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Adolescentes violentos en recursos residenciales: una propuesta de intervención

Intervention with violent children in residential care resource: a proposal for intervention

Autoría:

Rafael March Ortega, Pedagogo, Psicólogo y Educador Social, Técnico Superior de la administración autonómica de Castilla y León, Valladolid

Resumen

La creciente prevalencia de los trastornos de conducta (Matalí, 2016) implica que los recursos residenciales de atención a la infancia deban atender, cada vez en mayor medida, a adolescentes que presentan perfiles antisociales. Se trata de sujetos, en muchos casos víctimas, que adoptan un rol de agresor respecto de los demás chicos y de los educadores, quienes se ven incapaces de dar respuesta a sus comportamientos. El presente artículo aborda, en primer lugar, una definición conceptual de lo que es la conducta problemática, la conducta violenta y la crisis, para, a continuación, exponer un posible protocolo de intervención sobre las situaciones críticas que discurra desde las estrategias más conciliadoras hasta otras más intrusivas a través de las diferentes fases: la interpretación de indicios, el diagnóstico, la separación-desactivación, la interposición emocional, la contención física y, por fin, la reparación y reflexión sobre lo ocurrido. En lo que se refiere a esta última etapa, se comparan dos modelos; de un lado, el de Intervención en espacio vital (Wood y Long, 1991), «en caliente»; y de otro, el de Intervención inmediata vs. diferida, que plantea fraccionar en dos momentos diferenciados dicha acción educativa.

Abstract

The increasing prevalence of behavioral disorders (Matalí, 2016) implies that children residential care resources should increasingly attend to children with antisocial profiles. These are teenagers, in many cases victims, who adopt a role of aggressor with respect to other children and educators, who are unable to respond to their misbehavior. This article addresses, firstly, a conceptual definition of what is a problematic behavior, a violent behavior and crisis, to then present a possible intervention protocol on critical situations that runs from the most conciliatory strategies to others more intrusive through the different phases: the interpretation of signs, the diagnosis, the separation-deactivation, the emotional interposition, the physical restraint and, finally, the repair and reflection on what happened. With regard to this last phase, two models are compared, on the one hand, the “hot” Life Space Intervention (Wood and Long, 1991); and on the other hand, the one of Immediate Intervention v. Deferred, that raises to divide in two differentiated moments this educational action.

1. Introducción

Las conductas violentas en adolescentes son ya un problema social. Según distintas investigaciones se han disparado las demandas de ayuda relacionadas con niños y jóvenes que son expulsados de centros educativos, tienen problemas legales y/o agreden a sus padres (Matalí, 2016; Ibabe, Arnoso y Elorriaga, 2018). Además, se ha detectado un aumento de los delitos en niños menores de catorce años —sobre todo en cuanto a violencia de género, doméstica y contra la libertad sexual (FGE, 2017, 2018)— que, aunque quedan fuera de las estadísticas, tienen consecuencias para la sociedad, para los propios niños y para sus familias. (Andrés-Pueyo, 2006:4; March Ortega, 2019).

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La predisposición a controlar el entorno a través de un comportamiento-antisocial tiene lugar en todos los ámbitos: los iguales (bullying, ciberbullying, violencia sexual), los compañeros del colegio (acoso escolar), la calle (violencia urbana e ideológica), las minorías étnicas (violencia xenófoba), la pareja (violencia de género), los indigentes (violencia aporófoba), etc. Sin embargo, existe un tipo de violencia específico que se dirige contra: (i) aquellos que desempeñan el cuidado de los niños o adolescentes, (ii) que son los encargados de supervisar que se cumplan las normas, o bien, (iii) que tienen un rol de autoridad. Es la que en un principio se denominó violencia ascendente (dado que iba dirigida hacia los padres y tutores) y que, de alguna forma, debería incluir todas aquellas agresiones que se llevan a cabo no solo contra los progenitores (violencia filio-parental), sino también contra aquellos otros adultos que ocupan su lugar (Cottrell y Monk, 2004:1080; Pereira, 2006:8) como son los educadores de los centros.

Algunos autores señalan que el problema más grave que padecen los niños y adolescentes acogidos son las conductas internalizantes, las cuales suceden, precisamente, a consecuencia de su vulnerabilidad (Del Valle y Fuertes, 2000; Del Valle, Sainero & Bravo, 2011; González García, 2019); sin embargo, en este artículo nos centraremos solo en las conductas externalizantes y, más concretamente, en cómo puede responderse a la violencia y a los episodios de crisis en los hogares y centros de acogida y residenciales, a través de un protocolo de intervención.

2. De la conducta problemática a la crisis

Los adolescentes en acogimiento residencial, bien sean de protección o de reforma, presentan a menudo conductas más o menos conflictivas sin que ello suponga la adopción de medidas extraordinarias. El peligro surge cuando estas conductas escalan en frecuencia o magnitud hasta poner a prueba los límites del dispositivo que los acoge.

A continuación, trataremos de profundizar en algunos conceptos, a saber: la conducta violenta, el encuadre, la conducta problemática, las crisis y las situaciones críticas.

2.2. ¿Es la violencia un hecho inevitable?

En otros artículos ya hemos abordado este tema. De un lado, el desprestigio del concepto de autoridad (Garrido, 2007; Agustina y Romero, 2013; Pereira, 2017) puede suponer que los adolescentes vean los requerimientos de los adultos como carentes de legitimidad (Bauman, 2017; March Ortega, 2017; Sax, 2017). De otro, es la cultura de las organizaciones —y dentro del concepto organización cabe todo: centros, familias, hogares, equipos de futbol o empresas— la que define las relaciones, las normas, los valores y las conductas que se admiten en esa misma organización (Rodríguez, 1993; Mussen, Confer y Kagan, 1974; Schein, 1988). Ambas premisas nos llevan a pensar que si la violencia ascendente ha sufrido un incremento es porque el nivel de tolerancia es mayor que en épocas pasadas. Una sociedad permisiva genera entornos en los que las conductas problemáticas y violentas son consideradas un hecho inevitable. Que el equipo sea consciente de ello es el primer paso para poder intervenir; ahora bien, una cosa es entender, y otra, tolerar que esas agresiones se lleven a cabo. Siendo el de reducir la violencia en los recursos de acogimiento residencial un objetivo prioritario, el abordaje puede hacerse a través de, al menos, tres etapas (March Ortega, 2007:222):

  1. Establecer un encuadre relacional y normativo, que prevenga su aparición.
  2. Disponer de un protocolo de intervención sobre conductas violentas y crisis.
  3. Evaluar las actuaciones realizadas, contando con un recurso especial para aquellos casos más complejos que el centro ordinario no sea capaz de abordar.

