David Gómez Godino, Educador Social, Máster en Formación del Profesorado y Máster en Antropología de Orientación Pública
Los prejuicios nos predisponen a mostrar comportamientos y actitudes negativas hacia los otros. Están basados en generalizaciones vulgares y estrictas, es decir, en estereotipos, y pueden desembocar en discriminaciones de diversa índole e intensidad. Tienen componentes cognitivos y relacionales. No son casuales ni neutros, sino más bien funcionales a –y legitimadores de- determinados sistemas ideológicos que descansan sobre formas excluyentes de conceptualizar la diferencia. El presente texto, tomando como referencia el prejuicio específico anti-musulmán o islamófobo, analiza los procesos de construcción de los prejuicios y sus mecanismos compartidos y diferenciales con otros prejuicios como el anti-gitano y el anti-semita. El foco se sitúa en cómo los centros educativos y las políticas educativas multi/interculturales abordan la gestión de la diversidad y la cuestión de la islamofobia, aunque el marco de reflexión teórica es relevante también para el conjunto de las acciones educativas y de los profesionales de otros ámbitos de la educación no formal. Por último, se concluye con unas apreciaciones finales en torno al tema referido y a la necesidad de aproximarse a los problemas sociales con una mirada transdisciplinar.
Prejudices predispose us to show negative behaviors and attitudes towards others. They are based on vulgar and strict generalizations, that is, on stereotypes, and can lead to discrimination of various kinds and intensity. Prejudices have cognitive and relational components. They are not casual or neutral, but rather functional to -and legitimizers of- certain ideological systems that rest on exclusive ways of conceptualizing difference. The present text, taking as reference the specific anti-muslim or islamophobic prejudice, analyzes the processes of prejudice construction and their shared and differential mechanisms with other prejudices such as anti-gypsy and anti-semitic. The focus is placed on how educational centers -as fundamental places of socialization- and multi/intercultural educational policies approach the management of cultural diversity and the topic of islamophobia, although the framework is also relevant for all educational actions and for professionals of other areas of non-formal education. Lastly, the paper concludes with some final reflections on the referred issue and the need to approach social problems from a transdisciplinary perspective.
Quien de vosotros vea un hecho repudiable, que lo cambie (intente) con su mano, si no pudiera entonces (que lo intente aconsejando) con palabras, y si no pudiera, entonces (lo repruebe) en su corazón, y esto es lo más débil de la fe.
¡Oh ‘Alî! Hay tres cosas que se cuentan entre las más elevadas virtudes: dar a quien te ha privado, relacionarte con quien ha cortado los vínculos contigo y perdonar a quien ha sido injusto contigo.
Un árabe no es mejor que un no árabe, y un no árabe no es mejor que un árabe, y una persona roja no es mejor que una persona negra y una persona negra no es mejor que una roja.
Muhammad, profeta del islam
“Últimamente me estoy interesando mucho por la historia de los nazis. No paro de ver documentales y eso. Cuando veo lo que hicieron a los judíos, me pregunto, ¿qué pasaría si nos hicieran lo mismo a los musulmanes?” Estas son las palabras textuales de Hanna, una adolescente musulmana de 15 años residente en Getafe y nacida en Parla, de padres marroquíes. Esta inquietud que recorre la mente de la joven musulmana, aparentemente, puede tener dos lecturas. Por un lado, se puede interpretar que Hanna alberga una preocupación manifiesta, e incluso miedo, a que la comunidad musulmana sufra la infamia que padeció la población judía durante ese período específico de la historia conocido como Holocausto. Pero, por otro lado –y ésta es la hipótesis por la que se interesa este artículo-, la pregunta puede sugerir una lectura distinta: en el caso de que tal supuesto se produjera, ¿recibiría el mismo trato –mediático, político, institucional- la comunidad musulmana que el que ha recibido y recibe la comunidad judía?
El presente texto pretende reflexionar acerca de los procesos de construcción de los prejuicios y sus rasgos comunes y diferenciales, haciendo especial hincapié en el prejuicio anti-musulmán o islamófobo –islamofobia-, en relación a otros del mismo orden como el prejuicio anti-semita o anti-gitano. Para ello, se antoja conveniente considerar el cruce con el colonialismo y el orientalismo de Said (1978) que puede distinguir la islamofobia del resto de formas de conceptualizar al otro de manera excluyente o inferiorizante. Otro aspecto que aquí se plantea es si las relaciones intergrupales –sabiendo que establecer grupo como categoría es problemático y discutible- pueden ser otro de los factores que ayuden a explicar el surgimiento de los estereotipos, los prejuicios y la discriminación; en definitiva, de los conflictos. Para ello se propone la Teoría de la Identidad Social de Tajfel (1978) como una herramienta más que permite aportar algunos elementos interesantes al debate.
A lo largo de este trabajo, además de delimitar conceptualmente los términos relevantes para el mismo –islamofobia, estereotipo, prejuicio y discriminación-, se analizan informes recientes que apuntan que los sentimientos y prácticas de rechazo hacia la población árabe y musulmana están en claro ascenso en España. En el caso de la población gitana, los niveles de aceptación por parte del resto son históricamente bajos y como tal se mantienen, además de que se asume como un fenómeno que pertenece al pasado. Sin embargo, el anti-semitismo (usamos aquí el término en su acepción difundida desde el siglo XI como referido exclusivamente a las personas judías, a sabiendas de que el concepto “semita” incluye originariamente diversas lenguas habladas en Asia oriental, el hebreo y el árabe entre ellas), que estadísticamente hablando puede considerarse prácticamente residual en España, recibe un tratamiento mucho más exhaustivo y no deja, por ejemplo, de señalarse y condenarse en actos en memoria de las víctimas del Holocausto, en producciones culturales, en libros de texto, etc., además de que frecuentemente se presenta como ejemplo paradigmático del terror total. Coincide que, a menudo, en dichos actos y producciones se ignora el hecho de que casi la mitad de las víctimas del Holocausto fueron no-judíos: gitanos, pueblos eslavos, prisioneros de guerra soviéticos, homosexuales, personas con discapacidad, etc.
