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La cultura, su acción y su gestión, desde la educación social

Culture, its action and management from social education

Autoría:

Iván García García, Técnico de Animación Sociocultural del Ayuntamiento de Vedra (A Coruña). Universidad de Santiago de Compostela. Grupo de Investigación en Pedagogía Social y Educación Ambiental (SEPA-interea)

Resumen

En este artículo queremos adentrarnos en el estado actual y en las posibilidades de futuro de un ámbito clásico de la Educación Social: la animación sociocultural y la gestión cultural. En el ejercicio profesional las entendemos con intención socioeducativa, contenido cultural y perspectiva social. Reflexionar desde este enfoque – el de la acción y gestión de lo cultural desde la educación social- resulta interesante y necesario para seguir fortaleciendo nuestro discurso, para dar salida a interrogantes varios sobre políticas culturales, compartiendo planteamientos y experiencias, y para hacer un profundo ejercicio de autocrítica sobre nuestra actividad, el desempeño profesional de la misma y la formación de los/as educadores/as sociales como profesionales de la acción y gestión cultural.

Dicho esto, y con el propósito de reivindicar el protagonismo profesional de la educación social en el campo de la animación sociocultural y la gestión cultural, iniciaremos un recorrido reflexivo entorno a diferentes situaciones, conceptos, perspectivas y modelos que inundan -a veces ahogan- el quehacer de la acción cultural.

Abstract

In this article we want to delve into the current situation and future possibilities of the classic field of Social Education: the socio-cultural animation and cultural management. In the professional practice we understand them with a socio-educational intention, cultural content and social perspective. Reflecting from this approach – that of the action and cultural management from social education- turns out to be interesting and necessary in order to continue strengthening our speech, to give answer to several questions about cultural policies, sharing approaches and experiences, and also, to do a deep exercise of self-criticism about our activity, the professional exercise of it and the formation of the social educator as professionals of action and cultural management.

Having said this, and with the purpose of vindicating the professional role of social education in the field of social-cultural animation and cultural management, we will begin a reflective journey around different situations, concepts, perspectives and models that flood- at times drown- the work of cultural action.

Un hito para iniciar el camino

Entre el 26 de julio y el 6 de agosto de 1982 se celebró en México la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales, de la que se deriva un texto con reflexiones y principios de gran interés en relación con la cultura, la educación y el desarrollo. Las citas que recogemos a continuación, plenamente vigentes aún, sirven de punto de partida para nuestra exposición y permitirán ordenarla a través de cinco puntos clave:

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  • La cultura es el procedimiento mediante el cual el pueblo o un grupo percibe a los demás y se percibe a sí mismo.
  • La cultura nutre la trama social y la importancia de su papel es tan determinante que la cultura puede finalmente confundirse con la propia vida.
  • La cultura se expresa en cada comunidad humana a través de la infinita diversidad de los actos y de los intercambios mediante los cuales da un sentido a su vida y deja su marca en la historia.
  • La cultura debe de emanar de los individuos, de los grupos y de las asociaciones.
  • La identidad cultural es una riqueza que dinamiza las posibilidades de realización de la especie humana, al movilizar a cada pueblo y a cada grupo para nutrirse de su pasado y escoger los aportes externos compatibles con su idiosincrasia y continuar así el proceso de su propia creación.
  • Las interacciones naturales entre la cultura y la educación: lejos de continuar siendo campos paralelos, la cultura y la educación penetran mutuamente y deben desenvolverse en forma simbiótica, ya que la cultura nutre la educación, mientras que esta se revela el medio por excelencia de transmisión de la cultura y, por consiguiente, de promoción y fortalecimiento de la identidad cultural.
  • El desarrollo significa el enriquecimiento de la identidad profunda de un pueblo, de las aspiraciones, de la calidad integral de su vida tanto en el plano colectivo como en el individual. No existe desarrollo sin conciencia histórica y sin salvaguardar la identidad. Debe reemplazarse la visión economicista, que reduce la cultura a una mercancía, por un enfoque en el que se asigne la noción de desarrollo endógeno a su verdadera dimensión (…) mejorando la calidad de vida, destacando el papel que desempeña la cultura en este proceso. UNESCO (1982:7-15).

Ciertamente ha habido cambios importantes desde 1982, sobre todo por la paulatina centralidad de las tecnologías de la información y de la comunicación y la extensión del modelo neoliberal en sus distintos disfraces, no escasos en el ámbito que nos ocupa. Las culturas de los pueblos se enfrentan a realidades nuevas, marcadas por la imposición de un modelo universal basado en el consumo, la competitividad y en el individualismo. El fenómeno globalizador acerca tanto nuevas realidades como diferentes formas culturales de vivir, de sentir, de actuar y de ser; nuevas formas de organización, de desterritorialización, etc.