2.3. Encuadre relacional y normativo: la cultura de convivencia

Denominamos encuadre a todo lo que tiene que ver con el diseño ambiental (March Ortega, 2007). Esto incluye no solo las normas de convivencia, los horarios, los espacios, los protocolos y procedimientos, sino también la definición del vínculo y la relación interpersonal, la regulación de la vida de los grupos, la retroalimentación de las intervenciones, las rutinas, los límites, las consecuencias ante las conductas problemáticas y el estilo de liderazgo y comunicación. Así, por ejemplo, además de establecer un determinado modo de relación basado en el respeto mutuo, habrá que diseñar el ambiente, de tal modo que los elementos que puedan ser utilizados durante un hipotético episodio de crisis para dañarse o dañar a los demás se reduzcan al mínimo.

Para acordar el encuadre —así como para la planificación de escenarios y protocolos concretos— puede usarse el ISCRA[1] (March Ortega, 2005, 2007) u otras herramientas similares. En esencia, se parte de un Inventario de Situaciones típicas de vida cotidiana sobre las que se lleva a cabo una previsión de posibles Conflictos, un abanico de Respuestas-marco y la definición del Agente que estará a cargo de cada una de ellas.

Un buen encuadre debería ser sólido, pero flexible, y disponer de canales de retroalimentación (March Ortega, 2007). Cuando el marco es muy rígido se genera un clima de revancha. Si es laxo, emergerán encuadres alternativos en los que, tal vez, prime la violencia. Es entonces cuando la capacidad operativa del educador corre el riesgo de caer en picado. En estos casos se genera un vacío de autoridad y las normas de convivencia pasan a ser sustituidas por la «ley del más fuerte». Aun así, de cómo se actúe en relación con esta violencia puede depender que se llegue a recuperar el liderazgo, pero para ello hay que disponer de un plan en el que se especifiquen los roles de cada miembro del equipo, los límites de la intervención y las herramientas de las que se disponen.

Con todo, la autoridad no suele perderse de un día para otro. Normalmente, los sujetos lanzan mensajes (metacomunican) mediante pruebas de límites que sirven de advertencia, como son: negarse a realizar tareas, agredir a los compañeros o desafiar a los educadores. En resumen, cabe hablar de una secuencia que incluiría: 1) Poner a prueba la estabilidad del encuadre, 2) Incremento de las conductas problemáticas en frecuencia e intensidad, 3) Conducta violenta o crisis, 4) Agresión a los iguales, 5) Agresión al adulto.

2.4. Conductas problemáticas (CP)

Entendemos por conducta problemática (en adelante, CP) un conglomerado de conductas que interfieren en la normal convivencia (Torrego Seijo, 2003). De un lado, las CP se aprenden (Patterson, 1982); de otro, muchas veces correlacionan con perfiles de los llamados duros (Andrews y Bonta, 1995; Almagro García et. al, 2019). Así, un sujeto que presente continuas CP pudiera apuntar hacia un Trastorno Negativista Desafiante o incluso a un Trastorno de Conducta (Rechea et al., 2008; Matalí, 2016).

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Aunque las CP llegan a ser un elemento perturbador, a menudo no revisten gravedad. Valgan como ejemplo las que tienen lugar en la fase de «protesta» (Del Valle y Fuertes, 2000) con las que el niño se rebela contra los que le han separado de su familia. Estas CP, a las que denominaremos funcionales, pueden manejarse con modelos de análisis de conducta (Reep y Horner, 2000) y otros de carácter pedagógico que suelen enmarcarse, según Del Valle (2007), en una de las siguientes respuestas: (i) Controladora: tiende a establecer límites, y aplicar refuerzos y sanciones; (ii) Didáctica: pretende que el sujeto asuma su responsabilidad y aprenda de la experiencia; (iii) Reguladora: está encaminada sobre todo a reestablecer el encuadre normativo; (iv) Empática: pretende conectar con los sentimientos y emociones del usuario y (v) Relacional: enfatiza el vínculo con el educador (Alianza Positiva) y el afecto, mostrando una elevada implicación personal.

No obstante, existen otras CP más complejas. Estas, que denominaremos CP sistémicas, pueden agravarse tanto con las dificultades del usuario (adicciones, consumo de drogas que fomentan la agresividad, intolerancia a la frustración, trastorno emocional o psiquiátrico) como por problemas inherentes a la propia organización (escasez de personal, sobrecarga de trabajo, burnout, mala coordinación, falta de medios materiales), generando en el equipo sentimientos de indefensión y pérdida de autoridad.

Lógicamente, no se aborda de la misma manera una resistencia esporádica que una conducta de constante desafío (Turecki y Tonner, 1995); de ahí, que sea la valoración que hagamos del comportamiento del sujeto la que nos ofrecerá las claves sobre cómo intervenir. Por otro lado, cuando hay adolescentes en el centro que sufren inestabilidad emocional —lo que implica desinhibición y reacciones imprevisibles—, y, al tiempo, fallan el encuadre, la coordinación y los límites externos; es fácil que estas CP sistémicas puedan pasar a convertirse en conductas violentas o en crisis.

2.5. Conductas violentas (CV)

Denominamos conducta violenta (en adelante, CV) a un conglomerado de CP y alteraciones emocionales de tal intensidad, persistencia y gravedad que convierten al sujeto en peligroso para él mismo y para los que lo rodean. Como puede observarse, las CV son una escalada desde las CP, y suelen traducirse en agresiones o autoagresiones. Entendemos por agresión el acto que el sujeto realiza con intención de controlar y/o causar daño al otro. Al tiempo, denominamos autoagresión al acto que el sujeto realiza con intención de controlar a otros,[2] causándose daño a sí mismo. Por otro lado, cabe distinguir la agresión reactiva ­­—que se asocia en cierta medida con las crisis— de la instrumental que es la violencia planificada y buscada a propósito (Calvete & Orue, 2011; Navas Martínez y Cano Lozano, 2020), y que suele darse en sujetos de perfil duro.

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En relación con las CV cabe hacer dos consideraciones: de un lado, su objetivo es obtener el control de la interacción —salvo, quizás, en las reactivas—, obligando a movilizarse a la víctima. De otro, dada su gravedad, en muchos casos las intervenciones que planteábamos con carácter general para las CP aquí podrían resultar insuficientes.