Paralelamente se ha llevado a cabo una revisión de las principales investigaciones que abordan el tema de la islamofobia en los centros educativos, comprobando que a pesar de ser un objeto de estudio de creciente interés para la investigación social, los niveles de producción son mucho más bajos en lo que concierne a investigación educativa. Esto, sin duda, resulta cuanto menos sorprendente pues, ¿acaso no son los centros educativos agentes sociales decisivos en el proceso de socialización? ¿No es la escuela un lugar fundamental de producción, reproducción y transmisión de la cultura y de los valores? ¿Qué papel juegan las políticas educativas multi e interculturales en la construcción, consolidación o impugnación de los prejuicios circulantes, especialmente del prejuicio islamófobo? Conviene señalar que el tema se aborda situando el foco en el ámbito de la educación formal/escolar, pero se antoja fundamental resaltar su pertinencia e interés como marco teórico de referencia para llevar a cabo intervenciones/acciones educativas desde otros ámbitos de la educación no formal, en particular desde la Educación Social. Todo ello, eso sí, haciendo un llamamiento a que las Ciencias Sociales trabajen de manera cooperativa y transdisciplinar, poniendo en común todas las herramientas de que disponen para aproximarse a los problemas sociales de una manera más integral y enriquecedora.
Es necesario delimitar conceptualmente las dimensiones de análisis. Primero, la cuestión de los estereotipos. Una definición podría ser que los estereotipos son un conjunto de creencias compartidas sobre las características personales, generalmente rasgos de personalidad, pero también los comportamientos propios de un grupo de personas (Leyens, Yzerbyt y Schadron, 1994). Prejuicio sería la actitud negativa o predisposición a adoptar un comportamiento negativo hacia un grupo, o hacia los miembros de este grupo, que descansa sobre una generalización errónea y rígida (Allport, 1954), es decir, que descansa sobre un estereotipo. La discriminación, por último, es la parte actitudinal de los prejuicios: es un comportamiento negativo dirigido a los miembros del grupo hacia el cual se mantienen los prejuicios (Dovidio y Gaertner, 1986).
Sucede que, implícitamente, cuando la batería de lugares comunes o estereotipos es utilizada para conceptualizar al otro -en este caso, el otro musulmán-, paralelamente se está diciendo que nosotros somos y representamos exactamente lo contrario. Es decir, cuando se afirma que los árabes/musulmanes son y representan la oscuridad (violencia, terrorismo, integrismo, etc.), se deduce que los occidentales somos y representamos la luz o, en otras palabras, los valores y principios ilustrados: la democracia, la libertad de expresión y culto, la ciencia y el progreso, etc. Un estudio llevado a cabo por Gómez-Berrocal y Moya (2015) sobre el prejuicio hacia los gitanos, en el que diferencian entre formas manifiestas y sutiles de expresión de los prejuicios, señala que se está produciendo un desplazamiento desde la creencia de la desigualdad genética (racismo biológico) hacia la creencia en la diferencialidad (racismo cultural). Esto es, se justifica el prejuicio en diferencias históricas y culturales, a la vez que se otorga un peso considerable a los valores tradicionales propios. Por lo tanto, lo que genera rechazo es que los otros no abandonen sus valores y tradiciones para adoptar los del grupo dominante (asimilación).
Un buen ejemplo de lo que se viene argumentando podría ser el siguiente. Andrea Levy, actualmente concejala de Cultura, Turismo y Deportes del Ayuntamiento de Madrid, hizo unas declaraciones en la Cadena Ser el 19/12/2016, después de un atentado terrorista en Berlín -reivindicado por Daesh-, que decían lo siguiente:
Esto no va de países contra países, sino de un choque de civilizaciones. Están dispuestos a perder su vida por la defensa de unas ideas y eso en Europa no estamos acostumbrados, porque defendíamos las ideas, o defendíamos nuestros proyectos políticos desde el diálogo y desde la capacidad de interactuar de las democracias. Y lo que nos hemos encontrado es que hay otra civilización al otro lado del Mediterráneo que justamente está poniendo en duda esta manera de actuar, y que lo que quiere justamente es imponer su escala de valores mediante el terror y mediante la fuerza.
Tenemos aquí el grupo “ellos” -la otra civilización situada en ese lugar tan concreto denominado “el otro lado del Mediterráneo”- claramente diferenciado, homogéneo, identificado a través de los discursos hegemónicos, los medios de comunicación y las prácticas institucionales con valores negativos, en contraposición al “nosotros”, ¡que como gente civilizada que somos defendemos nuestros proyectos políticos desde el diálogo! (recordar Siria, Irak, Libia, Afganistán, etc.), no como ellos, que pretenden hacerlo imponiendo sus valores mediante la fuerza y el terror (Islam/Oriente = violencia, terrorismo, barbarie). Además (ellos) siempre han sido, son y serán así: están fuera de la historia; varados, anacrónicos. Por consiguiente, no tienen remedio posible. Se sientan de este modo y dado que ya los conocemos lo suficiente, las bases para su dominio y su “eventual exterminio”. Este es un proceso que ya se ha practicado anteriormente en la historia, como en el bien conocido caso del pueblo judío y su intento de liquidación durante el Holocausto nazi. Lo mismo se puede decir de otros grupos perseguidos desde tiempos inmemoriales como es el caso de los gitanos.
