Francisco J. Caparrós, Magdalena Gelabert, educadores sociales
La pobreza infantil es un problema global que afecta tanto a los países ricos como a los países que están pagando los efectos de la crisis, y cuya principal consecuencia es el empobrecimiento general agravado por el desmantelamiento de los sistemas de protección social. Existe la evidencia de que durante los años de bonanza económica, la Unión Europea no consiguió paliar la pobreza infantil, claro indicio de que nos hallamos inmersos en un sistema económico generador de pobreza y exclusión social.
En su informe “La Infancia en España 2012-2013”, Unicef pone de manifiesto cómo la crisis ha tenido un impacto significativo en los hogares con menores a su cargo, principalmente familias monoparentales y familias formadas por parejas jóvenes que han pasado a engrosar las listas del desempleo, y que no son capaces de incorporarse de nuevo al mercado laboral ya que éste se comporta de forma inestable e imprevisible.
En este trabajo pretendemos visibilizar la pobreza infantil, un fenómeno que abarca todas las etapas de la infancia hasta los 18 años y que marca, significativamente, las trayectorias futuras de quien la padece o está en riesgo de padecerla. Su manifestación más evidente es la incapacidad para acceder a los recursos económicos, sociales o culturales.
Francisco J. Caparrós, Magdalena Gelabert, educadores sociales [1]
En nuestro país, la pobreza infantil lleva tiempo encabezando el interés de la Administración y organismos tanto nacionales como internacionales. Cáritas, Unicef, Save the Children u Oxfam, entre otros, se hacen eco de la especial vulnerabilidad de los menores en España. Todos somos testigos del alarmante aumento de la incidencia de la pobreza en las capas más desfavorecidas de la sociedad, y muchos los que centramos nuestro interés en conocer tanto las causas como las consecuencias de padecer, o estar en riesgo de ello, privaciones durante la infancia. En trayectorias de exclusión, transgeneracionalidad de la pobreza y fracaso escolar, sin ir más lejos, España registra una tasa de abandono escolar temprano del 30%,[2] alrededor del doble de la media de la UE. Es mucho lo que está en juego. Por eso, cuando una comunidad “quiere alcanzar niveles más altos de rendimiento escolar entre su población infantil deberá atacar la desigualdad subyacente, que es la causante de los profundos desniveles en el rendimiento escolar” (Wilkindon y Pickett, 2009:48).
En el informe “La Infancia en España 2012-2013”, Unicef pone de manifiesto el impacto de la crisis económica sobre la infancia en nuestro país, situación que compromete claramente sus derechos y presume que es responsabilidad de las administraciones revertir una situación que obstaculiza directamente el desarrollo y la salud de los niños, e incluso determina la futura inclusión laboral de los menores (Navarro, 2012).
La Fundación Foessa, señala que España es el segundo país de la Unión Europea con el mayor índice de pobreza infantil. En 2012, el riesgo de pobreza estaba en casi nueve puntos por encima de la media europea (29,9%), dato solo superado por Rumanía (Foessa, 2014). Laparra y Pérez, en su informe para La Caixa Crisis y fractura social en Europa. Causas y efectos en España (2012) sentencian que uno de cada diez hogares españoles podría verse afectado por procesos de privación severa, lo que Hardy y Laszloffy (2005) definen como la ejemplarización de la violencia económica y social, acto que implica una forma de injusticia social, basada en el acceso al poder o a la riqueza. Por último, debemos señalar que el riesgo de pobreza de los niños como grupo, está sometido a grandes diferencias que abarcan factores territoriales, de origen nacional o de clase social (Martínez, 2014), como muestra el siguiente gráfico, pone de manifiesto esta realidad.
Parece que la definición y conceptualización de pobreza infantil determina la forma en que se diseñan y abordan las medidas específicas para prevenirla en los más pequeños, y no cabe discutir que arbitrar medidas conducentes a garantizar el ejercicio de los derechos humanos es responsabilidad de los estados firmantes del tratado parisino. Sin embargo, no está tan claro que sigan siendo la educación, la salud y la protección los derechos más conocidos y respetados en la infancia y la adolescencia (Rodríguez, 2014). Prueba de ello es la reducción significativa de las transferencias presupuestarias, al sistema educativo y al de salud y protección, tanto de los menores como de las familias.
