Carolina Borges Veloso, Xosé Manuel Cid Fernández. Facultad de Ciencias de la Educación de Ourense. Universidad de Vigo
La incorporación de los profesionales de la educación social a los centros escolares abre el debate sobre cómo tiene que ser la cooperación con los equipos docentes. Para una cooperación eficaz, más importante que establecer un catálogo de funciones es determinar cuál debe ser el paradigma de intervención. El debate que subyace es el de qué modelo de escuela queremos construir y cuál es el papel asignado a la educación social en este propósito. Profesorado y educadores sociales deben remar en una misma dirección: la construcción de una escuela más equitativa, democrática y abierta a la comunidad, y a partir de ahí definir las actividades y funciones de la educación social ad hoc para ese centro, en función de necesidades, competencias profesionales e idiosincrasia de cada comunidad educativa. Sin embargo, encontramos ejemplos de formulación de los equipos de trabajo que sitúan al profesional de la educación social en una posición no favorable para desenvolver su actividad de acuerdo a su ética profesional y a sus competencias. Basándonos en diferentes proyectos, textos e investigaciones, haremos una propuesta de funciones distintivas y a compartir por ambos profesionales.
The incorporation of social educators in schools raises the question how the cooperation with the teachers should be organized. Establishing an intervention paradigm is more important to achieving effective cooperation than establishing exhaustive areas of responsibilities. In the end, it comes down to what school model we want to build and what role is assigned to social education in it. Teachers and social educators need to work together to achieve a more equitable school open to its community. They need to define the activities and functions of social education in the school ad hoc according to needs, professional competences, and idiosyncrasies of each educational community. However, the empirical data show that the social educators are often placed in unfavorable positions to perform their tasks according to their professional ethics and competences. Based on different projects, texts, and research results, we will analyze what responsibilities should be shared between teachers and social educators and what responsibilities are distinctive of each professional.
Queremos reflexionar sobre cómo la entrada de educadoras y educadores sociales en los centros escolares puede contribuir a mejorar la calidad de la enseñanza, abordando uno de los ejes centrales del debate: cómo tiene que organizarse el trabajo conjunto entre los profesionales de la educación social y los equipos docentes.
Las escuelas deben de ser espacios de confluencia entre profesorado y educadores/as, pero la ausencia de un modelo teórico firme en el que se sustente la intervención de la educación social puede dar lugar a confusión sobre el papel que debe desempeñar en los centros o a problemas derivados de la cooperación con el resto de los agentes educativos. Para evitar esta situación, más útil que establecer un catálogo de funciones de la educación social o una distribución de tareas más o menos exhaustiva, es aclarar cuál debe ser el modelo de intervención que se preconiza. El debate que subyace (o que debe subyacer) es el de qué modelo de escuela queremos construir y para qué modelo de sociedad queremos trabajar. Una vez establecido, esa debería ser la clave de bóveda sobre la que estructurar el trabajo de la educación social en los centros escolares y todos los aspectos que se deriven de él. Desde nuestra posición, los objetivos que se buscan con la integración de la educación social en la escuela son conseguir un centro educativo más equitativo y abierto a la comunidad, que busque un cambio de modelo educativo para contribuir a la creación de una sociedad más democrática e igualitaria.
Es especialmente importante aclarar el sentido de su intervención bajo este marco conceptual, máxime cuando está empezando a integrarse en los centros educativos y los profesionales de la educación social “se juegan en gran parte lo que puede ser en el futuro su papel dentro de la institución escolar, y también- y esto es más relevante- el papel de la pedagogía social en la escuela e incluso la propia escuela como institución social” (Parcerisa, 2008, p. 16). Por eso es de gran interés para los dos colectivos construir un modelo de trabajo que, con la entrada de la educación social, permita reconfigurar el concepto tradicional de escuela para que esta se adapte al nuevo modelo de sociedad. En el caso concreto de la educación social, si su introducción no se hace de forma adecuada y no logra conseguir legitimación y reconocimiento social de su labor, podría incluso desprofesionalizarse.
Aunque en este texto vamos a poner el foco en la colaboración entre los profesionales de la educación social con el profesorado, somos conscientes de que no se puede reducir una organización a la suma de sus integrantes, es decir, la escuela es mucho más que la suma de sus equipos docentes. La dirección de centro, el proyecto educativo o la participación de la comunidad deben jugar un papel fundamental, pero sin negar lo anterior, el elemento determinante de cualquier institución es la profesión y en el caso de la escuela, este es el profesorado (Fernández Enguita, 2016, p. 179). De ahí nuestro interés en analizar las relaciones que el profesorado debe mantener con las educadoras/es, puesto que están destinados a ser uno de sus principales agentes de cooperación en el centro.
Existen diversas posibilidades de relacionarse cuando estos dos profesionales comparten contexto y destinatarios de intervención. A continuación pasamos a analizar las controversias observadas en reflexiones teóricas, diferentes investigaciones y experiencias prácticas.
Para enmarcar esta pregunta vamos a utilizar el análisis que hace Ortega (2005, p. 122) sobre las posibles relaciones que la educación social puede mantener con la escuela y analizar los distintos roles que profesorado y educadoras/es pueden asumir. Por un lado, la educación social sería concebida como parte de una escuela “intensa y extensa”, en la que el maestro se convertiría en un “profesor/educador” que transmitiría conocimientos culturales e instructivos para producir efectos de socialización. La educación social sería garante de la promoción social del individuo en el marco del derecho a la educación inscrito en las leyes del sistema educativo. Por otro, la educación social tendría objetivos distintos a los de la escuela, basada principalmente en la instrucción, y se encargaría de la socialización e integración del alumnado y sería un servicio inscrito en las leyes de servicios sociales.