La Teoría de la Identidad Social de Tajfel (1978), que aúna componentes cognitivos y motivacionales para abordar los conflictos intergrupales, dice que los individuos en el seno del grupo (se entiende que del grupo al que pertenecen o con el que se identifican, es decir, el endogrupo) buscan tener una identidad social positiva al compararse con el exogrupo (esto es, al compararse con las personas a las que se considera excluidas de o fuera del endogrupo). Para ello –como hace Andrea Levy- se seleccionan aquellos elementos que pueden resultar mejor parados en la comparación, aunque en todo caso desde una perspectiva claramente etnocéntrica –eurocéntrica en este caso- que prima unos valores por encima de otros. Huelga decir que, además, esto se hace desde el plano teórico/retórico, que no aplicado, pues son de sobra conocidos numerosos ejemplos de atrocidades –guerras, bombardeos, bloqueos, invasiones, etc.- que en nombre de esos mismos valores, paradójicamente, se cometen.
¿Cómo es posible que la misma población de un territorio se escandalice ante el asesinato de 12 compatriotas suyos –como sucedió durante la masacre en la sede del semanario Charlie Hebdo en 2015- en suelo francés (pensemos en un concepto más amplio como Occidente, Europa o, en palabras de Fanon, “zona del ser”) y sin embargo mire con indiferencia los bombardeos que su gobierno capitanea en otros países (de nuevo, se podría pensar más ampliamente en Oriente, Asia o África o, volviendo a Fanon, “zona del no ser”) y que causan centenares de muertos, heridos y refugiados? ¿Por qué unos muertos nos duelen y otros no? ¿Tienen más valor nuestras vidas que las suyas? ¿Cómo –y quién y cuándo y desde dónde- se establece que hay vidas que merecen más la pena ser vividas que otras?
Siguiendo los planteamientos de Alba Rico (2015), porque el proceso de racialización ya ha construido a ese “otro” como objeto conocible y conocido y eventualmente exterminable. Racializar el objeto de dominio es convertir una población –en este caso la población árabo-musulmana- en un grupo racial diferenciado –una raza- de donde no se puede escapar. Y raza conlleva la idea de esencia, que -sobre todo cuando hay rasgos físicos diferenciables- tiene un poderoso carácter explicativo (“es que son así por naturaleza”) y no se puede modificar a través de la educación y/o la experiencia (“lo llevan en la sangre, no tienen remedio”). Lo paradójico es que esta lógica es igual a la que utiliza la versión más integrista del islam –el yihadismo- para llevar a cabo el mismo procedimiento de construcción del antagonista, sólo que dándole la vuelta: la unidad homogénea –la raza- en este caso sería occidente, la cual se identifica como intrínsecamente perversa y supone un peligro para la supervivencia de los valores tradicionales, y además las diferencias que caracterizan a los dos bloques son irreconciliables. Todo occidente es representado como un ente monolítico, estático y cargado de significados negativos y amenazadores, lo cual, en última instancia, legitima la agresión.
El término islamofobia tiene sus orígenes entre finales del siglo XIX y principios del XX, pero es a partir de finales de los años 90, tras la publicación de un informe del Runnymede Trust llamado Islamophobia: a challenge for us all, cuando el concepto empieza a manejarse más frecuentemente en la esfera pública. Especialmente a partir de los atentados del 11 de septiembre del 2001. El término hace referencia a aquellas actitudes y emociones negativas dirigidas de forma indiscriminada contra el islam y las personas musulmanas o entendidas como musulmanas. Según dicho informe, puede conllevar –no necesariamente- racismo, xenofobia, intolerancia religiosa y aporofobia. Se manifiesta en forma de prejuicios, discriminaciones, ofensas, agresiones y violencia. Las características que le dan significado han sido reconocidas por la Agencia de Derechos Fundamentales (FRA) de la Unión Europea.
Las definiciones comúnmente aceptadas parecen coincidir en que la islamofobia posee las siguientes características:
Definiciones de este tipo parecen extraídas de un manual de psiquiatría. Se describen las manifestaciones y las características –de la presunta dolencia- como si fueran universales e inmutables, como una constante, y hasta se enuncian los posibles efectos secundarios (aporofobia, xenofobia, etc.) que puede acarrear. Además, parece referirse a un tipo de fenómeno de naturaleza casi exclusivamente psíquica basado en ideas, consideraciones y creencias. Esta forma de definición resulta demasiado esencialista, cognitivista y reduccionista. Asimismo, esta definición, centrada en la religión, estereotipa a todos los árabes y, en general, “orientales” (Said) y otros sujetos colonizados (africanos) como practicantes, invisibilizando la diversidad de prácticas religiosas así como a los colectivos seculares de esas sociedades. De la misma manera que el anti-semitismo se aplica a los judíos sin distinción de que profesen o no la religión, la islamofobia se aplica a los árabes/“orientales” en general.
La islamofobia es un discurso, y un discurso es una práctica social. Este texto plantea que la islamofobia, más que sustantivar, debería adjetivar: prejuicio islamófobo, discurso islamófobo, ley islamófoba, agresión islamófoba. Tiene que ver con las relaciones, las interacciones, las experiencias. Las ciencias sociales no hacen –no deben hacer- definiciones esenciales de los objetos de estudio. Nada es esencial pues todo es histórico; se produce en condiciones históricas constantemente. La paradoja es que, si no se define el término, quiere decir que se asumen las definiciones dadas. Por lo tanto, se trataría de definirlo de manera no esencial, es decir, definirlo de forma relacional superando la visión reduccionista que lo limita a una serie de actitudes individuales que tendrían que ver con el rechazo a las personas musulmanas o entendidas como tal. Conviene incluir -más allá de la cuestión religiosa- los componentes políticos, sociales y culturales. Se abre así un espacio para analizar los diversos modos en que estos elementos se pueden articular para dar lugar a los estereotipos, los prejuicios, las diferentes formas de discriminación y las relaciones de dominio y poder de unos grupos con respecto a otros. El objetivo es no reificar el término islamofobia, situándolo como una “cosa” que existe en la realidad como tal, sino entenderlo como un proceso o construcción social.
