Víctor M. Martín Solbes y José Ignacio Rico Romero
La globalización supone hacer extensivo a toda la población todos los aspectos de la vida, menos la equidad y la redistribución de bienes. Así, el actual desarrollo social, individualista e insolidario, ha sido gestado por el devenir de las sociedades neoliberales, en las que el relativismo moral se autoproclama como fundamento de una sociedad subyugada por los poderes económicos, donde las injusticias y desigualdades se legitiman con impunidad debido a que los modelos sociales precedentes han ido desgastándose y dando lugar a unos procesos de despolitización permanente que conllevan un “todo vale”, en el que las ideologías son sometidas a desprestigios, dejando de lado el mundo de la ética como preocupación y compromiso social (McLaren y Farahmandour, 2006) y donde el denominado pensamiento único es traducido a criterios de productividad, eficacia y rentabilidad, que cada vez se alejan más de los posicionamientos democráticos que buscan la equidad; por lo tanto, parece evidente que los postulados capitalistas, de la mano de la representatividad democrática y de algunos mandatos dictatoriales, se ha ido imponiendo con la idea de libertad como sustento; libertad que olvida la solidaridad, igualdad y fraternidad, supuestos revolucionarios que, en su momento, dieron lugar a profundos cambios sociales. Nuestro mundo es global, se ha globalizado, pero como decíamos anteriormente, se ha globalizado en lo que se refiere a los procesos económicos, somos un solo mercado; aún está por llegar la globalización de bienes, de solidaridad, de equidad.
Si pensamos que algo está mal, debemos actuar en congruencia con ese conocimiento. Como sentencia la famosa frase, hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas formas; de lo que se trata es de transformarlo.
Tony Judt (2011)
La pobreza económica, convertida en pobreza material, pero también, debido al funcionamiento de nuestras sociedades, en pobreza educativa, cultural, en las relaciones, en las oportunidades para acceder a un consumo responsable, constituye el principal elemento diferenciador de las sociedades globalizadas; a lo que debemos sumar la imposibilidad de participar en los itinerarios que nuestras sociedades imponen y es que la globalización, desde su mirada económica, social y cultural, inhibe las posibilidades de desarrollo de los procesos educativos en las personas y las comunidades, ya que el desarrollo globalizado se vislumbra desde una perspectiva normalizadora que excluye todo lo no considerado normal, mayoritario, no globalizado, invisibilizando relaciones, miradas y no reconociendo lo minoritario para considerarlo excluido. Además, vincular los procesos educativos con una idea de normalidad, mayoritaria, por definición excluyente (Martín y Vila, 2007), nos deben llevar a reflexionar sobre los mecanismos que generan exclusión y discriminación y, hasta qué punto, no somos cómplices de estos mecanismos. Podemos pensar que los incluidos, de alguna manera legitimamos, por mayoría y por nuestro devenir individualista, la actual construcción social, a la vez que las poblaciones excluidas no se posicionan por un cambio social, sino más bien, por incluirse individualmente a la sociedad excluyente, pasando así de ser excluidos a ser exclusores. Ya Barton (1998) afirmaba que la sociedad está enferma, se encuentra discapacitada, ya que genera personas excluidas a través de sus mecanismos de funcionamiento.
Pensamos que las ideas tienen un papel fundamental en lo planteado y que estas ideas sumadas a los procesos educativos, como derecho universal y como exigencia social, deben fundamentar una ciudadanía para que emerjan las personas desde las profundidades de la exclusión, de la ignorancia, de la pobreza, de manera autónoma y crítica, preservando su propia identidad, exigiendo desde el reconocimiento de lo ajeno, el reconocimiento propio, de su propia vida y autonomía.
