Santiago Ruiz-Galacho y Víctor Manuel Martín-Solbes, Universidad de Málaga
Proponemos un acercamiento a la profesión de la educación social a través de un análisis de nuestras sociedades, en el que no perdamos de vista las influencias globalizadoras de nuestras sociedades capitalistas y las connotaciones que se derivan de la mirada neoliberal que, sin lugar a dudas, tienen consecuencias para la profesión, las y los profesionales y las personas con las que trabajamos. Hacemos especial hincapié en los aspectos relacionados con las violencias, ya sean, estructurales, culturales o directas, que emanan de nuestro desarrollo social e influyen en nuestro quehacer profesional, apreciando la necesidad de reconocer estas violencias, asumirlas y, desde el acto profesional, actuar de acuerdo a la cultura de paz y desde la acción noviolenta.
We propose an approach to the profession of social education through an analysis of our societies, in which we do not lose sight of the globalizing influences of our capitalist societies and the connotations that derive from the neo-liberal view that, without a doubt, they have consequences for the profession, the professionals and the people we work with. We place special emphasis on aspects related to violence, whether structural, cultural or direct, that emanate from our social development and influence our professional practice, appreciating the need to recognize these violence, assume them and, from the profession act according to the culture of peace and from nonviolent action.
Contribución aceptada por el Comité Científico del VIII Congreso de Educación Social
Vivimos en sociedades globalizadas en las que lo individualista e insolidario se tornan como valores fundamentales en las relaciones y formas de convivencia, olvidando la necesaria redistribución de bienes y las relaciones basadas en la equidad. Este desarrollo social, normalizado por los fundamentos neoliberales y por el relativismo moral, que nos subyugan al reconocimiento de unos poderes económicos, a unas relaciones injustas y a unas desigualdades que se legitiman con impunidad (Martín-Solbes y Vila, 2007), nos conducen hacia modelos sociales en los que la participación queda inhibida por procesos de despolitización permanente que nos guían hacia un “todo vale”, en donde las ideologías son sometidas a desprestigios, abandonando cualquier reflexión ética que nos conduzca hacia la preocupación por el otro y el compromiso social (McLaren y Farahmandpur, 2006) y donde el denominado pensamiento único es traducido a criterios de productividad, eficacia y rentabilidad, alejándose cada vez más de posicionamientos democráticos y participativos, que buscan de la equidad y el reconocimiento de las diferencias. Así pues, creemos evidente que, los postulados capitalistas, reconvertidos en neoliberales y globalizadores a partir de una idea de representatividad democrática, se han ido imponiendo, sustentados por una idea de libertad que se aleja de la solidaridad y la equidad y que, más bien se compromete con una mirada individualista y con la supresión de proyectos sociales, como consecuencia de un estado mínimo (Fukuyama, 1992), que legitima los ataques al pensamiento crítico, desprestigiando posicionamientos ideológicos que cuestionen lo comúnmente establecido. Estas estructuras de desarrollo social en el marco de la racionalidad mercantilista han producido importantes dinámicas de exclusión, lo que Valencia (2010) ha denominado capitalismo gore, y han dado lugar a situaciones en las que la connivencia política ha generado lógicas globales y locales de privación absoluta del acceso a la cobertura de necesidades básicas, lo que Mbembe (2011) vino a denominar necropolítica.
De este modo, la globalización y el neoliberalismo se vislumbran a través de procesos inseparables que son sostenidos por un conjunto de leyes no escritas, como son, no resistirse a la mundialización, no retrasarse en la carrera de las innovaciones tecnológicas, liberalizar totalmente los mercados, desregularizar el funcionamiento de las economías y de la sociedad, privatizar todo lo que pueda ser privatizado, despolitizar la vida social y asumir, a nivel individual, que lo importante es ganar, lo que implica ser altamente competitivo, ser siempre el mejor (Valderrama y Martín-Solbes, 2011). Estos principios constituyen una forma de estar en el mundo y de relacionarse, que se sustentan en procesos de violencia estructural.