El mismo debate pedagógico tuvieron en Alemania en los años 70 tratando de dilucidar cuál era el mejor modelo de atención sociopedagógica para la escuela y cómo debía ser el consiguiente reparto de funciones entre profesorado y educación social en términos muy similares a los modelos propuestos por Ortega. Estaban los partidarios de construir una escuela sociopedagógica y los defensores de ofrecer una propuesta de actividades de educación social en la escuela. Años después, con bastante consenso, concluyeron que construir una escuela sociopedagógica no era factible, debido a que existían sobradas pruebas de que el profesorado no podía adoptar el rol sociopedagógico ni por voluntad ni por formación. Por su parte, el profesorado expresaba su descontento ante la sobrecarga de funciones y su escaso conocimiento de las variables sociopedagógicas como para poder llevar a cabo esa labor (Salustowicz, 1986, citado en Speck, 2014). Con lo cual, funcionalmente, el hecho de realizar esta excesiva demanda de tareas al profesorado no hizo más que aumentar los problemas de la escuela. En el caso alemán, como resultado de la experiencia y de una visión práctica de la situación, optaron, con matices y dependiendo de cada Länder, por lo que podría ser la segunda vía de Ortega; la educación social escolar es considerada como una actividad de los servicios sociales localizada en los centros escolares, a la que le competerían objetivos diferentes a los instructivos, tales como apoyar a la infancia y a la juventud en su desarrollo social, individual, escolar y profesional, contribuir a la equidad social y mejorar la convivencia en los centros (Gastier y Lachat, 2012, p. 16).
De la propuesta de escuela “intensa y extensa” del maestro/profesor-educador social de Ortega, atendiendo a la experiencia alemana y a nuestra propia realidad, podemos aseverar que el profesorado no puede asumir la labor sociopedagógica en su totalidad. Los principales motivos son que no se sienten capaces de hacerlo porque no poseen la formación adecuada y por falta de voluntad, puesto que no consideran que forme parte de sus funciones, especialmente cuando se trata de población en riesgo (Núñez, 2003, p. 22). En el caso más extremo están los profesionales de la educación que adoptan un enfoque academicista de la institución escolar, en el que consideran que la instrucción tiene que supeditarse a las necesidades empresariales, para formar ciudadanos competentes que puedan satisfacer las necesidades del mundo laboral (Caride, Sanjurjo y Trillo, 2017, p. 94). Esto lleva a pensar a una parte de la comunidad educativa que el elemento sustancial de la enseñanza es la instrucción y cualquier planteamiento que intente abordar los valores, las relaciones interpersonales, temáticas socioeducativas, etc. pasa a ser un tema de menor importancia o directamente a desvanecerse entre los muchos objetivos que se incluyen en el currículo.
Pero si asumimos que tratar las dimensiones personales, afectivas y sociales del alumnado es indispensable para adquirir el éxito educativo y la igualdad de oportunidades de toda la población escolar, “es muy grave alegar la dificultad de enseñar a determinados alumnos para justificar una renuncia educativa” (Philippe Meirieu, 1998, citado en Núñez, 2003). Por eso, el profesorado no puede desentenderse de la labor socioeducativa de su alumnado porque, por una parte, reducir la educación a la educación escolar es erróneo, dado que equivale a contemplar solamente una parte de la realidad (Petrus, 2004), y por otra, porque el profesorado ya hace una importante labor de educación social a través de los contenidos transversales o del currículum social (Pérez Serrano, 2003, p. 136), y en general durante su actividad dentro del aula mediante sus valores y sus actitudes sociales, consciente o inconscientemente. Nos referimos al currículum oculto, entendido como todos los aprendizajes escolares que se dan como consecuencia de la intervención directa e indirecta del profesorado en el que muchos aprendizajes del alumnado se transmiten sin intencionalidad explícita (Parcerisa, 1999). La consecuencia de que estos procesos se den de forma oculta, es que evita que sean sustraídos para poder realizar una crítica consciente. De ahí la importancia de que el profesorado adopte una actitud de análisis crítico que le permita contrarrestar los efectos nocivos de un currículum que el mismo emite sin casi darse cuenta (Parcerisa, 1999).
Otra de las consecuencias que conlleva que el profesorado no asuma su compromiso social y educativo, es que los profesionales de la educación social se conciban como una especie de “personas expertas” que desempeñen una intervención clínica en el centro. Desde esta perspectiva, la demanda que se realiza a este profesional es que oferte soluciones puntuales. Esto transforma la educación social en un “servicio de urgencias” o prestación técnica que no supone más que un parche a estos problemas (Barranco, Díaz y Fernández, 2012, p. 97) o bien a un desentendimiento de los mismos puesto que se delega a un “especialista” para que aplique su “tratamiento”, pero que no ofrece una solución real. Bajo este enfoque, el trabajo educativo podría quedar aislado y reducido a una simple actuación con el alumnado pero no en el centro y con el centro. Como afirman las profesoras Iglesias y Sánchez (2008), en la cultura de trabajo de las profesiones sociales, en las que la intervención individual es imprescindible, unido al requerimiento de urgencia en el tratamiento, “acaba por generar actuaciones individuales a costa de dejar para un segundo momento el análisis sobre las causas; lo que contribuye a su vez a dejar intactas las estructuras que los generan” (p. 14). Es decir, el trabajo individual con el alumnado es muy importante, pero su uso exclusivo es inadecuado porque resulta insuficiente. La propia idiosincrasia de la educación social conlleva adoptar un enfoque sistémico de la intervención, en la que no tienen cabida actuaciones que reduzcan la responsabilidad de la situación educativa a factores estrictamente individuales. Desde nuestro punto de vista, si las actuaciones de la educadora no inciden en la vida diaria del centro para modificar sus estructuras de participación; si su integración se da sin cuestionar la propia lógica de la institución que produce prácticas y efectos marginadores, su introducción no tendrá mucho sentido porque no se logrará un cambio educativo.