Nos planteamos la posible existencia de unos límites reflexivos y éticos en los procesos de globalización, que se nos presenta como un proceso que nos envuelve y que recoge en su propio planteamiento un sin fin de paradojas, referidas a la diversidad de ideas, definiciones, construcciones sociales, lo que puede nublar nuestra visión de la misma. Pretendemos avanzar en una reflexión que nos ayude a comprender dónde nos encontramos y vislumbrar el camino que tenemos que recorrer impulsados por el devenir globalizador, que nos empuja a ser meros espectadores pasivos en un camino que se presenta como el único posible que como individuos y como colectivo podemos construir. Y aunque el término globalización aparece en la década de los 80 del siglo pasado, impulsado por las altas escuelas de administración de empresas norteamericanas (Delgado, 1998), pronto se convierte en una consecuencia de la modernidad (Giddens, 1997) y en su trasfondo defiende la idea de construir un entramado sociopolítico en el que el sistema económico dicta su propia ley al conjunto de la sociedad. En contraposición a esta filosofía de vida, han emergido movimientos como el “15M” que aglutinan diferentes capas sociales, diferentes personas de diferentes edades y en multitud de territorios que asumen lo propuesto por Hessel (2011), al afirmar que,
“el pensamiento productivista, sostenido por occidente, ha metido al mundo en una crisis de la que hay que salir rompiendo radicalmente con la huida hacia adelante del “siempre más”, tanto en el dominio financiero como en el dominio de las ciencias y de la técnica. Ya es hora de que la preocupación por la ética, la justicia y la estabilidad duradera sea lo que prevalezca. Pues nos amenazan los riesgos más graves; riesgos que pueden poner fin a la aventura humana sobre el planeta que puede volverse inhabitable” (Hessel, 2011, pág. 10).
Y quizás tengamos dudas razonables a la hora de dar credibilidad a este tipo de movimientos sociales identificados a través del lema “indignaos”, por su capacidad de mantenerse en el tiempo y de mantener sus ideales, pero tendríamos que preguntarnos hasta cuándo es posible que una persona o todo un pueblo viva sin esperanza, hasta cuándo un sistema puede seguir justificando las desigualdades y privando de reconocimiento a una buena parte de sus ciudadanos, cómo justificamos el consumismo de masas, quién está detrás de la denominada democracia formal, qué consecuencias tiene la desaparición de la ciudadanía social basada en los Estados de Bienestar.
Lo cierto es que el sistema lo formamos todos aunque hay que reconocer que no todos tenemos las mismas responsabilidades; de este modo, parece reconocido mayoritariamente que en las últimas décadas del siglo pasado y comienzos del siglo XXI, ha desaparecido de la esfera pública el papel social de los intelectuales, que ha sido sustituido por la construcción de una cultura hegemónica de masas gracias a los poderosos medios de comunicación, muy relacionados con los poderes económicos y financieros. Noam Chomsky (2010), nos recuerda una serie de acciones mediáticas que, quienes manejan la información, realizan para mantener la gobernanza de los pueblos y que podemos apreciar en acontecimientos sociopolíticos actuales muy próximos a nosotros. Algunas de estas estrategias están vinculadas con la distracción, manteniendo nuestra atención en aspectos relevantes que determinan los cambios decididos por las élites, lo que él denomina problema-reacción, que consigue graduar y diferir la aplicación de medidas que resultan difíciles de entender, dirigiéndose al público como si éste estuviera constituido por seres de poca edad, procurando no despertar la conciencia crítica, apelando a aspectos emocionales más que racionales, implantando deseos, miedos, induciendo, en definitiva, comportamientos, dejando que seamos capaces de controlar la tecnología que usan para nuestro control, reforzando la autoculpabilidad y reconociendo acciones fallidas como fracasos propios y no deficiencias del sistema, conociendo a las personas para así poder mantener un control sobre ellas. Algunas de estas estrategias podemos observarlas en los espacios micro, a diario en programas de televisión, otras, van más allá y son reconocidas, por ejemplo, con las supuestas medidas de seguridad acaecidas a nivel mundial a raíz de los acontecimientos del 11S, imposibles de imaginar si no se hubiera instalado previamente un miedo colectivo y un enemigo común.