La cuestión está en saber qué podemos hacer desde la acción socioeducativa, desde la profesión de la educación social, para no constituirnos en transmisores y perpetuadores de los elementos y objetivos característicos del neoliberalismo y de las sociedades capitalistas que ponen el foco, además de en lo expuesto anteriormente, en la promoción de las injusticias sociales y en un bucle constante de desarrollo de las violencias estructurales. Queremos conectar aquí con la necesidad de imbricar la educación social con la defensa de los Derechos Humanos, los derechos de todas las personas. En este sentido, Pisarello (2007), nos recuerda la necesidad de acabar con una serie de mitos que ensombrecen la estructura de los derechos sociales, incluidos los derechos educativos, como son:
De este modo, debemos recordar que la violencia estructural se constituye como aquélla que emana de las formas de organización social, antes mencionadas, que tienen un efecto directo sobre los procesos de dignificación de las personas con las que trabajamos, relacionadas con determinadas políticas que ponen en valor el denominado `mito de la igualdad de oportunidades´, que aprovechan las estructuras sociales, para violentar a las personas más vulnerables a través de una falsa narrativa de la cuestión social que los agentes socioeducativos hemos encontrado en nuestros contextos profesionales, cuya sistematización, está aquejada de déficits respecto a propuestas fundamentadas y vinculadas con dilemas deontológicos, lo que hace que, en demasiadas ocasiones, las acciones socioeducativas se imbriquen en acciones irreflexivas y, nos atrevemos a decir, poco éticas; aquí proponemos la necesidad de reconectar a la ciudadanía con la que trabajamos con las sociedades que la ha expulsado y, creemos que esta reconexión no puede estar basada en la reproducción de dinámicas exclusógenas, violentas y violentadoras, para pasar de ser excluido a exclusor bajo el paraguas neoliberal, sino que optamos por acciones que se vehiculen a través de un discurso y unas acciones diferentes.
Además, estas violencias estructurales acompañan una propuesta ciudadana alejada de derechos y prácticas que pueden permitir a las personas incidir en la comunidad y en las decisiones compartidas que, con el fin de establecer dinámicas de cooperación, reconozcan a cada persona su dignidad. A partir de este reconocimiento, es posible plantear construcciones ciudadanas centradas en lo procomún y en un modelo de desarrollo humano.
Siguiendo a Galtung (2016), podemos considerar la violencia cultural, la que se refiere a aquellos aspectos de la cultura, relacionados con rasgos simbólicos, como la religión, el arte, la ideología o el lenguaje, que pueden ser utilizados para justificar o legitimar la violencia directa o la violencia estructural. De este modo, la violencia cultural se refiere a cualquier aspecto de una cultura que puede ser utilizado para legitimar la violencia directa o la incorporación de ciertas violencias a la estructura social.
El propio Galtung (2016) escenificó la presencia de las violencias estructural, cultural y directa, como un iceberg, donde las violencias estructural y cultural permanecían en su base, imperceptibles, pero sustentadoras de las violencias directas, que se sitúan en la cúspide de esta pirámide y que se muestran en el devenir social. En esta imagen, las violencias estructural y cultural, alimentan una y otra vez las violencias directas y, éstas, a su vez, retroalimentan las anteriores.
Fisas (1998), nos orienta sobre la cultura de la violencia, entendiéndola como “cultura”, en la medida en que a través de la historia y del tiempo, ha sido interiorizada por sectores importantes de diferentes sociedades, a través de mitos, políticas, comportamientos e instituciones que, a pesar de saber que producen malestares, siguen estando presente en nuestras sociedades; la realidad es que parece difícil realizar propuestas de cambios culturales de manera más o menos inmediata, por lo que parece inexcusable plantear estrategias que produzcan cambios culturales, al menos, en nuestras pequeñas parcelas de acción profesional. Algunas de estas violencias culturales vienen constituidas por el patriarcado y la denominada mística de la masculinidad, el economicismo en el que se basa nuestras relaciones sociales y las exclusiones que genera, la competitividad e individualismo como causas de la desintegración social y atomización de las estructuras sociales, el etnocentrismo que impide el reconocimiento del otro, del ajeno, del minoritario, deshumanizando las culturas diferentes para así deshumanizar a los diferentes. Nuestras sociedades, a través de su desarrollo y en infinidad de declaraciones públicas, hacen referencia al no reconocimiento y deshumanización del minoritario, como pueden demostrar declaraciones de grupos políticos que vulneran, una vez tras otra, el reconocimiento y los derechos fundamentales de las minorías, pero lo que nos llama más la atención es que la acción socioeducativa, al menos en algunos casos, no descarta estos procesos, como prueban algunas acciones desarrolladas en entornos socioeducativos y publicadas por la prensa recientemente; así, el Diario el País publicaba un artículo el 24 de agosto de 2019, con dos titulares impactantes para el desarrollo de la profesión. Éstos eran:
Estas acciones encarnan una violencia directa, basada en una violencia estructural y cultural que generan ansiedad, malestar y desesperación en la ciudadanía a partir de un orden social injusto.