Tampoco está tan claro que la existencia de datos y estadísticas, referentes a una realidad preocupante, incremente el interés mediático de una problemática lacerante, una realidad que, tal y como asegura Sepúlveda, citado por San Felipe (2014), es una causa básica de pobreza en la vida adulta; lo que implicaría que, siendo los niños los que más padecen las consecuencias de la pobreza, sus derechos deben ser una prioridad.
Las aproximaciones estadísticas para medir la pobreza, nos muestran una realidad cambiante que cuestiona nuestro sistema social, aunque no llegan a medir la realidad y su impacto en la sociedad sino que computan determinadas formas de desigualdad, la que soportan algunas personas (Sanzo, 2000). Los análisis multidimensionales ofrecen una visión más completa y general del fenómeno, y permiten relacionar las situaciones de carencias sociales o privación con otras dificultades, tales como el acceso a bienes básicos de consumo, que obstaculizan la integración social de las personas (San Felipe, 2014). A partir de esta idea, podemos afirmar que “la fijación de indicadores únicamente económicos para el análisis de la pobreza, olvidan tomar en consideración otros recursos culturales, políticos y sociales, que posibilitan la participación de los ciudadanos en la vida social” (Moreno, 2000:5), y que desembocan en la exclusión.
Francisco González-Bueno, Presidente del Comité Español de Unicef, en 2004 incide en la conveniencia del estudio sistemático y riguroso de las necesidades básicas de los niños y niñas, relacionándolo con el ordenamiento jurídico del que emana la Convención sobre los Derechos del Niño aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas, el 20 de noviembre de 1989. El enfoque de la privación de necesidades básicas, nos permite aproximarnos al concepto de pobreza que padecen los menores desde un puntal prioritario: el ejercicio de la ciudadanía. Dicho puntal reconoce a los niños y niñas como titulares de derechos y no como simples objetos de protección (San Felipe, 2014). Por otra parte, Ochaíta y Espinosa (2004) constatan la premura a la hora de reconocer la multidimensionalidad de las necesidades durante las primeras etapas de la vida, ya que de este análisis surge la urgencia para adoptar medidas que en ningún caso obstaculicen el acceso a los recursos y servicios que garanticen el adecuado crecimiento en las primeras etapas del desarrollo humano. De la misma forma, los responsables de políticas públicas deben diseñar y proveer medidas que los amparen, lo que Lázaro, analista de políticas de infancia y Secretaria del Observatorio de derechos de la infancia de la Generalitat de Cataluña, llama la construcción colectiva de una cultura de respeto hacia los derechos de los niños y niñas. Este posicionamiento nos obliga a no errar, ya que las previsibles y evitables consecuencias constituyen un foco importante de sufrimiento (Pogge, 2013). Así pues, el concepto de pobreza infantil va más allá del significado económico del término, alcanzando un carácter multidimensional que aglutina diferentes factores estrechamente ligados a los Derechos de la Infancia (San Felipe, 2014).
Hablar de pobreza infantil es hablar de pobreza familiar, “la bajada de los salarios y el incremento de los impuestos ponen a las familias, con hijos a su cargo, en serias dificultades a la hora de hacer frente a imprevistos” (Unicef, 2013). Existen evidencias sobre las consecuencias de las dificultades económicas durante la infancia, pero pocos son los estudios que examinan si estas consecuencias persisten en la edad adulta, y con qué intensidad se manifiestan. Paul Amato, profesor del departamento de sociología de la Universidad de Pennsylvania, y Juliana Sobolewski, también doctora y profesora de la misma universidad, se interesaron por este tema y, en un estudio longitudinal realizado en 2005, constataron la evidencia de que las dificultades económicas en la familia de origen, predicen el bienestar en la etapa adulta. En su informe analizaron variables como la relación conyugal de los padres, la relación entre padres e hijos y los logros académicos, llegando a la conclusión de que las dificultades económicas son particularmente problemáticas cuando éstas se prolongan o se padecen durante la adolescencia (Sobolewski y Amato, 2005).