Esta manera de ver y sentir el mundo tiene su traducción en los procesos educativos, que Pérez (1997), relata del siguiente modo:
Por otra parte, en el año 2002, el Informe sobre Desarrollo Humano de la ONU, destaca el papel jugado por la política en el desarrollo y constata la extensión de los países denominados democráticos, aunque no profundiza en lo que podemos denominar estilos democráticos, que nos puede llevar a analizar el desencanto de la ciudadanía en muchos de estos países debido a la baja calidad democrática. Lo que nos lleva a pensar que el modelo globalizador es inseparable del desarrollo neoliberal basado en modelos sociopolíticos de democracia formal y representativa, ignorando otros modelos de desarrollo y otros modelos de democracia, más vinculados con la globalización de la justicia social y basado en la responsabilidad, la solidaridad y una ética inclusiva para la construcción de un mundo plural. Sin lugar a dudas, este planteamiento implica la construcción de un modelo social de reconocimiento, inclusor y participativo, no sólo en lo formal, reconceptualizando al ser humano como un ser complejo construido en torno a una ética reflexiva del ser, que impida la contradicción que asumimos entre los valores que defendemos y los que practicamos, y que promulgue la defensa de los más débiles, asumiendo unos mínimos exigibles éticamente (Cortina 1998).
La clave para producir un cambio social quizás está en que se instale en el imaginario colectivo, en las persona y colectivos, un proceso de educación social, en el que la sociedad, las instituciones, los grupos culturales, los barrios, las ciudades, asuman responsabilidades como agentes educativos, asumiendo el principio kantiano de la “insociable insociabilidad” en busca de un espacio común de ciudadanía en la que el sentido de la identidad compartida y la responsabilidad crítica, conformen el andamiaje del autogobierno, la autonomía el acompañamiento educativo y los derechos universales, porque creemos que una sociedad civil subsiste si prima en ella el aprendizaje social.
Partiendo de estas premisas, es necesario reclamar con “indignación” un modelo de ciudadanía que recupere el contrato social que los procesos de globalización se han encargado de destruir. De este modo, la sociedad contemporánea, a la vez estatal y universal, requiere un modelo de ciudadanía que se sostenga en procesos vinculados a:
El cumplimiento de lo planteado, supone la creación de espacios sociales independientes de los gobiernos, vinculados a los territorios, en los que conviva una diversidad de actores sociales que impriman a sus debates una racionalidad no contemplada en la lógica de la rentabilidad.
Ante la evidente globalización, a nuestro juicio, podemos optar por tres posturas:
Sin lugar a dudas, pensamos que la tercera opción es la que supone un compromiso mayor y a, través de ella, podemos tener en nuestras manos un mayor poder transformador, abordando los procesos educativos a través de procesos de análisis y reflexión, de manera crítica en lo referido a los contenidos, valores, creencias en torno a los que se producen, ya que, como es sabido, la educación no es neutral, por lo que los que nos dedicamos a ella, tampoco podemos serlo, sino que nos es exigible una práctica pedagógica comprometida, que tome partido y que conforme seres participativos, autónomos y críticos. Y para esto, necesitamos una educación transformadora que desarrolle una crítica a lo existente, que posibilite una acción consciente y colectiva, para la transformación social, por lo que consideramos que los procesos educativos en su práctica no son neutros, no pueden serlos, sino que debemos preguntarnos a favor de qué y de quién nos posicionamos en nuestra práctica educativa, para posicionarnos en torno a unos valores determinados, por lo que es necesario vincular los procesos educativos con un proceso político comprometedor del saber, ya que creemos que mantener procesos educativos críticos y comprometidos producen personas críticas en su entorno social, lo que posibilita la transformación de los espacios y la llegada de lugares más equitativos y justos, que tienen mucho que ver con el compromiso social y político de nuestras actuaciones y acompañamientos educativos. Y es que los procesos educativos deben concebirse como un acontecimiento procesual, que abarca toda la vida y que permite la adquisición de pautas de convivencia y de valores que posibilitan la vida en sociedad. No debemos olvidar que nuestra sociedad, autoproclamada inclusora, reproduce, una y otra vez, esquemas conducentes a la exclusión de parte de la población, perpetuando las desigualdades, por lo que los procesos socioeducativos deben alejarse de los mecanismos de homogenización en busca del cambio social a través de un adecuado desarrollo personal y ciudadano, no legitimando situaciones de injusticia, sino que desde la percepción de los procesos educativos como un derecho social irrenunciable, debemos valorar al ser humano desde sus diferencias naturales y no desde las desigualdades construidas social y artificialmente.
