Dra. Joana Calero Plaza, Facultad de Magisterio y Ciencias de la Educación, Departamento de Educación Inclusiva, Desarrollo Comunitario y Ciencias de la Ocupación, Campus Capacitas, Universidad Católica de Valencia, UCV. Celia Blanes Bosch, Educadora Social y Maestra. Facultad de Magisterio y Ciencias de la Educación, Universidad Católica de Valencia, UCV
Desde el nacimiento, la vida de toda persona es un continuo de pérdidas y separaciones que nos preparan para la gran despedida como es la propia muerte. Sin embargo, esta realidad dentro del campo de las personas con discapacidad intelectual es totalmente ignorada y desconocida debido a las diversas suposiciones erróneas y la escasa literatura científica que existe en este ámbito. Por esta razón, el presente artículo tiene como objetivo reflexionar acerca de la necesidad de ampliar la formación destinada a los educadores sociales en situaciones de duelo, para favorecer intervenciones socioeducativas efectivas con personas con discapacidad intelectual. Ante un hecho tan complicado, la figura del educador social, por sus diversas competencias profesionales, es determinante para que las personas afectadas logren desarrollar el duelo de manera saludable.
From birth, every person’s life is a continuum of loss and separation that prepares us for the great goodbye that is death. However, this reality within the field of people with intellectual disabilities is totally ignored and unknown due to the various erroneous assumptions and the limited scientific literature that exists in this area. For this reason, this article aims to broaden the necessity of training for social educators in situations of mourning, to promote effective socio-educational interventions with people with intellectual disabilities. We believe that in the face of such a delicate fact, the figure of the social educator, due to his various professional skills, is decisive for the affected people to be able to develop their grief in a healthy way.
El objetivo principal de este trabajo es realizar una reflexión sobre la formación del educador social ante los procesos de duelo de personas con discapacidad intelectual, reivindicando, a través de una síntesis teórica sobre el tema, una mayor competencia de esta profesión dentro del ámbito de la discapacidad. Los objetivos específicos planteados para abordar esta temática han sido, ofrecer un estado de la cuestión acerca de los aspectos más importantes en el proceso del duelo, y como este afecta a las personas con discapacidad intelectual, y un análisis de los diferentes contenidos que se incluyen en el aprendizaje del educador social en materia de duelo y discapacidad intelectual.
El presente escrito plantea un marco para la reflexión, ya que pretende incidir en la importancia de aumentar la preparación técnica de los educadores sociales en el abordaje de situaciones de pérdidas, permitiendo al profesional diseñar intervenciones socioeducativas más eficaces en este ámbito de trabajo. Asimismo, es fundamental integrar determinadas habilidades necesarias dado que facilitan la realización de actuaciones de éxito ante el duelo, enmarcadas dentro del acompañamiento socioeducativo en personas con discapacidad intelectual.
El estudio se ha enmarcado dentro del paradigma de investigación que tiene como fin promover la reflexión crítica, siguiendo un enfoque cualitativo, realizando una revisión bibliográfica de fuentes documentales secundarias que nos han ayudado a constituir la base de una primera aproximación al objeto de estudio deseado y analizando algunos planes de estudios del grado en Educación Social. En este sentido, se han consultado distintas referencias obtenidas en diferentes bases de datos e instituciones como, SciELO (36), Dialnet (54), EBSCO (22), Google Scholar (41), Redalyc (14) y la Organización Mundial de la Salud (1), Biblioteca Digital de la Naciones Unidas (5), INE(1), BOE (1). Toda esta información se ha dividido en distintos campos de conocimiento, que nos ha servido para estructurar la síntesis teórica de forma coherente y cohesionada. Además, de contar con la colaboración de dos residentes de la Asociación Valenciana de Ayuda a la Parálisis Cerebral (AVAPACE).
Durante los últimos 30 años, la esperanza de vida de las personas con discapacidad intelectual ha aumentado notablemente debido a los importantes avances médicos y unas mejores condiciones de vida, pues el acceso a una salud pública de calidad repercute de manera directa en la vida de las personas. En otros términos, podemos asegurar que los diversos progresos sociales, económicos y de salud han logrado frenar o moderar las altísimas tasas de mortalidad precoz que existían en este colectivo poco tiempo atrás (Muñiz, Alcedo y Gómez, 2017).