2.6. Crisis

Denominamos crisis a la alteración emocional en la que un sujeto pone en marcha un repertorio de conductas problemáticas de tal intensidad, persistencia y gravedad que lo convierten en peligroso para él mismo y para los que lo rodean (Colectivo Izán, 2003),[3] existiendo además pérdida de control. Esta pérdida de control subyace en que el procesamiento de la información se lleva a cabo directamente en el sistema límbico (a través de la vía neuronal que conecta el tálamo con la amígdala), en lugar de por los lóbulos frontales, lo que deriva en reacciones emocionales violentas (Goleman, 1995). El mismo atajo neuronal estaría en la base de las agresiones reactivas, si bien, en las crisis, la pérdida de control —real o buscada a propósito— es más exagerada y sostenida en el tiempo. Por otro lado, la propia activación psicofisiológica,[4] pudiera llegar a interpretarse como una variable adversa (Schachter y Singer, 1962) haciendo que el joven se retroalimente en su agitación y/o conducta agresiva.

2.7. Situaciones críticas (SC)

Aunque existe una gran diferencia entre una conducta violenta y una crisis, al educador social que trabaja con jóvenes esta distinción no le resulta demasiado relevante. De un lado, como ya hemos visto las agresiones reactivas y las crisis pudieran compartir una misma base psicofisiológica. De otro, cuando se confronta a un adolescente que presenta una CV, la probabilidad de que termine descontrolándose es muy alta. Todo lo anterior hace que, a efectos prácticos, utilicemos el mismo abordaje para atajar ambas conductas. En este sentido, en lugar de hablar de crisis o de CV, haremos referencia a un concepto global: el de situación crítica (SC). Así, entenderemos por SC aquellas situaciones que por el riesgo que conllevan requieren de una intervención inmediata.

2.8. De la conducta problemática a la situación crítica

Si el primer paso para llegar a una SC es que exista una CP, parece obvio que la solución pasa por evitar que esta llegue a complicarse. La teoría de la Coacción de Patterson (1982) y la de Indiscriminación (Wahler, Williams y Cerezo, 1990) demuestran que tanto la cesión del educador al chantaje como el hecho de responder indiscriminadamente ante los episodios adaptativos y desadaptativos incrementan la probabilidad de que esta escalada a situaciones críticas se lleve a cabo.

Pero, entonces, ¿qué hacer? ¿Ceder, para evitar el conflicto, o mantenernos firmes? ¿Debemos modificar el encuadre, una vez se ha desatado la CP, para evitar la escalada?

El encuadre, la norma o la instrucción deben modificarse antes de la CP, no después. Lo cierto es que, desencadenada esta, ceder resulta desaconsejable (Patterson, 1982; Wahler, Williams y Cerezo, 1990; Omer, 2004). El problema se agrava cuando los jóvenes no reconocen o no aceptan la autoridad. En estos casos, aunque el encuadre haya sido flexible, se corre el riesgo de escalada. Por otro lado, en los supuestos de CV nunca deberíamos condescender, so pena de estar reforzando los comportamientos agresivos.

Tanto las CV como las CP vienen precedidas por una serie de estímulos que actúan como antecedentes, y unos reforzadores que funcionan como consecuentes:

Los antecedentes suelen consistir en estímulos internos: cognitivos (rumiaciones, sesgos y pensamientos intrusivos); afectivos (emociones negativas, agresividad, ansiedad, vergüenza, culpa…) y físicos (inactividad o malestar, el craving por dependencia a sustancias, etc.); o bien externos, entre los que se incluirían: posibles aprendizajes y problemas familiares; conflictos en el centro (con iguales o con el educador, tareas que el adolescente no desea realizar, normas y límites, sentirse ignorado o agredido…);  problemas externos al centro (escolares, deudas, etc.).

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Los consecuentes incluyen los posibles reforzadores que el menor ha recibido previamente por conductas similares, y las consecuencias que han recibido otros y que el chico ha observado (aprendizaje vicario). En resumen, podemos decir que tanto las CP como las CV y las crisis surgen de la interacción entre lo que el sujeto demanda (p. ej. descargar sus emociones negativas) y la respuesta que obtiene del ambiente.

Durante la CP debemos intentar corregir al chico sin enfrentarnos a él, usando señalamientos o retirándole la atención. Desencadenada la SC, solo nos queda intervenir.

2. Intervención sobre situaciones críticas

Allaire y MacNeil, en su modelo de Curva de la Hostilidad (1983), sostienen que las crisis atraviesan las siguientes fases: (i) Racional: es el estado habitual del sujeto, en el que razona y está abierto a las interacciones; (ii) Salida o Disparo: la persona se vuelve hostil; (iii) Enlentecimiento: tras una fase de activación, el sujeto empieza a tranquilizarse; (iv) Afrontamiento: ya se puede intentar confrontar con él, teniendo en cuenta que de lo que digamos en esta etapa dependerá que siga avanzando o retroceda a las fases anteriores; (v) Enfriamiento: si los educadores han sido capaces de resistir los envites agresivos y las provocaciones sin entrar al trapo, la persona será capaz de escuchar sus argumentos; (vi) Solución de Problemas: significa el retorno a la fase racional.

El modelo de Allaire y MacNeil suele aplicarse con carácter general a contextos abiertos. Sin embargo, en determinados usuarios y en entornos residenciales de protección o de reforma quizá sea necesario tomar en cuenta otras consideraciones. De entrada, puede ocurrir que una vez comprobado que la pérdida de control funciona para recibir atención, los sujetos comiencen a utilizarla como estrategia para lograr sus propios fines —crisis manipulativas—, o incluso que otros residentes puedan copiar sus conductas a través de un mecanismo de aprendizaje vicario. Así pues, el trabajo en estos contextos requiere una propuesta de abordaje más amplia. El siguiente esquema (Fig. 1) muestra cuáles podrían ser las fases de un posible protocolo de intervención.

Figura 1. Protocolo de Crisis

Adaptado de March Ortega, 2005:38

3.1. Interpretar indicios

Las SC surgen a menudo de estímulos internos; sin embargo, también de conflictos interpersonales mal resueltos y, por lo tanto, predecibles. Por otro lado, como ya hemos dicho, ni las CV ni las crisis se dan —habitualmente— de un día para otro. Ante la aparición de quejas infundadas, provocaciones, pruebas de límites, agresividad y otros aspectos conativos y metacomunicativos (Waltzlawick, Beavin y Jackson, 1985) orientados a controlar a los educadores, habría que prepararse para una posible SC.

