Rafael García Meseguer, Educador Social. Coordinador de Programas de la Sociedad Benéfica Constante Alona de Alicante
El presente artículo justifica la importancia de la educación no formal en el trabajo terapéutico en el ámbito de la prevención de los trastornos de salud mental de menores. Está basado en la experiencia como coordinador socioeducativo durante el año 2013 en el Centro Específico de Protección de Menores La Berzosa (Berzosa del Lozoya, Madrid), con una población residente de diecinueve menores entre los 12 y los 16 años con diagnóstico de trastorno del comportamiento y derivados por el Instituto Madrileño de la Familia y el Menor y los Juzgados de Familia de la Comunidad Autónoma de Madrid.
El artículo da especial importancia al papel del educador/a de referencia, al Proyecto Educativo Residencial e Individual y a la planificación educativa en todos sus estadios, a la resolución de conflictos, así como a las relaciones con la educación formal y la inserción sociolaboral. Metodológicamente es el resultado de un trabajo de investigación basado en la observación participante, el registro sistemático de incidentes críticos y notas de campo.
Independientemente de otras definiciones y matizaciones a efectos de este artículo llamaremos educación al proceso mediante el cual, a través del estimulo para el desarrollo de las capacidades cognitivas y físicas, se consiga la integración plena en la sociedad que nos rodea. Por consiguiente, debemos empezar por distinguir entre los conceptos de enseñanza (estímulo de una persona hacia otra) y aprendizaje, que es la posibilidad subjetiva de incorporación de nuevos conocimientos para su aplicación posterior.
Hasta los años 70 el concepto de Educación ha sido limitado a la escolaridad, donde se desarrolla el aprendizaje y a la que conocemos hoy en día como educación formal, y desgraciadamente arrastramos este concepto universalista de educación, con el que se descarta o resta importancia a otras prácticas, espacios y escenarios sociales que son tanto o más importantes para el aprendizaje, la formación de las personas. Hablamos de lo que se conoce como educación no formal. La educación no formal es importante en la formación de los sujetos porque integra lo que la escuela tarda o nunca llega a incorporar a sus programas.
Las personas, como miembros de una sociedad aprenden las claves de su cultura no sólo en la escuela sino también en la suma de espacios, procesos, instituciones y relaciones personales donde transcurre su vida, en los que reciben mensajes y propuestas, elabora códigos e interpreta normas sociales que engloban no sólo los conocimientos como tales, sino también creencias, valores, saberes, habilidades, aptitudes y sentimientos, que pasan a ser formalizados a través de la educación no formal (Sirvent, 2006), lo que supone considerar que cualquier área problemática de la vida cotidiana puede tornarse parte del currículum social, con el que se trabajará en las distintas experiencias socioeducativas.
En el ámbito en el que nos vamos a desenvolver, el residencial con menores en situación de prevención de enfermedad mental por trastornos del comportamiento, estas características de la Educación no formal cobran mayor relevancia, dadas las peculiaridades de los menores usuarios, con importantes carencias en todos aspectos de desarrollo citados. Pero antes de abordar como trabaja la educación no formal en esta labor específica, centrémonos en la tipología de los menores usuarios de estos servicios terapéuticos y como son atendidos educativamente.
La primera cuestión que se debe abordar son las particularidades de los menores con los que vamos a trabajar desde esta perspectiva socioeducativa, que en ocasiones se convierten en obstáculos para el trabajo educativo. Una de las principales en este ámbito es la insistencia en etiquetar a los menores por su problema, en la obstinación desde las instituciones en “psiquiatrizar” cualquier tipo de problemática que aparece en el menor, con juicios cerrados que dificultan muchas veces la intervención y que acaban derivándose de forma masiva al sistema sanitario y por desgracia a una solución farmacológica.
Por otra parte nos encontramos en demasiadas ocasiones en estos centros terapéuticos con biografías que han pasado por graves conflictos relacionales y generadores de una gran tensión en el menor que han acabado en trastornos psicológicos, en muchas ocasiones con periplos tortuosos de abandonos y con continuados fracasos en acogidas y adopciones, que tienen como resultado un profundo sentimiento de desamparo y sobre todo por el recorrido por centros no especializados en prevención de salud mental. Cuando los menores llegan a estos centros específicos suelen llegar muy cronificados y en estados muy avanzados en sus trastornos del comportamiento. Son niños y adolescentes con un grave conflicto interior.