Como remate a esta cuestión, coincidimos con la visión integradora de Ortega (2005) cuando expresa que no se debe contraponer la educación social con la educación escolar, porque no se puede enfrentar la transición de contenidos instructivos a la socialización de individuos, no son contrarios, sino que “el primero puede ser una parte de lo segundo”(p. 123), y ambos objetivos son necesarios y deseables para trabajar tanto con población general como con población que presente algún tipo de problemática. Por lo tanto, si partimos de la premisa de que todos los agentes educativos comparten la idea de que el éxito educativo tiene que darse con todo el alumnado, educadores/as sociales y profesorado deben corresponsabilizarse y trabajar en red para conseguir un sistema educativo más eficiente y equitativo desde sus respectivas áreas de competencia, en la que las dos figuras profesionales asuman la dimensión personal y social del alumnado para resituar a la escuela como un lugar de aprendizaje de las “herencias culturales”(Núñez, 2003).
El profesorado está saturado de tareas. Entre ellas figuran no solo contenidos instructivos y tareas burocráticas, sino también el fortalecimiento de las competencias sociales del alumnado. Ante el escenario conceptual descrito, en el que educadores y educadoras realizarían las tareas que el profesorado no diese abarcado, estos se convertirían en un ayudante del profesorado, en un profesional para todo, que estaría disponible para todas aquellas tareas que el profesorado o el centro no pudiese atender en su horario de trabajo, pero que se considerasen útiles y de necesaria aplicación en el centro. Se podría dar el caso de que cualquier situación imprevista que alterase la rutina diaria del profesorado o del centro, sería susceptible de ser tarea de la educación social. Esto puede suceder cuando las y los educadores de Extremadura (Ortega y Mohedano, 2011) manifiestan sentirse “una especie de chico para todo”, cuando se le encomiendan “tareas docentes”, o cuando se le asignan funciones de vigilancia del alumnado que consideran que no deben formar parte de sus funciones como, por ejemplo, la del control del transporte escolar, que efectivamente parece ser una competencia más bien propia de otro perfil profesional y que, como afirma Galán (2008, p. 70), “conlleva una serie de trabajo administrativo y burocrático que en ocasiones resta un tiempo que sería de gran valor si se dedicase a la atención del alumnado”.
En este mismo sentido, Gastiger y Lachat (2012, p. 24) consideran que las labores de vigilancia y control no deben ser competencia de la educación social, tales como la supervisión de las horas de recreo, comidas o cambios de clases, pero tampoco las de apoyo en los deberes escolares o la substitución del profesorado para impartir alguna materia. Como afirma el sociólogo Touranie (2006, p. 52), la escuela, y por ende sus profesionales, no debe orientarse hacia la escuela, ni hacia los maestros ni hacia el mercado laboral, sino que tiene que enfocarse hacia el alumnado.
En el caso de los profesionales de la educación social que intervienen de forma externa a la escuela, bajo este paradigma de intervención, se puede dar el caso de que actúen exclusivamente “a demanda” del profesorado, es decir, que se conviertan en un instrumento para derivar al alumnado con más dificultades (Pelegrí, Juliá, Mata, 2014, p. 207) y en algunos casos hasta desentenderse o liberarse de lo que puede suponer una “carga” educativa. Este tipo de intervención “a demanda” corre el riesgo de convertir el trabajo de la educación social en una intervención puramente reactiva, es decir, actuar solamente cuando ya hay un problema grave y del que se espera que la educación social lo “solucione”. Pero este requerimiento suele hacerse muy tarde, “cuando ya no se encuentran alternativas para su solución, se reclama la presencia de los profesionales sociales para que, con su “varita mágica” resuelvan un problema que la mayor parte de las veces viene de lejos” (Pelegrí et al, p. 207).
Ante este escenario defendemos que la educación social no debe reducir o identificar sus objetivos a las tareas encomendadas desde la Administración o la entidad contratante, o incluso a las propias demandas realizadas desde los centros escolares. Tampoco se trata de ignorarlas porque deben ser su marco de referencia para planificar sus actuaciones. A este respecto coincidimos con Adela Cortina (1998:14, citado en Caride, 2002) cuando afirma que el compromiso de la educación social “no es el que lo liga a la burocracia, sino a las personas concretas, las personas de carne y hueso, cuyo beneficio da sentido a cualquier actividad e institución social”. Por lo tanto, de lo que se trata es de conjugar estos cometidos a las posibilidades reales de intervención de la educación social teniendo en cuenta que su máximo objetivo es el trabajo educativo y que en ocasiones puede entrar en contradicción con la propia lógica institucional.
En el caso específico de la educación social en la escuela, puede correr el riesgo de realizar intervenciones segregadoras que contribuyan a cronificar los problemas escolares, más que a solucionarlos.
