Violeta Núñez. Universidad de Barcelona
En tiempos de ignominia como ahora
a escala planetaria y cuando la crueldad
se extiende por doquier fría y robotizada
aún queda gente buena en este mundo que escucha una canción o lee un poema:
es el canto, la voz y la palabra: única patria
que no pueden robarnos ni aún poniéndonos de espaldas contra un muro.
Que nadie piense nunca:
no puedo más y aquí me quedo.José Agustín Goytisolo
El artículo se propone reformular (2) la pregunta ¿qué teoría/s pedagógica/s (o elementos teóricos), requiere (para un ejercicio crítico), el profesional de la educación social? Asimismo busca aproximar algunas respuestas que tienen que ver con mi propia experiencia profesional y académica, con las trayectorias que la configuran. No pretenden erigirse como verdad ni absoluta ni atemporal, sí como un aporte para la construcción de este campo de saberes, conocimientos y prácticas que hemos dado en llamar educación social. De manera que esta aportación:
Responder a una pregunta de alcance amplio como la que aquí nos formulamos, requiere ciertos trayectos que permitan situar esos alcances y aportar una orientación. Así, en este recorrido, situaremos los cambios radicales que se están produciendo en las ciencias y que afectan a la formación de los nuevos profesionales (de donde Bolonia deviene un síntoma de esas cuestiones); estableceremos el cambio producido en el campo de las políticas sociales y el control social, paralelamente al vaciamiento de la universidad (de donde Bolonia deviene una “necesidad”). Finalmente, exponemos una respuesta provisional a la pregunta que inicia el artículo: propuestas de resistencia y cambio.
Se definen como tecnociencias las modalidades emergentes que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, han ido configurando y consolidando una nueva praxis científica, caracterizada por considerar el conocimiento como un medio para otros fines. No se trata ya de definir; explicar; predecir el mundo, sino de operar transformaciones en él (aún desconociendo los efectos o haciendo caso omiso de de los mismos).
Una de las diferencias fundamentales entre ciencia y tecnociencia radica en la inseparabilidad de la segunda respecto a la tecnología informacional. En efecto, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la aparición de la tecnología informacional promueve un cambio radical en la estructura de la actividad científica. Proceso que Javier Echeverría (2003: 25), describe de la siguiente manera:
“La revolución tecnocientífica no la hizo una persona ni un Centro de investigación. Tampoco fue un cambio epistemológico, metodológico o teórico, al modo de la revolución científica del siglo XVIII. Fue una transformación radical de la actividad investigadora que se produjo en varios centros de investigación a la vez, aunque en algunos cristalizó con mayor rapidez y claridad de ideas. Lo que es más, no sólo se produjo en los laboratorios y centros de investigación, sino también en otros escenarios (despachos de política científica, empresas, fundaciones, centros de estudios estratégicos, etc.). Por otra parte, la emergencia de la tecnociencia no sólo afectó a la investigación, sino también a la gestión, aplicación, evaluación, desarrollo y difusión de la ciencia, es decir, a la actividad científica en su conjunto. La revolución tecnocientífica fue un proceso prolongado y complejo, que todavía ahora se sigue produciendo […].”
Se trata de una actividad que trasciende largamente las comunidades científicas preexistentes, configurando empresas tecnocientíficas (Op.cit.: 29), en las que convergen científicos, tecnólogos, industrias, financiamiento público –administraciones gubernativas, organismos militares—, laboratorios, …
Lo que me interesa enfatizar es un doble giro: por una parte, la iniciativa privada, es decir, la lógica empresarial, se introduce en el propio dispositivo de generación de conocimientos de manera preeminente. Por otra, dichos conocimientos se incardinan en la tecnología informacional, su misma producción deviene inseparable de ésta.
Así, los conocimientos científicos (su generación, gestión, difusión, …), requieren de las apuestas de capitales de riesgo para dotarse de las infraestructuras indispensables para su puesta en marcha y realización (Castells: 1998). En contrapartida, el trabajo tecnocientífico se orienta hacia la obtención de patentes con las que asegurar la rentabilidad del capital invertido en tiempo récord. La vinculación ciencia—tecnología—empresa, deviene estructurante de la actividad tecnocientífica: la gestión y comercialización del conocimiento son aspectos relevantes. El modo de producción del conocimiento de las comunidades académicas “tradicionales” queda obsoleto.