En base a lo expuesto en estas citas podemos observar que, a pesar de los cambios, la cultura representa un conjunto de valores únicos e irreemplazables y cuenta con un papel impulsor en la transformación global de la sociedad.

La cultura: tiempos, espacios y desarrollo

La cultura ocupa tiempos y espacios con protagonismo desigual, en base a una relación dialéctica entre identidad y diversidad, territorio -sobre todo local- y globalización, administraciones públicas-autonomías pero, sobre todo, ayuntamientos y diputaciones- y sociedad civil.

Por otra parte, a lo largo de los últimos años se están produciendo grandes cambios, ya apuntados, marcados por la revolución de las Tics, la crisis económica, la crisis política, la crisis medioambiental y, ahora, la crisis sanitaria. A ellas tenemos que sumar otras dos crisis transversales: la cultural y la educativa. La sociedad globalizada nos arrebata la esencia de las identidades y trata de estandarizar el planeta a nivel económico y cultural, destrozando territorios y socavando nuestra capacidad de acción debido a la constante interdependencia de muchos factores.

En el ámbito sociocultural apreciamos estos cambios de manera significativa. Las tecnologías de la información y de la comunicación ayudan a reconfigurar la sociedad generando procesos de individualización y modificando los patrones de sociabilidad, lo que, en parte, deteriora la comunidad como tal. Por otro lado, continúan creciendo las desigualdades, el desapego a los gobernantes y la hooliganización de la política. Estas situaciones, junto a muchas otras, nos llevan a encontrarnos en un contexto cuando menos complejo y no poco desconcertante.

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Enfrentar este orden de cosas implica la capacidad de vislumbrar, entender y visibilizar que los problemas globales exigen una comprensión global desde los lugares de la ciudadanía y la acción local. Por eso el ser ciudadano de hoy en día debe construirse en la interacción de lo global y lo local, generando contextos locales, espacios públicos de participación y cultura, desde los que trabajar conjuntamente (Mayer, 2002:83-104). Es decir, debemos sabernos al mismo tiempo pertenecientes a un mundo muy amplio, global, que se encuentra interconectado y es interdependiente, en el que debemos compartir derechos, deberes y responsabilidades; pertenecientes también a una realidad local, una identidad que se construye y desarrolla en las comunidades de proximidad, en las que vivimos y que constituyen nuestras referencias socioculturales inmediatas. Estas peculiaridades culturales no obstaculizan, sino al contrario favorecen, los valores universales de los pueblos y constituyen la esencia del reconocimiento de múltiples identidades culturales donde coexisten diversas tradiciones.

En el marco de esta diversidad cultural es necesario reconocer la igualdad y dignidad de todas las culturas, así como el derecho de cada comunidad cultural a afirmar y preservar su identidad singular. En definitiva, “el ejercicio de compaginar lo global con lo local y de convivencia natural entre identidades exige construir un futuro diferente sobre nuevas bases que den respuestas al cambio de época que estamos a vivir” (Arnanz y Barba, 2015: 94).

En base a lo anterior, se hace patente que el ámbito local es uno de los territorios que cuenta con mayor potencial y con características propias para promover la cultura, la ciudadanía, el sentimiento de colectividad y el ejercicio de los derechos. Aquí es donde reside la importancia del territorio no solo como determinante geográfico, sino como construcción histórica y de práctica cultural. Una construcción de referentes identitarios fundamentales para sus habitantes con los que se sintetiza su historia y su memoria. (Olmos, 2008).

Por este motivo, los territorios tienen funciones culturales y el desarrollo cultural funciones territoriales. Las funciones culturales del territorio vienen marcadas por el hecho de dar fundamento y generar referentes; es la identidad de la gente con el territorio. Las funciones territoriales de desarrollo cultural hacen referencia a valorar todas las expresiones culturales en el espacio (incluidas las artísticas, pero no sólo), difundirlas y dotarlas de significado. De ahí que la finalidad del desarrollo cultural sea producir fenómenos que contribuyan a comprender, reproducir o transformar todas las prácticas dedicadas a sostener el sistema social. En esta idea de desarrollo cultural se comprende la importancia del desarrollo humano, presidido por el reconocimiento de la diversidad cultural y de la sostenibilidad ecológica, con lo cual, además de integrar las potencialidades del territorio, se cuenta con las habilidades culturales de su gente y la armonía con el medio ambiente (Zambrano, 2020).