La educación social y la educación escolar comparten los mismos objetivos, pero como dice Ortega (2014, p. 15), cuando hacemos referencia a la educación social estaríamos hablando del ámbito de la praxis y no tanto de la didache. La implicación directa de esta clasificación sería que el personal docente, por su formación y experiencia, es el más capacitado para desenvolver la función para la que ha sido formado: la guía y dirección de los procesos de enseñanza y aprendizaje en el aula. Sin embargo, existen proyectos en los que esta distribución no está tan clara. En ocasiones a los educadores sociales “hay tendencia a asignarles tareas docentes, como evaluaciones o tutorías” (Ortega y Mohedano, 2011) o son los encargados de realizar tareas instructivas cuando se trata de trabajar con alumnado con problemas de integración escolar como sucede, por ejemplo, en las Unidades de Escolarización Compartida.1 En este recurso educativo, a los profesionales de la educación social se les encomienda la función de personalizar el currículo, organizar al equipo educativo, preparar, adaptar, impartir materias y evaluar conocimientos… y en la que estos profesionales presentan dificultades en la organización de las materias y las adaptaciones curriculares (Castillo y Bretones, 2015, p. 71), dificultades obvias y esperadas puesto que no forman parte de su capacitación profesional. Además de las críticas a este tipo de proyectos por realizar un tipo de intervención que se podría considerar como segregadora (Gash, 2006; Parcerisa, 2008), podríamos añadir que la educación social no puede substituir al profesorado de la tarea pedagógica que realizan en las aulas, porque su función no es docente (Caride 2006, p. 31) y que, por lo tanto, encomendar a la educación social las funciones descritas supone un deficiente aprovechamiento de los recursos profesionales y de sus potencialidades.
En estas UEC el trabajo en red y con las familias es uno de los pilares fundamentales del proyecto, además del uso de metodologías activas, individualizadas y flexibles de aprendizaje. Esas son las fortalezas de la educación social y hacia donde se debería dirigir su intervención para aprovechar al máximo sus virtudes en beneficio de la comunidad educativa.
Por otra parte, como bien señalan Gastier y Lachat (2012, p. 20), hay que tener en cuenta que la escuela no solo busca integrar, sino que otro de sus objetivos fundamentales son cualificar y seleccionar al alumnado. Esta función evaluadora configura el principal rasgo diferenciador entre el profesorado y la educación social. El profesorado evalúa y educadoras y educadores sociales no. Es necesario averiguar si este aspecto afectaría directamente a las dinámicas de intervención y a la percepción que el alumnado tiene de ambas figuras profesionales.
Volvemos a utilizar la investigación realizada por Ortega (2014, p. 25) para buscar las respuestas en las percepciones que los profesionales de la educación social tienen al respecto. Los/as educadores/as sociales de Castilla-La Mancha se sienten satisfechos por ser una “figura profesional diferente y próxima a los adolescentes, informal y no docente”. En Extremadura afirman que “el alumnado te reconoce y confía en ti porque no somos docentes”, y concretan: “el hecho de no ser considerados personal docente ayuda, puesto que de otra forma cambiaría la percepción del alumnado hacia nuestra figura”.
Las conclusiones de la investigación realizada por Anke Frey (2014, p. 46) sobre el impacto de la educación social escolar en diferentes centros escolares, indican que la juventud considera que la relación no jerárquica que se establece con los profesionales de la educación social y el hecho de que estén liberados de la función evaluadora y sancionadora, contribuye a establecer un clima de confianza con estos profesionales, en contraposición al profesorado, en el que el rol que desempeñan en el centro, sus funciones y el reparto de los tiempos no facilita esa tarea.
Los datos anteriormente utilizados tienen un matiz importante: son datos obtenidos de profesionales de la educación social que están adscritos a centros educativos para trabajar exclusivamente como profesionales de la educación social. Es importante hacer esta puntualización porque desde 1996 existen otras figuras profesionales, una especialidad educativa que pertenece a la familia de “Servicios socioculturales y a la comunidad”, en la que sus profesionales forman parte del cuerpo de Profesores Técnicos de Formación Profesional. Estos profesionales, además de funciones docentes, también tienen asignadas tareas de tipo socioeducativo y que en su momento supuso una de las primeras experiencias de intervención social institucional desde la escuela.
La propia investigación de Ortega (2014) pone de manifiesto que estos “profesionales de servicios de intervención socioeducativa” de Castilla León realizan funciones muy variadas y considera que, en general “realizan funciones que (…) en realidad no parecen guardar mucha relación con su profesión” (p. 4). Es decir, que aunque en la descripción de sus funciones aparezcan encomendadas tareas socioeducativas, las funciones que principalmente llevan a cabo revelan un modelo de intervención escolarista, como describe el profesor Ortega. Por otro lado, son profesionales que mayoritariamente proceden de titulaciones como Pedagogía y Magisterio, ya que el puesto se creó poco después de existir la titulación de educación social (solo el 10% proviene de educación social).
Estos profesionales, a pesar de que tengan asignadas ex profeso tareas socioeducativas, pueden sufrir las mismas dificultades que el resto de profesorado: ausencia de formación adecuada para desempeñar esas tareas o no enfocarlas adecuadamente desde los preceptos de la intervención social; pueden estar sometidos a las mismas presiones que el resto de personal docente como exceso de tareas burocráticas y administrativas, currículos extensos,…; y desempeñan en el centro un rol docente y una función evaluadora que puede no favorecer la relación con el alumnado, como vimos anteriormente, con lo cual podríamos concluir que posiblemente el profesional de servicios a la comunidad no es suficiente como figura socioeducativa en los centros escolares.
Los resultados de las investigaciones señaladas ponen de manifiesto que, no solamente las diferencias metodológicas de la intervención son valoradas positivamente por el alumnado como condición necesaria para poder establecer una relación educativa, sino también que las funciones distintivas como la evaluación y la ejecución de sanciones juegan un rol decisivo en la percepción del alumnado. En el caso concreto del establecimiento de sanciones, la educación social suele actuar desde el espacio de las medidas educativas, por lo tanto, parece razonable que, entre otros, se la exima de la toma de decisiones sobre la parte punitiva de las medidas, como medida garante de la relación educativa que debe establecer con el alumnado. Sin exclusión de lo anterior, la educación social deberá trabajar conjuntamente para dar una dimensión educativa a los problemas de convivencia del centro.