3.2. Situarnos ante la SC: diagnóstico y metaposición

El principal objetivo de la intervención es evitar que la CP llegue a convertirse en una SC; lo que incluye, de un lado, averiguar qué está ocurriendo; de otro, evitar que el chico se desestabilice y, por último, impedir que el grupo actúe como amplificador.

Hacer un diagnóstico es elaborar una hipótesis acerca de lo que está ocurriendo. Para ello nos basamos en la poca información que hayamos podido recabar, la comprensión acerca del grupo y del menor, y de nuestro propio pensamiento causal (Segura Morales, 2004). Sin embargo, es difícil ser resolutivo cuando uno se ve envuelto en una situación de crisis. Por eso, para tratar de mantener la calma, utilizamos la metaposición.

Denominamos metaposición a la «posición de neutralidad» que adoptamos cuando somos capaces de separarnos emocionalmente de lo que estamos viviendo y, en lugar de entrar a las provocaciones, observar los hechos desde la distancia (Simon, Stierlin, y Wynne, 1993; Ríos, 2003). Los principales recursos para mantenernos en este estado son: (i) el autocontrol, que incluye una estabilidad emocional que nos ayude a vencer el miedo a actuar en situaciones de tensión, y (ii) el distanciamiento afectivo, que nos permitirá intervenir de forma no-impulsiva, «sin devolver la agresión ni sentirnos desvalorizados» (Cifuentes, Martín et al., 2002: 65). Además de los años de experiencia, nos servirán en esta tarea de «mantenernos alejados emocionalmente», aspectos tales como: una buena preparación psicológica, el apoyo social y un sentimiento de competencia autorreferida. Como entrenamiento, pueden resultar útiles las técnicas de visualización, sensibilización encubierta y el contra-condicionamiento.

Otras condiciones necesarias para no responder agresivamente son la paciencia, el sentido del humor y el ojo clínico. En tanto el profesional se encuentre en plenas facultades, haya establecido un buen rapport y se sienta respaldado por su equipo podrá hacer frente a las provocaciones con mayor eficacia.

3.3. Separación y mover el grupo.

Aunque la mayor parte de los autores ofrecen más propuestas teóricas que prácticas sobre cómo proceder ante las situaciones de crisis, todos coinciden en la necesidad de llevar a cabo una separación dirigida a: (i) aislar la SC y al menor de la fuente estimular y del grupo de iguales (el cual suele actuar como combustible), (ii) dar al profesional un respiro que le ayude a frenar la escalada, y (iii) buscar un escenario más favorable para intervenir. Esta separación debe llevarse a cabo en cuanto aflore la escalada, invitando al adolescente a salir del entorno para poder hablar con mayor libertad.

En el caso de que este se negara a acompañarnos, aún nos quedaría otra posibilidad: pedirle al resto del grupo que abandone la estancia. Emplearemos la técnica de mover el grupo cuando no sea posible o necesario llevar a cabo el aislamiento de la SC. No será posible cuando las características concretas del usuario implicado en la crisis, o su número, impidan la separación. No será necesario cuando desde su inicio el foco de la crisis esté aislado del resto —o al menos de la mayoría— de los adolescentes.

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Del mismo modo que no entrar al trapo no supone ceder la autoridad, mover el grupo no significa no intervenir, sino tan solo priorizar la seguridad del resto de los menores, posponiendo la intervención hasta que pueda ser realizada en condiciones óptimas.

3.4. Desactivación de la situación crítica y oportunidad para el cambio

Tanto si hemos logrado aislar la SC, como si no, será necesario neutralizarla. En este sentido, la desactivación y la oportunidad para el cambio suponen el despliegue de una serie de actuaciones orientadas a impedir que la CP derive inevitablemente en una CV o en una crisis. Dependiendo del caso, utilizaremos una o varias estrategias, combinándolas si fuera preciso para lograr un mayor impacto terapéutico.

Invocar la alianza positiva es la base sobre las que utilizaremos todas las demás. Parece obvio que un adolescente enojado se dejará influir antes por un educador con el que tiene buena relación que por otro con el que haya tenido conflictos.

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La distracción (cambiar de tema) y el reencuadre (darle al chico una explicación causal, real o no, acerca de su CP que esté lo suficientemente alejada de su verdadera intención) tratan de responder con aquello que el sujeto menos se espera. Ambas se incluyen en las llamadas técnicas paradójicas y de Cambio II (Waltzlawick, Weakland y Fish, 1989), descuadrando al usuario a través de una respuesta que traslada la interacción fuera del sistema, al tiempo que le facilita una salida digna. («Te enfureces conmigo porque, en el fondo, sabes que no te lo voy a tomar en cuenta»).

La proximidad y el contacto físico no amenazante (Redl, Wineman, y Weiman, 1952) transmiten afecto y aceptación, por lo que tienden a reforzar la alianza positiva, siempre y cuando el adulto sea significativo. En caso contrario, si la cercanía pudiera ser vivenciada como un estímulo hostil, será preferible mantener las distancias.

Los señalamientos, propuestos por estos mismos autores (id., 1952), subrayan una conducta inaceptable desde sus inicios mediante una intervención no intrusiva, verbal o no verbal (Ej. Un gesto de desaprobación), pero siempre discreta, focalizada y breve.

El sentido del humor (Segura Morales, 2004) descarga tensiones, reencuadra situaciones y sirve para consolidar la alianza positiva. Este recurso, que no hay que confundir con el sarcasmo, no funciona con aquellos adolescentes más suspicaces.

La extinción se utiliza cuando lo que mantiene la CP es la búsqueda de la atención del adulto. Esta técnica debe conjugarse con el uso de reforzadores diferenciales que señalen el comportamiento adecuado que el sujeto debe llevar a cabo para obtener dicha atención. Es desaconsejable cuando el usuario esté convencido de que no se le aprecia o que se le hace menos caso que al resto. Asimismo, como ya hemos señalado, resulta imposible de aplicar cuando la conducta ya haya escalado a una SC.

El diálogo individual sirve para confrontar con el adolescente, de un lado, para estimular la reflexión y, de otro, para buscar posibles salidas negociadas. Invocando la alianza positiva, y a través del empleo de mensajes-yo (Costa y López, 1991), el educador muestra sus sentimientos a la vez que insta al chico a que haga lo propio. Como ya hemos visto es ineficaz en la fase de disparo, por lo que antes de lanzarse a usarlo en plena crisis habrá que valorar tanto la capacidad de escucha del sujeto como su perfil. En este sentido, en usuarios con frialdad emocional el uso de mensajes-yo debe estar bien calculado.