La llegada de estos menores a los centros tiene un primer objetivo principal desde la perspectiva educativa, la acogida y la percepción de bienestar. El menor recién llegado identifica el nuevo ambiente como algo hostil por el miedo a lo desconocido, un nuevo lugar en el que desarrollará esta nueva etapa terapéutica. El equipo educativo ha de velar a partir de este momento por que el menor perciba este nuevo ambiente como un espacio humanizante, acogedor, que deberá convertirse para él en una verdadera nueva oportunidad.
A partir de aquí el menor deberá tener una figura de referencia, un educador que tendrá que trasladar la imagen de “adulto no conflictivo”, capaz desde su autoridad profesional de dar seguridad y garantizar las posibilidades de éxito en esta nueva oportunidad. En este inicio de relación percibiremos desde ausencia de comunicación hasta angustia y ansiedad por miedo al rechazo y al fracaso, que irá acompañada de intentos de manipulación en ocasiones por resistencia al nuevo escenario y por no desapegarse de las estrategias aprendidas para evitar la frustración. El acompañamiento es muy importante en esta etapa. El papel del educador será el de recoger las inquietudes y temores del menor, de forma empática y asertiva, asumiendo todo aquello que sea realmente difícil de conseguir, sin ser sobreprotector con el riesgo de crear una dependencia que puede introducir una patología añadida que reclame la presencia continua del educador, ni al albur de su capacidad de adaptación al medio por la actitud autoritaria y distanciada del educador de referencia, que impida el vínculo que se ha de crear entre ambos. Como siempre la solución estará en el equilibrio, favorecedor de la autonomía vital del menor a pesar de que en esta primera etapa será inevitable cierto grado de dependencia de este hasta que se vea reforzada la seguridad en este nuevo ambiente. A la larga mantendremos siempre este acompañamiento a la vez favorecedor de la autonomía, que facilitará un clima emocional que posibilitará la comunicación, el crecimiento y la evolución individual de estos menores en conflicto interior.
Volviendo a la educación no formal como instrumento en los centros residenciales de prevención de salud mental para menores, hemos de incidir en la importancia que tiene el Proyecto Educativo nos solo desde los valores intrínsecos de la planificación educativa, sino también como elemento estructurador, algo que reclama el menor con este tipo de peculiaridad ya que necesitan un marco de realidad totalmente estructurado. La planificación, el orden en los tiempos y la repetición de estos en la vida cotidiana tienen la capacidad de generar seguridad. Las variaciones injustificadas de las actividades y horarios, la provisionalidad y la improvisación suponen tal incertidumbre que se convierten en un elemento de alteración emocional que dificulta el progreso terapéutico en los menores.
Por este motivo se hace necesaria la sistémica habitual en la educación no formal (Franch y Martinell, 1994): Un Proyecto Educativo Residencial, programas educativos y finalmente actividades con sus cronogramas que sean conjuntamente efectivos para la intervención educativa en este tipo de centros. Además de este modelo de planificación de carácter holista y comunitario, es de importancia capital el Proyecto Educativo Individual, elemento condicionante de las planificaciones y al que dedicaremos un apartado.
Como en todo proyecto educativo, en nuestro proyecto marco, el Proyecto Educativo Residencial, establecemos unos objetivos generales que serán el propósito y misión de nuestro centro en el ámbito de la educación no formal. En el caso de la prevención de salud mental, donde somos un factor intermediario con intencionalidad terapéutica, nos convertimos en el agente educativo con capacidad de fomentar, potenciar y consolidar hábitos saludables, de favorecer la autoestima, aumentar las habilidades sociales, de valorar y potenciar los aspectos más sanos o en mejores condiciones del menor con la finalidad de coadyuvar en la mejora de su situación clínica y favorecer la reinserción en el ámbito comunitario y familiar según las circunstancias.
Una vez fijados los objetivos generales del proyecto educativo, sabiendo el tipo de población a la que nos dirigimos y teniendo conocimiento de las posibilidades y medios a nuestra disposición pasaremos a establecer los programas, el instrumento de planificación operativo a la hora de desarrollar el proyecto. La experiencia en este y otros ámbitos con grupos estables de trabajo nos indica que el parámetro temporal idóneo es el programa trimestral, sabiendo que estos suelen adaptarse por estar los menores escolarizados durante el otoño, el invierno, la primavera y las vacaciones estivales.