Hay autores que han cuestionado el término islamofobia porque consideran que el verdadero problema no es de índole religiosa, sino que tiene que ver con los ataques a los musulmanes como grupo o como personas (Halliday, 1999), o porque estigmatiza cualquier tipo de crítica que se haga al islam (Zúquete, 2008). Aun siendo materia de disputa, el término nombra algo que necesita ser nombrado (Sayyid, 2014) y otorga a los investigadores herramientas para identificar la historia, presencia, dimensiones, intensidad, causas y consecuencias de los sentimientos anti-islámicos y anti-musulmanes (Bleich, 2011). Según un estudio del Pew Research Center (2015) está previsto que en 2050 el 10% de la población europea se declare musulmana, a la vez que indica que el 50% de los españoles tiene una opinión desfavorable hacia esta comunidad, por lo tanto, la islamofobia ya no se proyectaría únicamente contra una amenaza externa, sino que adopta nuevas formas al considerar que el enemigo también se encuentra dentro. Por consiguiente, para vencerlo es necesario combatir la igualdad de los musulmanes y sus intentos de emancipación (Bravo López, 2010).
Para Balibar (1991) la división y la exclusión son funcionales al dominio de la burguesía. En este sentido, la islamofobia puede ser una eficaz herramienta de control social, pues permite a los legisladores adoptar medidas de excepcionalidad que coartan los derechos y libertades de un sector de la población y que en otro tipo de circunstancias serían difícilmente justificables. En otras palabras, “genera consentimiento respecto a actuaciones militares (a nivel global) y policiales/judiciales (a nivel local) que en una situación normal no serían aceptadas” (Prado, 2009, p.37). Para crear este marco ideológico es necesario articular discursos que alimenten el miedo y el odio al otro, abonando así el terreno que ampare la persecución del grupo señalado. Como advierte Amnistía Internacional en su informe Peligrosamente Desproporcionado: La expansión continua del Estado de Seguridad Nacional en Europa (2017):
Habida cuenta del estado febril de la política europea, los electores deben ser extremadamente cautelosos respecto de la serie de poderes y el grado de control sobre sus vidas que están dispuestos a entregar a sus gobiernos. El auge de los partidos acionalistas de extrema derecha, la hostilidad contra los refugiados, los estereotipos y la discriminación contra las personas y las comunidades musulmanas, la intolerancia hacia otras formas de hablar y de expresión, implican el riesgo de que esos poderes excepcionales apunten a ciertas personas por razones que no tienen nada que ver con una amenaza real a la seguridad nacional o con actos relacionados con el terrorismo. (p.3)
Dado que se está observando un creciente auge –tanto en Europa como en EEUU- de este tipo de discursos racistas, xenófobos e islamófobos, que consideran la inmigración musulmana como una amenaza para los valores y la racionalidad occidentales (Barbero, 2011), con el consiguiente riesgo que ello supone para la convivencia y la cohesión social (España, a 31 de diciembre de 2019, tiene 2.091.656 de musulmanes según el Estudio Demográfico de la Población Musulmana elaborado por la UCIDE y el Observatorio Andalusí), conviene también analizar el fenómeno de la islamofobia teniendo en cuenta dos dimensiones. Por un lado, la dimensión identitaria. Las representaciones históricas de la nación son esenciales para entender la relación entre los niveles de compromiso con la identidad nacional de un grupo -nacionalismo- y el grado de oposición hacia otros grupos étnicos (Smeekes, Verkuyten, y Poppe, 2011). Por otro lado, no se puede ni debe obviar el papel que juega la gestión de la inmigración por parte de los estados nacionales en la construcción de: a) fronteras y límites -tanto interiores como exteriores- y b) soberanía e identidad (Fassin, 2011).
Alba Rico (2015, p.10) defiende que la islamofobia -ese “discurso que habla mal de los otros”– comienza con lo que él llama lugares comunes o tópicos (los cuales también podríamos denominar estereotipos). Estos tópicos nos permiten conocer mejor al otro –musulmanes- siendo esto una premisa esencial para vencerlo. Tenemos, pues, y siguiendo a Tajfel (1978) y su Teoría de la Identidad Social, la categorización (nosotros-ellos) consumada, así como la identificación, basada en criterios de pertenencia al grupo “nosotros” por una cuestión de afinidad –cultural, religiosa, racial-. Falta el paso de la comparación, de diferenciarse positivamente. ¿Cómo? Mediante un proceso interesado de asociación de ese otro –en este caso, árabes y musulmanes- con valores negativos (violencia, terrorismo, delincuencia u opresión de las mujeres). Es esencial, por lo tanto, presentar a ese grupo como un todo homogéneo, negando tanto su pluralidad como la capacidad de sus miembros para tomar decisiones alternativas. Por último, no sólo tiene que ser una unidad homogénea y además negativa, sino que es inasimilable: sus valores son incompatibles con los nuestros.