En consecuencia, las expectativas de vida en este colectivo se han incrementado de forma significativa, pudiendo llegar a edades avanzadas afrontando así el proceso de envejecimiento y los distintos acontecimientos vitales que aparecen durante este periodo, como la pérdida de los seres queridos (Millán, 2002; Domingo, Cuesta y Sánchez, 2018).
En efecto, el hecho de prolongar la vida y vivir más años permite madurar y afrontar mejor las pérdidas. Se estima que un 40% de la población con discapacidad intelectual convive con familiares de edad avanzada (Blackman, 2008; Rodríguez, De la Herrán e Izuzquiza, 2013). De ahí la necesidad de asegurarnos que entienden el duelo por fallecimiento como un proceso de gran intensidad emocional que forma parte de nuestra naturaleza ante la rotura de los vínculos con nuestros seres queridos (Alonso, Ramos, Bareto y Pérez 2019).
Sin embargo, la insuficiente literatura científica que existe en este campo y las diferentes creencias erróneas acerca de este colectivo, como que las personas con discapacidad intelectual no son capaces de sentir dolor ni de comprender el significado de la muerte, muestran aún hoy la muerte como un tema tabú, que se traduce en una deficiencia de conocimientos al respecto (Todd, 2001; Martínez, 2020).
Específicamente, esta idea es bien detallada por Arnaiz (2003):
Entender la muerte es entender la vida. El tabú sobre la muerte es tan grande que se prohíbe hablar del sufrimiento y, sobre todo, del fracaso: sólo existen los que triunfan, y sólo se puede hablar del éxito. Entonces, cuando alguien tiene dificultades o las cosas no le salen como había deseado… se siente culpable o busca quién tiene la culpa. Sólo algunos osados se atreven a hablar de la muerte de los demás (p.6-7).
Así pues, siguen existiendo determinadas barreras de sobreprotección a las personas con discapacidad intelectual al tratar la muerte (Forrester, 2013). Implícitamente se les niega la posibilidad y el derecho a sufrir, pues suelen subyacer actitudes de infravaloración; esto se refleja en la toma de decisiones inapropiadas del tipo “que no vaya al hospital, así no sufre” (Brickell y Munir, 2008: 73).
Por esta serie de razones, entendemos que introducir la pedagogía de la muerte desde la perspectiva de un educador social significa ofrecer una mirada integral de la existencia del ser humano, teniendo en consideración que somos limitados y que ciertamente estamos delegados al sufrimiento, envejecimiento y muerte como experiencias vitales.
Lo único que nos separa de la muerte es el tiempo.
Ernest Hemingway. Escritor y periodista estadounidense. 1899-1961.
A lo largo de la historia, la visión de la discapacidad ha ido evolucionado desde una posición determinada por numerosas acepciones de fundamento social, cultural y educativo (Peredo, 2016). Durante décadas, la discapacidad se ha equiparado con la incapacidad y la minusvalía, con la alteración o la desviación normativa, con el déficit. De forma generalizada, se ha vinculado con la vertiente negativa y patológica, ignorando de tal forma las condiciones y estructuras que subyacen dentro del entorno, de la organización social (Martínez, 2014). En este sentido, ha girado alrededor del déficit y se ha delimitado únicamente a las características desfavorables ignorando el entorno social, cultural y físico (Vicente, Mumbardó, Coma, Verdugo y Giné, 2018).
Asimismo, esta visión se ha evidenciado en el lenguaje y en los estereotipos sociales durante décadas considerando que se han utilizado términos como: minusválido, retrasado, subnormal, mongólico, oligofrénico, lisiado, impedido, inútil, etc., para referirse a las personas con discapacidad. De esta forma, todas estas expresiones realzan connotaciones negativas y encierran actitudes que indudablemente segregan y excluyen (Castillo, 2009; Palacios y Romañach, 2006).
Sin embargo, ha sido en el último siglo donde se ha propugnado una nueva forma de conceptualizar a la persona con discapacidad, denegando las viejas concepciones para adoptar un papel activo en su asistencia, tratamiento, educación e integración con plenos derechos en la ciudadanía. Se ha tratado de poner el énfasis en la persona y no en el uso de etiquetas genéricas debido al cambio que se ha producido en el modo de pensar sobre este ámbito. (Toboso, 2018).