Partiendo de la idea de que muchos de los menores acogidos en centros tienen una visión distorsionada de lo que ocurre a su alrededor (Shirk, 1988; Kazdin. y Buela Casal, 1994), la reinterpretación de la realidad (Redl, Wineman, y Weiman, 1952) trata de dar una explicación alternativa acerca de las posibles intenciones de los otros. («Están intentando enojarte. ¿Vas a darles esa satisfacción?» «Él no sabía que te hacía daño. Lo ha hecho sin querer»). La diferencia con el reencuadre es que en este último la reinterpretación no tenía por qué ser real, sino que obedecía a un mero fin terapéutico.

La escucha activa es una técnica necesaria en cualquier ocasión, pero aún más cuando al chico le cuesta comunicarse con nosotros de forma adecuada debido a su personalidad impulsiva o a la falta de habilidades. Además de ser la única que podemos utilizar durante la fase de disparo, tiene la ventaja de que nos facilita dar el primer paso para aislar el conflicto («Vamos a mi despacho y me cuentas»).

La retirada táctica se emplea cuando todo lo anterior ha fallado, el chico se retroalimenta en su agresividad, somos nosotros los que sin pretenderlo actuamos como «combustible», no nos encontramos en condiciones idóneas para intervenir y/o no tenemos una capacidad real de, llegado el caso, poder contener. Al igual que en la técnica de mover el grupo, retirarse no significa ceder, sino esperar a disponer de unas condiciones óptimas para, en un plazo lo más breve posible, poder actuar con garantías.

Otras estrategias son: no repetir intervenciones que previamente han fallado (Waltzlawick, Weakland y Fish, 1989), dar una salida digna al joven sin que resulte dañado el encuadre, no llevar a cabo advertencias que no puedan ser cumplidas o ignorar en lo posible las expresiones negativas del adolescente (Del Valle, 2007).

Si la separación y la desactivación han tenido éxito, el problema habrá quedado solventado. De no ser así, habrá que dar paso al siguiente nivel.

3.5. Interposición o contención emocional [5]

A diferencia de otros técnicos, el educador social que trabaja con menores en entornos residenciales se verá forzado, en ocasiones, a ir más allá de la simple desactivación. En el caso de que se prevea que la CP corre el riesgo de transformarse en una SC, o si el adolescente siguiera decidido a romper el encuadre, el profesional podría optar por llevar a cabo una interposición o una contención emocional (Colectivo Izan, 2003).

En la interposición, el educador asume el rol de obstáculo a fin de impedir que la CP llegue a realizarse. Cuando, además, se justifica lo anterior por el interés del chico y desde una posición no autoritaria, se estará implementando una contención emocional.

La eficacia de ambas técnicas está relacionada con la ausencia de retroalimentación del grupo, la claridad del mensaje, el perfil del usuario —y del profesional— y, sobre todo, por el vínculo existente entre ambos. Así, un mensaje del estilo: «Te aprecio y no voy a impedir que te hagas daño o se lo hagas a los demás» tendrá mayor resonancia cuando exista una alianza positiva de base (Del Valle, 2007; March Ortega, 2007)

Por otro lado, y dado que la firmeza del educador ante las provocaciones guarda relación directa con el sentimiento de sentirse respaldado, cuando se inicia una interposición debe contarse con los medios materiales y humanos suficientes para poder culminarla. No parece necesario aclarar que para este tipo de intervenciones sería deseable contar con la presencia de dos educadores, o lo que es lo mismo, que, en la medida de lo posible, los profesionales que atienden a chicos de perfiles complejos no deberían trabajar solos.

Cuando la interposición falla, y la gravedad del hecho así lo demandara, podría requerirse pasar de una contención psicológica a otra física.

3.6. Contención física

El uso de la contención física supone que la CP ya ha escalado hasta convertirse en una SC, por lo que existe un riesgo para el propio sujeto y para los que conviven con él. La contención se justifica, además, desde el punto de vista educativo, por la necesidad de: i) evitar el riesgo de contagio, ii) ofrecer al adolescente una salida digna ante los iguales o bien, iii) que los adultos hagan valer su autoridad mediante el restablecimiento de los límites (Redl, Wineman, y Weiman, 1952; Katz, 1988; Krueger, 1988).

Dada su complejidad, debe responder a un plan adaptado al usuario; dicho de otra forma, solo la primera vez que un chico entra en una SC debería pillarnos por sorpresa.

En este sentido, habrá que tener en cuenta: (i) que los educadores o el personal de seguridad responsable estén preparados para poder desarrollar la intervención sin sufrir agresiones, ni inferirlas; (ii) que se disponga de recursos humanos suficientes; (iii) que se cuente con un espacio adecuado, evitándose los cuartos pequeños, con exceso de mobiliario o que comprometan la seguridad física; y (iv) que cada uno de los educadores intervinientes sepa lo que debe hacer (Colectivo Izán, 2003).

Variables como el tiempo de estancia en el hogar, la relación con el educador y las características personales del chico influirán en la mejor, o peor, respuesta a las intervenciones. Así, serán predictores de éxito que este lleve poco tiempo en el recurso, que su relación con el educador que se dispone a intervenir sea buena y que su temperamento, edad, peso y estatura no hagan inviable la contención. Otros factores a tener en cuenta son: (i) la situación emocional del sujeto (excitabilidad, frustración); (ii) el nivel de riesgo inferido, tanto para el propio sujeto como para el educador y el grupo; (iii) el clima social (p. ej. ambiente muy cargado), y (iv) las condiciones objetivas en las que se desenvolverá la intervención (p. ej. poco personal u otros menores en crisis).

Ante la inminencia de una SC, y visto que va a ser necesario llevar a cabo una contención, el primer paso será buscar apoyos (Colectivo Izán, 2003). Si estos no existieran, el profesional debería abstenerse de intervenir. Una vez iniciada, la contención debe ejecutarse de forma sistemática y profesional, con un mero propósito de apaciguamiento y de inmovilizar al joven (ANESM, 2008). Para ello se dará una respuesta proporcionada, huyendo de reacciones violentas fruto de la implicación emocional, transmitiendo seguridad y firmeza, evitando el dialogo y no respondiendo a las provocaciones. La contención terminará cuando cesen las causas que la motivaron.