A la hora de planificar es importante conocer en qué momento clínico se encuentran los menores internos en el centro además de las condiciones globales del grupo, saber si tenemos altas recientes, si vienen sobreexcitados por las recientes vacaciones o prevemos alteración por la presión escolar, si hay menores en el grupo con situaciones cronificadas sin progreso, que entran en bucles y espirales que les hacen retroceder provocado por su trastorno o por su entorno sociofamiliar, o sencillamente el proceso individual y grupal es manifiestamente bueno y estable lo que nos permite buscar la excelencia en la programación.
Con respecto a los residentes aparecen tres grandes familias de menores en función de sus trastornos que nos hará también diversificar en grupos y planificar el programa trimestral en función de sus necesidades. Por un lado nos encontramos con los menores hiperactivos y a la vez reactivos, que necesitan un alto nivel de actividad física y de equipo, donde el aprendizaje y el respeto de las normas ayudan a contener su reactividad; a aquellos que tienen trastornos que afectan a su estado de ánimo y necesitan implementar el uso de instrumentos de expresión artística en todas sus variantes para poder canalizar la expresión de sus emociones, al margen del papel terapéutico del impulso de la creatividad; y por último, en el que se suelen encontrar los adolescentes, muchos de los cuales manifiestan sus trastornos con comportamientos oposicionistas-desafiantes para llegar al inicio de un trastorno disocial manifiesto, aquellos que tienen una agresividad pasiva y están en pleno desarrollo psico-afectivo de la etapa en la que se encuentran, donde la desviación puede ser un conflicto a la hora de establecer el liderazgo entre iguales, la capacidad de expresión, el reconocimiento de la autoridad y la necesidad de ocupar un lugar en el grupo, que convertiremos en un instrumento de trabajo y en una característica a tener en cuenta en la elección del tipo de actividades a realizar y en organización de grupos. Es cierto que en ocasiones nos encontramos con residentes que podrían adscribirse en los tres grupos, lo que nos obliga a estar constantemente adaptando el programa a las necesidades y considerando la movilidad de los participantes en las diferentes actividades, lo que requiere un equipo con alta capacidad resolutiva, de observación y análisis, así como flexible y con recursos para poder dar respuesta a los menores sin alejarnos de los objetivos y acciones establecidos en el programa de la residencia.
A su vez en la planificación se deberá tener en cuenta la diferenciación del trabajo socioeducativo cotidiano. Este se puede dividir en tres ámbitos de convivencia temporales: Por un lado el programa semanal, compaginado con el trabajo terapéutico del área clínica del centro, y el ocio y tiempo libre, el que se desarrolla los fines de semana y los programas vacacionales.
Con respecto al programa semanal, como es evidente la rutina escolar va a limitar temporalmente la planificación en nuestro terreno, el ámbito no formal, aquel que vamos a desarrollar cuando los residentes no están en los centros escolares correspondientes, al margen de aquellos que por su situación clínica, es decir, que por sus circunstancias a resultas de su trastorno les impide participar con regularidad en el aula, o incluso aquellos que vienen sancionados por el sistema educativo por faltas de disciplina en el centro, por lo que tienen otro tipo de actividad a la que dedicaremos un espacio posteriormente por tener unas características especiales. En situaciones de normalidad la cotidianeidad es la que llevaría cualquier menor con la rutina de su edad, si bien a la vuelta al centro es cuando se inicia un proceso de educación no formal que exige un elevado nivel de programación. No puede quedar ningún tiempo al albur de las condiciones externas ni a la improvisación. Siempre respetando el cronograma terapéutico que mantiene el centro, es decir, la asistencia a las sesiones terapéuticas, los menores han de saber en todo momento qué van a hacer y cuándo. Como decíamos las rutinas, el orden, son muy importantes ya que la incertidumbre, el no saber qué y cuándo se va a hacer, se convierte en un elemento de alteración emocional que dificulta el progreso normalizador en los menores. Aquí es necesario desarrollar un programa de actividad que atienda necesidades socioeducativas personales, el tiempo de estudio y las rutinas diarias como el aseo y cuidado personal, espacios de ocio y el descanso.