Este esquema de construcción del antagonista que consiste en presentar al otro como a) unidad, b) unidad negativa y c) unidad negativa inasimilable, podría aplicarse a prácticamente todos los discursos de naturaleza excluyente o discriminatoria: sexismo, anti-gitanismo, anti-semitismo, anti-inmigración, etc. Aporta elementos que ayudan a entender la forma que adquieren los diferentes tipos de prejuicios, pero no añade novedades en lo referente al contenido específico de cada uno de ellos. En el caso del prejuicio islamófobo ese contenido está atravesado por el colonialismo. Como ya apuntó Said (1978), la otredad se construye como un recipiente sobre el que se depositan las imágenes y los discursos que confirman la superioridad moral, cultural, política e intelectual de occidente –nosotros- sobre oriente –ellos, el islam, los musulmanes-.
La posibilidad de establecer un diálogo horizontal entre culturas ha de configurarse sobre la impugnación de dos prejuicios fundamentales: el etnocentrismo -privilegiar la propia cultura sobre las demás- y el culturalismo o relativismo cultural –visión de las otras culturas como totalidades uniformes y estáticas (Guerra Palmero, 2000). Por lo tanto, es esencial prestar atención al papel de las relaciones sociales en el desarrollo de la islamofobia. De nuevo los centros educativos, como lugares fundamentales de socialización, se antojan un escenario decisivo tanto de producción y reproducción de situaciones de rechazo y discriminación como de todo lo contrario. Todo depende de los modelos (cognitivos, educativos, sociales), las concepciones, las actitudes y las prácticas que los diferentes agentes educativos que componen la institución tengan y manifiesten respecto de esta cuestión.
Martín Muñoz (2012) apunta que todos los estudios sociológicos desde el año 2002, tanto en España como en el resto del mundo, vienen a confirmar un aumento del sentimiento de a) rechazo hacia la población musulmana y b) de relación entre terrorismo e inmigración musulmana. De este modo, al situarse en un marco de legítima protección y defensa de la integridad y la seguridad nacional, la islamofobia que subyace no despierta sospechas e incluso es justificada. No se considera una forma de discriminación. Es lo que la autora denomina islamofobia inconsciente.
El anti-semitismo, por otro lado, tiene una peculiaridad, y es el intento de ampliarlo para incluir cualquier tipo de apreciación que se haga en contra de las políticas del Estado de Israel o el sionismo. Es el propio Estado de Israel –además de sus colaboradores y simpatizantes- el que instrumentaliza el Holocausto para intentar deslegitimar las críticas a sus, a menudo, genocidas acciones en Palestina, y trata de presentarlas como una forma moderna de anti-semitismo. En el Informe sobre el Antisemitismo en España durante los años 2105 y 2016 (Madrid, 2017), se incluyen como ejemplos de las formas en que el antisemitismo se manifiesta en relación al Estado de Israel “realizar comparaciones entre la política israelí actual y la de los nazis”, o “afirmar que la existencia del Estado de Israel es un proyecto racista” (p.5). Este tipo de formulaciones deslegitiman las posibles disidencias imponiendo como axioma la imposibilidad de valorar evidencias que muestren posibles similitudes y diferencias entre procesos –por más argumentadas y justificadas que pudieran estar- y posibilitan el hecho de que se considere anti-semitismo censurar las actuaciones llevadas a cabo por el gobierno israelí, o promover actos como el boicot, la desinversión o las sanciones contra sus transgresiones del derecho internacional.
En el caso de la población gitana, el Informe Anual FSG 2017. Discriminación y Comunidad Gitana (2017), de la Fundación Secretariado Gitano, recoge 202 casos de discriminación, de los cuales el grueso se enmarca en los ámbitos de los medios de comunicación e internet (33%), el empleo (21%) y el acceso a bienes y servicios (15%). Resulta digno de mención que en el Informe sobre la evolución de los incidentes relacionados con los delitos de odio en España (2018), del Ministerio del Interior, ni siquiera se reflejan de forma particular los términos islamofobia o anti-gitanismo (aunque hay un ítem específico para delitos de odio por creencias o prácticas religiosas y otro para delitos de odio por racismo o xenofobia). En cambio, el anti-semitismo sí goza de entidad propia y aparece explícitamente enunciado como categoría independiente de observación y análisis. ¿Será por el volumen de delitos registrados atribuibles a esta categoría? A tenor de los números, no lo parece: 9 hechos conocidos registrados, de los cuales, 3 hechos esclarecidos en el año 2018.
Sin embargo, como señala Carmen Aguilera-Carnerero (2018) en el European Islamophobia Report 2018, se registraron 546 incidentes islamófobos en España durante el año 2016. El Informe Anual Islamofobia en España 2017 (2018), de la Plataforma Ciudadana contra la Islamofobia, apunta que se está produciendo un extraordinario incremento de los delitos de ciberodio (bulos, insultos, amenazas, etc.), que ya constituyen el 70% del total de los incidentes registrados. ¿Qué está sucediendo? ¿Se le está concediendo a esta problemática la atención, la visibilidad que las cifras sugieren? ¿Qué medidas –entre otras, educativas- se están adoptando? ¿Se está regalando una coartada a los sectores más radicalizados dentro del islam para atraer fieles a su causa? El radicalismo promete dotar de significado y ofrece un propósito para la vida de aquellas personas musulmanas que padecen experiencias discriminatorias, lo que provoca un aumento de los apoyos que recibe (Lyons-Padilla, Gelfand, Mirahmadi, Farooq y Van Egmond, 2015). Sucede, no obstante, que esta coartada de la radicalización, tan manida por los medios de comunicación, no se sustenta en datos empíricos: según una información publicada el 8 de julio del 2015 en la web www.culturaenaccion.com, en España, desde los atentados del 11-M, se habían detenido a más de 500 personas por terrorismo yihadista de las cuales solo 50 habían sido condenadas.
