santiago Ruiz-Galacho, email: santirg87@gmail.com  

Víctor Manuel Martín-Solbes, email: victmmsolbes@uma.es