Ahora bien, para J. Echeverría (Op.cit.: 43) la irrupción de la tecnociencia no ha “devorado a la ciencia y la tecnología. La técnica artesanal, la ciencia y la tecnología siguen existiendo. De lo que se trata es de analizar la nueva modalidad de actividad científico-tecnológica, no de pensar que todo es tecnociencia.”. Luego, los cambios en la praxis científica no comportan un cambio paradigmático. No nos cabe sino rebatir tal afirmación. Entendemos que, con la aparición de la tecnociencia, se produce una modificación del modo de saber y de organizar el conocimiento, esto es, de un “corte epistemológico” (Foucault: 1997a). Esa “nueva modalidad” implica la supeditación de las restantes modalidades a las nuevas reglas de juego que ella establece (precisamente por sus imbricaciones con la economía, la política y el desarrollo militar), y que redefinen el campo científico (3) en su conjunto.
Las nuevas reglas de juego, “tecnocientíficas”, redefinen las maneras legítimas de representar de la ciencia y de hacerla:
“Poseen unas ventajas decisivas en la competición, entre otras razones porque constituyen un punto de referencia obligado para sus competidores que, hagan lo que hagan o quieran lo que quieran, están obligados a situarse en relación a ellas, activa o pasivamente”. (Bourdieu, 2003:68-69).
En efecto, la consolidación de las nuevas reglas de juego, produce un afecto de re-estructuración de los campos científicos y de las disciplinas que allí se configuran. Las ciencias sociales y sus prácticas no salen indemnes de la revolución tecnocientífica, cuyas fuerzas se sitúan más allá del capital científico.
Cambian las fronteras de las disciplinas y los márgenes de autonomía relativa intra e inter disciplinares. ¿Qué se juega hoy en el campo de las ciencias sociales y, en particular, en esa disciplina de frontera llamada Pedagogía Social? Partimos del supuesto de que sus campos tienden a configurarse como espacio no tanto legitimador (ello ya no es visto como necesario), sino facilitador de instrumentos eficaces para el ejercicio capilarizado del control de las poblaciones. Touraine habla de un “retraso particularmente grave” en ciencias sociales. Podemos preguntarnos si la prolongación de ese retraso (y la inoperancia de las universidades al respecto), pueden tener que ver con la insistencia en la lectura que se hace en España del tan socorrido tratado de Bolonia.
El punto de partida es una pregunta: cuál es la lógica hegemónica de la modernidad líquida (4) y sus impactos en lo social y en el campo (5) de las ciencias sociales, en especial en la disciplina que nos ocupa, la Pedagogía Social, y en las prácticas de educación social.
Fue Robert Castel quien planteó el tema de la gestión social de las poblaciones desde la crítica a la idea de “prevención”. El recurso a la prevención supone razones instrumentales (prácticas y económicas), para justificar una “intervención” en un aspecto que se considera “la causa” del fenómeno en cuestión. Esto aboca a la simplificación o, más propiamente, al simplismo exagerado necesario para sostener un principio de “eficacia”. La clave es pensar si en realidad se trata de prevenir (tal como el discurso de la prevención supone), los comportamientos de las personas o, más aún, sus inclinaciones o, bien por el contrario, de lo que se trata es de la expansión de los derechos y deberes ciudadanos y culturales, particularmente en aquellos actores sociales excluidos de sus ejercicios y beneficios y a los que tan prontamente se selecciona para los planes y proyectos de “prevención”. Conviene pensarlo, ya que la prevención convoca a intervenir en la vida de otro: allí donde se considera que puede representar un peligro para sí mismos y/o para la sociedad (tesitura que muestra la desigual película Minority Report). Las políticas preventivas no son ingenuas, aunque sí suelen serlo sus operadores (y aquí el recurso a “Bolonia” juega un papel clave).