Para ser más específicos, la formulación del principio de normalización abrió una nueva etapa con el propósito de verificar los distintos conceptos adaptados al mundo de la discapacidad, estando de igual forma el entorno comprometido con el planteamiento de nuevas políticas. Wolfensberger (1972) se refiere a:
La utilización de medios culturalmente normativos para permitir que las condiciones de vida de una persona sean al menos tan buenas como las de un ciudadano medio a fin de mejorar o apoyar en la mayor medida posible su conducta, apariencia, experiencias, estatus y reputación (p.41).
Como resultado, actualmente la discapacidad es entendida como un fenómeno multidimensional, resultado de la interacción de las personas con su entorno físico y social, que integra los diversos factores de funcionamiento y discapacidad junto a los factores que interactúan con ellos (Victoria, 2013). Se concibe desde una nueva forma de pensar que amplifica nuestro enfoque: debemos entender la discapacidad desde una perspectiva que ofrezca una visión centrada en la persona, para mejorar el funcionamiento humano y la calidad de vida por medio de los apoyos necesarios (Schalock, 2009; Verdugo y Navas, 2017). Indiscutiblemente se debe partir de la premisa fundamental de que toda vida humana es igualmente digna.
Es así que se ha pasado de la discapacidad como pérdida de una estructura psicológica, fisiológica o anatómica, a la discapacidad como capacidad en el desempeño de las actividades cotidianas que enriquecen la identidad de nuestra sociedad. De ser una responsabilidad individual a ser un compromiso de todos los miembros de una sociedad. De un enfoque basado en la naturaleza de la enfermedad a un enfoque universal que busca una comprensión cognitiva, afectiva y social del ser humano. (Organización Mundial de la Salud, 2001).
Por ello, la discapacidad deja de presentarse de forma negativa ya que presenta cualidades que obligan a considerar de forma íntegra las capacidades, posibilidades y actuaciones de la persona con discapacidad; se exige reconocer de forma única las propias habilidades de cada uno (Seonae, 2011).
Bajo este punto de vista, se observa cómo el planteamiento que se sustenta desde hace apenas unas décadas comprende un modelo fundamentado por términos como la accesibilidad universal, la no discriminación o el diseño universal para todos. En este marco, debemos hablar de una sociedad donde se cultiven valores primordiales como el respeto, la dignidad humana y el reconocimiento positivo de las diferencias. Donde se potencien las oportunidades, obligaciones y derechos inalienables de las personas con discapacidad intelectual en diferentes esferas de la vida, con la finalidad de desarrollar con total plenitud los diversos planes de vida, el propósito más anhelado de todo ser humano (Martínez, Tena, Cañadas, Pérez y García, 2018).
De esta forma, Lou (2011) defiende que este enfoque propone una visión que considera válida la opinión de toda persona que aspira a la configuración de su identidad personal. Enfatiza las actuaciones destinadas a eliminar obstáculos y promover un entorno accesible para mejorar su participación social.
Precisamente la situación de las personas con discapacidad parte del pensamiento que reconoce a cada persona, con o sin discapacidad, única a los demás. De acuerdo con Medina (2017) los principios y criterios de la inclusión deben reconocerse mediante máximas como la equidad o la igualdad, cuestión de suma importancia para todos.
De manera análoga, Fernández (2005) considera que es necesario configurar una visión orientada a reconocer y promover las diferencias en espacios de realización personal y colectiva como meta para alcanzar la felicidad. Se necesita cierto grado de implicación para lograr un nivel de igualdad que acentúe las competencias de las personas con discapacidad. Sólo así se conseguirá reducir la vulnerabilidad a la que ciertamente, deben plantar cara por distintos aspectos socioculturales (La Parra y Tortosa, 2002; Cristóbal, Alcedo y Gómez, 2017).
Por tanto, el cambio de paradigma actual conduce a una transformación en el modelo de intervención en el que las actitudes y sugerencias de segregación son reemplazadas por una visión inclusiva y comunitaria de la discapacidad. (Martínez, 2014).
Indudablemente, el ser humano necesita de los vínculos para crecer y desarrollarse. Cuando alguna de esas relaciones se rompe, surge un periodo de adaptación al que llamamos duelo. En nuestra cultura, generalmente se refiere a una serie de procesos psicológicos y psicosociales que siguen a la pérdida de un ser querido. Se considera una respuesta normal y saludable ante una situación que todo ser humano sufrirá a lo largo de la vida como cierre del ciclo vital (Cabodevilla, 2007).