Los datos estadísticos y metodológicos nos permiten orientar acciones dirigidas a cuestionar políticas de protección y prevención de los efectos de padecer, o estar en riesgo de padecer, pobreza durante la infancia en un contexto caracterizado por la casi desaparición de programas de protección hacia las familias, y la lapidación de programas preventivos dirigidos a la infancia y a la adolescencia. Resulta escalofriante la naturalidad con la que se obstaculiza la concesión del estatus de ciudadano a los menores, pues éste obliga a facilitar el acceso a los recursos básicos: salud, educación, alimentación y atención adecuada, siendo la ciudadanía el ejercicio de los derechos y los deberes. Moreno (2000) sentencia en su trabajo Ciudadanía, desigualdad social y Estado del Bienestar, que la no discriminación en el acceso a los recursos constituye la condición necesaria para el ejercicio de derechos. El mismo autor abre un debate interesante y novedoso, dónde aborda la necesidad de diseñar sistemas distributivos de renta, con la idea de propiciar un cambio social que otorgue mayor calidad democrática, definiendo las políticas públicas y sociales como intervenciones que afectan a la distribución de las oportunidades vitales de los ciudadanos (Moreno, 2000), lo que favorece la no exclusión de sectores importantes de la sociedad.
En el ensayo Desigualdad. Un análisis de la (in) felicidad colectiva, fruto de un riguroso análisis sobre las consecuencias de las desigualdades sociales, los epidemiólogos Richard Wilkinson y Kate Pickett concluyen que la desigualdad convierte a los países en disfuncionales, obligándonos a ampliar los márgenes del discurso sobre un fenómeno creciente como es la injusticia social (Gelabert, 2014).
Sustentada en análisis estadísticos y estudios longitudinales, se revela una realidad que explica el deterioro de una sociedad en aspectos medibles como pueden ser la obesidad o la salud mental, el nivel de conflictividad social y el número de población reclusa, así como el fracaso y abandono escolar, el porcentaje de jóvenes en conflicto o el número de embarazos durante la adolescencia, relacionándolos con las desigualdades sociales y confirmando cómo estos fenómenos, tienden a acusarse a medida que crece la distancia entre ricos y pobres (Gelabert, 2014).
Según Richard Wilkinson y Kate Pickett, el dolor que provoca la exclusión social afecta a las mismas zonas del cerebro que se activan ante el dolor físico. Para dar mayor peso a esta afirmación, traen a colación un experimento realizado por Naomi Eisenberg, que demostró a través de imágenes cerebrales cómo el dolor provocado por la exclusión social, en algunas especies de monos, también compromete áreas cerebrales responsables de las conductas de protección de madres hacia sus hijos. El coste social de la incapacidad de las familias para cuidar y cubrir las necesidades de sus hijos, significa un problema de salud pública (Wilkindon y Pickett, 2009).
En un metanálisis dirigido por Franziska Reiss, del Centro Médico Universitario de Hamburgo-Eppendorf en Alemania, en el que se analizaban las desigualdades sociales asociadas a problemas de salud mental en niños y adolescentes realizado en 2013, se constató que los marcadores socioeconómicos como los ingresos familiares, la pobreza y educación de los padres, la calidad e intensidad del empleo o la riqueza familiar, correlacionaban con la salud mental de los niños y adolescentes desfavorecidos resultando de dos a tres veces más propensos a desarrollar problemas de salud mental. Su informe pone de relieve la necesidad de intervenciones a nivel individual en la primera infancia, así como la necesidad de reducir las desigualdades socioeconómicas para mejorar la salud mental y la percepción del bienestar subjetivo en la infancia y la adolescencia (Reiss, 2013).
Sabemos que la pobreza afecta de forma negativa y transversal a las condiciones de vida de las personas que la sufren, y la pobreza extrema es tal vez la más devastadora para su calidad de vida y la que más imposibilita el ejercicio de sus derechos, minando de forma decisiva su salud mental (Pitillas 2012). Investigaciones recientes también advierten de que la exposición de los niños muy pequeños a un trauma repetido, puede tener efectos profundos y duraderos en su salud mental (Lieberman, 2011). Los mayores incrementos en la prevalencia de la depresión severa se observan entre adolescentes víctimas de la desigualdad y la pobreza (Torikka et al., 2004). Sobolewski y Amato (2005), en este sentido, llegaron a la conclusión de que las dificultades durante la infancia, comprometen las relaciones interpersonales y determinan de forma significativa en el bienestar durante la edad adulta.