Después de todo lo analizado podemos determinar que, para favorecer la efectividad de las intervenciones de la educación social no debería atribuírsele funciones instructivas ni evaluadoras ni sancionadoras, porque necesita establecer con el alumnado una relación de confianza que no se vea adulterada por las dinámicas derivadas de esas prácticas y que su intervención discurra libre de las tensiones y de las connotaciones negativas que pueda tener un rendimiento académico deficiente.
Parece lógico aseverar que cada profesional debe ser responsable da su área de trabajo y que debe desarrollarlo de forma independiente y autónoma. La mayor dificultad radica en determinar quién tendrá más peso en las tradicionales tensiones educativas. Si partimos de la premisa de que el profesorado se encarga principalmente de la parte más instructiva, del éxito académico; y la educación social, del éxito educativo, la equidad, el desarrollo integral del alumnado, etc. nos encontramos ante un escenario en el que existen dos objetivos que son difíciles de conciliar.
Marchesi (2008) define las alternativas de este dilema como “exigencia social frente a las necesidades del alumno” y describe la difícil situación a la que debe enfrentarse el profesorado:
Por una parte, los profesores deben valorar si el nivel de conocimientos del alumno alcanza lo establecido para acceder a un nuevo curso y obtener finalmente la titulación correspondiente. Por otra, los profesores tienen que realizar su evaluación teniendo en cuenta la situación personal del alumno y de sus progresos individuales. (p. 23)
Esta disyuntiva presente en los centro escolares desde hace mucho, puede situarse en un punto de inflexión con la llegada de los profesionales de la educación social porque, quizás, nunca existió en la institución un profesional con tanto perfil social, que pueda poner en cuestión la primacía permanente de la actividad instructiva y situar en primera línea la otra parte del trabajo educativo.
Ante esta situación, en Alemania, definen a los profesionales de la educación social como “abogadas/os que defienden la justicia social en el centro educativo” (Baier, Deinet, 2011). En este país, otorgan a la educación social la función de velar por el cumplimiento de las leyes de los servicios sociales dentro de los centros escolares como mecanismo que ayude a equilibrar ambos objetivos, ante la premisa de que no todo el profesorado está suficientemente sensibilizado.
Plasmar estos principios en la práctica es una ardua tarea. Spies y Potter (2011, p. 43) proponen establecer con claridad los límites entre unos profesionales y otros, y recomiendan que sus roles no deben atenuarse: “El rendimiento académico puede ser comparativamente bueno o comparativamente malo, pero no debe existir al respecto una tercera evaluación que, teniendo en cuenta las características personales y sociales del alumnado, justifique o disculpe esas calificaciones”. Es decir, que la educadora o educador social no deberá persuadir al personal docente para cambiar una calificación aludiendo a sus circunstancias personales como atenuante; como tampoco debería hacerlo ante una agresión o una falta. La educación social no está para exonerar al alumnado de las consecuencias de su conducta porque si no, se convertiría de facto en una figura “defensora del alumnado en el centro” con intervenciones orientadas a destinatarios y no a objetivos y necesidades. La educación social está para compensar las desigualdades y ofrecer una propuesta educativa al alumnado en colaboración con el profesorado. Sin embargo la educación social no puede moderarse en aras de la paz, rehuyendo la confrontación de ideas; no debe desistir en su empeño de introducir la variable sociopedagógica en la vida diaria del centro, a pesar de que pueda tener una audiencia no suficientemente sensibilizada.
Llevar a cabo esta misión puede no ser fácil puesto que su “soledad” en la institución puede dificultar esta tarea. De ahí la importancia de que se adscriba a un departamento o a un equipo de trabajo desde el que encuentre respaldo sus tesis dentro de la institución. Esta sería una forma de institucionalizar su rol en un contexto tan segmentado como el escolar y, de paso, agilizar y mejorar su integración en la organización.
Otra variable que facilitaría esta labor sería la de dar un nuevo enfoque a la formación del personal docente. March y Orte (2008, p. 102) consideran que para construir una pedagogía social escolar es fundamental fomentar la formación del profesorado sobre pedagogía social para mejorar su conocimiento y comprensión de los problemas socioeducativos y disminuir así su ansiedad al enfrentarse a los nuevos retos sociales. Con un equipo docente sensibilizado ante estas cuestiones sería más fácil compartir la toma de decisiones ante el difícil equilibro de satisfacer las exigencia sociales frente a las necesidades del alumnado.
Con todo lo analizado podemos concluir que ambos profesionales deben de tener el mismo nivel de responsabilidad en el centro, el mismo peso en la toma de decisiones con respecto al alumnado y no debe de estar un profesional supeditado a otro. La necesidad de equiparar el poder de decisión entre ambos profesionales no es arbitraria o políticamente correcta, sino que sería una respuesta consecuente con los criterios de evaluación recogidos en las leyes educativas. Esta es una de las conclusiones que se desprende del estudio realizado por López, Cussolo, Rodríguez, y Riera-Romaní (2016) para analizar la interpretación que se hace del fenómeno “éxito/fracaso escolar” en la investigación en España. Este estudio considera que:
“siendo rigurosos, cualquiera evaluación del éxito o fracaso debería basarse en el grado de consecución de los objetivos explícitos en las leyes de educación, y en las leyes de los últimos 40 años la categoría que ocupa más espacio en los preámbulos hacen referencia al desarrollo integral de la persona y de las actitudes y valores prosociales” (p. 110).