Según la teoría del apego de Bowlby (2007), las personas tienden a crear vínculos para satisfacer o cubrir las necesidades de protección y cuidado. Por ello, el duelo tal vez nos muestre el verídico secreto de la vida: el valor del amor como la verdad más bella del mundo. Pero también la soledad sustancial que nos caracteriza y refleja (Bermejo, 2005).
Simultáneamente, comprender las manifestaciones y los periodos del duelo es de especial relevancia para saber en qué situación se encuentra la persona en su proceso de luto. En un duelo con una respuesta normativa o natural y con una previsibilidad de síntomas pueden describirse una serie de etapas, cada una con diferentes desempeños que liberan paulatinamente los lazos emocionales con el difunto (González, Suárez, Polanco, Ledo y Rodríguez, 2013).
Esta observación se relaciona con el desarrollo clínico del duelo, este siempre sigue las mismas vías, y se conforman en tres etapas principales: el comienzo, que se caracteriza por un estado de incredulidad y confusión, la persona tiene la sensación de estar en una nube; el eje del mismo duelo, repleto de sentimientos de vacío y dolor profundo; y la fase de término, que da nuevos significados a la vida. Estos tres momentos de adversidad casi siempre se subsiguen (Gómez, 2007; Gutiérrez, 2017).
Sin embargo, autores como Rico (2017) afirman que las personas somos seres únicos, por ello un doliente no tiene porqué atravesar todas ellas ni vivirlas en la misma dirección, con la misma intensidad y en el mismo orden.
En este sentido, se debe agregar que la intensidad del dolor ante la pérdida vendrá condicionada por el vínculo afectivo previamente establecido con la persona fallecida, teniendo en cuenta la naturaleza social del ser humano, que necesita crear lazos con otros individuos para ir formando su identidad y sentido de pertenencia (Maura, 2015). Dentro de este marco factores como el aprendizaje interpersonal, la verbalización, la conciencia de la propia realidad o la estimulación recíproca pueden influir en la elaboración del duelo, tanto de forma positiva como negativa (Pascual y Santamaría, 2009).
Podemos afirmar que, aunque la muerte forma parte de la historia vital, la finitud es uno de los contenidos que aún no se ha conseguido plantear desde una perspectiva pedagógica, como consecuencia de la incertidumbre y el desconocimiento que inquietan al hombre acerca de esta realidad (Colomo y Cívico, 2018).
Considerando las distintas aportaciones realizadas hasta el momento, se desprende que el duelo y la pérdida de un ser querido ejercen un impacto sustancial en la vida de toda persona. Si por lo general estos momentos resultan muy difíciles, es interesante preguntarse: ¿Cómo lo viven las personas con discapacidad intelectual?
Durante mucho tiempo, se ha creído erróneamente que las personas con discapacidad intelectual no eran capaces de experimentar añoranza por la pérdida de un ser querido. A ello ha contribuido la poca información y preparación que reciben estas personas para el proceso de duelo en virtud de la ocultación del deceso con afán de protegerlas, así como el hecho de limitar su presencia en los rituales que rodean la muerte (Forrester, 2013).
En contraste, si bien es cierto que las restricciones cognitivas y las limitaciones comunicativas dificultan la expresión de sus pensamientos y sentimientos y, por ende, nos impiden saber el grado de afectación, el sufrimiento en el que se ven inmersos es similar (Brickell et al., 2008). Es decir, a pesar de poder pensar que las personas con discapacidad intelectual entienden el duelo de una forma distinta debido a la falta de información y las dificultades cognitivas, es innegable la existencia de angustia y sufrimiento (Blackman, 2008; Lopera, 2018).
De esta forma, tanto la comunidad científica como la profesional aceptan en la actualidad, y tras décadas de estudio, que las personas con discapacidad intelectual sufren y padecen igualmente la vivencia del dolor y el proceso de duelo por la pérdida de un ser querido. Hay consenso, tras la evaluación de múltiples estudios y trabajos al respecto, en que las personas con discapacidad intelectual padecen una respuesta al duelo semejante al resto de la población. Responden con reacciones emocionales de tristeza, pena, ansiedad y angustia; presentan manifestaciones de conducta tales como: incremento del llanto, hiperactividad o comportamientos desafiantes (Domingo, Cuesta y Sánchez, 2018).