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Para complementar lo anterior Ana Calvo (2002:46-47) argumenta que existe una cierta dialéctica entre la acción cultural y el desarrollo territorial. Señala que la cultura cumple una función social directamente relacionada con el desarrollo y entre los distintos papeles de la cultura en el marco del desarrollo, destaca tres aspectos básicos: a) su contribución a la acumulación de conocimiento humano (se refiere al poder de regeneración de la cultura, a la creación de un nuevo “patrimonio” y nuevas formas culturales para las generaciones futuras), b) su contribución en los planos económico y social a medio y largo plazo (como los elementos culturales contribuyen a la vida social, económica y política, al producto interior bruto, a la ocupación, sus efectos educativos en el sistema de valores de la comunidad, etc.) y c) su contribución en tanto capital humano y medio de poder y decisión (capital humano en potencia ya que afecta a la capacidad de los individuos para afrontar los retos de la vida cotidiana y adaptarse a los cambios de su entorno).

Observamos, pues, cómo la cultura está continuamente ocupando tiempos (programaciones, medios digitales, condicionantes laborales, etc.) y espacios (rural, urbano, semi-urbano, condicionantes de conectividad, etc.) en los que las personas cuentan con un protagonismo desigual. Es aquí donde las políticas culturales -aquellas que son algo más que un mero nombre o un discurso público-, que nunca son neutras, debieran dar respuestas concretas en base a unos principios, unos objetivos y unas acciones que dirigen la actividad cultural.

Los principales desvelos que, desde finales de los 80, asumieron, y aún asumen, las administraciones públicas en el ámbito cultural, tanto a nivel estatal y autonómico, como local, en una suerte de competencia proporcionada al territorio, se concentran en preservar el patrimonio, fomentar la actividad creadora y garantizar la igualdad de acceso-consumo a la cultura, teniendo la creación, las industrias culturales, el patrimonio y el turismo como ejes centrales. Consecuencia de esta visión son la proliferación de auditorios, museos y “ciudades de la cultura” en distinta escala.

Los retos de futuro, sin embargo, deben centrarse en conseguir mayor igualdad y un reequilibrio más justo socialmente. En este marco, la cultura y la educación son dos de los mecanismos esenciales en la nivelación de oportunidades individuales y de desarrollo social. Desde la administración local en concreto, la más cercana al ciudadano, la cultura debería ser entendida además como un elemento transversal de las restantes políticas locales y de necesaria presencia en las reflexiones y realizaciones, ya que formula y contribuye a definir objetivos tanto culturales, como educativos, sociales, ambientales, identitarios, económicos, de planificación del territorio, etc. Resulta casi un imposible entender la política cultural aislada ya que, como mínimo, debe de aparecer imbricada con la política social y educativa. En este contexto, la Educación Social cuenta con un potencial enorme para la intervención en el ámbito de la cultura, y no, desde luego, como mero acompañamiento o complemento, sino como núcleo esencial y nuclear de toda política cultural local.

Derecho a la cultura: la participación

Un segundo aspecto es el derecho a la cultura como un principio democrático que corresponsabiliza a administraciones y ciudadanía en su materialización. El derecho a la cultura no es sólo garantizar el acceso a los productos culturales y su gestión, no es sólo servir de correa de transmisión entre creadores, equipamientos culturales y consumidores.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 27, indica que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, (…)” (ONU, 1948:8) y en 2001 la UNESCO realiza la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural, donde se definen los derechos culturales como parte de los derechos humanos y libertades fundamentales, que deben ser respetados en la identidad y práctica cultural, acceso a las actividades culturales, creación y participación en la vida cultural, entre otros (UNESCO, 2001)

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La Constitución española (1978), por otra parte, no le otorga a la cultura el rango de derecho y libertad fundamental (el texto constitucional, envejecido en no pocos aspectos, no deja de ser hijo de su tiempo), pero sí ampara la consideración de la cultura como un principio democrático que debe corresponsabilizar a los gobernantes (administraciones públicas) con la sociedad civil en la satisfacción de los derechos y necesidades culturales de la ciudadanía. Así, en su artículo 44, señala que “los poderes públicos promoverán y tutelarán al acceso a la cultura, a la que todas las personas tienen derecho”, el 9.2, indica que “corresponde a los poderes públicos (…) facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”, otros artículos como el 46 y el 48, se centran en la protección del patrimonio y en el fomento de la participación “libre y eficaz” de la juventud en el desarrollo cultural por parte de las administraciones públicas.

