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La importancia de la regulación emocional y el manejo de las preocupaciones en tiempos de pandemia

Autoría:

Raquel Fernández Domínguez, Educadora Social y Pedagoga. Servicio de orientación y apoyo familiar y/o emocional.

Resumen

El COVID-19 ha puesto de manifiesto la necesidad de reestructuración de la sociedad en la que nos han acostumbrado a vivir. Se hace necesaria una profunda revisión de una realidad que se ha plantado delante de nuestras puertas, y que hasta ahora veíamos lejana.

La crisis sanitaria ha traído consigo una fuerte crisis económica y social donde las grandes protagonistas son la presión y la incertidumbre. Somos una sociedad que ha sido educada, en buena medida, en la necesidad de tener el control y en el vivir automático, y la incertidumbre, en muchas ocasiones, no encaja dentro de estos patrones de funcionamiento. Esto, sin lugar a dudas, conlleva la creciente presencia de dificultades emocionales y psicológicas en todas las personas, al mismo tiempo, que agudiza y acrecienta las enfermedades mentales que ya estaban presentes.

Ahora más que nunca, es tiempo de regulación emocional y autocuidado, de gestión de la presión y de manejo de las preocupaciones.

Nota: Este texto está escrito en femenino aludiendo al término “persona”.
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Introducción

Si algo nos ha traído el COVID-19, además de un intenso malestar para muchas personas y familias, es una necesidad absoluta de adaptación.

En una primera fase (la del confinamiento) hubo que adaptarse a algo que, para la gran mayoría de las personas, era algo desconocido: el aislamiento físico. Algo más tarde, pero pronto, llegó la necesidad de adaptación a la incertidumbre. Hasta que el COVID-19 llegó, algunas personas gozaban de una vida más o menos estable y tenían “controlado”, con mayor o menor dificultad, su día a día. Se levantaban cada mañana sabiendo lo que iba a pasar. Tenían en marcha un sistema estable y organizado (o viéndolo ahora con perspectiva, quizás lo podamos describir como “estabilidad en la desorganización”), que les permitía funcionar en automático en los quehaceres diarios. De repente, sin previa preparación, toca enfrentarse a la incertidumbre, el mañana ya no es, en muchos casos, organizable, o por lo menos como lo era hasta ahora. Día a día, o semana a semana, van llegando las noticias sobre las que hay que ir montando y desmontando la organización de la vida diaria. El presente se ha convertido en futuro. Y esto, para un ser humano educado en buena medida en la necesidad de control, y para el que se ha montado “una vida por fases” que se van pasando y cumpliendo sin mucha introspección, se hace realmente complicado. Los cimientos sobre los que edificamos nuestra vida, parece que se tambalean.

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Cuando llegó el momento, todas las personas (o casi todas) celebraron la apertura de las puertas a esa “nueva normalidad” tan anunciada. Pero, una vez colocadas en la línea de salida: ¿Ahora qué? Vemos como las piezas del puzle muchas veces no encajan. Se hace necesaria una restructuración de la vida personal, laboral y social a pasos agigantados, y sin manual de instrucciones.

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Desde hace ya años, muchas voces reclamaban la necesidad de adaptar una sociedad, que seguía anclada en las viejas rutinas y fórmulas, a una, entonces sí, nueva normalidad, acorde con los avances en el desarrollo humano, personal, social y laboral que se estaban produciendo en las últimas décadas. Se reclamaban, entre otras cosas:

Una sanidad más innovadora, actualizada y sin la saturación inviable a la que se estaba sometiendo. Menos recortes presupuestarios en este ámbito, mayor inversión en innovación, y mayor cuidado de TODAS las profesionales sanitarias.

Una educación menos jerárquica, más participativa, dinámica y personalizada. Cambios en la metodología educativa, reducción de las ratios en las aulas y la necesidad de reciclaje profesional de muchos agentes de la educación.

Un ámbito laboral más flexible (posibilidad de teletrabajo), jornadas laborales más reducidas (conciliación con la vida personal,) y un sistema laboral más centrado en la productividad que en “la cantidad de horas que se pasa en el puesto de trabajo”.