A modo de ejemplo, Plena Inclusión (2001) detalla como en algún estudio se ha llegado a valorar que el 50 por ciento de las personas con discapacidad intelectual que mostraban cambios repentinos emocionales en su comportamiento, habían sufrido recientemente una muerte o pérdida. La Fundación Aragonesa Tutelar FUNDAT (2014) sustenta que las personas con discapacidad intelectual también experimentan el duelo, aunque no lo expresen siempre.
El dolor y el sufrimiento son inevitables, pero ayudan a crecer, pueden proporcionar un enriquecimiento psicológico y una maduración personal. Para que el sufrimiento sea provechoso y no destructivo hay que aprender a gestionarlo. Y eso también es válido para las personas con discapacidad intelectual, pues ha quedado evidenciado como estas sufren la ausencia de alguien a quien quieren a través de todas las emociones que produce un duelo (Garvía, 2009)
Por ello, no se trata de ocultar o negar la pérdida sino de proporcionar las bases necesarias para que la persona en cuestión participe, esté informada y reciba los apoyos necesarios para afrontar la situación de la forma más idónea posible con esfuerzo, trabajo continuo y dedicación (Oviedo, Parra y Marquina, 2009).
Como bien expresa Gimeno (2001):
Si la Educación Social debe servir a un proyecto de ser humano y de sociedad, tendremos que aprovechar las posibilidades y afrontar los riesgos de la globalización formando a sujetos que la puedan reorientar. Educar para la vida es educar para un mundo en el que nada nos es ajeno. La educación se ve necesariamente obligada a replantear sus metas y a revisar sus contenidos y métodos (p.121).
Teniendo presente este marco, un profesional de la Educación Social comprende el valor de acompañar a lo largo de la vida a personas que por determinadas circunstancias, han vivido situaciones complicadas (Pereira, 2014). Es decir, el educador social concibe su trabajo centrado en personas que se ven limitadas en su desarrollo personal por determinados factores sociales. Personas que necesitan un soporte para poder integrarse y adaptarse a la sociedad.
La Asociación Estatal de Educación Social -ASEDES- y el Consejo General de Colegios Oficiales de Educadoras y Educadores Sociales -CGCEES- (2007) contemplan las funciones profesionales como aquellas que se desarrollan en una institución o marco de actuación establecido y que se encuentran en paralelo con el ejercicio correspondiente a los niveles formativos de los estudios universitarios y/o aceptados por experiencia profesional.
Pastor (2006) y Guerrero (2013) sostienen que si definiéramos una relación de las funciones comunes que puede desempeñar el educador social en el campo de la discapacidad, se desglosarían en tres niveles fundamentales:
En este sentido, la función más general y concreta del educador social para abordar el duelo en personas con discapacidad intelectual es: mirar, escuchar y acompañar a la persona. Desde esta óptica, ¿Qué significa acompañar?
El término acompañamiento empezó a ser empleado alrededor de los años sesenta, por motivo del evidente paso terminológico de compasión a participación y por la urgente necesidad de modificar la manera de designar las prácticas sociales. Este giro interpretativo de las competencias de los profesionales del ámbito de la acción social aceptó que las personas con discapacidad intelectual pudieran desarrollar lo máximo posible su autonomía y su proyecto de vida en el interior de su contexto habitual. De esta manera, el objetivo primordial del acompañamiento social es apoyar a las personas a solucionar algunas cuestiones que se han generado por situaciones de discriminación o exclusión gracias a una relación de soporte y escucha activa, incorporando todas las esferas y áreas de la vida de la persona (Planella, 2008).
Por tanto, si una de las funciones fundamentales del educador social es la de acompañar a las personas, resulta oportuno entender que puede realizar de forma adecuada el acompañamiento durante los procesos de dolor ante la pérdida de un ser querido, pues se trata de un hecho fundamental para asegurar un proceso de duelo positivo. Son numerosos los estudios que afirman que las personas que reciben ayuda elaboran un duelo más formativo, mejorando así su calidad de vida (Dowling, Hubert, White y Hollins, 2006; Miranda, 2019).
Como resultado, autores como Ramos, Gairín y Camats (2018) determinan que la actuación del educador social durante el acompañamiento educativo del duelo debe mantenerse en el tiempo y no limitarse solo al principio del proceso. Asimismo, es importante mencionar que frente a este acompañamiento, el profesional debe mantener una actitud flexible y consecuente a las circunstancias de cada sujeto, proponiendo diferentes recursos y alternativas disponibles a su alcance. La difícil tarea de afrontar la muerte nos obliga a establecer como principios básicos de nuestra acción, la responsabilidad y la propia consciencia de nuestras capacidades y limitaciones a la hora de intervenir con personas en situación de duelo (Piñeiro, 2016).