La educación social se construye como una profesión mediadora entre la ciudadanía con la que trabaja y las influencias estructurales, culturales y simbólicas que recibe de la sociedad. Esta acción mediadora supone devolver a la sociedad una ciudadanía no reproductora de violencias, sino que tras la acción socioeducativa, planteamos que la ciudadanía vuelve a la comunidad como miembros capaces de reflexionar y actuar desde parámetros alejados de las violencias y, por lo tanto, estamos contribuyendo, desde la educación social, al cambio en nuestras sociedades, una de las finalidades de la profesión.
En cualquier caso, debemos diferenciar entre las tres formas de violencia ya señaladas. Así, la violencia directa puede ser considerada un suceso; la violencia estructural es un proceso que se construye con altibajos y, la violencia cultural es un constructo inalterable, persistente, dada la lentitud con que se producen las transformaciones culturales (Galtung, 2016). Consideramos que estas violencias generan violencias, que se traducen en la privación de los derechos de las personas y, en el ámbito profesional de la educación social, en acciones pretendidamente socioeducativas pero que, al estar vinculadas a estas violencias, sólo producen malestar social, privación de derechos, reproducción social y procesos vinculados con el asistencialismo, respecto a las personas con las que trabajamos y, con una suerte de abnegación profesional que impide el desarrollo de la educación social para el cambio social.
En este contexto, proponemos la necesidad de vincular la educación social con la práctica noviolenta y la cultura de paz.
Y es que la paz es un derecho humano reconocido y jurídicamente sostenido por las democracias. En este sentido, el artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce el derecho a la paz como un derecho de toda persona, por lo que coincidimos con Muñoz y Molina (2009), cuando afirman que la paz es una responsabilidad directa de los gobernantes pero muy especialmente de los educadores, que deben ser promotores de una cultura de paz para la consecución de una sociedad más justa y equitativa, considerándola “un signo de bienestar y armonía que nos une a los demás, a la naturaleza y al cosmos” (Muñoz y Molina, 2009; 15).
En este sentido, Caride (2013), insiste en que toda educación debe inscribir sus acciones, dando sentido a una formación integral e integradora, en valores que, comienzan a modificar la estructura de la propia personalidad para abrirse a espacios y tiempos sociales, en los que el intercambio, la cooperación, la creatividad, la ayuda mutua, se constituyen en fines y métodos, éticos y socialmente deseables en la búsqueda de una ciudadanía compartida que pongan la cultura de paz al servicio de la emancipación humana.
Así pues, proponemos que la educación social debe tener, como profesión y como disciplina de conocimiento, el reto de elaborar una narrativa propia que favorezca, desde la perspectiva de la cultura de paz, la transformación de las comunidades y las estructuras sociales haciendo frente a la conflictividad, tomándola como una oportunidad de construcción de los vínculos ciudadanos fundamentados en la justicia social y los derechos fundamentales, como expresión de un acuerdo ético que genere dinámicas de convivencia que rompan con el ciclo de la violencia.
Por su parte, Harris (2003), establece algunos propósitos de la educación para una cultura de paz, que podemos vincular con la educación social y resumir en los siguientes aspectos:
Además, consideramos que la cultura de paz debe construirse en procesos educativos abiertos, basados en métodos democráticos, no sólo como transferencia de conocimientos, sino también, para la participación activa de las personas con las que trabajamos. Consideramos necesario establecer el debate (dialógico), ya que `no podemos enseñar participación mediante la pasividad´ (Walker y White, 2003; 30); se trata, no sólo de una transferencia cognitiva, sino de una de una transformación cognitiva que contribuya a crear paz y debe centrarse en las personas, en la vida y en la naturaleza.