A pesar del abundante contenido social de las leyes educativas, los resultados del estudio ponen de manifiesto que los conceptos de éxito o fracaso académico o escolar tienden a relacionarse con los resultados académicos centrados preferentemente en las calificaciones obtenidas en diversas asignaturas. Pero como señalan en López et al. (2016, p. 107) en los últimos tiempos viene abriéndose paso otras formas de representar el fracaso/éxito desde un enfoque más amplio en el que se evalúan otras dimensiones: profesional, desarrollo integral y actitudes y valores prosociales. La entrada de la educación social debe favorecer que los centros educativos adopten una concepción amplia y extensa de los factores que inciden en el fracaso o éxito escolar.
Pero existen más motivos que el simple cumplimento de las leyes para darle al trabajo educativo y social el protagonismo que merece. Su atención tiene efectos positivos directos en el rendimiento académico del alumnado como ponen de relieve diversos estudios.
En la investigación evaluadora realizada en Dortmund (Kastirke y Hooltbrink, 2013, p. 21) las personas encuestadas manifiestan que el trabajo del profesional de la educación social del centro tiene efectos positivos directos en el alumnado en las siguientes variables relacionadas con la instrucción: ha aumentado su satisfacción con el aprendizaje (68%), también mejora su esfuerzo durante el tiempo de clase (55%), y su rendimiento educativo (63%).
Otra evaluación de la educación social escolar realizada en Jena (2007) obtiene unos resultados muy parecidos. Las puntuaciones medias de todos los agentes encuestados (educadores/as, profesorado, personal de orientación, dirección de centro y entidades del tercer sector o servicios sociales involucrados) señalan que, a través de su trabajo, la escuela le parece más interesante al alumnado, mejoró la disposición del alumnado para aprender, se redujo la cantidad de alumnado desmotivado, disminuyó el absentismo escolar y la cantidad de alumnado que abandona los estudios e incluso parte del profesorado modificó su metodología de trabajo, pasando de la típica clase magistral al trabajo por proyectos y al trabajo en grupo.
Como dice Petrus (2004, p. 101), “en educación pocas cosas se consiguen por decreto o a través de expedientes administrativos”. Obligar a cooperar es un oxímoron. Para que exista y sea eficaz tiene que darse de forma voluntaria. Además de especificar la colaboración en la normativa de las diferentes legislaciones, manuales o proyectos (que en muchos casos parece que simplemente se evoca de forma manida), es más interesante crear las condiciones necesarias para que ese trabajo conjunto pueda darse.
Urban (2003, p. 3) considera que crear una formación permanente común de educadoras y profesorado sería una buena forma de mejorar el trabajo conjunto en los centros. Esta formación profesional continua sería un espacio de encuentro entre ambos profesionales, en el que se tratarían temas y problemáticas comunes y aprenderían estrategias de trabajo conjunta. Esta formación contribuiría a visibilizar las culturas de trabajo de cada profesional y a reflexionar sobre la especificidad de las prácticas que llevan a cabo, ayudando a definir elementos de su identidad profesional (Iglesias, et al. 2008, Speck, 2006).
La mayor dificultad para que esto suceda es que la educación social y los equipos docentes tienen diferentes concepciones sobre los temas que deben tratar desde la formación continua.
En Galicia existen también dificultades para realizar de forma conjunta cursos de formación permanente. El sistema de formación del profesorado dependiente de la Consellería de Cultura, Educación e Ordenación Universitaria, establece como criterios de admisión para realizar esta formación ser personal docente de centros públicos dependientes de la propia Consellería o de centros privados o concertados. Existen otras ofertas formativas que se realizan desde Sindicatos y Universidades en el que, dependiendo de criterios específicos señalados en la convocatoria de cada actividad, podrían tener acceso más perfiles formativos, pero en muchos casos no tienen prioridad. Permanece aún en la concepción de la administración esa obsoleta distinción entre educación formal y no formal.
Sáez y G. Molina (2006) afirman que la socialización en la cultura profesional empieza (o debería empezar) en las etapas de formación, porque durante este tiempo se socializa en la cultura y en los modos de ser de la profesión. Tomando como referencia esta idea, proponemos que en las facultades de educación, las titulaciones de magisterio y educación social se conviertan en un campo relacional, compartiendo espacios de trabajo y/o aprendizaje. Esto tiene como finalidad “sumar e integrar conocimientos con propósitos formativos orientados a enriquecer las prácticas educativas y sociales, dotándolos de un enfoque interdisciplinar que nutra el trabajo colaborativo” (Caride, et al. 2017, p. 92).
La importancia de crear una formación que socialice en la cultura del trabajo aparece en los resultados del estudio de los profesionales que trabajaban en residencias infantiles del Reino Unido de Meg Lindsay (2000, p. 2-3, citado en Sáez y Molina, 2006, p. 277). Este trabajo pone de manifiesto que, ante la ausencia de esa socialización formativa que les permita adquirir un sistema de valores, los trabajadores y trabajadoras adoptan predominantemente las ideas de la cultura de su lugar de trabajo, que son susceptibles de ser gratificantes o bien de promover actitudes negativas.
Lo ideal sería que tanto la Universidad como los colegios profesionales asumiesen esta función para fomentar en los futuros profesionales una cultura del trabajo adecuada.