Un ámbito personal y social más concienciado con la necesidad de un consumo más responsable. Al mismo tiempo, preocupaba la creciente tendencia del individualismo, sobre el colectivismo.

Pues bien, parece que, como suele ser habitual en la conducta humana, ganó la necesidad de intervención por urgencia, en lugar de la intervención por prevención. El COVID-19 ha traído la obligación de abordar de golpe todos esos cambios, sin previo aviso y preparación.

Es tiempo de prisas y presiones que nos lanzamos de unas a otras porque, como es lógico con este escenario, cada una necesita cercar y “organizar” lo que le compete.

En esta situación, en la que la base es la incertidumbre y cierto caos, se hace esencial, ahora más que nunca, trabajar en la regulación emocional y autocuidado personal, y en la gestión de la presión y manejo de las preocupaciones.

Veamos algunas claves.

1.- Regulación emocional y autocuidado personal

En las charlas sobre alimentación saludable, explican que el proceso de congelación de los alimentos no es como “darle al botón de pause”. La congelación ralentiza el proceso de descomposición natural de los alimentos. Este se produce a una velocidad muy, muy baja, pero se sigue produciendo. Es por eso, que lo ideal, en contra de lo que se suele hacer en muchas ocasiones, es introducir los alimentos en el congelador cuando aún están frescos o casi recién hechos, y no como alternativa a cuándo están a punto de estropearse. Por lo tanto, cuanto antes congelemos, menos daños sufrirá el alimento. Este proceso de conservación de los alimentos tiene cierta semejanza con “la conservación y cuidado” de las emociones.

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Como ocurre con el congelador, nuestro cerebro no tiene la capacidad de dar al pause y frenar de golpe una creciente intensidad emocional (o por lo menos, no de una manera sana y que no conlleve consecuencias negativas para la persona). La regulación emocional consiste en el manejo de las emociones, no en su eliminación (de hecho, esto sería algo negativo para nuestra supervivencia y bienestar). Por ello, como pasa en el caso de los alimentos, cuanto antes seamos conscientes y las “metamos en nuestro congelador” para conservarlas y cuidarlas, menos daño sufrirá el “producto”.

Es habitual, sin embargo, la tendencia a frenar cuando “ya no se puede más”. Esto hace que la técnica no sea eficaz, porque el malestar ya es muy elevado y ha generado mucho daño y, además, supondrá mucho más esfuerzo bajar su intensidad.

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Para que el manejo emocional sea eficaz, es indispensable tener nuestro propio termómetro emocional a mano, e ir consultando, en cada situación que se crea, los grados a los que sube nuestra intensidad emocional. Pensemos en un termómetro de, por ejemplo, escala 0 a 10 (donde 10 sería la máxima intensidad). Muchas veces la tendencia es poner el límite (parar y permitirnos no hacer algo que nos está creando algún tipo de malestar) cuando estamos a una “fiebre emocional” de 7 para arriba. Esto es un error, ya que, cuando hemos alcanzado esos valores, lo único que podemos hacer es sobrellevar, pero ya con daño, la afectación. Sin embargo, si aprendemos a entender que nuestra fiebre emocional empieza a ser preocupante desde 4-5, y es ahí cuándo aplicamos el límite y nos cuidamos emocionalmente (haciendo aquello que necesitamos para estar mejor), nuestro bienestar aumentará. Además, al tomar medidas antes, nos será más fácil recuperar la estabilidad y, por lo tanto, reincorporarnos antes a la situación que debemos afrontar.