En definitiva, la cultura de paz está influida por la estructura social que nos oprime a través de sus violencias, por lo que consideramos que la paz perfecta es difícil de alcanzar, sin embargo, retomamos aquí la necesidad de trabajar en el desarrollo de la ya nombrada `paz imperfecta´ en nuestros entornos de desarrollo profesional, transformando las violencias recibidas, a través de la cultura de paz, en acciones noviolentas y pacificadoras que proponemos imbricar con acciones desde la denominada pedagogía crítica, para la transformación de los entornos socioeducativos y para la consecución del bien común.
Y es que creemos que los procesos socioeducativos deben conectar de manera reflexiva a la ciudadanía con las estructuras que construyen y habitan. Estas estructuras no son neutrales, sino que, por ser construcciones humanas, se construyen a partir de una serie de elementos que configuran o no, oportunidades de desarrollo y de convivencia. Y todo ello, dependiendo de la forma en que visualizamos y comprendemos el bienestar, el procomún, la equidad, el acceso a los medios de vida, las posibilidades de relación y reconocimiento o el papel de las instituciones en el seno de estas estructuras. De este modo, los escenarios socioeducativos en los que desarrollemos nuestras acciones suponen un reto al que debemos enfrentarnos, ya que, como estructuras sociales del sistema, forman parte y son productoras y reproductoras de diversas formas de violencia, que entran en conflicto o, creemos que al menos, deberían entrar en conflicto, con las propuestas socioeducativas; en cualquier caso, estas estructuras violentadoras de las personas mediatizan la acción socioeducativa y, a veces, instrumentalizan los procesos socioeducativos, convirtiéndolos en artefactos al servicio del tecnopoder y del control social.
Por todo lo anterior, creemos fundamental la práctica reflexiva en la acción socioeducativa, al menos en dos sentidos:
De este modo, planteamos una práctica socioeducativa reflexiva que se sitúe en el dilema de apoyar una educación que reproduce las violencias del sistema social, junto a sus prácticas exclusógenas, y una educación que se plantea como acogedora, que genera espacios de pensamiento crítico en los que la ciudadanía puede encontrarse y desarrollarse en comunidad, reconociendo la dignidad del otro, la protección y la participación (Fornet-Betancour, 2002), construyendo así, una cultura de paz basada en una práctica dialéctica entre miembros de un sistema relacional, que requiere del análisis de diferentes formas de acción política, económica, mediática y social; además de la incorporación de una perspectiva pedagógica que contemple los procesos educativos como una herramienta de desarrollo de las comunidades de práctica (Wenger, 2001), en los que las acciones educativas ayudan a la construcción de las estructuras sociales y a su desarrollo.
La apuesta por una práctica socioeducativa supone reforzar la función eminentemente política del hecho educativo como generador de espacios democráticos capaces de facilitar el bienestar poniendo el procomún en el centro de su acción. En palabras de Giroux:
La educación es algo fundamental para una democracia y ninguna sociedad democrática puede sobrevivir sin una cultura formativa conformada por prácticas pedagógicas capaces de crear las condiciones de una ciudadanía crítica, autorreflexiva, informada, dispuesta a emitir juicios morales y a actuar de una manera socialmente responsable. Si lo entendemos de este modo, la educación en tanto práctica política y moral hace mucho más que enfatizar la importancia del análisis crítico y de los juicios morales. También proporciona herramientas para teorizar acerca de las facetas de nuestra capacidad de intervención personal y social, y sobre las exigencias y las expectativas, en cambio continuo, de una política democrática. La educación, en resumen, se vincula de manera inextricable con el arco de la esperanza, ese arco que imagina y batalla a la vez por la expansión de las instituciones democráticas. Más aún, una educación crítica es la que adopta como uno de sus proyectos centrales el tratar de detectar y prestar atención a esos lugares y prácticas donde se le ha negado la capacidad de intervención social y donde, en ocasiones, se ve sometida a una forma de violencia intelectual (2019, p. 9).