Por otro lado, Plena Inclusión (2017) en su guía sobre el duelo por un ser querido para adultos con discapacidad intelectual y del desarrollo, sugiere que las respuestas del profesional deben basarse en la disposición, en la paciencia y en la empatía. Podríamos decir que no se trata de responder al cómo se lo explico, sino al cómo o de qué manera le acompaño. Es por ello que el educador social debe realizar funciones como:
La Asociación Americana sobre Discapacidad Intelectual y Desarrollo (2002) defiende que se deben proporcionar una serie de posibles apoyos en el proceso de duelo en cada una de las siguientes dimensiones, considerando en todo caso que son orientaciones de carácter general que han de adaptarse a la singularidad de cada persona con discapacidad intelectual.
Como resultado, está bastante claro que para poder realizar una intervención socioeducativa de tal magnitud primero se necesita una formación pedagógica intensa y concreta acerca de la conciencia de la realidad sobre la finitud humana. Ramos et al. (2018) proponen varios principios prácticos y funcionales como:
Si atendemos esta última consideración, se debe explicar la importancia del valor de aprender a escuchar en materia de duelo. Escuchar significa comprender, valorar lo desconocido, ser capaz de silenciar nuestros principios y nuestras convicciones para intentar recibir al otro en total plenitud (Planella, 2008). Nunca es una acción resignada, pues no escuchamos por casualidad. Escuchamos porque entendemos que en el otro hay un secreto, un tesoro que queremos conocer porque así lo hemos deseado previamente.
A lo largo del presente artículo, se ha expuesto la importancia de una formación pedagógica del educador social, para afrontar de forma eficaz el proceso de duelo en las personas con discapacidad intelectual, por estar especialmente indicado en sus funciones el acompañamiento a las personas ante las distintas experiencias vitales.
Sin embargo, a pesar de ser la intervención socioeducativa en la discapacidad un dominio históricamente tradicional de la Educación Social, sigue siendo una de las áreas con menos presencia y reconocimiento dentro de esta profesión.
A modo de ejemplo, Mercado, Roldán y Rivera (2016) detallan cómo en este ámbito, existe un mayor porcentaje de profesionales que provienen de ramas psicológicas y pedagógicas frente a enfoques o titulaciones universitarias sociales vinculadas con el entorno. Generalmente la titulación de Educación Social es menos significativa en comparación a la de Psicología, Pedagogía o Terapia Ocupacional.
Uno de los motivos puede venir dado por el diseño de los planes de estudio del grado de Educación Social que se imparte en las distintas universidades españolas. La educación universitaria implica un carácter esencial, debe formar personas capaces de solucionar los problemas que vayan surgiendo a través del tiempo, con conocimiento de los posibles escenarios futuros (Renata, Marçal y Regina, 2020). En este marco, el aprendizaje y las competencias adquiridas durante la etapa de formación académica determinarán en gran parte la profesionalidad como futuros educadores sociales, así como los espacios laborales donde ejercer.
Tras la revisión de diferentes grados de la titulación de Educación Social que se imparte en algunas universidades españolas, podemos observar cómo la mayoría de las facultades donde se imparte el grado de Educación social, considera como asignatura obligatoria la intervención en discapacidad dentro de su plan de estudios. Sin embargo, el aprendizaje sobre el duelo es punto y aparte. Las guías docentes de las asignaturas en dicha materia analizadas, corroboran que ninguna contempla el proceso de duelo en las personas con discapacidad intelectual, como materia de estudio, a excepción de la Universidad de Murcia considerando que incluye el trabajo de un proyecto socioeducativo centrado en el envejecimiento activo y, por consiguiente, en el duelo.