La política preventiva establece categorías diferenciales de individuos (personas, países, sectores sociales,…). En una población dada, cualquier diferencia que se objetive como tal puede dar lugar a un perfil poblacional (“pre-delincuentes”, toxicómanos, madres solteras, inmigrantes, desocupados,…). Luego viene la gestión de los mismos, a través procesos de distribución y circulación en circuitos especiales: recorridos sociales bien definidos para esos perfiles poblacionales. Como reseñáramos ya en otro artículo (Núñez, 2000 / 2001: 15 -16), esa gestión diferencial opera dotando a dichas poblaciones de un estatus especial, que les permite coexistir en la comunidad, pero en circuitos paralelos. La prevención llamada detección sistemática de necesidades, organiza un fichero de sujetos cuyo destino final desconocemos: esto nos vuelve aún más suspicaces respecto a los “E.B.E” (Espacios de Bienvenida Educativa). Este fichero puede incluso llegar a definir las opciones que socialmente se les brindará a los sujetos incluidos en esas listas. Podemos evocar aquí la sugerente película de Andrew Niccol (1997): GATTACA.
Lo sabemos: prevenir es ponerse en un lugar social vigilar para pre-decir la emergencia de acontecimientos “indeseables” en poblaciones estadísticamente definidas como portadoras de esos riesgos. Se habilita de esta manera (se vuelve necesario, legítimo, natural), el “peinado” sistemático de los barrios (plazas, calles, incluso sus bares…), de esas “poblaciones de riesgo”. El círculo predictivo se cierra y en su interior se agolpan los sujetos, despojados de sus particularidades, de su condición misma de sujetos, homogenizados según el rasgo que los representa socialmente. Señala Touraine (6) que vivimos el final de la representación “social” de las personas, es decir, de su consideración según el lugar que ocupan en la sociedad. Afirmación que podemos acoplar a la de Bauman (7), en el sentido de que ya no hay sociedad que ofrezca lugares (¡habrá que hacérselos!). Voy a postular que la excepción a este “nuevo paradigma” que plantea Touraine, la constituyen las personas sujetas a control directo a través de los dispositivos de gestión poblacional, donde pierden su singularidad en aras de su representación social:
“…la representación de un personaje consiste en indicar la función “social” y el entorno “social” de ese personaje, y sus características personales se perciben tanto mejor cuando los marcos sociales de quien es representado están indicados de forma más clara.”
En otra página escribe Touraine: “Las ciencias sociales tienen un retraso particularmente grave que colmar. Demasiado a menudo hablan todavía de la realidad social en términos que ya no corresponden al modelo cultural en que vivimos […]”.
Ahora bien, lo que en las ciencias sociales podemos considerar un retraso (ciertamente inexcusable), en políticas sociales deberíamos entender que funciona como justificación e incluso cobertura de las medidas y los dispositivos de control. Pues dichas políticas hacen, de las representaciones, certezas acerca de las personas y sus supuestos actos futuros. Y ese cúmulo de certezas habilita a las instituciones y a los profesionales para la gestión diferencial de esas personas, agrupadas en circuitos según la representación social que las define: inmigrantes, pobres, toxicómanos, etc.; desdibujando, vaciando, posponiendo las tareas de asistencia o de educación en aras de la “prevención”.
Voy a señalar esto como la cuestión estructural de este momento histórico que concierne de lleno al campo de las ciencias sociales y, particularmente, a la Pedagogía Social. Esta fuerte tendencia representa una de las líneas de transformación más nueva y también más inquietante que actúa en el campo de las políticas, de las ciencias y de las prácticas sociales y educativas. Vamos a ver seguidamente (y de manera muy sucinta), su impacto en la formación universitaria de los educadores sociales en Europa, particularmente en España y también en el campo del ejercicio profesional.