Realizar una exhaustiva prescripción de tareas para los profesionales de la educación social en los centros educativos no es la solución definitiva para crear una base que favorezca la cooperación. La gran cuestión de fondo es para qué modelo de escuela queremos trabajar y cuál es el papel asignado a la educación social en este propósito. Una vez establecidos, estos principios deberán ser los cimientos sobre los que organizar el trabajo de la educación social en los centros escolares. Profesorado y educadores sociales deben remar en una misma dirección: la construcción de una escuela más equitativa, democrática y abierta a la comunidad, y a partir de ahí definir las actividades y funciones de la educación social ad hoc para ese centro, en función de las necesidades, competencias e idiosincrasia de cada comunidad educativa. Una educación social en la escuela que se preste como un servicio de urgencias para el alumnado que no encaje, o que se limite a realizar una serie de intervenciones individualizadas no aportará nada nuevo al centro escolar porque no cuestiona la propia lógica de la institución ni tampoco el sistema en el que está inmersa. Para que esta transformación sea posible, los cambios no deben de ser superficiales o anodinos, sino que deben afectar a lo más profundo de la institución escolar. Es decir, teniendo como referencia la escuela que tenemos, deberemos trabajar hacia la escuela que queremos. En esta transición cada profesional deberá trabajar desde su área de competencia. La educación social contribuirá introduciendo la variable sociopedagógica en los centros escolares, porque sus competencias deben orientarse no solo hacia las personas a las que dirige a su acción, sino también hacia la organización en la que desenvuelve sus actuaciones y hacia el equipo de trabajo en el que esté inserto (Caride, 2002, p. 102).
La educación social debe integrarse en el centro, pero no diluirse. Debe cuestionar la propia lógica de la institución, de las contradicciones que el trabajo educativo comporta y mantener una postura crítica ante los axiomas que impregnan las prácticas pedagógicas que allí se dan, de esta forma podrá crear nuevas vías y nuevos enfoques de intervención.
Unos buenos resultados de su intervención, solo pueden conseguirse por medio de una “buena formulación de los equipos de trabajo, que sean capaz de colocar a cada profesional e una situación favorable a la acción” (Sáez y G. Molina 2006, p. 135). En el caso concreto de la cooperación entre el profesorado y la educación social, es importante que ambos profesionales se corresponsabilicen de la labor socioeducativa desde sus respectivas áreas de competencia. En el caso concreto de la educación social, debe tener asignadas unas tareas socioeducativas propias de su perfil profesional, que no son funciones docentes ni evaluadoras ni sancionadoras ni de vigilancia o control, puesto que adulteran las dinámicas de la relación educativa que debe mantener con el alumnado, contravienen sus propios objetivos y razón de ser y supone un desaprovechamiento de los recursos profesionales.
La educación social no debe asumir un rol de intervención clínico o tecnológico, porque va en contra de su ética profesional y, además, no es efectivo, ya que centra de forma exclusiva la responsabilidad de los hechos en factores individuales del alumnado y en sus familias, omitiendo el resto de los elementos que inciden en la situación educativa, que puede dar lugar a intervenciones segregadoras que solo sirven para inveterar los problemas escolares.
La educación social no debe estar en una situación de inferioridad en la institución educativa con respecto a la del resto de los profesionales. Su trabajo debe tener igual peso en la toma de decisiones en el centro para cumplir con los objetivos expresados en las leyes educativas que contemplan las áreas socioeducativas y también porque, por medio de estas actividades, se obtienen efectos positivos directos en los resultados académicos del alumnado.
Una buena socialización profesional que se iniciase en la etapa de formación entre el alumnado de Magisterio y Educación Social, y que tuviese continuidad con las actividades de formación permanente, contribuiría al diseño de estrategias de trabajo conjunta y la definición del perfil profesional en el puesto de trabajo.
La cooperación entre profesorado y los profesionales de la educación social se fortalecería creando espacios y tiempos de intercambio de información sistemáticos entre ambos profesionales e integrando al profesional de la educación social dentro de las estructuras organizativas del centro.
Las actividades a realizar por los profesionales de la educación social podrían ser: sensibilizar al profesorado sobre temas sociopedagógicos sobre infancia y juventud e informarlo sobre los recursos de la comunidad, instituciones, etc., orientar y formar a los equipos docentes sobre temas sociales como prevención, trabajo con familias, etc., proponer al profesorado determinadas técnicas o formas de intervención en el aula con alumnado que tenga comportamientos disruptivos, etc., actuar como mediador en conflictos entre alumnado y el profesorado, y coordinarse con los equipos docentes en la realización de actividades conjuntas cuando comparten destinatarios o cuando se trabajan los mismos objetivos por separado, cada profesional desde su área e competencia.
Es fundamental contemplar estos aspectos de la colaboración, puesto que la consolidación de la profesionalización de la educación social en el ámbito escolar está altamente vinculada con las estructuras, recursos y organigramas de trabajo que se instauren (Sáez y G. Molina, 2006). Desde la administración se exige el cumplimiento de múltiples objetivos, pero en muchas ocasiones no se aporta la estructura organizativa necesaria que garantice el cumplimento efectivo de los mismos. Los profesionales de la educación social deberán reflexionar sobre los cometidos encomendados y los procesos instaurados en la institución con la que trabajan para valorar su idoneidad y ponderar la importancia e impacto de sus intervenciones.
Baier, F. y Deinet, U. (2011). Praxisbuch Schulsozialarbeit. Methoden, Haltung und Handlungsorietierunngen für eine professionelle Praxis. Leverkusen: Barbara Budrich.
Barranco, R., Díaz, M. y Fernández, E. (2012). El educador social en la educación secundaria. Valencia: Nau llibres.
Caride, J.A., Sanjurjo, Liliana, y Trillo, F. (2017). Maestros y educadores en el espacio común de las profesiones y la educación superior. En Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, 89, 89-101.