En los últimos años, se han desactivado una cantidad importante de programas de atención socioeducativa, cuya incidencia en la prevención de conflictos está sobradamente acreditada, bajo la premisa del ahorro a toda costa. Ahora podemos observar cómo la crisis económica también está afectando al adecuado desarrollo de una parte importante de nuestros jóvenes, y muchos son los que, como Martínez (2014) doctor en Psicología Social de la Universidad Autónoma de Barcelona, sostienen que el abandono al que se somete a una parte importante de la población menor de edad aumenta su malestar e insatisfacción vital. Podemos asegurar, al igual que Martínez en 2014, que la inseguridad acaba convirtiéndose en un elemento identitario en la infancia y la adolescencia, vulnerando sus derechos ciudadanos y humanos.
Crisis económica y ausencia de programas de atención socioeducativa, que no significa sólo atender a los niños sino garantizarles el ejercicio de su derecho a una educación inclusiva y de calidad, así como al uso de recursos comunitarios en materia de ocio y tiempo libre y el acceso a la participación o a la atención médica, es verdaderamente preocupante. Ante esta situación, y según la percepción de los riesgos que esto supone para la infancia, cabe preguntarse si la respuesta de la administración ¿se debate entre la vulnerabilidad o la conflictividad? Los datos son los que son y la disfuncionalidad social tiene que ver con la distribución de la riqueza, que tiende a identificar a las personas también con las dificultades a la hora de acceder a los recursos socioeducativos comunitarios, que es casi tan peligroso como des-subjetivar a aquellos que son responsables de la toma de decisiones, cuyo efecto secundario es precisamente el aumento de la desigualdad (Gelabert, 2014). Es curioso constatar que España destina casi el 25% del total del gasto público social para el 20% de población más rica, mientras que para el 20% de la población con rentas más bajas tan solo reserva el 10%. Lo que nos sitúa en concordancia con las afirmaciones de Unicef (2013), al asegurar que las necesidades y preocupaciones de los niños y jóvenes son ignoradas por los que toman las decisiones.
Tras este repaso por la imposibilidad, que en la actual coyuntura tienen los niños y niñas en riesgo, para ejercer sus derechos ciudadanos, podemos traer a colación el conocimiento que de la Carta de Derechos tienen los ciudadanos, tras 25 años de vigencia. Rodríguez (2014) constató que persiste un muy bajo conocimiento de la CDN. Un mayor conocimiento supondría un paso importante, pero también poner en valor la necesaria orientación hacia intervenciones de transferencias económicas basadas en la justicia social, un cambio valorativo que aportaría el adecuado reconocimiento y respeto hacia un colectivo para el que no se le reconoce una posición débil y subordinada al criterio de la población adulta (Rodríguez, 2014). Los valores son creencias que impregnan nuestras actitudes y comportamientos, son la base sobre la cual tomamos decisiones. Por razones obvias, en las sociedades desiguales se empuja a sus ciudadanos a banalizar el fenómeno de la pobreza, es la fórmula thatcheriana que popularizó con éxito el discurso de que, en realidad, la precariedad económica o laboral es fruto de la irresponsabilidad individual (Jones, 2012), donde lo colectivo no existe ni es deseable lo que delata un escenario del todo indeseable para la infancia.
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Francisco J. Caparrós. E-mail: franciscojcaparros@elauvo.org, y Magdalena Gelabert.E-mail:magdalenagelabert@gmail.com
[1] Francisco J. Caparrós y Magdalena Gelabert son Educadores sociales e integrantes del Movimiento Socioeducativo Elauvo, organización interesada en el estudio de los factores asociados al adecuado desarrollo en la infancia y la adolescencia. Centra su interés en el estudio de las consecuencias de la escasez de recursos sobre el conflicto social, la violencia y el abandono escolar prematuro.