Desde la perspectiva antes indicada, el trabajo del educador social queda cada vez más supeditado a la aplicación de protocolos que estandarizan tanto las tareas de gestión diferencial de las poblaciones como su evaluación, re-alimentando el procesamiento informático de los datos y relanzando el circuito. Dichos protocolos son producidos en las nuevas empresas tecnocientíficas del propio ámbito social y educativo: instancias universitarias; empresas privadas; empresas del tercer sector; administraciones públicas. Estas compiten entre sí y se retroalimentan en la búsqueda de la eficacia en la gestión diferencial de las poblaciones. Según esa lógica empresarial, los nuevos operadores han de saber cumplimentar, en base a orientaciones precisas, los protocolos que les son suministrados: los de observación; los formularios de solicitudes de diversa índole (para subvenciones, derivaciones, apoyos logísticos, etc.); informes de evaluación; informes de seguimiento, etc. Tales tareas, de carácter burocrático y de gestión, ocupan un volumen considerable de sus horas de trabajo. De su “saber−hacer” en las mismas depende la evaluación de su desempeño. Se dibuja entonces un cuadro de devaluación del ejercicio profesional de la educación social, que se combina con la precarización de sus lugares de trabajo.
Señalar las tendencias predominantes permite la intelección, bajo una nueva luz, de los proyectos que homogenizan la formación de los educadores en Europa: operadores del tecnopoder. En efecto, el impacto, en el campo de lo social, de la nueva configuración tecnocientífica y sus cruces con la política, ha producido un giro estratégico también en la formación de los profesionales de la acción social educativa. En el ámbito de la formación de los educadores sociales, desliza hacia la preparación de operadores de la lógica empresarial. En consecuencia, las orientaciones para los futuros planes formativos propician el entrenamiento de los operadores sociales en las nuevas competencias, que sustituyen a la formación respecto a saberes disciplinares en sentido fuerte. La introducción de las leyes del mercado en los dispositivos científicos y académicos ha ocasionado, también en el campo de las ciencias sociales, un verdadero corte epistemológico: tanto la producción de saberes en un sentido fuerte como la interrogación ética; histórica; epistémica acerca de los mismos y sus alcances, se ha vuelto superflua, incluso innecesaria, cuando no perniciosa. Tal vez ello explique el retraso del que habla Touraine. Lo cierto es que este proceso se da de manera fuertemente homogenizada en toda Europa. Las universidades han girado acompasando el cambio de las reglas de juego. En el Estado español ese giro busca legitimarse apelando a una particular lectura del tratado de Bolonia.
En las orientaciones para la elaboración de los nuevos planes de estudio se hace hincapié —por ejemplo— en las técnicas de relevamientos institucionales y barriales para la “detección” de las llamadas “necesidades sociales”, prácticas que remiten a la gestión de perfiles poblacionales pero no a la realización de un trabajo educativo. La formación propuesta en áreas culturales de relevancia para el trabajo social educativo es nula. Desde estas posiciones hay una respuesta clara y unívoca a la pregunta inicial acerca de qué teoría/s pedagógica/s (o elementos teóricos), requiere (para un ejercicio crítico), el profesional de la educación social: ninguna. Por ese buscamos otra respuesta, otras maneras de trabajar: apostar por la educación social y la formación (inicial y continuada) de los profesionales.
“De todo quedaron tres cosas:
La certeza de que estaba siempre comenzando,
la certeza de que había que seguir
y la certeza de que sería interrumpido antes de terminar.
Hacer de la interrupción un camino nuevo,
hacer de la caída un paso de danza,
del miedo una escalera, del sueño un puente,
de la búsqueda un encuentro”.Fernando Pessoa
En primer lugar, quisiera recordar que una tendencia, por más fuerte que sea, no se convierte necesariamente en destino, si se pueden formular preguntas o dudas al respecto y no tomarla como algo inexorable. En segundo lugar, quiero invitar a tomar posiciones, a efectos de mantener abierta la pregunta acerca del saber pedagógico, a contribuir a la construcción de redes, es decir, de lugares en relaciones de reenvío que posibiliten la generación y expansión de saberes que, en sus recorridos, produzcan efectos ahora inimaginables. Se trata de incidir en la redefinición del campo y, para ello, de no renunciar al capital científico ni a la fuerza relativa de juego.