Xan Bouzada (sociólogo gallego), reflexionando sobre la relación entre la cultura y la participación, indicaba que, a partir de finales de los años cincuenta, las sociedades occidentales se propusieron integrar la acción cultural como una herramienta al servicio de la construcción de una ciudadanía moderna y democrática (Bouzada, 2004). Esta relación se plasma en los conceptos de democratización cultural y democracia cultural, que, con desigual presencia vienen definiendo el eje de las líneas de acción de las políticas culturales.

Como es bien sabido, la democratización cultural se centra en la extensión de la cultura al conjunto más amplio posible de la población y pretende la popularización de las artes más eruditas (música clásica, poesía, arquitectura contemporánea etc.), entiende la cultura como un bien colectivo que debe estar al alcance de la ciudadanía a través de la activación de modelos de difusión y extensión cultural. Este es el modelo que, discurso aparte, defiende y promueve la mayoría de las políticas culturales, el más aplaudido por el mercado y el que más interés concita en campos como la economía, la ciencia política, la sociología, el derecho o las humanidades.

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Por otra parte, la democracia cultural busca el fomento de las acciones colectivas, y facilita la producción de la cultura en sí misma, procurando que la ciudadanía promueva su propia cultura. Entiende la cultura como una práctica social, construida en el diálogo y la convivencia social, en la que los ciudadanos participan como protagonistas de la creación acción-cultural, lo que permite interpretarla como más próxima a cada entorno, poniendo en valor su sentido más popular. Se trata del modelo de resultados lentos, poco lucrativos, nada glamurosos, difícilmente cuantificables -aunque perfectamente medibles y evaluables- pero de mayor contribución al desarrollo social, que interesa, sobre todo, a la educación social, la pedagogía, psicología social, el trabajo social y, también, a investigadores y teóricos de estos ámbitos. Es el modelo de la animación sociocultural y el desarrollo (cultural) comunitario, de la intervención socioeducativa y del desarrollo endógeno, local, sostenible, más allá del mero discurso.

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No cabe duda de que ambas perspectivas, por complementarias, deben estar presentes en una política cultural digna de tal nombre, sobre todo en el ámbito local. Pero la complementariedad no significa igualdad de rango, ya que el protagonismo de la democracia cultural, sin duda más compleja y de realización menos cómoda, resulta básica por varios motivos.

Por una parte, porque el nexo de unión entre cultura y participación se encuentra implícito, ya que no existe cultura sin comunicación, de igual modo que la existencia de la cultura depende del hecho social participativo (que va más allá del mero cómputo de espectadores en forma de cuerpos presentes). Por otra parte, porque los/as creadores/as y difusores/as de la cultura (y la cultura -ni siquiera en su reducción a producto artístico- es únicamente generada por el creador/a-artista, o difundida por el gestor/a-administrador/a) tratan de transmitir sus obras y creaciones buscando su máxima difusión y reconocimiento y, para ello, es fundamental que las culturas se mantengan y se reproduzcan. Finalmente, porque articular unas políticas culturales en las que la participación se entiende simplemente como la libertad de acceder al consumo cultural de cuantos más ciudadanos/as mejor no deja de ser un cumplimiento si no engañoso si incompleto -aunque económicamente interesante- del derecho de acceso, donde sigue siendo una minoría la que puede llegar al goce y uso del hecho cultural, aunque esta sea, obviamente, mucho más amplia.

Consumo cultural & dimensión socioeducativa de la cultura

Un tercer aspecto, del que ya fuimos avanzando algunas pinceladas, nos sumerge en el modelo de consumo cultural de nuestro tiempo que, en consonancia con el reinado neoliberal, se centra en la economía de la cultura, las industrias culturales, el patrimonio y el binomio creación-obra de arte. La cultura, nos parece evidente, es más que creación artística, difusión y consumo y, como fue señalado, las políticas culturales, sobre todo las locales, deben trascender esa visión económica y gerencial, el activismo huérfano y la obsesión por las infraestructuras (construcción o uso) y lo turístico, recuperando, con igual o mayor protagonismo, su dimensión socioeducativa en tanto factor de desarrollo personal, comunitario y territorial.

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Estamos instalados en el consumismo como modelo cultural -a pesar del marketing y el discurso de los políticos-, generador de no pequeños desequilibrios y desajustes. La cultura es mostrada, y cada vez más entendida por la Administración y por buena parte de la ciudadanía, como un recurso económico en el ámbito del ocio, el entretenimiento y del turismo. Aparece con fuerza un colonialismo cultural desproporcionado impulsado desde grandes corporaciones que producen “cultura”. Las industrias culturales -que, como toda industria, busca el mayor consumo posible- se apropia del acervo de los grupos sociales, y usan y transforman estas identidades generando un espejismo de cultura tradicional de la que los grupos sociales reciben poco más que la imagen (a veces ni eso), sin ser conscientes de que han usado y transformado su cultura para convertirla en bien de mercado.