De este modo, es necesario reflexionar de una manera crítica y volver la mirada hacia las personas con las que trabajamos y acompañamos en nuestro quehacer profesional, especialmente las personas y grupos excluidos, para descubrir que nuestro trabajo mucho tiene que ver con la defensa de los derechos humanos de las personas con las que trabajamos, poniendo en valor la diversidad, la responsabilidad y la equidad, a través de un compromiso y una responsabilidad social, que nos debe hacer superar los prejuicios sociales heredados y construidos artificialmente por nuestras sociedades. En este sentido, retomamos las palabras de Paulo Freire, “una educación crítica, nunca puede prescindir de la percepción lúcida del cambio que, incluso, revela la presencia interviniente del ser humano en el mundo” (2001: 42), por lo que debemos insistir en la idea de que lo educativo no se circunscribe a unos criterios de aprendizaje, sino que lo educativo es un acontecimiento procesual que abarca toda la vida y que permite la adquisición de pautas de convivencia y de valores que posibilitan la vida en sociedad. Así, la horizontalidad de la relación educador-educando debe tornarse como algo inherente al proceso pedagógico, así como la participación activa en la elaboración social del conocimiento y acceso al saber, debe ser un eje fundamental en la práctica educativa. De este modo, las educadoras y educadores, debemos concebirnos como facilitadores del diálogo y mediadores en la construcción y reconstrucción del saber y de la sociedad, asumiendo nuestro rol como intelectual transformador (Giroux, 1992) y dinamizador cultural.
Y es que en las coordenadas globalizadoras y neocapitalistas en las que nos movemos, el vivir juntos no es una consecuencia directa del orden social, sino que se ha convertido en un empeño que debe ser construido socialmente; así, no es extraño percibir acontecimientos teñidos de un individualismo asocial, en un entorno de fundamentalismo autoritario caracterizado por la negación política de la sociedad recubierto de tintes, a los que tildamos de educativos, sin tener en cuenta que los cambios sociales de nuestras complejas sociedades exigen planteamientos para afrontar desafíos, tales como la lucha contra la exclusión, la mejora de la convivencia, los procesos que llevan a la consecución de la paz, la búsqueda de la igualdad y de la justicia social, y la consecución de una cultura de bienestar, entendida como conciencia colectiva orientada al establecimiento de nuevas formas de convivencia, basada en valores fundamentales como la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo democrático (López, 2000), huyendo del concepto de asistencialismo basado en Estados-Providencia (Rosanvallón, 1995), para llegar a un modelo participativo de toda la ciudadanía basado en procesos pedagógicos.
Las relaciones mercantilistas emanadas de los procesos de globalización tienen como consecuencia el individualismo, la insolidaridad, la intolerancia, la falta de diálogo, la privatización, el no reconocimiento de lo diferente; esta manera de interpretar la realidad se vincula con procesos de injusticia y exclusión social en el seno de unas sociedades que se muestran como las únicas imaginables y que utiliza dinámicas perversas aceptadas, que consisten en que los que son, los que tienen, los poderosos se relacionan con los que no son, los que no cuentan, los invisibles, a partir de situaciones de explotación que suavizan con políticas asistencialistas, que en nada resuelven los problemas ni las situaciones de los excluidos, aunque sí proporcionan a las sociedades que asisten, gran bienestar ya que desde la posición de poder y riqueza actúan, eso sí, sin que cambie el “status quo” de la población ni su estatus de vulnerabilidad. Estas situaciones se reproducen una y otra vez, y con el pasar de los años se enquistan, de manera que el estado asistencialista se conforma con asistir a estos grupos, y lo que es peor aún, los colectivos asistidos, se acostumbran y se conforman con ser asistidos. Sin lugar a dudas, estas maneras de actuar producen un gran malestar social y es necesario abordar las causas que las determinan, más que abordar sus consecuencias. Ante estos acontecimientos creemos que educación social debe orientarse hacia la denominada “pedagogía de la liberación” (Freire, 1990), que se orienta hacia facilitar el empoderamiento de las personas para terminar con la cultura del silencio, promoviendo el ejercicio simultáneo de la acción y reflexión, que propicie la construcción de una conciencia crítica capaz de fomentar las transformaciones sociales, ya que es necesaria la reconstrucción de un pacto social contra la exclusión, que debe sostenerse en la universalización de la protección social amparada en los derechos humanos, la creación de redes sociales que permitan la auto-organización, que posibiliten la participación en lo público y supongan un compromiso con la justicia social (Valderrama, Martín y Vila, 2012).
