Oscar Castro Prieto, Educador Social. Consejo de Formación en Educación y OSC. Montevideo (Uruguay)
Se intentará, desde la educación social, pensar las prácticas que se producen en el campo socioeducativo desde una perspectiva crítica, lo que implicará abordar algunas concepciones que se ponen en juego en la relación con los sujetos de la educación.
La desregulación de estas prácticas, ligadas a la concepciones que sobre ellas se tiene, que incluso han producido formas de denominarlas tales como, educación no formal, ha generado una discrecionalidad tal que en términos generales ha devenido en una desprofesionalización de la tarea educativa en clave de acción colonizadora-moralizadora de los sujetos con quienes los educadores sociales trabajamos.
Es siempre interesante en algún punto detenernos, o al menos desacelerar (Lewkowicz y otros, 2003) nuestro hacer, para pensar sobre aspectos relacionados con nuestras prácticas socioeducativas. Reconocer su marco de producción y asumir una postura de revisión de lo que hacemos, son en sí un ejercicio de profesionalización de la tarea.
El campo (socioeducativo) de producción de nuestras prácticas, está signado por un alto nivel de desregulación, lo que ha establecido un escenario de discrecionalidad absoluta respecto a quiénes deben desarrollarlas, sus contenidos, su metodología y otros aspectos constitutivos de cualquier acto educativo.
En este sentido, la validación de lo que en este campo se produce, parece seguir las lógicas de los primeros laboratorios, en el intento de “producir ciencia” (Latour, 2007). Al parecer la comparecencia de algunas personas que ocupan cierto lugar (estatus) en la producción de las prácticas socioeducativas, basta para validar lo que se hace.
Estas lógicas que imperan en el campo hacen cada vez más necesario pensar sobre aspectos constitutivos del trabajo educativo que desarrollamos. En este sentido, revisar cuáles son los objetivos de lo que hacemos, cuál es nuestro lugar y cuál el de aquellas personas con las que trabajamos, sigue siendo un proceso reflexivo necesario: “la relación del sujeto consigo mismo pueden expresarse casi siempre, en términos de acción, con un verbo reflexivo: conocer-se, estimar-se, controlar-se, tener-se confianza, dar-se normas, regular-se, disciplinar-se” (Larrosa, 1994, p. 264).
Es este mismo sentido, establecer una relación con uno mismo en tanto profesional es un elemento central a la hora de producirse como tal.
En esta etapa de desarrollo del capitalismo global, las políticas, las construcciones jurídicas, los discursos y las prácticas producen formas de concebir a unos y otros sujetos, lo que despliega dinámicas de gobierno de poblaciones, que claramente van en contra de expresiones desigualdad: “La pobreza infantil, las marcas tempranas de la marginalidad y la exclusión determinan destinos y biografías anticipadas […] que ubican a los recién llegados al mundo en una posición de inferioridad y subalternidad desde el inicio” (Redondo, 2016, p. 1).
En este sentido, el reparto de bienes materiales y culturales y la perpetuación de esta forma de gobierno del capital no hacen, en general, otra cosa que producir estados de sumisión. Esta lógica de reparto diferencial asume que hay sujetos capaces de transitar la vida de forma autónoma y otros que estarán infinitamente ligados a dispositivos que trabajan sobre su falta de capacidad para no depender.
Esto permea constantemente las prácticas socioeducativas y produce un efecto interesante de analizar. Por una parte concebimos que haya sujetos con un pleno acceso al goce de sus derechos y otros a los que esta posibilidad se reduce a ocupar el lugar de “beneficiarios” de ciertas políticas públicas y su materialización.
El lugar diferencial que por su condición le es asignado a la población con la que trabajamos posibilita la planificación y puesta en práctica de una forma particular de gobierno de estas poblaciones que debieran producir un proceso “civilizatorio y de domesticación”.
Esta idea colonialista del acto educativo sigue vigente como posibilidad de mutar al salvaje en civilizado. Claro está, que esta mutación basa su posibilidad en función de un proceso de trasmisión de pautas morales. La moralización (lo que hoy aparece en el discurso educativo como la transmisión de valores), no es otra cosa que la materialización del deseo de que el otro sea a imagen y semejanza de la figura del civilizado-adiestrador.
Si bien resulta hasta aparentemente loable que deseemos que aquel con el que trabajamos se nos parezca, no debemos olvidar que el otro es otro y no una posible proyección de nosotros mismos.