El ocio y tiempo libre de fin de semana, que diferenciaremos de los periodos de tiempo vacacional ha de tener una dinámica diferente. Nos encontraremos que en las residencias que trabajan con prevención de salud mental muchos menores tienen entre sus patologías un trastorno del vínculo, por lo que se realiza un importante esfuerzo para que las familias reciban a los menores durante los fines de semana con la doble finalidad de reparar en lo posible y, si se diera el caso, fortalecer las relaciones materno-filiales, origen del trastorno, además de que es necesaria la referencia exterior para que el trabajo llegue a buen fin e intentar que haya un punto de recepción al alta terapéutica del centro o a la llegada de la mayoría de edad. Pero en muchas ocasiones el menor, por motivos de necesidad terapéutica, por decisión clínica o por dificultades en el exterior, no puede salir del centro todos los fines de semana o en ocasiones no hay referentes seguros para realizar estas salidas. Se hace necesario por tanto tener un programa específico diferente a la práctica semanal. Los tiempos cambian y las rutinas de vida diaria también, como ocurre fuera de los centros residenciales. El cronograma podrá ser más flexible si bien no podemos ignorar pequeñas realidades. Nos encontramos con las mismas exigencias de estructuración en las necesidades básicas, pero sobre todo, no podemos olvidar que muchos de los menores ingresados llevan una medicación pautada que incluso en ocasiones afecta a sus tiempos de descanso o su efecto está limitado en el tiempo. Los horarios del fin de semana no pueden ser muy diferentes a los de la vida cotidiana, pues corremos el riesgo de encontrarnos con el grupo dividido en tiempos de descanso que además pueden perturbar la convivencia.
En cuanto a las actividades deberán ser variadas, adaptadas a las condiciones de la estación del año en las que nos encontremos, apropiadas a sus necesidades naturales y terapéuticas, facilitadoras del disfrute creativo y que por su implicación en ellas se conviertan en contenedoras del menor. Pero a su vez no hemos de olvidar que estos menores conviven con otros chicos y chicas en sus centros educativos formales y no podemos vivir de espaldas a su realidad de jóvenes inquietos que empiezan a descubrir el mundo. Existe una industria cultural dirigida a estos tramos de edad: La música, la creación artística, los videojuegos, el cine, las TIC, etc. Que no pueden quedar fuera del tiempo de ocio estructurado en los fines de semana y de la que se debe facilitar su acceso de forma prevista y consecuente dentro de un proceso educativo. Debemos evitar la sobreexcitación y la apología de hábitos nocivos para la salud o la violencia gratuita en una población que es muy frágil, como decíamos no podemos hacerlos vivir en una burbuja que se hace vulnerable cada vez que salen del centro para asistir a sus clases durante la semana.
Con respecto al tiempo libre vacacional, en especial el tiempo libre estival, la situación es muy similar. El ocio vacacional debe ser estructurado con los menores residentes mientras se encuentren en el centro con una oferta diseñada según sus necesidades de la manera que ya indicaban en sus experiencias Prats y Torrecabota (2005). Lo ideal es que disfruten de programas vacacionales al efecto ofertados por la administración o por entidades privadas, si bien deberemos confirmar que el programa se adapta a las necesidades de nuestros menores, fundamentalmente por los casos demasiado comunes en los primeros días de la salida del centro de falta de adaptación al grupo, indisciplina y disrupción que suelen ser en el fondo una herramienta de autoprotección, llamada de atención o en ocasiones la provocación de la vuelta a su medio habitual donde se sienten seguros, además de ser menores de última oportunidad, que no saben resolver conflictos por su dificultad de vincularse y relacionarse, sobre todo con los adultos de referencia allá donde van, y viven con la sensación de que el desgaste por la vinculación tiene poca rentabilidad espacio-temporal, lo que les hace rechazar también a los adultos que los acogen o reciben en estos programas. Todo esto tiene como resultado el fracaso y el retorno a nuestras instalaciones y como posterior efecto la frustración del menor en ocasiones, pero sobre todo, la sensación para el equipo educativo de que el intento de una oferta vacacional fuera de nuestro centro terapéutico tiene demasiadas posibilidades de fracaso y un efecto pernicioso en nuestro trabajo, por introducir una nueva variable que afecta en ocasiones negativamente en el trastorno del menor.