Da la impresión de encontrarnos en un vivero de monocultivo cultural de pensamiento y de acción -y también pedagógico, pero de pedagogía política-. Es cierto que la dimensión económica de la cultura es importante y que, además, es un generador de puestos de trabajo (aunque convendría contextualizar y revisar conceptos, indicadores y números para conocer su auténtico impacto y el retorno social de los esfuerzos inversores, sobre todo públicos). Son conocidos cientos de ejemplos de materializaciones culturales centradas en el turismo cultural, en experiencias de “marca-territorio” e incluso en el comercio exclusivamente, por cierto, de evaluación inexistente en la mayoría de los casos. Todos/as conocemos grandes contenedores culturales sin contenido o con contenido festivo-espectáculo al amparo de preferencias técnicas o, sobre todo, políticas. Por eso entendemos necesaria y urgente una redefinición del equilibrio entre opciones de consumo cultural como finalidad e incluso objetivo y alternativas culturales socioeducativas que favorezcan la participación, la co-gestión y, en definitiva, el desarrollo social. Es decir: la sociocultura.

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Entrando en la reflexión de la dimensión socioeducativa de la cultura, Olmos (2002:1) indica que “la educación emerge de la cultura”, porque no hay educación sin cultura simplemente porque esta es la matriz, el marco, el contenido y el fin de todo proceso de formación humana:

La educación, como campo cultural específico, es el principal vehículo a través del cual una determinada sociedad o sectores de la misma producen continuidad y sentido en función de la necesidad de concretar sus intereses generales y/o particulares y de ir actualizándose históricamente dentro de espacios culturales concretos. (Olmos, 2002:1)

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Estas reflexiones permiten visibilizar las finalidades educativas, sociales y culturales que deberían acoger todas las políticas culturales (sobre todo las locales) y entender la cultura como factor de desarrollo tanto de la ciudadanía como de sus propias comunidades y territorios. Es aquí donde aparece nuevamente la Educación Social como perfil idóneo y protagónico en la acción y gestión de la cultura.

Animación Sociocultural y Gestión Cultural en clave socioeducativa

En cuarto lugar, trataremos brevemente la animación sociocultural y la gestión cultural como metodologías de intervención desde esa dimensión socioeducativa que, compartiendo espacio y quehaceres con otros profesionales de la acción cultural, llenan de contenido la gestión de una política cultural auténticamente democrática, ciudadana y necesariamente participativa, donde experiencias de animación sociocultural, desarrollo cultural comunitario, etc., muestran otra forma de acompañar a los ciudadanos gestionando su cultura.

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La referencia a la participación, compendio del ser ciudadano activo, sigue siendo imprescindible. Xan Bouzada (2004:15) señala que “el término participación (…) remite tanto a la dimensión teórica del pensamiento social y político como a la encrucijada concreta de los ámbitos aplicados de la acción cultural y de la acción social”, ya que ciertamente aporta a la democracia un necesario contenido social, contribuye al desarrollo de la solidaridad y de la responsabilidad colectiva, potencia el desarrollo de ideas y el pluralismo y ayuda a tener un mayor conocimiento de la realidad y a marcar el camino para una mejor transformación social. Y, por ende, favorece la educación cívica de la ciudadanía y el desarrollo del sector asociativo.

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En este sentido, consideramos que las personas, en mayor o menor medida, tienen “vocación comunitaria”, es decir, disposición al uso activo de procesos y herramientas para construir juntos/as la comunidad y su cultura, compromiso por un proyecto colectivo en busca de una mayor y mejor calidad de vida en las experiencias cotidianas de todos/as, que vayan ganando terreno desde la pequeña comunidad hasta instancias sociales de mayor entidad.

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Según la UNESCO (1982), la animación sociocultural puede definirse como “el conjunto de prácticas sociales que tienen como finalidad estimular la iniciativa y la participación de las comunidades en el proceso de su propio desarrollo y en la dinámica global de la vida sociopolítica en la que están integrados/as”. En palabras de Ezequiel Ander-Egg (1987:340), la animación sociocultural es:

[…] un conjunto de técnicas sociales que, basadas en una pedagogía participativa, tiene por finalidad promover prácticas y actividades voluntarias, que con la participación activa de la gente, se desarrollan dentro de un grupo o comunidad determinada, y se manifiesta en los diferentes ámbitos de desarrollo de calidad de vida.