Deshumanizar al otro, negándole su identidad y su cultura -además de convirtiéndolo en culpable hasta que se demuestre lo contrario-, es sentar las bases que legitiman las exigencias de su asimilación y, en última instancia, su eventual exterminio (Fanon, 1961; Alba Rico, 2015). Al igual que se han encontrado similitudes suficientes para relacionar el racismo en la América del siglo XIX con el anti-semitismo (Fredrickson, 2003), se antoja esencial estar alerta ante la posibilidad de que el sentimiento anti-semita instalado en la Europa del siglo XX que posibilitó –por activa o por pasiva- el Holocausto nazi, derive en un sentimiento anti-musulmán o islamófobo que tenga similares consecuencias. En este punto, hay contribuciones desde la teoría política –por ejemplo, de Hannah Arendt- que subrayan la relación entre determinada construcción del estado-nación (como culturalmente homogéneo, propiedad de un determinado colectivo, etc.), por una parte, y el racismo, la discriminación y, en general, la intolerancia a la diferencia, por otro. De nuevo, parece urgente investigar en qué medida hay mecanismos compartidos y diferentes entre la islamofobia y otras formas de exclusión y cuáles son, así como el papel que el sistema educativo, los agentes educativos y las instituciones educativas están desempeñando en torno a esta cuestión, ¿están siendo un factor de reproducción –o, incluso, difusión- o de resistencia?
Tanto la sociedad como la educación afrontan importantes desafíos en la era del capitalismo global. Los movimientos migratorios provocados por las situaciones de miseria y/o guerra en que se encuentra una gran parte del planeta, así como la movilidad laboral que impone el modelo neoliberal, hacen que el enorme flujo de personas que se desplaza continuamente de un lugar a otro plantee nuevos y complejos retos acerca de qué es –o qué debería ser- la ciudadanía, la democracia, los derechos humanos o la educación (Banks, 2008). El caso concreto que nos ocupa es la educación, pero la misma no puede entenderse desligada de las nociones de ciudadanía, democracia y derechos humanos. Como no se puede entender la educación inclusiva sin hablar de justicia social (López Melero, 2004). Ni de justicia social sin hablar de equidad y de respeto a las diferencias.
Fraser y Honneth (2006) subrayan que cuando hablamos de respeto a las diferencias, de lo que hablamos en realidad es de justicia social. Por ello se hace necesario implementar políticas de redistribución (para superar las injusticias socioeconómicas) y reconocimiento (para superar las injusticias socioculturales). Si queremos construir una sociedad integrada en un tiempo y un espacio en los que la diversidad es la norma, no basta con conocer las peculiaridades culturales de los grupos que la constituyen, sino que hay que ir más allá y “re-conocer, aceptar y acoger a la persona misma del diferente con toda su realidad socio-histórica” (Ortega, 2013, p.405). ¿De qué manera se está abordando este proceso en los centros educativos? Merece la pena subrayar que para contribuir a ello, este texto se sitúa en un determinado marco ético y no es neutral axiológicamente; está orientado por los valores anteriormente mencionados: democracia, derechos humanos, justicia social y equidad. Además, pretende humildemente aportar elementos que favorezcan la reflexión crítica de la escuela sobre sí misma.
Para ello, en lugar de situar la institución escolar como una entidad autónoma, sería entendida -en línea con autores como Díaz de Rada, García Castaño y Velasco (1993) o Zamora (2009)- como una institución heterónoma y dependiente insertada en el seno de procesos socioculturales, que además contribuye a la conservación de las estructuras sociales, políticas y económicas que aparentemente trata de transformar. Por lo tanto, ¿se puede abordar el estudio de procesos que tienen lugar en el seno de la escuela sin tener en cuenta el contexto socioeconómico y político en que ésta se inserta? No parece aconsejable. Por ello se hace necesario incluir el análisis de los procesos contextuales en que están inmersos los procesos escolares, así como la interrelación entre la institución escolar y otras instituciones sociales.
Los centros educativos -como instituciones encargadas de la transmisión de la cultura y de la acogida e inclusión del “otro”- ofrecen un terreno de estudio idóneo para analizar la manera en que todas estas dimensiones se articulan -así como las ideologías y tecnologías que operan- para dar lugar a la estigmatización de un sector de la población que, además, normalmente se ve obligado a vivir bajo condiciones de violencia y dominio. Y,
[…] una pedagogía que no reflexione autocríticamente sobre su lugar y función en la reproducción de dichas estructuras (sociales), que no perciba cómo la organización social genera y mantiene la heteronomía, también a través de las instituciones pedagógicas llamadas a combatirla, no hará sino contribuir a la perpetuación de la barbarie. (Zamora, 2009, p.45).
Cabría preguntarse, ¿contribuye el sistema educativo a desarrollar un “sentido común” que justifica y naturaliza la jerarquización –la inequidad- como justa e ineludible, pues es el resultado de los méritos personales? ¿Se invisibiliza bajo el discurso de la igualdad de oportunidades el hecho de que las posiciones de las que parten los y las estudiantes son radicalmente desiguales?
Cuesta pensar que en una sociedad que en los últimos 50 años ha sufrido un fenómeno de transformación tan radical, la educación –mejor dicho, el sistema educativo formal- apenas haya incorporado algunas modificaciones cosméticas a nivel estructural. Como apunta Ortega (2013), la atención se ha centrado en qué se debía enseñar y cómo, imponiendo unos contenidos y unos procedimientos, “su” palabra, a la vez que ignorando la palabra del “otro”. En este sentido, las diferentes leyes educativas han hablado tanto de educación multicultural como intercultural, pero las prácticas educativas en general se han ceñido al conocimiento y –a veces- comprensión de la cultura del “otro” sin grandes diferencias entre ambos modelos. Se presuponía que este conocimiento –casi siempre de carácter folclórico- y comprensión, exclusivamente cognitivos, conllevarían la adquisición de actitudes positivas hacia la diferencia étnica, cultural y/o religiosa (Bernabé, 2012).