Estos meses, en los que continuamente nos llegan nuevos retos y obligaciones a las que nos tenemos que ir enfrentando sobre la marcha y sin preparación, es muy importante que tengamos en cuenta esto. Al tratarse de una crisis que afecta a nivel global, la nueva organización de la sociedad se está haciendo en base a una situación general, sin embargo, la sociedad está llena de casos particulares. Cada persona en su vida, en su casa, tiene una situación particular. Es por esto que, se hace más importante que nunca que cada persona tenga a mano su termómetro emocional y compruebe “la fiebre” con mayor frecuencia, para conseguir frenar su subida cuanto antes. No se trata de evitar la situación, sino de enfrentarnos a ella de una forma sana y acorde con nuestra realidad. Porque sí, nos guste o no, vamos a tener que adaptarnos a nuevas situaciones que parecen complicadas. Lo importante será saber cómo y a qué ritmo hacerlo.

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Esperar que sea la presión externa la que ceda, no es realista. Toda situación de emergencia conlleva inmediatez de respuesta (a veces acertada y otras no), lo que suele generar un ambiente de presión. Y esa presión, como es lógico, tiene unas repercusiones sobre las personas. Sin embargo, lo más importante no es tanto la presión que se ejerce, si no lo que hace con ella quien la recibe. Pensemos en un ejemplo: ante alguien que me está empujando por la espalda y ejerciendo presión sobre ella, hay dos soluciones. Puedo pedir a la persona que pare de ejercer la fuerza, y esperar a que pare mientras acumulo malestar; o puedo moverme yo hacia un lado, para que la acción de la fuerza deje de recaer sobre mi espalda. Aunque así explicado suena muy sencillo, en la práctica es mucho más complejo. Sin embargo, siempre va a ser más difícil “pelear” porque alguien cese en su conducta (que es algo que no depende de nosotras), que centrarnos en lo que podemos hacer nosotras ante esa conducta (que a difícil que sea, por lo menos “parte del control” está en nuestras manos).

En esta situación que estamos viviendo, se hace esencial buscar un equilibrio entre el “yo más racional”, más pendiente de los deberes y las obligaciones, y el “yo más emocional”, que está más relacionado con las necesidades emocionales, el placer y el disfrute. Ambos son muy importantes. Ese “yo más racional” nos protege y nos permite avanzar para salir adelante en una situación económica y social que se presenta complicada. Pero a su lado debemos situar nuestro “yo emocional”. Teniendo en cuenta nuestras necesidades, permitiéndonos pedir ayuda, no obligándonos a llegar a todo, dándonos tiempos de descanso y desconexión y, sobre todo, permitiendo equivocarnos para seguir aprendiendo, animándonos en los malos momentos y dándonos un cuidado y una atención emocional lo más sana posible.

2. Gestión de la presión y manejo de las preocupaciones

En el momento en el que estamos viviendo, en el que una de las palabras que más resuena y ocupa espacio en las conversaciones es “preocupación” (“Me preocupa mi situación laboral”, “Me preocupa la asistencia al cole de mis hijos”, “Me preocupa otro posible confinamiento”, “Me preocupa que personas de mi entorno cercano contraigan el COVID”…), quizás resulte útil reconceptualizar este término.

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Existe una creencia generalizada de que las preocupaciones sirven para anticipar y prepararnos para una situación, siempre y cuando se maneje la cantidad e intensidad de las mismas. Sin embargo, existe un enfoque que plantea la preocupación como algo negativo. Este defiende la idea de que preocuparse por algo genera ansiedad, inquietud, malestar… y, sin embargo, muchas veces no llega a surgir nunca el problema que nos mantiene en alerta. Y, en caso de que se produzca, ese “darle vueltas previo” generando ansiedad tampoco es garantía de la solución del mismo.

Buscando la definición de “preocupación” en el Diccionario de la RAE aparecen entre sus acepciones:

  1. Dicho de algo que ha ocurrido o va a ocurrir: Producir intranquilidad, temor, angustia o inquietud.
  2. Dicho de una cosa: Interesar a alguien de modo que le sea difícil admitir o pensar en otras cosas.

Efectivamente, ambas definiciones no atribuyen un valor muy positivo a este término.

Cuando nos preocupamos por algo, nuestro cerebro está anticipando una situación negativa, por lo que se activa y se pone en “modo defensivo” para prepararse. Este estado mantenido en el tiempo provoca agotamiento físico y mental, y mucha irascibilidad.