“Para nosotros, defender y difundir la cultura es una misma cosa:
aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante”.Antonio Machado.
Congreso Mundial de escritores. Valencia 1937.
Partimos de conceptualizar al educador social como profesional capaz de contribuir a la construcción (actualización, innovación), de los marcos conceptuales desde los que es posible desplegar, confrontar, transformar las prácticas pedagógicas en ámbitos sociales. Su función consiste en la transmisión de las herencias culturales que permitan a cada sujeto de la educación articularse en la sociedad de la época propiciando el ejercicio de sus derechos y deberes ciudadanos: crear-se (en) los lugares. Función que requerirá coordinar su trabajo con los de otros profesionales, estableciendo redes de intercambios teóricos, técnicos, de experiencias. En sus prácticas tienen una función nuclear la teoría y la cultura (en su carácter amplio, complejo, plural): las mejores herramientas para pensar y leer el mundo, para explicar tanto las lógicas hegemónicas en los tejidos institucionales como los posicionamientos de los sujetos particulares; así como para conceptualizar sus prácticas pedagógicas y transformarlas.
Un profesional, en suma, habilitado para ubicarse en marcos complejos, que propicie en cada sujeto el ejercicio de sus derechos y deberes ciudadanos a partir de vivificar en sus transmisiones las promesas de los legados culturales, a saber: la filiación simbólica. De todos y cada uno de los sujetos de la educación al abrir, para cada cual, un lugar de heredero legítimo de los patrimonios culturales para crear trayectos vitales y recrear la cultura..
Proponemos una formación inicial con una importante carga teórica y un contacto crítico (ni simple ni ingenuo), con las prácticas institucionales. En efecto, la formación inicial ha de advertir al estudiante acerca de las contradicciones que el propio trabajo educativo conlleva (o puede conllevar), en las actuales configuraciones de lo social y dotar de recursos conceptuales para inventar, en cada caso, maneras para realizarlo, para no dimitir de la función educativa, arrastrado en el empuje de la maquinaria preventiva del discurso dominante.
No podemos obviar que la realidad en la que se configuran hoy las prácticas de la educación social tiene, al menos, una doble inscripción, a saber: lo local y lo global. Se trata de una realidad local en la sociedad informacional, que dibuja horizontes de actualidad y de futuro. La formación inicial ha de posibilitar al estudiante los recursos conceptuales para desplegar, en los modos cambiantes de lo social, una acción educativa que facilite la articulación cultural de los sujetos en esas modalidades de complejidad creciente. De allí que una formación generalista (teórica y culturalmente sólida), proporcione parámetros para enfrentar un mundo ciertamente imprevisible. Por ello los núcleos teóricos fundamentales han de presentar las aportaciones de las disciplinas fronterizas de la Pedagogía Social (Sociología, Antropología, Psicoanálisis, Estudios culturales, etc.), a fin y efecto de mostrar la complejidad del mundo y de los sujetos, y de impulsar búsquedas abiertas a nuevos horizontes teóricos y epistemológicos.
La formación inicial no ha de orientarse al aprendizaje del oficio (aplicación de soluciones conocidas a problemas conocidos), sino a la adquisición y uso de herramientas (teóricas y metodológicas), que posibiliten la definición y el abordaje de problemas (viejos o inéditos) que aporten algo nuevo.
Cada estudiante, pero también cada profesional, siempre tiene ante sí el desafío de reinventar el saber adquirido en cada situación concreta y particular a la que se enfrenta. Aquí conviene recordar la propuesta de Illya Prigogine (2001): hay que poder soportar y saber operar con la incertidumbre. Así, la formación ha de advertir contra las certezas que suelen instalarse en las instituciones. Si no es posible introducir dudas razonables e interrogantes acerca de la posibilidad de realizar la acción educativa desde otras perspectivas, la formación pierde una función primordial: contribuir a la formación de profesionales con autonomía de vuelo, es decir, con capacidad crítica, con interés por estudiar, proponer y abrir nuevos caminos. La incursión de los estudiantes y el trabajo de los profesionales en las instituciones no pueden ser concebidos como una observación simple (o simplista) de algo dado, ni como una operación de pretendidos cambios que, al no desvelar lo que está en juego, no hace sino reproducir lo que pretende cambiar. Se trata, en todo caso, de ayudar a construir un dispositivo conceptual que posibilite al profesional trabajar con la complejidad para producir efectos educativos, es decir, nuevas articulaciones de los sujetos en lo cultural y nuevas posiciones en lo social: dar lugar al sujeto, instituirlo como tal.