Por el contrario, la permanencia en el centro no es la situación ideal, ya que al final institucionalizamos al menor de tal modo que la residencia se convierte en un espacio de sobreprotección que puede ser nocivo en el desarrollo de su trastorno, pues una de nuestras funciones socioeducativas prioritarias es prepararlo para la convivencia en sociedad y la autonomía en espacios comunes con los demás, con los otros, sin perjuicio de su autoestima y progreso personal. La solución está en el equilibrio, que supone un sobreesfuerzo para la residencia y que no es otro que realizar programas mixtos donde participen educadores del centro que puedan ser referentes en caso de conflicto y que la sola presencia de estos tenga un efecto contenedor; y a su vez que parte del programa pudiera ser compartido con otros menores si fuera posible sin ninguna necesidad terapéutica. Convivir con los demás, poder ser uno más en el anonimato del grupo sin sentirse etiquetado no deja de ser un anhelo para estos menores. Como no, la posibilidad de un cambio espacio-temporal, en especial el cambio de las zonas de interior a la costa e inversamente, de los pequeños entornos urbanos a las ciudades y viceversa, de manera que el cambio de entorno les permita vivir de forma diferente y a la vez gratificante, debe ser una de las condiciones básicas de estas propuestas vacacionales, que pueden tener un resultado socioeducativo de alto valor y que quedarán grabadas en la memoria del menor de forma indeleble.
Volviendo a la dinámica de la programación en la educación no formal hemos de bajar al estadio más concreto, cuando se ponen en ejecución las actividades programadas. A la hora de realizar los cronogramas, al contrario que con el programa, que debe tener siempre alternativas para adaptarse a posibles variaciones marcadas por las necesidades exógenas, o por las condiciones individuales o del grupo, no debe haber flexibilidad más allá de la que nos obliguen los imponderables, la importancia de los tiempos estructurados es aquí capital, y sobre todo, el conocimiento por parte del menor de cómo se desarrollarán estos tiempos. De ahí nace la necesidad de la protocolización de las rutinas diarias, lo que permitirá vivir al residente en un ambiente que le aporta seguridad. El funcionamiento del comedor, la entrega y recogida de ropa, el tiempo de aseo personal, el respeto de las horas de sueño, por poner ejemplos de situaciones cotidianas, son momentos donde mayor inseguridad puede sentir el menor, percibiendo en riesgo el cubrir las necesidades más básicas.
No podemos olvidar las condiciones y trastornos con los que llegan a los centros, cuando la jerarquización de necesidades es muy básica y cualquier deficiencia les hace percibir la vuelta a encontrarse en la situación de resolución de las necesidades de déficit o primordiales, como decía Maslow en su Teoría de la Motivación Humana (1943). La percepción inconsciente de que no tiene garantizadas cuestiones aparentemente tan sencillas como comer a la hora convenida, la ropa limpia o la seguridad en el sueño desequilibran al menor de tal modo que se puede percibir su alteración emocional de forma progresiva, sea su muestra a través de la reactividad creciente o de una bajada tónica y emocional, que puede acabar incluso siendo refractaria, contagiosa y tensionando la convivencia del grupo. Esto, además, puede afectar de forma capital en el trabajo terapéutico que se desarrolla en otras instancias residenciales.
La residencia no puede convertirse en un nuevo conflicto para el menor que frene o incluso agrave su recuperación terapéutica, son menores con un gran daño emocional desarrollado en su interior de tal modo que uno de sus mayores enemigos es la inseguridad. Vuelve a ser de importancia cardinal en esta cuestión la figura del educador/a de referencia. Deberá estar al tanto de si las necesidades están debidamente cubiertas en todo momento, y si es necesario la realización y el uso de protocolos que velen por la garantía de que se alcanzan los servicios básicos, tanto a los que ofrece materialmente el centro como de los espacios de uso del menor.
Con respecto a la evaluación de nuestros programas, por ser el desarrollo de los programas socioeducativos con menores con trastornos del comportamiento de alta intensidad y con el condicionante de la proximidad, de la constante convivencia que exige la tarea educativa, a la hora de evaluar se corre el riesgo de caer en la subjetividad, lo que nos puede hacer no reconocer nuestras propias limitaciones, evaluar acciones y protagonistas en vez del funcionamiento de las estructuras, el no cuantificar y quedarnos con aquello que tuvo mayor impacto o protagonismo pero sobre todo, no hacer un feed-back correcto que permita mejorar la calidad de nuestro trabajo.
Una buena evaluación en este ámbito nos debe permitir alcanzar mayores cotas de calidad y de aprovechamiento al máximo de los recursos disponibles. Por lo tanto los programas deberán tener desde su planificación suficientes indicadores que nos permitan valorar la calidad, eficacia, eficiencia y grado de rentabilidad educativa, el hacer medible la idoneidad del programa y la incidencia que ha tenido en los menores participantes así como facilitar un proceso de adaptación y mejora continua que retroactive tanto de centro como individual de los menores. Todo ello para que nos permita un análisis lo más crítico posible de la acción metodológica, que a su vez si es necesario nos permita la readaptación, si procede, del programa, y sobre todo, la capacidad de elaboración de una teoría de trabajo propia, a partir de la praxis, del trabajo con menores de estas características.