Supone, por lo tanto, llegar más lejos del simple poner los bienes culturales al alcance de todo el mundo (que, en realidad, acaba por no ser todo el mundo, si no personas con recursos económicos, educativos y tecnológicos adecuados para valorar y acceder al consumo de esos bienes), promoviendo que las personas pasen de ser espectadoras y consumidoras de cultura (democratización cultural) a ser creadoras, productoras y protagonistas de la misma en su entorno (democracia cultural) (Gómez, 2020). Para ello es imprescindible la presencia de democracia y participación, pues sin ellas no es posible concebirla ni practicarla, por mucho que puedan darse otras experiencias e iniciativas en las que la sociedad y la acción cultural sean ejes vertebradores principales”. (Caride, 2006:321)

En síntesis, la animación sociocultural trata de poner a las personas en el centro y que se conviertan en actores de su propio desarrollo. Su principio fundamental es la participación de las personas destinatarias en su propio proceso de transformación, a través de la dinamización y desarrollo de la comunidad, desde una perspectiva socioeducativa. La participación es clave para entender las propuestas de la animación sociocultural, pues es a un tiempo método y objetivo fundamental. Se trata de mantener al grupo como referente y situar el fortalecimiento del tejido comunitario-asociativo como meta. Esta metodología de intervención está considerablemente documentada por autores/as como los citados anteriormente, y por otros del ámbito español como Cembranos y otros, 1998; Colomer, 1999; Del Valle, 1972; Morata, 1997; Petrus, 1989; Pose, 2010; Trilla, 1997; Úcar, 1992, 2000; Ventosa, 1993; o del ámbito internacional como Paulo Freire, 1988; Marco Marchioni, 1999, 2001, 2004; por citar algunos de ellos.

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Junto a nuevas situaciones y movimientos, los cambios que fue experimentando la sociedad en las últimas décadas otorgan a la animación sociocultural nuevos retos y oportunidades para generar sinergias y contribuir a alcanzar mayores cuotas de bienestar individual y colectivo y de calidad de vida. En los últimos años, de hecho, están surgiendo nuevos enfoques y teorías que comparten y ahondan el espacio que le es propio, como por ejemplo la teoría de los comunes, que tiene su base en el papel social de la cultura y de la cultura como bien común y que viene derivada del derecho a la cultura. Esta teoría no busca solo el derecho de acceder a la cultura, si no el derecho a participar en ella (Jaron Rowan, 2016).

Para abordar la gestión cultural tenemos que partir, con carácter general y para el asunto que nos ocupa, del análisis de dos posicionamientos diferentes. Por una parte, el que se centra en la dimensión gerencial/administradora, con una gran presencia de la visión económica, industrial, del producto cultural (sobre todo patrimonial, literario, escénico, plástico y audiovisual), el consumidor, los contenedores, la creación y los/as creadores/as, el marketing y la comunicación, las nuevas tecnologías, los públicos y la difusión. Una especie -nos atrevemos a caracterizarla- de gestión cultural de cosas (objetos, productos, instalaciones, programaciones, etc.), nacida al abrigo de las políticas culturales de edificios y espectáculos, (que, obviamente hay que gestionar y que, sobre todo en la administración pública -pero también en el sector privado, que, en su inmensa mayoría, trabaja para el mercado público-, no estaba -y en gran medida sigue sin estar, sobre todo en la administración local- debidamente profesionalizada). Una ojeada a la formación de postgrado, con más de una década de presencia, y a la más reciente formación de grado (facultades, contenidos, docentes, etc.) permite situar con bastante certeza la visión y fuentes de esta perspectiva.

Por otra parte, tendríamos la consideración de la gestión cultural:

[…] incardinada en la animación sociocultural, presente también en el concurso social. Una mirada que tiene más que ver con los procesos de cambio y mejora que la educación (social) posibilita que con los de pura gerencialidad y programación de actos culturales en un mercado abierto. (Sánchez Valverde y Franch, 2016:79).

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Una suerte -seguimos con el atrevimiento caracterizador- de gestión cultural centrada en las personas, en los ciudadanos en tanto sujetos protagonistas de los grupos y comunidades en los que se incardinan y de sus territorios, agentes de su propio desarrollo. Un posicionamiento del trabajo y las políticas culturales (sobre todo locales, donde encuentra su mayor sentido) en dimensión comunitaria, nacida en la tradición socioeducativa de intervención social, la educación popular y el desarrollo comunitario, ámbitos de conocimiento, formación e investigación de la pedagogía y educación social.

