Cosme Sánchez Alber (1), Técnico en intervención social, Gizarte Hezitzaileak Aldarrikatu
La historia de la Educación Social nos remite inevitablemente a nuestra propia historia, la de cada uno de nosotros. ¿Por qué dedicarse a esta disciplina tan particular? En este breve texto señalaré algunas referencias y cuestiones que bordean alrededor del obstáculo que quiero aislar: la función del educador social como aquel agente capaz de crear e inventar tiempos y espacios donde alojar la palabra, la historia y el sufrimiento del otro. Lo contemporáneo a lo que irremediablemente nos convoca nuestra profesión nos anima a pensar en aquellas maniobras capaces de acoger, dar asilo, a aquellos que no pueden seguir con los itinerarios marcados. Entendiendo la Pedagogía Social como aquella disciplina pedagógica desde la que se trabaja en las complejas fronteras de la inclusión/ exclusión en nuestra época.
En los territorios de la Educación Social nos importan las historias. Las personas que acompañamos tienen una historia que puede ser contada y escuchada. En ocasiones la destreza de un educador social consiste precisamente en crear espacios y tiempos donde el sujeto pueda historizarse un poco; acompañar en el bordeamiento, el anudamiento y la re-elaboración de algunos pasajes y sucesos que dejaron una marca, una huella en la historia del sujeto.
Eventualmente se trata de cuestiones sobre las que la persona nunca antes pudo hablar-se, y que un buen encuentro con un educador social puede facilitar, hacer pasar, dar la palabra. En estos casos, la destreza del educador pasa por crear e inventar lugares, tiempos y espacios para poner en circulación algo de la palabra del otro que nunca antes fue dicho. Por ejemplo, en el trabajo con adolescentes suele ocurrir que los jóvenes no encuentren lugares donde poder hablar de lo que les pasa. No obstante sabemos que las adolescencias están atravesadas por un sufrimiento que no cesa de inscribirse (Brignoni, 2012). Ocurre que nadie les preguntó nada, nadie les dio la palabra, pero también sucede que en esta “la más delicada de las transiciones” (Lacadee, 2007) no es fácil para ellos confiarles a las figuras adultas sus secretos: Quien soy yo, qué quiero, cual es mi deseo. Por eso la educadora social que atiende a estos jóvenes debe darse un tiempo, que no es ni más ni menos que el tiempo subjetivo que cada adolescente necesita para ocupar su lugar de enunciación.
Las historias se cuentan con palabras. Las personas estamos, de alguna manera, sujetas al lenguaje. Cada una de nosotras nos hacemos representar por nuestros significantes, por nuestra historia personal. Cada una de nosotras tiene una relación particular con la lengua en la que, en el mejor de los casos, está inscrita. A veces la relación es complicada, nos equivocamos, no todo puede ser dicho, y aparecen grandes inhibiciones para tomar la palabra y hacerse cargo de lo que uno dice. Hay ambigüedades en el lenguaje, equívocos y malentendidos que nos producen tremendas incomodidades y vergüenzas.
Se trata de la lengua, como un universo simbólico que nos precede, y a la que fuimos arrojados incluso antes de haber nacido. Y por esto, parte de la tarea educativa más temprana ha consistido siempre en cómo y de qué singular manera cada una de nosotras podemos apropiarnos del lenguaje, que es la lengua del Otro. Para algunas personas la relación con el lenguaje, con su palabra, es complicada. Algo no pudo anudarse bien. Y aquí radica el obstáculo, el nudo desecho, el hueso que hay que roer y atravesar para todo ser hablante, sin excepción.
A veces nuestras historias nos hacen tropezar. Hay siempre algo que permanece velado, incluso para nosotras mismas. Por eso se dice que toda familia se constituye en base a un secreto, algo que no pudo ser dicho, hay algo inefable y radicalmente extranjero en cada historia familiar. Existen, por tanto, zonas oscuras, pasajes olvidados y velados que han quedado perdidos en algún lugar de penumbra y cuyo silencio produce gran malestar y sufrimiento. Esto, obviamente, tiene efectos ya que estamos atravesados por nuestras historias. El pasado no fue perfecto, no existe el pretérito perfecto. Por tanto, la historia, nuestra historia, esconde siempre zonas oscuras, agujeros desconocidos, manchas negras.
