Francisco J. Caparrós. Educador Social
De los tres grandes ejes que cita Vilar (2006), es aquel que hace mención a la “construcción de un sistema deontológico de referencia que defina el posicionamiento moral”, el que traemos ahora a colación aquí; aún a riesgo de redundar una vez más, de manera contumaz y harto frecuente, en los tópicos sobre los que la ética, pero en mayor medida la moral, ha elaborado su discurso, a día de hoy un tanto anacrónico.
Los tiempos cambian, qué duda cabe, pero lo que no está tan claro es que con ellos vayan a cambiar también aquellas estructuras homogéneas ancladas en el inmovilismo, elaboradas al amparo de unas guías de referencia que dejan en evidencia los cánones por los que se rige una profesión –por fortuna- todavía joven y esperanzada, y con gente a su alrededor dispuesta a facilitar los cambios que de ella se esperan.
Hablar en términos de regeneración implicaría el peligro de acabar transmitiendo cierto desaliento, con un tiempo pretérito, cuya responsabilidad no pienso permitir que se me confiera, ni por mí ni por un colectivo al que no represento en cualquier caso. Si hay algo que verdaderamente nos ha enseñado la deontología profesional, es a asumir nuestras propias acciones sin necesidad de ampararlas en los ambages que ciertas mayorías gremiales se atreven a esgrimir, aún a riesgo de acabar hipotecando el crédito de una profesión añeja que les ha proveído de todo lo que son y más.
Por eso, con el convencimiento de saberse exonerado de ligaduras impuestas por extemporáneos corporativismos, se redactan estas líneas sin el menor desafío, y siempre a rebufo de lo que Hansen (2002:51) entiende por sensibilidad moral, es decir: “la importancia del modo en que un educador piensa y actúa, y no sólo de lo que dice o hace”.
No sé hasta qué punto podría llegar a ser cierto que los códigos éticos no parecen jugar actualmente un papel significativo en la formación de los educadores o en sus vidas profesionales (Strike y Ternasky, 1993:2-3), pero si así fuese, a nadie debería sorprenderle que a los teóricos les queden tan pocas ganas de discutir acerca de nada que tenga que ver con la deontología profesional. Por eso, cuando lo hacen, parecen poner todo su empeño en abundar sobre aspectos lo suficientemente cargados de pragmatismo como para acertar de lleno con los intereses de la comunidad socioeducativa, a la que en buena lid se dirigen.
Eso explicaría la ausencia, tan significativa a mi juicio, de un apartado en la redacción del Código Deontológico del Educador Social que haga mención explícita, además de a las relaciones del educador o educadora social con los sujetos de la acción socioeducativa, su profesión, equipo e institución para la que trabaja -si fuera ese el caso-, y con la sociedad en general, a la relación que está obligado a mantener consigo, salvo que se acabe optando por un relativismo rampante cuyo único sentido sea el de entender ese cinismo impenitente que arrastran quienes poco tienen que ofrecer de sí mismos.
Pero el pragmatismo, cuanto menos el simbólico, aquel, en suma, con el que algunos pretenden configurar el espacio reservado a todo aquello que verdaderamente nos emplaza a entendernos en franca convivencia con el prójimo (del latín proximus) u hombre respecto de otro, considerados bajo el concepto de la solidaridad humana (RAE, 2001), no es difícil mantenerlo a raya, de ahí la reflexión a posteriori de los propios Strike y Ternasky, que parecen descolgarse finalmente de una aserción tan taxativa, y en consecuencia ofrecen tres factores relacionados con el aumento del interés por las regulaciones deontológicas y por la ética (Prats, Buxarrays y Teis. 2004:88).
Aclarado el malentendido, cabe centrarnos ahora en la corriente de complicidad existente entre los términos de un binomio tan artificioso como tangencial, reflejo de la poca habilidad de algunos para separar el heno de la paja, o lo que es lo mismo, la ética de la estética, obstinados en continuar arrastrando esa tendencia antigua a identificar lo bello con lo bueno. Y es que una apreciación estética no es más que un juicio de valor, axiológico eso es cierto, pero juicio al fin y al cabo. Así, para hablar de ética, o moral autónoma, que para el caso que nos ocupa es prácticamente lo mismo, hace falta algo más que una simple y mera abstracción de aquello que podemos considerar como real, visto siempre desde un enfoque positivista.
Para adoptar, pues, cualquier posicionamiento respecto de una profesión y de aquellos que la ejercen, debemos analizar previamente algunos conceptos determinantes. El primero de ellos se refiere a las actitudes, valores o conductas, todas ellas imbricadas en un sistema de creencias que, en no pocas ocasiones, acaban entrando en conflicto. Una actitud es un juicio afectivo, y por tanto axiológico, de naturaleza evaluativa y aprendida en el seno de las relaciones informales que establecemos a nivel contextual, explicando la conducta como compendio de un equilibrio emotivo (Gelabert, 2011).