No cabe duda de que se establece una relación cuando menos compleja entre ambas orientaciones, motivada esencialmente por la necesidad de marcar espacios de interés sobre todo laboral y por la falta de políticas culturales realmente pensadas y al servicio de las personas entendidas como auténticos/as ciudadanos/as y no como meros/as consumidores/as de productos culturales (o electorales). Y paradójicamente,

[…] las dos están tan ligadas al disfrute, la mejora de la vida, los derechos y la cultura, entendida esta como relación social entre personas en su interacción. Al fin y al cabo, las dos, gestión cultural y educación social-animación sociocultural, son manifestaciones de la transmisión de la cultural en el hecho social. (Sánchez-Valverde y Franch, 2016:79).

Apostamos claramente por una gestión cultural en clave socioeducativa y trabajando desde una perspectiva comunitaria, como elemento destacado y definidor de las políticas culturales, sobre todo locales, donde la buena gerencia y administración es tan necesaria y exigible como en cualquier otra actividad, pero en la que el objetivo es aparejar medios y recursos para acompañar a la ciudadanía en los procesos de cambio y desarrollo y no ser una mera maquinaria de conexión entre creadores/as, contenedores y públicos (labor estimable, sin duda de gran tecnificación, pero secundaria en la acción local, aunque que no en el mercado).

El espacio profesional

Finalmente vamos a valorar brevemente el espacio profesional del sector, el actual mercado de trabajo y el perfil profesional del educador/a social, su formación (grado, postgrado y formación continua) así como su posicionamiento en relación con otros perfiles profesionales de la acción cultural. A este respecto, no debemos olvidar que la tradición histórica de los diversos territorios del Estado, con realidades concretas y específicas (geográfica y socioeconómicas, formativas y profesionales…) también conforman una determinada historia del entender y hacer de animación y gestión cultural, de articular su formación y de materializarla en la práctica profesional.

Empezamos observando que las funciones profesionales suelen perdurar en el tiempo, pero las ocupaciones cambian con cierta regularidad. Debemos tener presente los ámbitos de actuación y las áreas competenciales de la Educación Social porque el dónde ejercer en ocasiones depende de decisiones políticas y nada tiene que ver con las necesidades de capacitación de los profesionales ni con las necesidades reales de la sociedad. Nos podemos encontrar con un sinfín de motivos subjetivos que se encuentran en el lado opuesto de las funciones a desarrollar y de la capacidad profesional: por ejemplo, intereses que determinan un perfil, por desconocimiento, porque en el ayuntamiento de al lado sacaron a concurso esa plaza, o tienen un conocido que les informó, etc.

En este sentido, tenemos una obligación ética y moral de visibilizar las irregularidades en las organizaciones públicas y privadas que excluyan o que no valoren en su justa medida al educador/a social en el ámbito de la animación sociocultural y la gestión cultural. Porque somos profesionales de la acción sociocultural y educativa comprometidos con la transmisión cultural, la mediación social y la generación de contextos y redes sociales y educativas.

Analizando la definición del título de Educación Social en los momentos iniciales de su implantación, vemos que consideraba tres perfiles: animación sociocultural, educación especializada y educación de adultos. En el proceso de reconfiguración del grado el ámbito de la animación sociocultural y de la gestión cultural aparece muy difuminado.

Actualmente en la formación de Educación Social no se cuenta con materias suficientes del ámbito cultural. Por ejemplo, en la titulación en la Universidad de Santiago de Compostela, la Animación Sociocultural o las Políticas Culturales aparecen como materias optativas, lo que podría dar a entender que no se le está dando a este ámbito la importancia que algunos consideramos que debería de tener y que, desde nuestro punto de vista debería contar con mayor protagonismo y más contenidos formativos, obligatorios y optativos, relacionados con este campo.

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En su momento la gestión cultural alcanzó un cierto grado de reconocimiento académico acompañado de una amplia oferta de postgrados y másteres, ciertamente diversos y vinculados, sobre todo, con el patrimonio y su socialización, algunos de los cuales ya tienen cierta tradición. Asimismo, muy recientemente se empezaron a implantar algunos grados en gestión cultural, de los que habrá que ver su evolución y permanencia, que, en general, se centran en las industrias culturales, la difusión-comunicación de la cultura y el patrimonio cultural. Este factor, junto a otros muchos (no menos importante la asociación y federación de profesionales dedicados a la gestión cultural), ha permitido que poco a poco se fuera imponiendo la denominación y visibilizando la profesión, bien que mayoritariamente desde la perspectiva gerencial y no socioeducativa (entre otras cosas, y quizá de forma errónea, porque los que nos dedicamos a la gestión cultural desde la educación social no utilizamos esa denominación). En paralelo, en el ciclo superior de Animación Sociocultural se redenomina como “Técnico de Animación Sociocultural y Turística”, lo que, por otra parte, parece indicar que gana enteros la dimensión del trabajo cultural más asociada al turismo, al espectáculo, al producto y al mercado y menos a la acción socioeducativa.