Así y todo. hay un instrumento totalmente asentado en el ámbito residencial terapéutico que nos será de gran utilidad si es utilizado en la planificación, y que ya forma parte de la demanda de las administraciones públicas para un mejor seguimiento de la progresión de los menores, nos referimos al Proyecto Educativo Individual (PEI), y que es un elemento necesario para la programación y que cierra el círculo del proceso de educación no formal con estos menores. El Proyecto Educativo Individual lo conforman las diferentes áreas de intervención respecto del menor, que son principalmente la educativa formal, la familiar, la terapéutica en las diferentes facetas que se trabajen y la socioeducativa, la que compete a la educación no formal, que juntas conforman de manera normativa una comisión de seguimiento interno que nos permite conocer en qué punto de progresión se encuentra el menor residente, permitiéndonos interpretar desde el global de las áreas cuales deben ser las estrategias de trabajo con el menor desde aspectos socioeducativos. La importancia de este punto de evaluación individual es capital, nos va a permitir fijar objetivos consecuentes en los ámbitos emocionales y cognitivos, en el desarrollo de hábitos sociales e individuales, en aspectos de personalidad y maduración afectiva, o incluso en áreas que también nos competen como la académica y la sociocultural.
No es necesario decir que los objetivos del PEI de cada menor para el educador han de ser consecuencia del proceso evaluativo realizado pero siempre desde la perspectiva de la Educación no formal, coordinándose con la tarea de las otras áreas, con la consideración de entorno que nos ofrecen los diferentes ámbitos de trabajo de la residencia, y que nos dará acceso a la definición de nuevos objetivos, o de la continuidad de los no conseguidos o asentados, que nos permitan la definición de estrategias de trabajo al alcance del educador y del menor y que sean del todo medibles y de una consecución posible y deseable. La mayor calidad en el trabajo con los menores sería agrupar los objetivos de todos ellos a la hora de realizar la planificación, el programa trimestral que anteriormente definíamos, junto con las propuestas de estrategia para consecución de objetivos, lo que nos permitirá crear grupos de trabajo socioeducativo homogéneos y a su vez en los procesos de evaluación confirmaríamos la progresión tanto individual como grupal. Así garantizamos que las planificaciones son conforme a las necesidades que se constatan en el PEI y a su vez que se encuentran dentro del Proyecto Educativo del centro. Como decíamos, esta sería la propensión a la excelencia socioeducativa de cualquier residencia de estas características.
Otra cuestión diferencial en el trabajo socioeducativo en el ámbito de los centros de prevención de salud mental es la resolución de conflictos entre los menores residentes. La convivencia cotidiana hará, como en todo grupo humano, que aparezca el conflicto de forma espontánea, principalmente lo hará en el desarrollo de las actividades y en los espacios comunes. Ya nos indica Nasio en su trabajo Como actuar con un adolescente difícil (2011), que en cualquier lugar y momento de la rutina diaria nos encontramos con menores con diferentes problemáticas, con diagnósticos en ocasiones comunes y con historias muy diferentes, el resultado es que los conflictos llegan en los momentos y de las maneras más insospechadas pero en general del mismo modo, con una alta reactividad en el momento de aflorar el conflicto. Para ello el grupo colectivamente y los menores individualmente deben tener claras y respetar las normas que permiten una buena convivencia. En este escenario el educador debe ser el elemento contenedor con su sola presencia, la figura de autoridad que garantice la armonía y la convivencia del grupo.
A su vez es necesario recordar que nos encontramos con menores con trastornos de comportamiento donde la intervención ante un conflicto debe ser más esmerada que en otros contextos. Se debe intervenir ante los conflictos de forma flexible siempre y cuando las consecuencias lo permitan, aceptar las dificultades que suelen tener estos menores a la hora de controlar sus emociones y exteriorizarlas, ya que son altamente reactivos y su “passage a l’acte”, el acting-out (paso al acto) tal y como lo define Lacan (Escritos, 2013), suele ser inmediato y de forma explosiva. En estas situaciones hay un objetivo primordial, evitar que la explosión reactiva del menor haga que se lastime, lastime a los compañeros o dañe al entorno material. Se hará necesaria la contención física, que en realidad deberá ser entendida como un instrumento terapéutico que nos ayude no solo a contener sino también a reubicar de nuevo al menor, es lo que podemos denominar como una intervención terapéutica en situación de riesgo. En este proceso no nos limitaremos a frenar al menor a la espera de que finalice su estado de alteración, estableceremos durante la inmovilización un diálogo tónico que ha de finalizar en la estabilización emocional del menor que le permita reinterpretar lo ocurrido y situarse frente al conflicto y su responsabilidad ante él.