Caride, J.A. (2006). Da escuela e da educación social como espazos e tempos para o encontro entre o profesorado e os educadores sociales. En X. Castro M., Malheiro X., Rodríguez. (Coords.). (2006). A Escuela, ¿Punto de encontro entre o profesorado e educadores/as sociales? (pp. 27-32). Galicia: Nova escuela galega.
Caride, J.A. (2002). Construir la Profesión: La Educación Social como proyecto ético y tarea cívica. En Pedagogía Social. Revista interuniversitaria, 9, 91-125.
Castillo, M. y Bretones, E. (2015). Acción social y educativa en contextos escolares. Barcelona: Editorial UOC.
Fernández Enguita, M. (2016). La educación en la encrucijada. Madrid: Fundación Santillana.
Frey, A.(2014). Bericht zur Beratung und wissenschaflichen Begleitung desModellprojekts: “Soziale Arbeit an Schulen-Steuerung im Dialog” im Landkreis Bad Kreuznach 2012-2013.
Galán, D. (2008). Los Educadores sociales en los centros de Educación Secundaria de Extremadura. En Revista Interuniversitaria de Pedagogía Social, 15, 57-71.
Gasch, B. (2005). Espacios educativos que ofrecen una alternativa al fracaso escolar. Gestión perversa de un modelo de aprendizaje. En Educación Social, 32, 61-78.
Gastiger, S. y Lachat, B. (2012). Schulsozialarbeit – soziale Arbeit am Lebensort Schule. Freiburg im Breisgau: Lambertus.
Iglesias, A, y Sanchez, A. (2008). Socialización profesional e violencia de xesnero. En Iglesias A. y Sanchez, A. (Coord.) (2008). En Tratamento da violencia de xesnero dende as políticas de igualdad (pp.7-22). Universidade de A Coruña: Servicio de Publicacións.
López, P., Cussolo, I., Rodríguez, E. y Riera-Romaní, J. (2016). Hacia una Nueva Propuesta de Evaluación del Éxito Educativo. En REICE. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, 14(2), 97-114.
March M. y Orte, C. (2003). La recuperación de la institución escolar en el proceso de reconceptualización de la Pedagogía Social. En Pedagogía Social. Revista interuniversitaria, 10, Segunda época, 85-110.
Marchesi, A. (2004). Qué será́ de nosotros, los malos alumnos. Madrid: Alianza.
Núñez, V. (2003). Los nuevos sentidos de la tarea de enseñar. Más las allá de la dicotomía enseñar vs. Asistir. En Revista Iberoamericana de Educación, 33, 17-35.
Ortega, J. (2014). Educación social y enseñanza: los educadores sociales en los centros educativos, funciones y modelos. En Edetania: estudios y propuestas socio-educativas, 45, 11-32.
Ortega, J. y Mohedano, J. (2011). Educadores sociales escolares, concepto y modelos. A partir de los casos de Castilla y León, Castilla la Mancha y Extremadura. Recuperado en: enlace
Ortega, J. (2005). Pedagogía Social y Pedagogía escolar: La Educación social en la escuela. En Revista de Educación, 336, 111-127.
Parcerisa, A. (1999). El currículum oculto. En Eufonía, 17, 6-14.
Parcerisa, A. (2008). Educación social en y con la institución escolar. En Revista interuniversitaria de pedagogía social, 15, 15-27.
Pelegrí, X., Juliá, R. y Mata, A., (2017). La participación de los profesionales sociales en los centros educativos. Encuentros y desencuentros. En Garreta J., (Coord.) Familias y escuelas. Discursos y prácticas sobre la participación en la escuela. Madrid: Pirámide.
Pérez Serrano, G. (2003). Pedagogía social-educación social. Construcción científica e intervención práctica. Madrid: Narcea.
Petrus, A. (2004).Educación Social y Educación escolar. En Pedagogía Social. Revista interuniversitaria, 11, segunda época, 87-110.
Sáez, J. y G. Molina, J. (2006). Pedagogía social: Pensar la Educación Social como profesión. Madrid: Alianza Editorial
Speck, K. (2014). Schulsozialarbeit. München: Reinhardt.
Spies, A. y Pötter, N. (2011). Soziale Arbeit an Schulen. Einführung in das Handlungsfeld Schulsozialarbeit. Wiesbaden: VS Verlag für Sozialwissenschaftiene.
Touraine, A. (2006). Hay que pasar de una escuela de la demanda, orientada hacia el alumno. En Cuadernos de Pedagogía, 354, 48-54.
Urban, U. (2003). Kooperation zwischen Schule und Jugendhilfe. Demokratienbausteine. Berlin: BLK.
Kastirke, N. y Holtbrink, L. (2013). Evaluation zum Beitrag der Schulsozialarbeit in Dortmund zur Realisierung der Ziele des Bildunhs-und Teilhabepaketes. Dortmund: Fachoschule Dortmund.Recuperado: enlace
Morgenstern I. y Volkmar S. (2007). Befragung der Schulsozialarbeiter/innen, Lehrer/innen und Träger. Zur Evaluation der Schulsozialarbeit in Jena. ORBIT, Organisationsberatungsintitu Thüringen.
Formación do profesorado da Consellería de Cultura, Educación e Ordenación Universitaria. Enlace
Carolina Borges Veloso, email: cborges@uvigo.es
Xosé Manuel Cid Fernández, email: xcid@uvigo.es
1 Las Unidades de Escolarización Compartida son un recurso educativo de Cataluña en las que el alumnado de la ESO que presenta problemas de integración escolar, se deriva a unas aulas externas al centro, pero del que siguen dependiendo a efectos académicos y administrativos.