Si lo pensamos detenidamente, muchas de las preocupaciones que se tienen a lo largo de la vida (o de la semana) no acaban ocurriendo y, sin embargo, se ha gastado mucho tiempo y energía mental en ellas. ¿Tiene entonces sentido, y es eficaz, mantenerse en alerta por situaciones que no se sabe si ocurrirán?

¿Se trata entonces de quedarse quietos, inactivos, dejando que el problema aparezca y nos pille de sorpresa? Lógicamente no. Esta estrategia no es tampoco efectiva y funcional, y también conlleva una elevada carga de malestar emocional.

Este enfoque plantea cambiar “preocupación” por “ocupación”.

Si buscamos la definición de “ocupación” en el Diccionario de la RAE, nos encontramos con el siguiente significado: 1. f. Acción y efecto de ocupar u ocuparse.

Ocupar (se):

  1. prnl. Poner la consideración en un asunto o negocio.
  2. prnl. Asumir la responsabilidad de un asunto, encargarse de él.

Tiene sentido entonces empezar a educar a nuestro cerebro para centrarse en aquello que nos lleva a encargarnos de una situación, y frenar aquello que solamente nos genera intranquilidad, inquietud y angustia.

Se trataría entonces de intentar cambiar “preocupaciones” por “ocupaciones”.

Como comentaba al principio, estamos actualmente en un momento en el que la norma es la falta de norma. Estamos rodeadas (e, incluso a veces, “atrapadas”) de situaciones que son nuevas para nosotras, que nos generan temor e inseguridad, y de las que poco o nada sabemos de sus posibles resultados. Es el momento de la incertidumbre.

No olvidemos que no hay mejor alimento para la preocupación que la incertidumbre.

Intentemos, entonces, enseñar a nuestro cerebro a invertir energía y tiempo en aquello de lo que tenemos indicadores concretos de que va a suceder, generando “ocupaciones” que nos lleven a tomar medidas, protegernos y a actuar de una forma que sea funcional y efectiva para nosotras. Al mismo tiempo que intentamos ahorrar ese gasto en situaciones que todavía desconocemos, frenando las “preocupaciones” que nos llevan a angustiarnos y, la mayor parte de las veces, a alterarnos, sin un resultado efectivo y funcional.

Para intentar empezar a poner en práctica esto, algunas claves serían:

1.- Lo principal es hacer consciente nuestra “actividad mental”. ¿En qué anda mi cerebro enredado? Estamos muy acostumbradas al funcionar automático, y si no sabemos dónde están nuestros pensamientos, no los podremos manejar. Para “entrenar” este hacerse consciente de los pensamientos se puede empezar por acostumbrarse a parar 2-3 veces al día y plantearse la pregunta: “¿Por dónde anda mi mente?” Muchas veces no se obtendrá respuesta, o no se localizará ningún pensamiento disruptivo, pero esta práctica ayudará a entrenar el cerebro para que esté conectado en el “aquí y ahora”.

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Además, también puede ser interesante pararse y observar nuestra actividad mental en el momento en el que notemos ciertas sensaciones físicas: darnos cuenta de que estamos nerviosas, nos notemos con algo de ansiedad o “pasadas de vueltas”, nos sintamos agotadas, nos estemos mordiendo las uñas (o el gesto que cada persona tiene asociado al nerviosismo), nos sintamos con cierta verborrea…

2.- Registrar los pensamientos en los que estaba metida la mente. Es aconsejable hacerlo por escrito, sobre todo mientras no se tenga mayor entrenamiento. Si se hace mentalmente, posiblemente no se interiorice de la misma forma. Además, las personas con mucha actividad mental son tendentes al caos interno, lo que dificulta en gran medida la localización de esos pensamientos cuando se necesitan de nuevo. Sería como buscar una prenda sucia dentro de un cesto todo lleno de ropa limpia y, cuando la tenemos localizada, en lugar de apartarla, la volvemos a introducir en el mismo cesto. A ese cesto se va añadiendo más ropa. Cuando queremos localizar la prenda de nuevo, podemos saber cuál es la prenda (si nos acordamos), pero tendremos que invertir de nuevo energía en encontrarla.