En lo que respecta a las peleas será importante mantener la calma sin incrementar la tensión con gritos o reproches. Si hay que separar a los contendientes, es recomendable centrarse en contener el que lleva las de perder. (Segura Morales, 2004).

Otra de las actuaciones concretas que puede ir ligada a la contención física es el Tiempo fuera (TF). Este se lleva a cabo separando al chico de la actividad o del grupo, o bien mediante el establecimiento de un espacio habilitado hasta que recobre el control. En las residencias no es difícil disponer de una zona específica, mientras que en los hogares podrá utilizarse la propia habitación del adolescente, siempre y cuando reúna las condiciones de seguridad adecuadas. Como principio de actuación, el usuario permanecerá encerrado solo cuando no haya otra alternativa. En los demás casos se procurará graduar la intervención: (i) con la puerta cerrada sin llave; (ii) con la puerta cerrada con llave, acompañado del educador; (iii) solo, con la puerta cerrada, durante el tiempo mínimo imprescindible, siendo observado periódicamente por el educador.

Si la SC fuera imposible de afrontar, o si tras un tiempo prudencial el episodio de CV o crisis no cediera, sería necesario requerir la ayuda de los servicios sanitarios de urgencias y/o de las fuerzas del orden público. En cualquier caso, será conveniente acudir a éstas cuando la agresividad no pueda ser contenida con los recursos propios, exista un apoyo explícito al joven por parte del grupo o se atisben indicios de actividad delictiva. Igualmente se recurrirá al servicio sanitario de urgencias cuando la agitación sea excesiva, exista sospecha de descompensación psicótica (presencia de alucinaciones o delirios, ideación paranoide o desinhibición) o medie autoagresión y/o amenazas serias de suicidio. Es recomendable que el adolescente sea reconocido lo antes posible por los servicios médicos, al objeto de certificar que no ha sufrido daño alguno, y, en todo caso, sea atendido por el profesional que ha llevado a cabo la contención para evitar que experimente abandono e ideación de venganza. En lo que respecta a este extremo, en cuanto cese la hostilidad, el educador debería ir a verle e interesarse por él.

El empleo de la contención física y del espacio de Tiempo Fuera con la puerta cerrada implica la inmediata comunicación a todas aquellas instancias que tengan alguna responsabilidad sobre el adolescente: fiscal de menores, administración de justicia o de protección a la infancia, etc. En el caso de la familia, siempre que sea posible, se procurará hacerles cómplices de la intervención (Segura Morales, 2004).

3.7. Estabilización y reelaboración del conflicto con el menor.

Alcanzada la fase de Solución de conflictos (Allaire y MacNeil, 1983), será necesario llevar a cabo una elaboración, junto con el usuario, tanto del hecho que ha desencadenado la SC como de nuestra propia actuación —sobre todo si ha sido intrusiva—, que, de una parte, ayude a resolver los sentimientos del chico; y de otra, favorezca que este llegue al compromiso de intentar conducirse de forma distinta en el futuro (ANESM, 2008).

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Durante esta etapa el educador tratará de explorar la perspectiva del sujeto respecto del problema para, después, hacer que se sitúe ante su propia perspectiva; facilitará que conecte la CP con sus emociones y pensamientos, así como con las consecuencias que se han derivado de su acción; promoverá un cambio en el adolescente, recordándole las estrategias que usó en otros momentos en los que su comportamiento fue adaptado y procurando que se comprometa a adoptarlas como forma preferente de respuesta en el futuro, y, para terminar, lo ayudará a reintegrarse a la vida del grupo.

Existen distintos programas, como el SOCS (Ross y Fabiano, 1985) o la técnica «Transformar el conflicto» de Moore y McDonald (2000), inspirada en las antiguas tradiciones de las tribus maoríes en Nueva Zelanda; sin embargo, la mayoría de ellos se enfocan al trabajo en sesiones grupales. Dos abordajes que están específicamente dirigidos a la intervención en crisis en el ámbito residencial y durante la vida cotidiana son: (i) La Intervención en Espacio Vital (LSI), que se lleva a cabo en caliente; y (ii) La Intervención Inmediata vs. Diferida, que plantea fraccionar la acción educativa en dos momentos diferenciados; el primero, cuando se desencadena la SC, y el segundo, una vez se ha recobrado la calma y el control de la situación.

3.8. Estabilización, reelaboración del conflicto en el grupo

Superada la SC hay que devolver al chico al grupo, pero ello no puede hacerse sino se han abordado antes los sentimientos y emociones negativas del resto de los usuarios (ANESM, 2008). El conflicto de lealtades —unido al temor a convertirse en blanco de posibles actos de revanchismo— provoca sobrecargas de tensión emocional, haciendo que algunos niños y adolescentes se posicionen a favor, y otros en contra, de los educadores (Del Valle, 2007). Si existieran células de presión el hecho sería aún más complejo, siendo necesario calmar los ánimos. Algunos factores que favorecen que el grupo no llegue a verse contagiado por la SC son: ganarse a los líderes; que algunos compañeros actúen como soporte afectivo; que el grupo pueda establecer sus propias normas y consecuencias; fomentar actitudes cooperativas y prosociales; reforzar la cohesión; pedirle ayuda para afrontar los problemas de comportamiento (CP); realizar sesiones de trabajo en los que se analicen las crisis, y otros que apunten en la misma dirección (Del Valle y Fuertes, 2000, March Ortega, 2007).

3.9. Valoración y revisión de programas y protocolos

En cuanto al propio equipo de educadores, una vez que las aguas hayan vuelto a su cauce, sería necesario evaluar la intervención realizada; de un lado, para corregir los posibles fallos en el encuadre o las intervenciones, y de otro, para atajar las causas que provocaron que las CP escalaran hacia la SC (Del Valle y Fuertes, 2000).

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Asimismo, es interesante registrar los pormenores del suceso, separando los hechos objetivos de las opiniones y reconstruyendo los aspectos de la acción al objeto de poder elaborar los posteriores informes que puedan ser requeridos por las diferentes instancias.

Respecto de la valoración, si la SC ha sido causada por una CP funcional, bastará con un análisis de las actuaciones realizadas y, en su caso, del Plan Individual de Intervención. Por el contrario, si la gravedad del hecho se explica por el perfil del chico o por déficits inherentes al recurso o a su organización (CP sistémica), sería conveniente una revisión de los protocolos y del encuadre, incluso del Proyecto Educativo.