Es por esto que, como señala Violeta Núñez, en el campo de la pedagogía social, entendida como aquella disciplina pedagógica desde la que se trabaja en las complejas fronteras de la inclusión/exclusión, nos conviene orientarnos por lo que Giorgio Agamben ilustra en su texto “¿Qué significa ser contemporáneos?”.
Siguiendo la lucidez de Agamben, ser contemporáneo implica meterse con lo tenebroso de nuestros tiempos. Que la luz no nos ciegue, que la claridad no nos impida ver la oscuridad de nuestra época. Esto solo es posible si estamos dispuestos a discutir con los viejos paradigmas y no ceder ante nuestro propósito de contemporaneidad al que nuestra disciplina nos empuja. Nuestra historia, la de la Educación Social, nos convoca a ser contemporáneos en el particular sentido que Agamben otorga a este término.
“Contemporáneo es aquel que tiene la mirada fija en su tiempo para percibir no la luz sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien experimenta la contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, y que es capaz de escribir mojando su pluma en las tinieblas del presente.”
Los educadores sociales no hemos elegido la luz. La claridad es para otros, que se la queden. Nuestra elección es firme y justa, a saber, optamos por la oscuridad de nuestros tiempos. Por eso trabajamos en las grietas, en los márgenes y en las zonas de penumbra. Ser contemporáneo, como subraya Agamben, implica meterse con lo tenebroso de nuestra época. O si lo prefieren, en palabras de Violeta Núñez, estar dispuestos a habitar en las complejas fronteras y los enigmáticos territorios de la exclusión social.
En el campo de la desinserción social, se trataría pues de poder abrir un territorio de pensamiento sobre aquella dificultad del sujeto que se presenta como una incógnita, algo que se muestra inefable, indescifrable, pero que no por permanecer oculto opera menos. Abrir una dimensión a la pregunta sobre aquello que permanece velado tanto para nosotros como para la persona a la que acompañamos. Acompañar a que el sujeto enuncie su dificultad, su no saber sobre sí mismo.
No parece una tarea fácil. Efectivamente no lo es. ¿Por qué? se preguntarán ustedes. Porque los educadores también tenemos zonas oscuras. Decíamos que todos tenemos nuestros secretos. Todos tropezamos con alguna piedra, siempre hay por lo menos una piedra en el camino de cada uno de nosotros, como decía el poeta Carlos Drumond de Andrade en la coetánea Tentativa de exploraçao e de interpretaçao do estar no mundo.
“No meio do camino tinha uma pedra
Tinha uma pedra no meio do camino
Tinha uma pedra
No meio do camino tinha uma pedra…”(Drumon de Andrade, 1997:196.)
Entonces, los educadores sociales tienen que saber algo sobre su propia piedra. Su dificultad. ¿Qué es lo que a cada una de nosotras nos hizo elegir esta profesión tan particular? Una disciplina que trata precisamente de las piedras de cada uno. Aquellos obstáculos que nos impiden avanzar y que en ocasiones nos hacen caer del otro lado del camino. Para poder conversar con la piedra del otro, uno debe antes haber aislado su propio hueso. De lo contrario, nuestra piedra estará siempre ahí, en medio del camino, incansable y muda.
Drumond de Andrade, C. (1997). Antología poética. Rio de Janeiro: Editora Record (36ª).
Brignoni, S. (2012). Pensar las adolescencias. Barcelona: UOC.
Lacadee, F. (2010). El despertar y el exilio. Enseñanzas psicoanalíticas sobre la adolescencia. Madrid: Editorial Gredos.
Núñez, V. (2007). Pedagogía Social: un lugar para la educación frente a la asignación social de los destinos. Barcelona: Universidad de Barcelona.
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