Esta manera de concebir la gestión de la diversidad no hace sino ahondar en la explicación culturalista, ignorando las condiciones de asimetría en que se producen las relaciones entre los extranjeros –o extranjerizados- y la sociedad receptora. La cuestión, por lo tanto, es ir un paso más allá y cuestionar de forma radical las circunstancias concretas que hacen que los derechos culturales, políticos y económicos de determinadas poblaciones no estén siendo respetados. De este modo, siguiendo a Aguilar y Buraschi (2012), el presente escrito también aspira a aportar elementos que contribuyan a avanzar en la elaboración de una respuesta interculturalista crítica y transformadora que supere la “asimilación subalterna” (que persigue la uniformización cultural), el “racismo culturalista” (basado en la esencialización de la cultura y en el establecimiento de la diferencia radical del otro, lo que legitimaría la desigualdad) y la “estética intercultural” (que folcloriza las diferencias e invisibiliza las relaciones asimétricas de poder).
En el contexto de los centros educativos, existen pocas investigaciones que hayan abordado la cuestión de la islamofobia. Una de ellas es la llevada a cabo por Garreta y Llevot (2011), que examinaron la representación del islam en los materiales escolares. Realizaron un análisis de contenido de 264 materiales utilizados en los niveles de infantil, primaria, secundaria y bachillerato en los centros escolares de Cataluña. Concluyeron que casi la mitad de los mismos no contenían ni una sola referencia al tema en cuestión, y en el resto, apenas una. Esta invisibilización es lo que se denomina currículum nulo. En los casos en los que sí aparecían representaciones, éstas alimentaban la visión exótica, arcaica y antioccidental del mundo árabo-musulmán.
Adlbi Sibai (2014) analizó las experiencias en el sistema educativo de las alumnas españolas musulmanas a través de 44 entrevistas en profundidad. Los resultados obtenidos indican que hay cuatro razones fundamentales que explican las experiencias positivas: la confianza depositada por parte del profesorado en sus capacidades para el éxito académico, tratar su identidad personal de forma positiva, la atención específica recibida cuando tuvieron conflictos por cuestiones religiosas con otros estudiantes y percibir que su opinión sobre su cultura e identidad era tenida en cuenta. Por otro lado, las experiencias negativas tenían que ver principalmente, por un lado, con la falta de confianza del profesorado en su capacidad y, por otro, con el problema de los estereotipos negativos que pesan sobre ellas.
El Colectivo Ioé (Walter Actis, Miguel Ángel de Prada y Carlos Pereda, 2006), en un extenso estudio sobre Inmigración, Género y Escuela, analizó los discursos tanto del profesorado como del alumnado sobre estos aspectos. A pesar de no hacer mención específica en ninguno de sus apartados a la islamofobia -lo que demuestra una vez más que existe una discrepancia entre los datos que afirman que éste es un fenómeno en claro ascenso que amenaza la convivencia y la cohesión social, y el escaso tratamiento que está recibiendo por parte de la investigación educativa- los autores recogen que los discursos de una parte del profesorado apuntan a la población musulmana como especialmente resistente a la “normalización”, pues son portadores de una “radical incompatibilidad con nuestros valores” (…) “Esta islamofobia refleja un sentimiento bastante extendido entre el conjunto de la población autóctona” (p.25). Parece razonable pensar que de este tipo de concepciones sobre la diversidad se deriven modelos y prácticas educativas específicas que poco tendrían que ver con la inclusión.
Zine (2012) llevó a cabo la primera etnografía sobre escolarización islámica en Norteamérica. Esta autora pudo constatar que la noción islamofobia no aparecía en el discurso educativo. Ni siquiera en el de la parte del profesorado más comprometida con la pedagogía multicultural y antirracista. Como respuesta, plantea la creación de un nuevo marco integrador antirracista que conciba que los diferentes sistemas-ejes de opresión (la raza, la clase, el género, la sexualidad, la habilidad y la religión) están intrínsecamente relacionados, se articulan y retroalimentan los unos a los otros. Acuña el término educación anti-islamofobia como pedagogía transformadora, que tiene los siguientes fundamentos: a) resemantizar el islam como religión de paz y justicia social, b) cuestionar los mecanismos y las dinámicas sociales que criminalizan y patologizan poblaciones enteras en función de su cultura, raza, etnia o fe, y c) deconstruir los estereotipos y los prejuicios que hacen que el profesorado tenga bajas expectativas de éxito académico respecto al alumnado “racializado”.
En una línea parecida Ramarajan y Runell (2007), del Tanenbaum Center for Interreligious Understanding (Nueva York, USA), presentaron el Religion and Diversity Education program, que incluye un plan de estudios para primaria y secundaria y tiene como objetivo confrontar la islamofobia en los centros educativos. Para ello, parten de la premisa de que la educación multicultural solo puede lograrse a través de su completa integración en el currículum, ha de estar temáticamente organizada y ser transversal a todas las materias estudiadas. Argumentan que el islam no debe tener un tratamiento especial para no alimentar la idea del “radicalmente otro”, sino ser visto y entendido como un elemento más dentro de un espacio holístico que incluye múltiples formas de ser y de estar en el mundo.