Asimismo, en los casos más graves, aquellos que han sobrepasado con creces las posibilidades y la capacidad de abordaje del dispositivo, puede ser beneficioso contar con un segundo escalón especializado (centros específicos para trastornos de conducta).

4. Intervención en espacio vital (LSI)

En apartados precedentes, cuando hablábamos de la fase de estabilización y reelaboración, planteábamos dos posibilidades: afrontar el conflicto en y sobre la crisis, o bien hacerlo una vez las cosas se hayan calmado.

La Intervención en Espacio Vital (Wood y Long, 1991) parte del supuesto de que durante la crisis la activación actúa volviendo al sujeto permeable, lo que debe ser aprovechado para trabajar en caliente. Su rasgo definitorio es que se focaliza en y sobre el conflicto, de forma breve (no más de treinta minutos), incidiendo sobre los sentimientos del joven, y no solo sobre sus conductas. En este sentido se tratará, por un lado, de acompañarlo para que haga el tránsito desde lo emocional a lo racional, y de otro, de persuadirlo para que en el futuro adopte otras alternativas de respuesta más adecuadas.

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A continuación, repasamos muy brevemente las fases de esta técnica (Flood, 2010; Del Valle, 2007), muy sencillas de recordar utilizando el acrónimo «A ESCAPE [6]». Hay que tener en cuenta que la primera de todas —Apartar al chico del contexto conflictivo (A)— coincidiría con la Separación que ya hemos abordado en el apartado 3.3.

Explorar su punto de vista (E): A través de la Escucha activa indagamos los motivos de la crisis. Evitaremos preguntas de tipo causal («¿Por qué?»), siendo preferible utilizar otros planteamientos más abiertos («¿Qué pasó?»). A la hora de explorar cómo ha vivido la SC, es importante partir de lo que ha ocurrido realmente.

Situarle ante nuestra perspectiva (S): Una vez escuchada la versión del chico, la confrontamos con nuestra propia vivencia a través del uso de mensajes-yo. Es conveniente aprovechar esta fase para justificar la intervención realizada, sobre todo si ha sido intrusiva, haciendo hincapié en que no se disponía de otra opción mejor.

Conectar sentimientos y acciones (C): Trata de que el chico asuma la relación que existe entre sentimientos-emociones y acciones. Para ello: (i) le recordamos episodios anteriores en los que actuó de forma adaptativa; (ii) le ayudamos a identificar los estímulos que desencadenan sus CP, y (iii) intentamos que reflexione sobre los patrones de afrontamiento no-adaptativos que está utilizando, haciendo notar las consecuencias negativas, pero sin entrar aún a trabajar los sentimientos de culpa.

Alternativas a la agresión (A): Examinada la CP en términos de emociones, le llega el turno a la resolución de problemas. Esta etapa incluye: (i) explorar otras respuestas alternativas a la agresión (que el chico sugiera posibles soluciones), (ii) valorar ventajas e inconvenientes para cada propuesta y (iii) anular las respuestas automáticas que ha venido utilizando hasta ahora, sustituyéndolas por otras más adecuadas.

Plan de acción (P): Una vez resuelto el conflicto, llega la hora de plasmar todo lo hablado en una propuesta de acción que asegure que este tipo de conductas no se repita. Este plan incluye: (i) un compromiso por parte del adolescente de conducirse de forma adecuada en el futuro, (ii) aclarar cómo se va a valorar ese compromiso y qué posibles incentivos va a recibir, y (iii) ayudarlo en el desarrollo de las competencias necesarias.

Enrolar al menor de vuelta al ritmo cotidiano (E): La última fase del LSI consiste en el reenganche del chico a la vida cotidiana del hogar. Se trata de que todos entiendan que, una vez resuelto, no va a volverse a hablar del problema. Cuando el adolescente se haya comprometido a reaccionar de forma distinta en el futuro: (i) lo acompañamos de vuelta a la rutina, (ii) reparamos las emociones adversas, y (iii) observamos cómo se incorpora al grupo, y cómo lo recibe este.

5. Intervención inmediata Intervención diferida

Como ya hemos comentado, la LSI se lleva a cabo en y sobre la crisis. Sin embargo, si bien es cierto que este abordaje suele funcionar, otras veces pudiera no ser la estrategia de elección, habida cuenta del perfil del chico y/o los recursos de que disponemos.

De entrada, es posible que una excesiva agitación emocional impida al joven mostrarse receptivo. Puede suceder igualmente que, una vez ha recuperado la calma, él mismo haya sido capaz de estabilizarse, interiorizando que su conducta no ha sido adecuada y, sin embargo, rechace ser confrontado en ese momento. Otra posibilidad es que cuando se desencadena la SC no se den las condiciones mínimas para poder hacer una labor de reparación, que el profesional que se ha visto implicado en la crisis no se sienta capaz aún de sentarse delante del chico, o que no esté disponible porque haya otras emergencias que resolver. Por último, pero no menos importante, los demás usuarios pueden interpretar que perder el control es una manera eficaz de obtener atención exclusiva e inmediata.

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El modelo de «curva de hostilidad» (Allaire y McNeil, 1983) señala que el sujeto atraviesa una serie de fases a las que debemos adaptarnos. De ahí que, tras la separación del grupo, el educador permita que el adolescente se «descargue» para, posteriormente y una vez en la etapa de enfriamiento, poder intervenir. Como es lógico, esto mismo es también aplicable al educador, quién deberá serenarse, reflexionar sobre lo ocurrido e incluso poder cotejar detalles con el equipo antes de aventurarse a tomar decisiones, tal vez, erróneas y a confrontar con el menor implicado sin la suficiente información.

Todas estas razones sugieren la conveniencia de desdoblar el abordaje en dos momentos diferenciados, aunque próximos: una intervención inmediata y otra diferida.

5.1. Intervención Inmediata.

La Intervención Inmediata es la que actúa sobre el terreno tratando de aislar el conflicto y, al tiempo, dando una respuesta rápida para que el encuadre resulte lo menos dañado posible. Por lo tanto, se correspondería con lo ya visto en el apartado 3, incluyendo: la separación y la retirada táctica, la desactivación y oportunidad para el cambio, la interposición y contención emocional y, en su caso, la contención física.

Como ya se ha explicado, su objetivo sería cortar la escalada a la SC de la forma menos traumática, salvaguardando al menor, a los otros chicos, a los educadores, el entorno, el encuadre, el mobiliario, etc. (March Ortega, 2007).