La construcción social de la autoestima está fuertemente ligada a la formación del carácter, sobre todo moral (Camps, 2010). Las emociones, móviles de la acción y del comportamiento, son perfectamente gobernables bajo el paradigma moral de la autoestima, base del comportamiento ético. Ello tiene mucho que ver con la cobertura de las necesidades básicas, no tanto físicas como sociales, de dignidad y reconocimiento.
Auto eficacia es la percepción que la persona tiene de su valía personal y profesional (Vallés 2010, citado por Gelabert, 2011), la seguridad, en suma, con que se encaran los retos del día a día. Pero con una profesión de tanta responsabilidad como la del educador, cabe interrogarse seriamente acerca de la viabilidad de nuestros recursos, innatos o aprendidos, con igual celo como diligencia hemos de poner en la respuesta. Pero no tiene sentido evaluarnos, acerca de nuestras posibilidades de sacar adelante un proyecto sólo con buenas intenciones. Y ser honestos con nosotros mismos, tampoco es tan difícil, sobre todo para los que están acostumbrados a serlo a diario con los demás.
Cabría preguntarnos entonces, con toda franqueza: ¿puede el ciego guiar al ciego? (Lucas 6,39), y si la respuesta más sincera es la que en nuestro fuero interno, entonces tan sólo cabe actuar en consecuencia, que no es claudicar, y no sólo porque la sociedad no puede permitírselo, sino porque nosotros tampoco.
Por el mero hecho de ser como somos, y de haber querido dedicarnos al proximus como profesión, somos en buena parte responsables de ello, tanto como de nuestros hábitos, costumbres o formas de actuar; y del buen gobierno de las mismas, qué duda cabe. Pero en este constructo no estamos solos, somos altamente influenciables por el entorno (Gelabert, 2011), y aunque por fortuna el mundo es cada vez menos violento, nuestras emociones, para bien o para mal, no dejan una y otra vez de sorprendernos.
Somos líderes, guías afectivos, y si no sabemos gestionar los roces y los malos entendidos, contingencias éstas que pueden dejar huellas y cicatrices emocionales (Vaello, 2008), tenemos la obligación de aprender a manejarlos, con más o menos soltura, para evitar que se nos vayan de las manos. No somos responsables de nuestras emociones, -asegura Jorge Bucay (2006: 125)-, pero sí de lo que hacemos finalmente con ellas.
Y todo ello, sin olvidar en ningún momento que no se trata, simplemente, de añadir una regulación ética a un conjunto de destrezas técnicas, ni una capacitación técnica a una tarea fundamentalmente moral, sino de entender que en ambas dimensiones existe una completa interacción que aconseja distanciarte de un tecnicismo estrecho y de un moralismo retórico (Ruiz Corbella, 2003:182-183).
Cuidar la representación del mundo, rica en valores y posibilidades (Marina, 2010:105), es una responsabilidad a la hora de potenciar los recursos personales y sociales de las personas que han depositado su confianza en nuestro saber hacer, pero que esperan que también les mostremos nuestro saber ser y estar (Gelabert, 2011). Sin embargo, sabemos que eso no es tan fácil. No puedes enseñar a leer y a escribir si nadie te ha enseñado primero. Con la vida es mucho más evidente (Marco Aurelio, 1998:215). Es decir, si nosotros, como referentes que pretendemos ser de personas vulnerables y/o vulneradas, arrastramos una serie de carencias a las que somos incapaces de hacer frente, ¿de qué manera podemos ayudar, si apenas somos capaces de ayudarnos a nosotros mismos?
De ahí, pues, la importancia de disfrutar de un currículum emocional sano, fruto del conglomerado de experiencias por las que hayamos podido pasar a lo largo de nuestra existencia y que, a la larga, han determinado nuestra particular forma de afrontar las situaciones, y la manera en que gestionamos nuestras emociones.
La educación ha de ayudar a crecer moralmente al niño/a, consiguiendo que él mismo sea juez y parte de sus acciones, siempre respetando el bien común (Valero y López, 2011:97). Y todos nosotros sabemos muy bien que eso no es fácil, no en vano los hombres de bien son muy escasos –nos legó Lucio Anneo Séneca (2000: 113)- y no pueden hacerse enseguida.
Bucay, J. (2006). El camino del encuentro. Barcelona: Debolsillo
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Francisco J. Caparrós. Email: franciscojcaparros@gmail.com