El resultado de todo conflicto, sea a resultas de un proceso reactivo, o a la indisciplina que afecte a la convivencia residencial, o incluso fruto de la violencia pasiva proyectada hacia la instalación o hacia aquellos que viven y trabajan en ella apareja la aplicación del sistema sancionador que ha de tener reglado todo centro. Este debe ser conocido por todos, educadores y residentes, aplicado de forma modulada y ecuánime no solo por la imparcialidad inherente que debe tener, sino porque estos menores sentirían como un profundo ataque a su persona cualquier falta de justicia en estos procesos, y sobre todo ponderado y con la voluntad de corregir actitudes y no con el interés punitivo para que el menor no vuelva a reproducir sus acciones por miedo y no por convencimiento. Es muy difícil la interiorización de comportamientos desde el castigo. Para ello, evitaremos la punición y utilizaremos preferentemente la reparación, cuanto más vinculada al hecho motivador, mejor. Facilitará al menor la comprensión e interiorización del efecto de su acción y sobre todo, que la reparación tiene no solo la capacidad de resolver de forma positiva el conflicto, sino también genera satisfacción, un importante refuerzo en la autoestima de estos menores.
Siguiendo con la convivencia en el centro, un instrumento socioeducativo de gran importancia es la asamblea, no solo porque nos permite en nuestra agenda oculta, entre nuestros sistemas de medición de consecución de objetivos, utilizarla como instrumento de evaluación y socialización, sino porque tiene características que favorecen el trabajo terapéutico desde la perspectiva socioeducativa. Durante la asamblea el menor tiene voz en el grupo, es escuchado y puede escucharse, lo que aumenta su autoestima; expresa ideas y emociones, aporta y requiere opiniones, se favorece la cooperación, el clima de ayuda mutua y una mayor calidad en la relación interpersonal entre sus iguales y la institución. En definitiva es un instrumento favorecedor de la comunicación, de aprendizaje de la exteriorización de la opinión. Aquí el educador no solo debe tener una actitud empática y asertiva, es además un agente de participación y dinamización, de creación con los menores y en ocasiones, de improvisación si el escenario lo requiere. En esta situación es posible ir más allá, al ser un órgano de participación de los menores se les puede responsabilizar de la gestión de su asamblea, siempre con la supervisión de los educadores, donde ellos establecerán y mantendrán el orden del día, dan los turnos de palabra y réplica, conservarán el orden, tomarán y reflejarán en sus actas las decisiones para poder ser evaluadas posteriormente. Es un instrumento además donde recogeremos información para los procesos de evaluación continua y modificación de las planificaciones si se considerara necesario. Pero en definitiva, la asamblea tiene un valor por encima de todos para estos menores, que una vez fuera de los centros y en la cotidianidad en la que en muchas ocasiones estarán marginados por el sistema social, es el de prepararlos para que puedan tener el interés y el hábito de participar activamente en los procesos de decisiones que afecten su vida personal y comunitaria.