En general, las propuestas pedagógicas multi/interculturales encontradas parecen seguir centradas en los aspectos cognitivos: conocer las peculiares características, costumbres, tradiciones y prácticas de los otros, dando por sentado que de este modo se alcanzará la comprensión y, por consiguiente, el respeto. Pero esta concepción despolitiza el fenómeno, ignorando “las condiciones asimétricas reales en las que se producen las relaciones del extranjero con la sociedad receptora” (Ortega, 2013, p.408), es decir, como si el tablero de juego estuviera equilibrado, lo cual, como apunta Fletcher (2000), refuerza las resistencias de los blancos a las acciones afirmativas, a la redistribución y a otros tipos de justicia compensatoria. Se antoja fundamental “hacer la distinción entre una interculturalidad que es funcional al sistema dominante, y otra concebida como proyecto político de descolonización, transformación y creación” (Walsh, 2009, p.2), es decir, lo que también otros autores como Turbino (2005) han denominado interculturalidad crítica. El racismo (y sus derivados, como la islamofobia) no es una cuestión de ignorancia que se solucione educando a los opresores, sino “enfrentando aquellas fuerzas históricas y sociales subyacentes que han creado y sostenido el racismo” (Mullings, 2011, p.333).
Para alcanzar una sociedad –y una escuela- en la que podamos convivir en libertad y equidad no basta con intercambiar tortilla de patata por cuscús, ni organizar desfiles de trajes tradicionales –esencializando, además, las diferencias culturales mediante la exotización de ese “otro” que poco o nada tiene que ver con “nosotros”-; lo realmente transformador, lo que empezaría a construir la emancipación de los subalternizados sería cuestionar de raíz las circunstancias concretas que hacen posible que los derechos sociales, económicos y políticos de determinados grupos de población no estén siendo respetados. No basta con reconocer al otro –poniendo el foco en la cultura- sino que sería deseable atender las demandas que tienen que ver con el acceso a los recursos –redistribución- y a la representación (Hale, 2002). Para ello, se hace necesario modificar las estructuras, las condiciones y los dispositivos de poder que posibilitan el mantenimiento de esta forma inequitativa de organización social (Walsh, 2010).
Esta lógica colonial de posicionar diferencialmente a los grupos en base a una jerarquía construida desde los centros de poder occidentales, que sitúa unos saberes, unas costumbres y unas prácticas por encima de otras –o, lo que es lo mismo, que legitima unas formas de pensar, de ser y de hacer, y deslegitima otras- es lo que atraviesa la cuestión de la islamofobia y la ubica en un marco más amplio que el del prejuicio exclusivamente religioso.
Todas las personas tenemos prejuicios, sin excepción. La mayoría de ellos son inconscientes; forman parte de ese complejo sistema de ideas, creencias y sentimientos que nos constituyen como sujetos y que, de una manera u otra, gobierna nuestras vidas. Tienen un porqué y un para qué, es decir, no son casuales. Están mediados histórica, cultural e ideológicamente. Son coyunturales. Tienen una intencionalidad política, pues ordenan y jerarquizan, y una finalidad económica, pues contribuyen a establecer distinciones –discriminaciones- en el reparto de la riqueza y de los recursos. No son neutros, ni objetivos, ni tienen una base científica y mucho menos biológica; son construcciones sociales que legitiman unas formas de ser, estar y hacer en el mundo y deslegitiman otras, creando un conocimiento sobre el “otro” parcial e interesado. La parte positiva es que, si son construidos, también pueden deconstruirse. Para ello es necesario, primero, conocerlos (cómo se forman, para qué, cómo se expresan, cómo se materializan, cómo y cuándo afloran…), después, problematizarlos (desmenuzarlos, ponerlos en cuestión, criticarlos) para, finalmente, estar en disposición de poder transformarlos en modelos o esquemas más igualitarios, más equitativos, más justos -en definitiva, más democráticos- de pensarnos los unos a los otros.
A lo largo del presente escrito he tratado de reflexionar acerca de estas cuestiones delineando un marco conceptual integrador y transdisciplinar, indagando en la realidad etnográfica de procesos antes abordados desde la filosofía, la sociología y la psicología social. Considero que las Ciencias Sociales son –a pesar de ciertos recelos y prejuicios que a veces se dan entre ellas- complementarias, pues todas disponen de herramientas (epistemológicas, conceptuales, metodológicas) interesantes y útiles que, razonablemente combinadas, nos permiten aproximarnos a los problemas sociales de una manera más comprehensiva, enriquecedora y global (Blanco y Pirela, 2016). Esta mirada integradora, holística, es una de las limitaciones que se han observado en los estudios llevados a cabo sobre islamofobia en centros educativos.
Se antoja necesario establecer conexiones, articulaciones, entre la educación formal –y no formal- con otros aspectos de la vida social general, la economía, la política, otras instituciones, etc., que permitan abordar, además y más allá de las cuestiones personales/particulares (nivel micro), las cuestiones estructurales (nivel macro). Es preciso situar las cosas en su contexto. Lo que pasa en un centro educativo influye, media y condiciona lo que sucede en su entorno y viceversa; sociedad y escuela, escuela y sociedad se conforman recíprocamente. El estudio de la islamofobia desde este enfoque puede servir como punto de partida para, comparando con otros prejuicios, analizar sus componentes compartidos y diferenciales en las formas, los contenidos y sus posibles consecuencias. Para ello, este escrito plantea una aproximación interaccional que entienda las relaciones sociales como el espacio donde los prejuicios se construyen, se aprenden y adquieren significado. La realidad social es relacional, no esencial; es histórica, dinámica, y los problemas de investigación que nos plantea han de ser construidos, elaborados y reelaborados permanentemente desde la flexibilidad, con el rigor empírico que aportan los datos que se recogen en el campo -el medio social donde las cosas pasan-, en un permanente ejercicio de reflexión y colaboración entre quien investiga y los agentes sociales que lo componen.
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