Una situación ciertamente compleja a nivel profesional, en la que, a pesar de la legislación (ley Ómnibus, por ejemplo), la falta de ordenación de las políticas culturales en las administraciones públicas -sobre todo locales-, el crecimiento del mercado de servicios culturales, las políticas de espectáculo y auditorio, junto con otros factores también mayoritariamente coyunturales -entre los que la tibia reivindicación de este ámbito desde las facultades de educación o los colegios profesionales no es menor-, la justificación y necesidad de la centralidad del perfil profesional de la Educación Social en la acción cultural, estamos convencidos, es incuestionable.

Y en este orden de cosas, junto con otras acciones, desde la Educación Social -como  fue indicado- se echa de menos una oferta formativa más ambiciosa y planificada en este ámbito, de medio y largo plazo, que esté bien integrada en sus aspectos básicos, especializados y de actualización, que proporcione conocimientos adecuados y que contribuya a la generación de profesionales de la Educación Social más competentes, innovadores/as y ajustados/as a las necesidades culturales de una sociedad cambiante y en rápida evolución.

A modo de conclusiones

Nosotros concebimos la acción cultural como un recurso y como un medio para que la ciudadanía acceda a una vida más rica, plena, activa, creadora y autónoma, tanto a nivel individual como colectivo, participe en su entorno social y cultural (y natural, económico, político, etc.), y contribuya activamente a transformarlo. Por eso entendemos que se trata de un ejercicio profesional que tiene intención socioeducativa, contenido cultural y dimensión social.

Para la Educación Social, la cultura y sus dimensiones deberían ser un recurso y no un fin, como pueden ser, y muy lícito, para otros ámbitos del trabajo cultural: desde la protección y conservación del patrimonio, a la comercialización de productos y servicios culturales, en el que el fin y la acción son el propio objeto y hecho cultural en sí mismos. Por lo tanto, se tratan de dos visiones sin duda complementarias, pero en absoluto iguales, cuya presencia en las políticas culturales resolverá un tipo u otro de desarrollo cultural de los/as ciudadanos/as.

Por otra parte, ponemos de manifiesto que existe una importante indefinición profesional en este sector ya que existen tantas denominaciones que nos caracterizan (programador/a cultural, técnico/a de cultura, técnico/a sociocultural, animador/a sociocultural, gestor/a cultural, educador/a social etc.) como puestos existen en entidades públicas y privadas, que junto con las diversas formaciones y procedencias, en vez de enriquecer la profesión, la están abocando a un simple administrar recursos en orden de urgencia y con prácticamente total carencia de planificación.

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En este sentido, creemos necesario alcanzar una mayor definición del perfil profesional de la acción cultural, además de garantizar una práctica profesional más homogénea y eficaz, independientemente de las políticas culturales que se determinen en cada administración o entidad. Queda patente la necesidad de disponer de unos perfiles profesionales que permitan ordenar la propia profesión y la acción sociocultural -en dimensión de gestión o animación, por usar la terminología al uso- cuanto menos pública.

En definitiva, los acontecimientos de los últimos años en este sector, y pese a la sobrada justificación de su necesidad, están poniendo en peligro una forma de entender la cultura, que cuenta con una tradición, una historia, y unos fundamentos propios enraizados en las prácticas socioeducativas (animación sociocultural, desarrollo comunitario, educación popular, etc.). En esta disposición de cosas, entendemos que la influencia de la cultura en el desarrollo cultural es decisiva, tanto que no se puede hablar de cultura al margen de la sociedad. Por eso defendemos el trabajo que se realiza en la implementación de proyectos socioculturales que utilizan como recurso la animación sociocultural, y que generan verdaderos movimientos de desarrollo endógeno y sociocomunitario.

Finalmente, nos parece que es el momento de pararse, reflexionar, hacer recuento del acervo intelectual y científico e intentar que la Educación Social, por un lado reivindique decididamente este espacio como propio sin vergüenzas ni complejos, y por otro que se adapte (formación, investigación, ejercicio profesional, etc.) a las nuevas realidades en las que nos encontramos, para volver a ganar el lugar que le corresponde por naturaleza y desplegar la voluntad de servicio que le es propia.

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Fecha de recepción del artículo: 15/07/2020
Fecha de aceptación del artículo: 11/09/2020