5.2. Intervención Diferida.

La Intervención Diferida, por su parte, trata de estabilizar al chico, analizando el suceso con frialdad, estableciendo consecuencias y en su caso reparando el daño. De alguna forma recogería todo lo expuesto al hablar de la LSI, salvo el abordaje en caliente.

Una vez que el equipo se encuentre en condiciones, el grupo atendido y realizando otra actividad, y el joven y los educadores implicados, en una situación emocional tal que les permita afrontar un dialogo sereno; se podrán acometer los mismos objetivos señalados en el apartado 4, mediante una intervención posterior, con las siguientes ventajas: (i) No afrontar aspectos profundos, conflictivos o que puedan comprometer la relación, hasta que todas las personas intervinientes vuelvan a mostrarse receptivas y hayan recuperado la calma; (ii) Seleccionar y acomodar el escenario (tal vez un momento distendido e informal, fuera del centro…) diseñando un encuadre a medida y facilitador; (iii) Disponer de otros profesionales que, mientras el educador que se ha visto inmerso en el conflicto realiza la reparación, puedan hacerse cargo del grupo y (iv) Haber recabado y cotejado la información necesaria, subsanando las decisiones que puedan haberse tomado, por la urgencia, de manera más o menos precipitada.

Por otro lado, teniendo en cuenta que para reparar el vínculo y estabilizar la situación, los conflictos deben resolverse de la forma más breve posible, la intervención diferida no debe estar alejada temporalmente de la inmediata (March Ortega, 2007).

En esencia, la elección de un modelo u otro vendrá condicionada no solo por el diagnóstico de la SC y del perfil de menor, sino también por la valoración de nuestros propios recursos y posibilidades a la hora de hacer frente a la reparación.

6. Conclusiones

El perfil de los jóvenes acogidos en los centros ha cambiado; y, sin embargo, existen aún pocos manuales que ayuden a encarar unos patrones de comportamiento que podrían ser calificados como una modalidad de «violencia ascendente».

Al tiempo, aun siendo este uno de los problemas que más preocupan a los educadores sociales, algunos equipos se resisten a admitir que las CP forman ya parte de la vida cotidiana, y como consecuencia cuando estas surgen no se encuentran preparados para dar una respuesta. Otros asumen la violencia hasta tal punto que, al igual que muchos padres maltratados, terminan por normalizar patrones de relación que son inaceptables. Por último, los hay que entienden que esta violencia existe y que es necesario hacerle frente con actuaciones especializadas. Si bien las conductas problemáticas (CP) son susceptibles de ser modificadas con estrategias educativas, cuando se produce una SC es necesario contar con un protocolo de intervención de cara a reconducir el conflicto y a estabilizar al menor lo antes posible (Del Valle y Fuertes, 2000; March Ortega, 2007).

Según el modelo de «Curva de la Hostilidad», a lo largo de la crisis el sujeto atraviesa una serie de etapas: razonable, fase de salida o disparo, fase de retardación o enlentecimiento, fase de afrontamiento —en la que empezaríamos a intervenir— fase de enfriamiento y, la de resolución de problemas, siendo en esta última en la que ya se pueden encarar las causas y buscar soluciones y compromisos. Sin embargo, en el trabajo con menores en contextos residenciales la cosa se complica, no solo porque las SC pueden terminar por convertirse en una forma de controlar a los educadores, sino también porque si el grupo se contagia, estos pueden llegar a verse desbordados.

Tomando en cuenta lo anterior, los equipos deberían contar con un protocolo que discurra desde estrategias conciliadoras (para las CP funcionales) a otras más intrusivas, incluyendo: (i) la interpretación de indicios, diagnóstico y metaposición, (ii) la separación de grupo y el aislamiento del conflicto, (iii) la desactivación y oportunidad para el cambio, (iv) la interposición y la contención emocional, (v) la contención física y el empleo del tiempo fuera, y (vi) la estabilización del sujeto, la resolución del conflicto y la reparación.

Llegada la fase de estabilización, la Intervención en Espacio Vital (LSI) parte de que, en el momento de la SC, el usuario es más permeable a las influencias externas debido a su alteración emocional (Wood y Long, 1991). Ello demanda poder abordar la resolución de problemas y la reparación en caliente, de forma breve, incidiendo sobre los sentimientos del joven y acompañándolo en su tránsito desde lo emocional a lo racional.

A su vez, en aquellos casos de adolescentes con perfil duro, en SC graves o cuando el centro disponga de poco personal, una alternativa puede ser desdoblar la acción en dos momentos diferenciados: una Intervención Inmediata, que incluiría todos aquellos pasos que hemos ido enumerando a lo largo del artículo, salvo la reflexión-reparación; y otra Diferida, encaminada a la estabilización del conflicto y a reintegrar al muchacho al grupo en las mejores condiciones (March Ortega, 2007).

Por último, en los casos de jóvenes con casuísticas muy complejas y que desencadenen continuas SC, debería contarse con una Unidad de Ingreso Urgente en un recurso especializado del segundo nivel.

 

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Para contactar:

Rafael March Ortega: Email: marortra@jcyl.es

[1] Inventario de Situaciones, Conflictos, Respuesta y Agente.

[2] Esto no es siempre así; de hecho, en muchas ocasiones, la conducta autoagresiva responde a formas inadecuadas de combatir la ansiedad o el sufrimiento psicológico, a la necesidad de llamar la atención o de liberar emociones autopunitivas. Sin embargo, en algunos centros —especialmente en los Especiales y los de Reforma—, asistimos a menudo a la autolesión instrumental como estrategia de control.

[3] Al hablar de la crisis, el colectivo Izan no distingue si existe pérdida de control, o no.

[4] Según estos autores, dado un estado de excitación fisiológica para el cual un individuo tiene una explicación apropiada, no surgirían estas necesidades de evaluación. Sin embargo, cabe recordar que en el estado de grave alteración emocional se produce un menoscabo de las funciones cognitivas.

[5] Algunos educadores se refieren a las llamadas de atención como “contención verbal”. Las llamadas de atención o instrucciones verbales serían en todo caso una “desactivación de la situación crítica o de oportunidad para el cambio”, no una modalidad de contención.

[6] En inglés “I Escape”, la I correspondería «Isolate the conversation», es decir, aislar el conflicto.

Fecha de recepción del artículo: 05/05/2020
Fecha de aceptación del artículo: 15/09/2020