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3.- Separar las “preocupaciones” de las “ocupaciones”. Una vez se tienen localizados los pensamientos o la carga mental, nos podemos hacer las siguientes preguntas: 

  • ¿En esta situación hay algo que dependa de mí? (Es decir, ¿existe algo realista que pueda hacer yo que pueda ayudar a cambiarla?)

Sí”: paso a la siguiente pregunta

“No”: la etiqueto como “preocupación”

  • ¿Es algo de lo que tengo certeza ya de que va a ocurrir?

En caso de que sí vaya a ocurrir:

  • ¿Se va a producir a corto/medio plazo, o a largo plazo?

Es importante destacar que en los tiempos que estamos viviendo, el medio plazo se puede convertir en largo plazo. Es decir, en circunstancias “normales”, pensar en una semana/mes vista puede ser efectivo, ya que se considera un tiempo cercano. Sin embargo, actualmente estamos viendo como es habitual que las situaciones cambien día a día, o semana a semana, por lo que debemos redefinir estos baremos.

Si es algo que sí dependa de mí y que tengo certeza de que va a ocurrir a corto/medio plazo, entonces:

  • ¿Qué es lo que puedo hacer yo con respecto a esto?

Aquí es muy importante concretar acciones, pasos pequeños y reales, que me pueda pedir de cara a manejar eso que va a suceder, o de cara a reducir el impacto emocional que está teniendo/o va a tener en mí.

En este apartado, se recomienda hacer una lista de objetivos/tareas, que se irán tachando a medida que se vayan ocupando/solucionando. Si nos quedamos simplemente atascadas, dando vueltas a lo que va a ocurrir o ya ocurrió, pero sin buscar posibles soluciones, de nuevo gastaremos energía y no será ni funcional ni efectivo. En este caso, estaríamos de nuevo entrando en el ciclo de “preocupaciones”. 

Y qué pasa con toda esa actividad mental que se etiqueta como “preocupaciones” (no dependen de mí, o no van a ocurrir a corto/medio plazo). Se trata de trasmitir a una misma, sin juicios y siendo todo lo comprensivas que nos gustaría que otras personas fueran con nosotras, que entendemos que esa situación nos está enfadando, disgustando, dando miedo…, pero que es algo que no depende de nosotras, y por lo tanto no tiene sentido que nos agotemos y nos “machaquemos” en algo que realmente no está en nuestras manos.

En el caso de que sí dependa de nosotras, pero no va a suceder en un plazo de tiempo relativamente cercano (o no se esté segura de que vaya a suceder), entonces es importante que, de la misma forma empática que antes, nos transmitamos que sabemos que es algo que nos genera malestar, nos da miedo, nos molesta, y que nos vamos a ocupar de eso en cuanto sea el momento y tengamos la información para hacerlo, pero que, mientras tanto, no tiene sentido agotarnos e invertir energía en ello, quitándola de otra ocupación que quizás es más urgente o, por lo menos, más eficaz y funcional.

Por último, es importante hacer hincapié en que, aunque se tenga la certeza de que la situación va a ocurrir, el quedarse atascado en la “preocupación” (generando ansiedad, irascibilidad, nerviosismo…) lo único que hace es obstaculizar su ocupación/solución cuando llega el momento. Cuando se presenta una situación complicada, es necesario encontrarse lo más fuerte y descansada posible, intentando tener la mente lo “más limpia” posible, para que una intensidad elevada de una emoción no distorsione nuestra visión, condicionando las posibilidades de resolución.

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En definitiva, no podemos luchar contra la realidad que estamos viviendo. La negación de la situación, aunque es otro mecanismo de defensa, tampoco ayuda a afrontar y adaptarnos a las nuevas exigencias. De lo que se trata es de buscar un punto intermedio entre negar y evitar o dejarse arrastrar por el huracán COVID.

Para contactar

Raquel Fernández Domínguez, email: raquelfernandezdominguez@gmx.es