La educación social, en su labor mediadora, desarrollada como una práctica transformadora en base a parámetros éticos, supone, a través de su acción, una práctica sensibilizadora que permite desentrañar los entresijos de las violencias estructural, cultural y directa, haciendo visibles sus dinámicas y situándonos en el horizonte de posibilidades de una vida más justa para la comunidad que habitamos.
Recogemos ahora algunas reflexiones que, a partir de lo expuesto, pueden resultar interesantes para seguir avanzando en las prácticas noviolentas como fundamentos de la educación social y que concretamos en posibilidades y necesidades:
Bateman, A. y Fonagy, P. (2016). Tratamiento basado en la mentalización para trastornos de la personalidad. Una guía práctica. Bilbao: Desclée de Brouwer.
Caride, J.A. (2013). Educar en la convivencia: la cultura de paz como construcción pedagógica y social. En Mª.T. Castilla; E.S. Vila; V.M. Martín-Solbes y A.Mª. Sánchez: Cultura de Paz para la educación (pp.17-31). Granada: GEU.
Diario El País. 24/08/2019.
Etxeberria, X. (2000). La noviolencia en el ámbito educativo. Cuadernos Bakeaz, 37.
Fisas, V. (1998). Cultura de paz y gestión de conflictos. Barcelona: Icaria.
Fornet-Betancourt, R. (2002). La educación intercultural. El problema de su definición. En: Y. Onghena (coord). Intercultural. Balance y perspectivas (pp.157-160) Barcelona: Fundació CIDOB.
Fukuyama, F. (1992). El fin de la historia y el último hombre. Barcelona: Planeta.
Galtung, J. (2016). La violencia: cultural, estructural y directa. Cuadernos de estrategia, 183 (147-168).
Giroux, H. (2019). ¿Cómo educamos para concienciar sobre la violencia? En B. Evans y S.M. Wilson. Retratos de la violencia. Una historia ilustrada del pensamiento radical (pp. 7-13). Madrid: AKAL.
Jares, X. (2003): La educación para la paz y el aprendizaje de la convivencia. En Santos Guerra, M.A. (coord.). Aprender a convivir en la escuela (pp.87-106). Madrid: UNIA/AKAL.
Harris, I. (2003). Conceptual underpinnings of peace education. En G. Salomon y B. Nevo (eds). Peace education: the concept, principles and practices around the world (pp. 15-26) New Jersey: Lawrence Erlbaum.
Martín-Solbes, V.M. y Vila, E.S. (2007). Mapas de exclusión, animación sociocultural y espacios interculturales en la globalización. En M. Cid y A. Péres (ed.). Educación social, animación sociocultural y desarrollo comunitario (pp.189-196). Vigo: Universidade de Vigo y Universidad de Tras-os-Montes e Alto Douro.
McLaren, P. y Farahmandpur, R. (2006). La enseñanza contra el capitalismo global y el nuevo imperialismo. Madrid: Popular.
Mbembe, A. (2011). Necropolítica. Barcelona: Melusina.
Muñoz, F.A. y Molina, B. (ed.) (2009): Pax Orbis. Complejidad y conflictividad de la paz. Granada. Eirene: Instituto de la Paz y los Conflictos.
Pisarello, G. (2007). Los derechos sociales y sus garantías. Elementos para una reconstrucción. Madrid: Trotta.
Valderrama, P. y Martín-Solbes, V.M. (2011). Educación y ciudadanía. La exigencia de un compromiso ético en tiempos de globalización. En R. Buxarrais y otros. Autonomía y responsabilidad. Contextos de aprendizaje y educación (pp. 1-17). Barcelona: Universitat de Barcelona.
Valencia, S. (2010). Capitalismo gore. Barcelona: Melusina.
Walker, T. y White, C. (2003). The struggle for voice. Critical democratic education for social efficacy. En C. White (ed). True confessions: Social efficacy, popular culture and the struggle in schools (pp. 21-39) Creskill, New Jersey: Hampston Press (21-39).
Wenger, E. (2001). Comunidades de práctica: aprendizaje, significado e identidad. Barcelona: Paidós.
Santiago Ruiz-Galacho, email: santirg87@gmail.com
Víctor Manuel Martín-Solbes, email: victmmsolbes@uma.es