Pensar sobre esto, es parte de las claves para entender qué nos sucede a quienes en las prácticas socioeducativas ocupamos el lugar de “educador” de los sujetos con quienes trabajamos. Quizás ser conscientes de que existe en nosotros el deseo de amaestrar, posibilite minimizar algo de este deseo que coloca al otro en un lugar de imposibilidad y de carencia. Debemos ser conscientes de que nunca el deseo será estrictamente saciado. Nunca el otro será la materialización completa de nuestro deseo. Nunca ese otro acatará al cien por ciento las órdenes de quien intenta amaestrar.
En nuestro caso, lo antes dicho se traduce a veces, en un desdibujamiento de los objetivos del trabajo socioeducativo con los sujetos individuales o con las diversas configuraciones familiares o grupales, trastocando el alcance de las acciones, nuestro lugar y el de la gente.
El reconocimiento de estos fenómenos como producto y como motor de un permanente ejercicio crítico debiera devenir en un necesario proceso de profesionalización.
Reconocemos al colonialismo como la doctrina que legitima la dominación política y económica de un territorio por el gobierno de un estado extranjero. Las prácticas colonialistas han establecido a lo largo de la historia una matriz de hacer, la cual ha permeado las prácticas sociales, incluidas las educativas.
El deseo colonial avanzó insaciablemente sobre los territorios y sobre los cuerpos, generando una práctica intervencionista en el otro y en lo del otro. Esta noción de insaciabilidad se traduce, en nuestro terreno, en un ansia desmedida por invadir la vida del otro, sin asumir límite alguno.
Una mirada que ha perpetuado la noción de niño material y moralmente abandonado y que ha anulado la posibilidad de que ciertos sectores tengan la posibilidad de dividir entre público, privado e íntimo los aspectos de su vida. Lo público, lo privado y lo íntimo aparecen así como un universo desdibujado y pasible de ser intervenido” por la autoridad del agente de las políticas públicas.
En una conferencia, Eugenio Zaffaroni (2003) ha establecido con gran agudeza la cuestión de los límites del ejercicio profesional del penalista:
“…El carnicero es un señor que está en una carnicería, con la carne, con un cuchillo y todas esas cosas. Si alguien le hiciera una broma al carnicero y robase carteles de otros comercios que dijeran: “Banco de Brasil”, “Agencia de viajes”, “Médico”, “Farmacia”, y los pegara junto a la puerta de la carnicería; el carnicero comenzaría a ser visitado por los feligreses, quienes le pedirían pasajes a Nueva Zelanda, intentarían dejar dinero en una cuenta, le consultarían: “tengo dolor de estómago, ¿qué puede hacer?”. Y el carnicero sensatamente respondería: “no sé, yo soy carnicero. Tiene que ir a otro comercio, a otro lugar, consultar a otras personas”. Y los feligreses se enojarían: “Cómo puede ser que usted está ofreciendo un servicio, tiene carteles que ofrecen algo, y después no presta el servicio que dice”. Entonces tendríamos que pensar que el carnicero se iría volviendo loco, y empezaría a pensar que él tiene condiciones para vender pasajes a Nueva Zelanda, hacer el trabajo de un banco, resolver los problemas de dolor de estómago. Y puede pasar que se vuelva totalmente loco y comience a tratar de hacer todas esas cosas que no puede hacer, y el cliente termine con el estómago agujereado, el otro pierda el dinero, etc. Pero si los feligreses también se volvieran locos y volvieran a repetir las mismas cosas, volvieran al carnicero; el carnicero se vería confirmado en ese rol de incumbencia totalitaria de resolver todo. Bueno, yo creo que eso pasó y sigue pasando con el penalista. Tenemos incumbencia en todo. Tenemos que actuar como lo haría el carnicero responsable. No sabemos de todo. Yo no puedo hablar como si fuera el Secretario de General de Naciones Unidas. Yo no soy el Papa, no. Yo no soy un sabio omnipotente, no. Sólo soy un penalista. Sólo conozco algunas cosas, no muchas, de derecho penal. Y en el derecho penal me manejo bien, pero no tengo condiciones de resolver todas las cosas que los feligreses locos acreditan que el derecho penal tiene condiciones de resolver. Yo estoy convencido que sólo tengo condiciones de resolver pocas cosas, casi ninguna, y no sé si resolver, tal vez suspender algunos conflictos (resolver es otra cosa)…”
En el mismo sentido debemos pensar los límites de nuestro ejercicio profesional.
No hay forma de respetar al otro si no establecemos y reconocemos límites en nuestro trabajo. Límites que únicamente podrán trazarse en un movimiento de objetivación de la tarea socioeducativa para que esta no se convierta en otra cosa.
En términos concretos, el trabajo socioeducativo deberá estar guiado y limitado por: el mandato que lo posibilita, los objetivos trazados y aspectos metodológicos.