No podemos dejar de lado, si hablamos de educación, las relaciones de la residencia con los espacios de educación formal, es decir, con los centros escolares a los que asisten los menores residentes. La asistencia al centro educativo es una obligación tanto del menor como para sus guardadores, en este caso la residencia, que ha de facilitar su asistencia continuada. Como en el ámbito familiar, el equipo educativo debe velar porque el menor tenga una vida escolar normalizada y colaborar en la consecución de sus objetivos académicos. Las relaciones con el centro educativo, solo por este motivo, han de ser estrechas y han de ser biunívocas hasta donde lo permita la discreción profesional dada la peculiaridad de estos menores. Pero la realidad, el día a día de la vida escolar nos indica que en algunos casos nos encontramos con la dificultad para la continuidad de asistencia al aula, dadas las características de estos menores. Por un lado nos podemos encontrar que por su trastorno tienen una actitud disruptiva en el aula y con dificultades para la adaptación en la convivencia, esto tiene como resultas la separación del aula por motivos disciplinarios. O por el contrario el estadio en el que se puede encontrar el trastorno del menor y la necesidad de una atención más intensa y en el entorno residencial hace considerar clínicamente la retirada del menor del aula de manera temporal y hasta su estabilización. Esto aumenta la permanencia de estos menores en el centro residencial pero los motivos de esta estancia no deben hacer confundir en un solo grupo de trabajo y convivencia a estos. Como es lógico, aquellos que han sido apartados temporalmente del centro por motivos disciplinarios deben percibir desde una perspectiva educativa las consecuencias de este hecho. Habitualmente deben dedicar las mañanas a tareas comunitarias en el centro sin confundir estas con tareas de carácter laboral, y los tiempos que el resto del grupo dedica a la educación no formal en actividades más lúdicas deben de servir para recuperar el tiempo lectivo perdido realizando tareas escolares mientras dure la separación disciplinaria del aula. Por el contrario aquellos que han sido retirados del aula por prescripción clínica a consecuencia de su trastorno deberán disponer de un programa específico donde realizar tareas escolares, a poder ser con la participación de un profesor del Servicio Atención Educativa Domiciliaria de la Administración Pública, y la colaboración y presencia continuada en el espacio destinado al efecto de un educador, y con un cronograma flexible, sin tiempos demasiado prolongados en el aula y más descansos pero más cortos que en el cronograma escolar, y con la posibilidad de intercalar en esta banda horaria la atención psicoterapéutica del menor a cargo del equipo clínico del centro, compartiendo el resto del día el programa general del centro.
Otra de las realidades con las que se encuentra este tipo de centros residenciales es la llegada o permanencia de muchos de sus residentes hasta la finalización de la edad de escolarización obligatoria. Pocos son los que tienen continuidad en el sistema escolar dadas sus características y no llegan más allá de los programas prelaborales adaptadores a la vida activa que oferta la administración. Esto obliga a buscar alternativas, hasta hace poco en el entorno inmediato a las residencias con la búsqueda de empleo con contratos de formación, pero las condiciones actuales obligan a crear alternativas desde el interior de las residencias, en ocasiones pequeñas empresas con la voluntad de ejercer una función de tipo compensatorio en favor de estos menores que en la gran mayoría de los casos forman parte de los grupos menos favorecidos de la sociedad, capacitando y adiestrándolos en habilidades y destrezas básicas para que puedan desempeñar un trabajo económicamente productivo. Es una manera de facilitar el tránsito a la vida adulta a través del trabajo y que en ocasiones basta con que el menor que se integra dentro de estos procesos sociolaborales y a la vez educativos sea capaz de asumir y mantener cuestiones tan básicas como la asistencia al puesto de trabajo, mantener la actividad en él de forma constante y resolver los conflictos con los iguales o con la estructura de la empresa sin recurrir a conductas disfuncionales como la reactividad. Todo un logro en ocasiones de dificultosa consecución para el perfil de estos menores.
Probablemente queden algunas cuestiones por comentar y resolver, y como no, por profundizar en esta exposición que intenta hacer un relato de los instrumentos y herramientas que hacen útil e importante a la educación no formal en el entorno residencial específico dedicado al trabajo con menores con trastornos del comportamiento.
Este trabajo preventivo es cada vez más necesario, la falta de tratamientos específicos hace que estas patologías deriven en un futuro en trastornos de conducta en demasiadas ocasiones irreversibles, que se convertirán en un estigma que será un freno para la inclusión social y dificultará la mejora de la calidad de vida de estas personas y del entorno donde viven (Vidal Pozueta, 2014). De hecho la preocupación es ya transnacional, es patente la inclusión entre los objetivos de la Unión Europea la intervención en el ámbito de la salud mental mediante la elaboración de políticas sociales preventivas para contribuir a una inclusión social real.
Para esto la aplicación de la metodología de la educación no formal para colaborar en la reparación terapéutica de los trastornos de comportamiento de los niños y adolescentes es capital: se interviene en la cotidianidad de forma intencional, sistemática y se desarrolla con una planificación característica y fundamentada en procesos de evaluación continua que van a favorecer desde su ámbito la recuperación clínica del menor. Su desarrollo en el campo de la prevención de salud mental de menores protegidos en el sistema residencial con trastornos del comportamiento puede ser un buen ejemplo de ello.
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