Creemos que desde esta perspectiva, la educación social no puede desprenderse de su connotación política (López, 2000) y abogamos por una educación social crítica que nos permita analizar y comprender la relación dialéctica existente entre la estructura social y la acción humana, puesto que los seres humanos no somos entes pasivos de reproducción social, sino creadores de significados, sujetos con capacidad crítica y competencia comunicativa para la transformación social a través de prácticas emancipatorias. De este modo, entendemos que el ámbito educativo debe dejar de ser un espacio de reproducción social e ideológica, para convertirse en un territorio de crítica y resistencia a los patrones hegemónicos y homogeneizadores.
No queremos finalizar sin hacer nuestras las palabras de Paulo Freire:
“Por grande que sea la fuerza condicionante de la economía sobre nuestro comportamiento individual y social, no puedo aceptar mi pasividad ante ella. En la medida en que aceptemos que la economía, la tecnología o la ciencia […] ejercen sobre nosotros un poder irrecurrible, no tenemos otro camino que renunciar a nuestra capacidad de pensar, de conjeturar, de comparar, escoger, decidir, proyectar, soñar. Reducida a la acción de viabilizar lo ya determinado, la política pierde el sentido de la lucha para la concreción de sueños diferentes. Se agota el carácter ético de nuestra presencia en el mundo. En este sentido, aun reconociendo la indiscutible importancia de la forma en que la sociedad organiza su producción para entender como estamos siendo, no me es posible, por lo menos a mí, desconocer o minimizar la capacidad reflexiva, decisoria, del ser humano. El mismo hecho de que la persona sea capaz de reconocer hasta qué punto está condicionada o influida por las estructuras económicas la hace capaz también de intervenir en la realidad condicionante. O sea, saberse condicionada y no fatalistamente sometida a éste o aquel destino abre el camino a su intervención en el mundo. Lo contrario de la intervención es la adecuación, la acomodación o la pura adaptación a la realidad que, en este caso, no se discute”. (2001: 66 y ss.).
Creemos que estas palabras suponen un buen comienzo que nos invita a reflexionar sobre las posibilidades de la educación social en los tiempos que vivimos y en los que se aproximan.
Barton, L. (1998). Discapacidad y sociedad. Madrid: Morata.
Cortina, A. (1998). Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad. Madrid: Taurus.
Chomsky, N. (2010). Media control. EE.UU. Consortium Book Sale et Dist.
Delgado, M. (1988). La globalización, ¿nuevo orden o crisis del viejo? Desde el Sur, Cuadernos de Economía y Sociedad, 1. Málaga.
Freire, P. (1990). La naturaleza política de la educación. Cultura, poder y liberación. Barcelona: Paidós.
Freire, P. (2001): Pedagogía de la indignación. Madrid: Morata.
Giddens, A. (1997). Consecuencias de la modernidad. Madrid: Alianza.
Giroux, H. (1992). Teoría y resistencia en educación. México: Siglo XXI.
Hessel, S. (2011). ¡Indignaos! Barcelona: Destino.
Judt, T. (2011). Algo va mal. Madrid: Taurus.
López, R. (2000). Fundamentos políticos de la Educación Social. Madrid: Síntesis.
Martín, V.M. y Vila, E.S. (2007): Mapas de exclusión, animación sociocultural y espacios interculturales en la globalización, en CID, X.M. y PERES, A. (ed): Educación social, animación sociocultural y desarrollo comunitario. Vigo: Universidade de Vigo.
McLaren, P. y Farahmandpur, R. (2006). La enseñanza contra el capitalismo global y el nuevo imperialismo. Madrid: Popular.
Pérez, A.I. (1997). Socialización y educación en la Época Posmoderna, en AAVV: Ensayos de Pedagogía Crítica. Madrid: Popular.
Rosanvallón, P. (1995). La nueva cuestión social. Repensar el Estado-Providencia. Buenos Aires: Manantial.
Valderrama, P.; Martín, V.M. y Vila, E.S. (2012). La educación para la cultura de paz y la convivencia en ámbitos de intervención social; en Castilla, Mª. T.; Martín, V.M. y Vila; E.S.: Cultura de paz, conflictos, educación y derechos humanos. Granada: GEU.