En nuestro caso, el mandato genérico, que se convierte a su vez en objetivo del trabajo con el otro, está relacionado con generar capacidad autónoma de cuidado sobre sí o en relación a otros. Desde allí, en muchos casos nos paramos con el dedo inquisidor, a exigir que los sujetos asuman nuestras formas de resolver aspectos de su vida, incluidos los modelos de crianza.
Desconfiando de que la capacidad de autonomía exista y asumiendo que como objetivo aparece como muy vasto, deberíamos resignarnos a establecer objetivos que desde una perspectiva de derecho garanticen algunos aspectos de la vida de los sujetos con quienes trabajamos, fundamentalmente de los recién llegados.
La ilusión colonial se desvanece, ya no hay posibilidad de ocupar todo el territorio, ya no hay posibilidad de incidir en todo y por ende se extinguen las formas unívocas de gobierno sobre el otro. Se extingue en definitiva la ilusión de fabricar al otro,
“en el sentido que los educadores no nos obligamos a un resultado, a producir un sujeto, a la poiesis diría Meirieu […], sino que estamos obligados a ofrecer los medios y oportunidades de aprendizaje, socialización, acceso a la cultura, participación social que potencien el desarrollo, y circulación e integración social de los sujetos” (Silva y Castro, 2009, p. 158).
Aquello que aparecía como mandato monolítico se ramificará entonces, en diversas construcciones: de objetivos, metodológicas, etc., en concordancia con las características de cada caso.
Para ello, debemos conocer algunos aspectos de la realidad de cada caso, pero no todas sus dimensiones sino solo aquellas que sean útiles a las finalidades de nuestro trabajo, asumiendo un uso profesional de esta información.
En este ejercicio de conocer también debemos reconocer un límite. Qué cosas saber, cómo accedemos a esa información y qué uso hacemos de ella, debe ser también reglado. Lo que común e infelizmente denominamos diagnóstico, deberá también pensarse como parte de la estrategia metodológica, estableciéndose tiempos, espacios y formas de relevar información, desconfiando del ojo clínico como facultad del educador. Debemos asumir que no conocer es un elemento intrínseco de nuestra labor, que además juega a favor de la autonomía de los sujetos con quienes trabajamos. El sociólogo Richard Sennett (2003, p.129) plantea que,
“concedemos autonomía a los maestros o a los médicos cuando aceptamos que saben lo que hacen, aun cuando nosotros no lo entendamos; la misma autonomía debe concederse al alumno o al paciente, porque ellos saben cosas del aprendizaje o de su condición de enfermo que la persona que les enseña o los trata puede no comprender del todo”.
Debemos asumir también que este no es un ejercicio estático ni bidireccional. La vida de la gente no es estática ni se produce en relación a una única referencia institucional ni personal y es por ello que los “estilos profesionales” deben también ser objeto sobre lo qué reflexionar.
Si bien reconocemos que el componente subjetivo está siempre presente a lo largo de todo el proceso de trabajo con los sujetos, el “estilo” del educador no debe primar por sobre la estrategia metodológica:
“La tensión no es entre ser objetivo o subjetivo, dado que siempre somos subjetivos, sino entre un accionar y una actitud reglada, basada en algunos principios y otra discrecional y errática, que depende de nuestros afectos y estados de ánimo” (Silva, Castro, 2009, p. 158).
Larrosa, J. (1995). Tecnologías del yo y educación: notas sobre la construcción y la mediación pedagógica en la experiencia de sí. En Larrosa, J (Ed), Escuela, Poder y Subjetividad. Madrid: Editorial La Piqueta.
Latour, B. (2007). Nunca fuimos modernos. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
Lewkowicz, I. (2005). Pensar sin estado. Buenos Aires: Paidos.
Lewkowicz, I, Cantarelli, M & Grupo doce. (2003). Del Fragmento a la Situación, notas sobre la subjetividad contemporánea. Buenos Aires: Ed Altamira.
Redondo, P. (2016). Infancia(s) Latinoamericana(s), una deuda interna, un debate pendiente. Consultado el 20 octubre de 2016, [En linea]
Sennett, R. (2003). El respeto: Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdades. Barcelona: Anagrama.
Silva, D, Castro, O. (2009). ¿Qué tenemos que saber sobre los sujetos de la educación?, y algunas cosas más importantes…. En ADESU-MEC (Eds), Educación social: acto político y ejercicio profesional. Montevideo: Tradinco.
Zaffaroni, E. (2003). La función reductora del derecho penal ante un estado de derecho amenazado (o la lógica del carnicero responsable). Revista de Ciencias Jurídicas ¿Más Derecho? 3. (En línea)
Oscar Castro Prieto,o.castro75@gmail.com
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