Tabla 1: “Materias consultadas relacionadas con el campo profesional de la discapacidad de distintas universidades españolas”
Universidad |
Nombre Asignatura |
Universidad Nacional de Educación a Distancia |
Discapacidad y contextos de intervención |
Universidad de Valencia |
Atención a la diversidad |
Universidad Católica de Valencia |
Intervención socioeducativa en la discapacidad |
Universidad de Murcia |
Programas y medidas de atención a personas en situación de dependencia |
Universidad de Almería |
Atención Socioeducativa a Personas con Discapacidad y/o dependientes |
Universidad de Granada |
Capacidades diversas y Educación Social |
Universidad Complutense de Madrid |
Intervención psicológica en personas con necesidades educativas especiales |
Otro dato a considerar que ofrece el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, es que durante los años 2017-2018, finalizaron sus estudios en el grado de Educación Social un total de 2.938 personas. La mayoría de los estudiantes graduados durante este periodo no disponen parcialmente de todas las competencias necesarias para acompañar durante el duelo a personas con discapacidad intelectual, al no haber recibido formación al respecto. Y seguramente alguno de estos profesionales habrá tenido que afrontar un proceso de duelo en personas de discapacidad intelectual.
La esencia de la Educación Social en materia de discapacidad se caracteriza por defender que todas las personas disfruten de los derechos que les son reconocidos sin ningún tipo de impedimento. Pretende conseguir, a través de una perspectiva claramente social, que la población general reconozca a las personas con discapacidad como ciudadanos iguales con el fin de suprimir toda práctica asistencial y segregadora que limite a la persona como simple receptor de la buena voluntad de los demás. Hablamos de conseguir una democracia responsable y comprometida con la participación plena de las personas con discapacidad en todas las esferas o áreas de la vida (Toboso, 2018).
Se ha pasado de la discapacidad como pérdida de una estructura psicológica, fisiológica o anatómica, a la discapacidad como capacidad en el desempeño de las actividades cotidianas que enriquecen la identidad de nuestra sociedad. De ser una responsabilidad individual a ser un compromiso de todos los miembros de una sociedad. Por ende, si en la actualidad la discapacidad se focaliza en un modelo social, ¿Quién mejor que la figura del educador social, como bien determina su término?
Asimismo, la limitada formación en materia de duelo dentro de nuestra profesión como educadores sociales en distintas universidades españolas, evidencia la falta de importancia que se le otorga al acompañamiento como praxis pedagógica, esencial durante el proceso de duelo en las personas con discapacidad intelectual, considerando que integra todas las propuestas, los métodos y las prácticas que tienen como objetivo ayudar y estimular a las personas para seguir adelante por sus propios medios, y que constituyen una de las funciones propias de los educadores sociales.
Por todas estas razones, se ve necesario revisar la formación que se imparte en las distintas asignaturas de grado, para favorecer la presencia de la figura del educador social en el ámbito de la discapacidad intelectual. Hacen falta propuestas de formación sobre el proceso de duelo en las personas adultas con discapacidad intelectual dentro de nuestra profesión porque la disposición, la calidad y el desarrollo de la figura del educador social es determinante en los usuarios con los que trabajamos para su adaptación a la complejidad de la vida personal y social. Asimismo, consideramos que, para poder realizar un buen proyecto de intervención socioeducativa, es necesario que los profesionales estén bien cualificados ya que, son los que van a realizar ese acompañamiento social ante un hecho tan delicado y complejo pero inherente a la vida de toda persona, como es la muerte de un ser querido.
No obstante, es necesario mencionar que de ningún modo se puede poner remedio a la pérdida ni a las sensaciones que ella genera. Pero como educadores sociales, podemos ayudar a que las personas con discapacidad intelectual expresen los sentimientos que están viviendo ya que pueden resultar totalmente nuevos para ellos, así como orientar nuestra función general a través de acciones como la información, la orientación y el acompañamiento al lado de la persona afectada como promotores del bienestar personal y social.
No puede conseguirse ningún progreso verdadero con el ideal de facilitar las cosas.
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Dra. Joana Calero Plaza. Facultad de Magisterio y Ciencias de la Educación, Departamento de Educación Inclusiva, Desarrollo Comunitario y Ciencias de la Ocupación, Campus Capacitas, Universidad Católica de Valencia. Teléfono 96 363 74 12 – Extensión: 72200 C/ Joaquín Navarro, 37. 46100 Burjassot (Valencia). E–mail: Joana.calero@ucv.es
Celia Blanes Bosch. Educadora Social y Maestra. Ámbito de intervención discapacidad intelectual. Teléfono 96 363 74 12 – Extensión: 72200. C/ Joaquín Navarro, 37. 46100 Burjassot (Valencia). E-mail: celiablanes1@gmail.com