Toda institución produce sus efectos perversos: aquéllos para los cuales no solamente no ha sido creada, sino que, por el contrario, se supone que debe remediar. ¿Cómo explicar la cronificación de los sujetos en los servicios sociales de atención primaria? ¿Cómo explicar la reproducción del “destino social” de los niños acogidos en los centros residenciales? ¿Cómo dar cuenta de la marginalidad incesante de los pobres, de los inmigrantes,…, atendidos en los servicios y prestaciones sociales? ¿Cómo dar cuenta del bucle que re-envía, sin cesar, al adolescente en situación de precariedad económica a las vías muertas del des-empleo, tras las operaciones de la llamada educación escolar o social?
El profesional es aquel que puede descifrar las prácticas hegemónicas; delinear alternativas previendo sus efectos; hacer sitio a los sujetos: dar valor a su palabra, cauces a su interés. Poner límites (trabajo cultural), a las derivas desbordantes de las subjetividades en esta modernidad líquida. He aquí un verdadero desafío: adquirir elementos teóricos que permitan entender las lógicas que operan en las instituciones, descifrar las realidades que generan y pensar, inventar, prácticas educativas que restituyan a los sujetos su lugar de herederos de los legados culturales que les corresponden por derecho. Es decir, que el profesional pueda discriminar y ver las relaciones entre los síntomas sociales, institucionales y de los propios sujetos para reinventar allí el acto educativo. Si, siguiendo las hipótesis de Bauman y de Touraine, ya no hay lugares sociales que se ofrezcan, habrá que abrir lugares culturales. Tarea que puede tomar a su cargo la educación social, en red con otras instituciones culturales.
En los nuevos contextos ocupacionales, los profesionales (y esto ya es norma), trabajan cada vez más para una organización institucional que se encuadra en el llamado tercer sector, mayormente se trata de fundaciones o cooperativas, que gestionan dinero público siendo entidades privadas sin ánimo de lucro. La subsistencia de tales instituciones, en general, depende de la presentación de estadísticas (por ejemplo: número de personas atendidas), las cuales, se supone, demuestran su eficiencia social. Este proceso se acompaña de una colectivización de los sujetos que la institución atiende. Cuando el sujeto es una persona individual, el profesional de la educación social tiene márgenes muy amplios para su trabajo, puede escuchar, dar tiempo y tomarse tiempo antes de tener que responder…
Sin embargo, los actuales procesos concentracionarios (urbanizaciones que institucionalizan la precariedad, migraciones masivas, etc.), promueven problemas de magnitudes inéditas. Esta dinámica, iniciada ya en los orígenes mismos del capitalismo, en la actualidad acelera de manera vertiginosa la producción de lugares de exclusión social. El potencial “cliente” de la atención social ya no es una persona individual que se dirige a un profesional en demanda de ayuda, sino que son categorías a las que se les adjudica la representación de un “problema social”, tal como hemos señalado. La maquinaria preventiva, al producir la colectivización de los sujetos en función de un solo rasgo, que acaba homologándolos, genera un doble efecto: borra al sujeto en tanto actor social, portador de derechos y deberes, y en tanto sujeto particular, singular, responsable de sus decisiones e inclinaciones. Erradicado el sujeto (8), sólo aparece una dimensión: un problema social y/o educativo, que pasa a ser (sustantivado y gestionado en términos de presente y futuro inexorables), desposeído ya de toda responsabilidad, dignidad y libertad. Pero atención: ¡sin sujeto, no hay acto educativo!
Cabe preguntarnos si las políticas sociales admitirán un verdadero trabajo educativo, siendo como es la educación: profundamente subversiva…, una verdadera posibilidad, para cada sujeto, de apropiación cultural y de cambio de posicionamiento ante lo social. ¿O más bien apelan a la educación como un nombre políticamente correcto de los dispositivos de control y de gestión previsiva de las poblaciones? ¿Puede ser así, la educación social, un nuevo nombre para relanzar los dispositivos de gestión de los barrios periféricos, de las bolsas de exclusión social a menor coste político y económico? ¿Cómo se aborda desde la formación inicial el trabajo con estos temas en los que se precipita la complejidad social? ¿Cómo mostrar las dimensiones y alcances de las transformaciones que atañen a la cultura y al propio campo científico? ¿Cómo enseñar a descubrir los disfraces y metamorfosis del universo concentracionario (9)? ¿Cómo abrir brechas en los imperativos del tecnopoder y su maquinaria preventiva?
Tal vez, como señalara al comienzo, son necesarias las preguntas para colaborar en abrir y mantener una suerte de plataforma que, en tiempos de ignominia como dice el poeta, nos permita re-lanzar el tema de la educación social, de sus efectos pacificadores y estructurantes de subjetividades y tejidos culturales, interrumpiendo la realización de un, aparentemente, inexorable destino de deriva a lo peor de cada cual.
En todo caso, nuestras responsabilidades estriban en la opción de no ceder ante el empuje del paradigma dominante, para descubrir, para inventar desde la incómoda y minoritaria posición crítica, vías inéditas. Siempre podemos ampararnos en la palabra poética: “Nunca te entregues ni te apartes/ junto al camino nunca digas/ no puedo más y aquí me quedo”.
Barcelona, enero de 2009.
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(1)- Este artículo es una adaptación al castellano revisada del que fue publicado en 2010 en el número 13 de Quaderns d’Educació Social, revista editada por el CEESC.
(2)- Este artículo retoma los temas que vengo trabajando desde hace ya varios años y que también han sido abordados en otros artículos y en ponencias y comunicaciones presentadas en diversos congresos.
(3)- Como bien se sabe, la noción de campo científico (Bourdieu: 1975; 1976; 2003) pone el acento sobre las estructuras de relaciones objetivas que orientan las prácticas científicas: se trata de un campo de fuerzas que se enfrentan para conservar o transformar dicho campo. Los agentes (científicos aislados, equipos, laboratorios), crean (al establecer las relaciones en torno al capital simbólico que poseen), el espacio que, a su vez, los determina. Se configura así una determinada estructura, a saber: la estructura del campo [posiciones y relaciones (de fuerza) entre tales agentes]. El campo generado es, entonces, un espacio de relaciones entre los agentes, en pugna por definir la estructura misma de las relaciones, las condiciones de legitimidad, de ingreso, etc. La estructura de los campos científicos está determinada por la distribución desigual de capital científico.
(4)- BAUMAN, Z. (2003): Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
(5)- La noción de campo “obliga a plantearse la cuestión de saber qué se juega en ese campo […], cuáles son […] los bienes o las propiedades buscadas y distribuidas o redistribuidas y cómo se distribuyen, cuáles son los instrumentos o las armas de que hay que disponer para tener alguna opción de ganar y cuál es, en cada momento del juego, la estructura de la distribución de los bienes, de las ganancias y de las bazas, es decir, del capital específico […]”. (Bourdieu, 2003: 67)
(6)- TOURAINE, A. (2005): Un nuevo paradigma para comprender el mundo de hoy. Barcelona: Paidos. pp. 72 y ss.
(7)- BAUMAN, Z. (2008): L’educació en un món de diàspores. Barcelona: Edicions Fundació Jaume Bofill.
(8)- Un crudo ejemplo lo obtuve de profesionales que, recogiendo las categorías de la LOSE, hablaban de “los nees”, queriendo hacer referencia a niños (con necesidades educativas especiales.)
(9)- AGAMBEN, G. (1998): Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos.