José Ortega Esteban, Catedrático de Pedagogía Social, Universidad de Salamanca. José Antonio Caride Gómez, Catedrático de Pedagogía Social, Universidad de Santiago de Compostela. Xavier Úcar Martínez, Catedrático de Pedagogía Social, Universidad Autónoma de Barcelona
Contribuir a reconocernos partícipes de la Historia de la Pedagogía Social y de la Educación Social en España. Este el propósito del artículo que presentamos, protagonizado por personas, instituciones, organizaciones y colectivos que han posibilitado –en las últimas décadas– el desarrollo científico, académico y profesional de sus respectivos quehaceres en nuestro país, en las Universidades y en la sociedad. Un relato en el que confluyen los testimonios de los tres Presidentes que ha tenido, desde su creación en 2000, la Sociedad Iberoamericana de Pedagogía Social (SIPS), con una voluntad inequívoca: narrar el pasado para construir un mejor futuro, no sólo en las realidades cotidianas de los profesionales de la Educación Social; también, en el “otro mundo posible”, que reivindicamos y necesitamos. Articulado en tres secuencias, en el texto se argumenta acerca de los trayectos compartidos por la “Academia” y la “Profesión”, entre la formación y el desempeño profesional, entre las aulas y las calles, de la teoría a la práctica, entre nosotros y con los otros. Una lectura acerca de dónde venimos, prolongada en hacia dónde queremos y, acaso, debemos ir.
I
“La Historia a veces parece gente… No es gente…
pero a veces parece gente, en la medida en que
ella es hecha por gente y hace a la gente” (Paulo Freire).
La Pedagogía Social viene de lejos: cronológica y geográficamente. Nada o muy poco de lo que hoy queremos que sean sus logros académicos, científicos y profesionales, con una decidida proyección en lo que hemos dado en llamar “Educación Social”, puede entenderse al margen de quiénes la han protagonizado históricamente: en las Universidades, los movimientos de renovación educativa, la iniciativa de colectivos y entidades sociales (sindicatos, organizaciones no gubernamentales, asociaciones, centros educativos y sociales, administraciones públicas, etc.), o en el quehacer cotidiano de miles de pedagogos, educadores, maestros, animadores, etc.
Su afán por extender la educación más allá de las aulas invitando a repensar sus teorías y prácticas, ha ido deparando nuevos modos de educar y educarse en sociedad, ampliando los horizontes de la educación a personas, contextos, procesos o tareas comprometidos con otros modos de vivir y desarrollarnos. O, para decirlo de un modo más explícito, con la voluntad de construir, pedagógica y socialmente, una sociedad que agrande los derechos humanos y las oportunidades educativas de toda la población, desde la infancia hasta la vejez, en nombre de la cultura, la democracia, los valores cívicos, la convivencia… De hacerlo, además, situando entre sus prioridades a quienes han de afrontar situaciones de vulnerabilidad, dependencia o riesgo social.
Servir a y para la vida en común. Esta podría decirse que ha sido, desde las primeras reflexiones que sistematizan el pensamiento pedagógico, la principal motivación de quienes ven la educación como una manera de “vivir la vida”. Así la entendía, con un profundo sentido humanista, Furter al asociar sus logros a la búsqueda de lo posible: “la esperanza garantiza las bases del perfeccionamiento del hombre, de su empeño en vivir de una manera arriesgada, como también nos obliga a la convicción de que el mundo es transformable” (1996: 80). Una afirmación que además de reconocer en la esperanza sus raíces antropológicas, sociológicas e históricas, estrecha sus lazos con “la durée ouverte, en la sensibilidad al futuro” (Ibíd.: 81). En ella nos quedamos. Al menos, si aspiramos a dotarnos de una Educación Social que cohesione “a personas y sociedades en torno a iniciativas y valores que promuevan una mejora significativa del bienestar colectivo, y por extensión, de todas aquellas circunstancias que posibiliten su participación en la construcción de una ciudadanía más inclusiva, plural y crítica” (Caride, 2005b:48).
La Pedagogía-Educación Social sitúa sus primeros desarrollos en las inquietudes de autores como Pestalozzi o Natorp. Aún en sus divergencias, con un propósito inequívoco: abrir la educación a la comunidad, procurando armonizar la formación de todos sus miembros con la atención especializada a determinadas carencias o necesidades de la población, sobre todo las que afectan a niños y jóvenes. Son las respuestas que ha ido dando la Pedagogía a la “cuestión social” (Caride, 2011); esto es, a las desigualdades, la pobreza y la exclusión que afecta a amplios sectores de la población, sin que la caridad cristiana, el voluntarismo, la filantropía, o el “dejar hacer” instaurado por el liberalismo económico y político, sean capaces de aliviar sus desasosiegos. La vieja utopía didáctica de Comenio, proclamando la importancia de “enseñar todo a todos”, comenzaba a traducirse en un educar a todos en todo.
Aludimos a una circunstancia que los incipientes Estados modernos tratarán de contrarrestar a través de “políticas públicas” que, además de atenuar los excesos del capitalismo, activen prestaciones, servicios, programas… apelando a criterios de equidad, justicia, universalidad, etc. que las Constituciones y las primeras declaraciones de los derechos del hombre y del ciudadano venían incorporando a sus redacciones, sobre todo a partir de las Revoluciones Americana y Francesa. Y que alentaron la lucha obrera y las revueltas populares encarnadas por los movimientos anarquistas y socialistas, en convergencia con la naciente profesionalización de la Acción Social; asociada a la progresiva consolidación del Trabajo Social como disciplina y ocupación.
La tarea seduce pronto a nuestros intelectuales “reformistas”, muchos de ellos educadores o profesores vinculados a la Institución Libre de Enseñanza, que viajarían a Europa tratando de superar la indigencia espiritual y material en la estaba sumergido el país. Lo recuerda Vilanou (2001), en su recorrido histórico de la Pedagogía Social en España e Hispanoamérica, cuando atribuye a un estimable grupo de docentes e investigadores la introducción de las propuestas pedagógicas de autores como Cohen o Natorp en España, aproximando sus reflexiones al quehacer político, ético, religioso, científico o filosófico de la época. Remitiéndonos a trabajos previos (Caride, 2005 y 2011), hemos de citar a Fernando de los Ríos, María de Maeztu, Manuel Bartolomé Cossío, Manuel García Morente, Lorenzo Luzuriaga, Rufino Blanco… Y, como también hace Sánchez-Gey (2011) a Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset o a María Zambrano, estimulados por la idea de contribuir desde la educación, a través de la Pedagogía Social, a que el ser humano sea un buen ciudadano, capaz de alcanzar la mejor humanización personal y social. Una misión que supone transformar ética y culturalmente el país, “desde una tarea educativa que se relaciona con la política” (Sánchez-Gey, 2011:161).
Las crisis nunca fueron ajenas a la emergencia científica, disciplinar y profesional de la Pedagogía-Educación Social. Cualquier mirada a la Historia de la Educación Social, dirá Petrus (1995: 11-12), “es suficiente para demostrar que sus fases de máximo apogeo coinciden con las situaciones más conflictivas de la sociedad. De ahí pues, que en un momento como el actual, con un mercado de trabajo flexible y serios problemas de pobreza, marginación y exclusión social, en una sociedad que tiende a alejar parte de la población de las oportunidades económicas y educativas, las demandas de prestaciones sociales y educativas sean cada vez mayores”. Ruiz Berrio, abunda en esta perspectiva, destacando cómo “a medida que se hicieron más complejas las estructuras sociales, aumentó la necesidad de una educación social… [atreviéndose] a afirmar que a medida que la humanidad progresó, progresó también el número de marginados y abandonados, y entre ellos el de los niños. Por eso cobra un especial relieve la educación social en los últimos cuatro siglos” (1999:6).
A lo anterior se une el hecho de que la Pedagogía-Educación Social muestra sus mayores potencialidades a la hora de dinamizar las condiciones educativas de la cultura, de las personas y de los pueblos, promoviendo una sociedad que eduque y una educación que socialice e integre. Pero incluso esta orientación no ha podido sustraerse a los abusos ideológicos, políticos y/o religiosos, aunque las más de las veces contribuyesen a la democratización y al bienestar social. No puede entenderse de otra manera que sean estas metas las que han favorecido la consolidación de algunos de sus campos más relevantes: la Educación Especializada con menores en dificultad y conflicto social, la Educación de adultos y mayores, la Animación Sociocultural, la Educación del Ocio y en el Tiempo Libre, etc.
En opinión de Pérez Serrano (2005) el nacimiento de la Pedagogía Social viene explicado por las complejas situaciones geopolíticas y por las contradictorias realidades sociales, que sintetiza en: Los cambios económicos, sociales y políticos, que derivan en conflictos que demandan respuestas educativo-sociales; la importancia de la dimensión social de la educación y la confianza en las comunidades para afrontarlos problemas generados por el individualismo; las expectativas puestas en una pedagogía renovada ante la crisis de los sistemas escolares, en la creación del Estado del Bienestar y el impulso de las democracias; y la creciente importancia adquirida por el concepto de “ayuda” social y educativa para mejorar la sociedad, que activa la conciencia de responsabilidad social ante los problemas de los ciudadanos.
Las “emergencias” profesionales, en el doble sentido de la expresión (retratando lo que es “emergente” y lo que es “urgente”), coinciden con esta lectura. Lo analizaba con detalle Núñez, recordando la aparición de una profesión que tiene que ver con la apertura de nuevos espacios sociales en la desolada Europa de la post-guerra, en la que proliferan las bolsas de miseria, la crisis de valores y creencias y el aumento de la delincuencia como temas recurrentes que requieren de un “campo de acciones alternativo”, a la formación de los profesionales de la educación, de los maestros y pedagogos: la “nueva profesión, al inscribir el trabajo de acción social en parámetros educacionales, redefine el discurso del ‘control social’ producido por otros profesionales del sector de la inadaptación e introduce un cuestionamiento –más o menos explícito a lo largo de los años– a las figuras ‘malditas’ de los siglos XVIII y XIX: guardianes, cuidadores, celadores…”(1990:115-116).
Todo indica que somos deudores del pensamiento pedagógico-social europeo, anclado y proyectado desde el mundo germánico hacia otras realidades, en los países nórdicos, en Centroeuropa y en el Mediterráneo latino. Aunque también, con otras derivas, tributarias del mundo anglosajón y de sus renovadas lecturas acerca de la educación en los procesos de desarrollo comunitario, en los servicios sociales y el trabajo social; y de la tradición francófona, que además de su acreditada sensibilidad hacia la educación popular o a la atención educativa a niños y jóvenes inadaptados, situó en las políticas culturales –a través de la animación sociocultural– uno de los principales ámbitos de actuación de la educación en clave social. De todas ellas toma nota la Pedagogía Social que llega a las Universidades españolas en los ochenta del pasado siglo, después de que sus enseñanzas fuesen incorporadas en los planes de estudio de las Universidades Complutense de Madrid (1944), Valencia (1955) y Barcelona (1956).
La llegada de la democracia a las Universidades supone que la Pedagogía Social y –más tarde– la Educación Social, inician nuevos rumbos con la creación e implantación de la Diplomatura en “Educación Social” y la Licenciatura en “Pedagogía”. Los encuentros entre la Pedagogía Social y la Educación Social y de ambas con la cultura, el trabajo social y las políticas públicas, llevan a los teóricos y los prácticos a adentrarse en un camino sin retorno, que dota a aquellas disciplinas de una fortaleza académica, científica y profesional cada vez más relevante. Un trayecto que, en febrero de 1986, profesores e investigadores de once Universidades españolas, reunidos en la sede central de la UNED, comenzaron a trazar con la intención no sólo de explicarse lo que estaba siendo –en cada Universidad– la Pedagogía Social, sino de contribuir a dibujar un panorama que uniera “la vertiente académica y la profesional, la constatación de la realidad y las previsiones para un futuro más o menos inmediato” (Marín, 1996:9).
En el recorrido histórico de la Pedagogía Social y de la Educación Social es posible constatar que sus señas de identidad se han ido vertebrando en función de una diversificada gama de concepciones, tendencias y enfoques: de un lado, los que son una consecuencia “natural” de la pluralidad de temas, problemas, conceptos, modelos de racionalidad teórica, metodologías, etc. por la que transitan; de otro, los que anidan en las alternativas culturales, políticas, ideológicas, etc. que se toman como referencia en el debate intelectual y en los procesos de cambio y transformación social. La diversidad –advierte Iglesias– deviene en un elemento fundamental en la caracterización profesional de los educadores/as sociales, inherente a la inevitable polivalencia de su figura profesional, con la que “tejen una amplia red de actuaciones que le da cobertura a los ámbitos de intervención socioeducativa sin entenderlos necesariamente como compartimentos estancos” (1996:28). También aluden a ella Sáez y García, al señalar que “la pluralidad epistemológica, teórica y metodológica sigue creciendo, al tiempo que se enriquecen las posibilidades teóricas y prácticas de la Pedagogía Social y de la Educación Social como titulación, como profesión y como práctica educativa y social” (2006:84).
Todos los países han tenido y tienen problemas carenciales. En su diagnóstico podría decirse que ha existido una relativa homogeneidad, a veces también en la formulación de los objetivos a alcanzar para afrontarlos. Pluralidad y diferenciación, por ejemplo, en los enfoques teórico-conceptuales y epistemológicos, en las prioridades de las políticas educativas y sociales, en los fundamentos normativos y en la praxis jurídica, en la formación exigible a los educadores y a las educadoras sociales, en los modos de contemplar la inserción y el desempeño laboral, etc. Lejos de valorar negativamente la heterogeneidad de sus realidades, creemos que no está mal que un campo científico, académico y profesional que reivindica la diversidad se la aplique a sí mismo.
“El análisis de la historia nos lleva a la convicción
de que algunos valores son históricamente más
duraderos que otros y asumen un cierto significado
universal… que deben formar parte de la actividad
pedagógica siempre fraguada en base a las
necesidades y las tareas marcadas por la vida en
constante desarrollo” (Bogdan Suchodolski).
Aunque las relaciones entre la academia, a través de la Sociedad Iberoamericana de Pedagogía Social (SIPS) y la profesión, representada primero por la Asociación Estatal de Educación Social (ASEDES) y ahora por el Consejo General de Colegios de Educadoras y Educadores Sociales (CGCEES), han sido cordiales y colaborativas, una y otra han seguido caminos divergentes, no exentos de algunos momentos difíciles. Superarlos, con visión de futuro, nos sitúa ante la necesidad, de “tender puentes entre la Universidad y los profesionales de la Educación Social” (Arandia y otros, 2012: 505). Al menos, con un doble propósito: de un lado, compartir el patrimonio común que atesoran la Pedagogía Social y la Educación Social en nuestro país; de otro, proyectar y construir caminos que posibiliten una mayor convergencia entre quienes –desde unas u otras perspectivas– nos ocupamos de ellas, a favor de la Pedagogía-Educación Social y, sobre todo, de las personas y los colectivos sociales que precisan respuestas alternativas al mundo desbocado que habitamos.
Haciendo memoria, no resulta fácil entender las razones que han deparado históricamente estas relaciones problemáticas. En Europa, muchos autores han destacado los desencuentros o la tensión existente entre el campo académico y el profesional; entre la consideración de la Pedagogía Social como disciplina y como profesión o práctica (Kornbeck, 2009; Rosendal, 2009). Eriksson (citado en Eriksson y Markström, 2009) atribuye estas discrepancias a la existencia de dos discursos diferenciados: el universal, que se centra en los análisis teórico-conceptuales y tiene un carácter normativo; y el particular, que parte de las profesiones, de las vivencias y prácticas, y se focaliza en los objetivos que persiguen y en los métodos que utilizan. Kornbeck (2009), que ha analizado los discursos de la Asociación Internacional de Educadores Sociales (AIEJI), partiendo de los documentos elaborados en el congreso celebrado en Copenhague en 2009, constata que en ellos no se hace referencia ni a la Pedagogía Social ni, en general, a la Educación o a la Pedagogía; lo que, como es obvio, le resulta muy sorprendente (Úcar, 2011b).
Para interpretar la tensión entre la academia y la profesión, Ronsendal (2009) acude a cuestiones epistemológicas relacionadas, por una parte, con la importación de la Pedagogía Social a Dinamarca desde el contexto alemán y por otra, con las características de la propia Pedagogía en tanto que ciencia. En concreto, diferencia el enfoque de Natorp que tiene un discurso más normativo de los de Nohl y Baümer cuyo discurso es más profesionalizador y pragmático. Creemos que, tomando como referencia la realidad española, es posible añadir nuevos significados a esta interpretación.
Se podría decir, sintetizando, que la Pedagogía Social y la Educación Social en España son el resultado de tres corrientes de pensamiento y acción que llegan a nuestro país a lo largo del siglo XX (Ortega, 2005; Úcar, 2011a). Quedan resumidas en lo que sigue:
La primera es la corriente alemana, que llega a nuestro país a principios del siglo XX de la mano de un diversificado conjunto de autores preocupados por sistematizar y fundamentar la Pedagogía Social en la tradición pedagógica centroeuropea y germánica. Aporta una línea teórico-filosófica que combina la preocupación por humanizar la educación en el marco de la vida comunitaria, con la atención –casi exclusiva– a los problemas de inadaptación infantil y juvenil. Es la línea de trabajo que se instaura en las Universidades, constituyendo el núcleo que conforma el pensamiento universitario inicial sobre la Pedagogía Social.
Sus finalidades socio-políticas y filosóficas se reformularon a partir del sociologismo pedagógico de Natorp y, muy especialmente, de las contribuciones filosófico hermenéuticas lideradas por Nohl y su escuela, materializada en la “pedagogía de la urgencia”, que buscará en lo “extraescolar” nuevas oportunidades para la educación de la juventud, su bienestar y protección. En las últimas décadas del siglo XX, la Pedagogía Social germánica apostará por las visiones crítico-emancipatorias, reivindicando una relación más dialéctica de la teoría y la praxis, en confluencia con el Trabajo Social y su apertura a nuevas tareas y responsabilidades institucionales en la vida cotidiana, que tendrán entre sus defensores a Mollenhauer y Thiersch. Otto piensa, con ellos, que “cada vez más, la teoría de la Pedagogía Social se distancia de la Antropología filosófica, aproximándose a la Sociología crítica” (2009:34). Aunque sus planteamientos conviven con las posiciones tecnológicas o sistémico-empiristas de autores como Brezinca, Rössner y Klauer, en general ponen de manifiesto las interacciones que se pretenden fortalecer en el dominio de “lo social”.
En el plano de la formación y al amparo de las medidas legislativas adoptadas en 1969, las Escuelas Superiores alemanas pasan a las Universidades y se crea el “Diploma” (Licenciatura) en Ciencias de la Educación-Pedagogía Social: unos estudios medios universitarios más profesionalizados y técnicos junto con unos estudios superiores de “Diploma-Licenciatura” y de Doctorado en Pedagogía Social. Se realiza, por tanto, una formación profesional polivalente superior, existiendo también la formación de pedagogos o sociopedagogos en las Facultades de Ciencias de la Educación o Pedagogía.
La segunda es la corriente francófona, que llega a España en la década de los 50 y 60 del siglo XX y que caracterizamos como práctica, sociocultural y centrada en la resolución o respuesta a problemáticas sociales y comunitarias concretas. Inicialmente, la tradición racionalista e intelectualista de la que proviene le concedería una gran importancia a los análisis políticos y sociológicos de la educación institucionalizada en la sociedad capitalista, desvelando sus contribuciones a la reproducción de las desigualdades sociales. Incidirá asimismo en el activismo pedagógico y en la democratización de la enseñanza (influenciadas por la Escuela Nueva y autores como Decroly, Demolins, Ferrière o Freinet), en cuyo logro se le concede un importante papel a la “educación popular” y a la “animación sociocultural”; también, aunque con otros perfiles, a la “educación especializada” con niños y jóvenes en situación de inadaptación o exclusión social.
Los aportes de esta corriente se proyectan en nuestro país en ideas y metodologías de trabajo orientadas a actuar en las comunidades con grupos en situaciones de marginación o pobreza. Las primeras acciones socioeducativas desarrolladas en ámbitos comunitarios en la España de la posguerra, se gestaron en un contexto de necesidad y como fruto de, al menos, dos procesos: uno de reconstrucción comunitaria y otro de reivindicación y lucha frente a la dictadura. Fueron acciones desarrolladas por los precursores de los actuales educadores sociales. Si la corriente alemana se desarrolló en la Universidad, ésta lo hizo en la calle. Si la primera fue impulsada por los académicos, ésta lo fue por las personas de los barrios y las comunidades.
La tercera fue la corriente anglosajona, que caracterizamos como pragmática, empirista y cientifista. Sus primeras aportaciones toman como referencia los análisis de las realidades sociales carenciales que se hacen desde la Sociología de la Educación; y que, cuando aluden a personas o grupos sociales, encuentran en la Psicología Social y de la Educación algunas de las vías de aproximación más cultivadas (por ejemplo, a través de las técnicas de dinámica de grupos). Raramente se contemplaba en esta orientación a la Pedagogía y, menos aún, a la Pedagogía Social, aunque cada vez se hizo más frecuente que lo educativo y lo pedagógico participaran de la creciente implantación del Trabajo Social en Estados Unidos y Gran Bretaña. Con intervenciones paliativas o terapéuticas de carácter asistencialista, los servicios sociales conforman un sistema público-privado al que se vincula una diversificada red de prestaciones, que basan buena parte de sus iniciativas en procesos de los que participan profesionales superiores de la Medicina, la Psiquiatría, la Psicología, el Derecho, la Sociología, la Ciencia Política, el Trabajo Social, etc. formados en las Facultades universitarias.
Llegó a nuestro país en la década de los 60 del pasado siglo y, siguiendo las ideas de Dewey, planteaba que había que hablar de “Ciencias de la Educación” en vez de “Pedagogía”. La etiqueta “ciencia” resultaba demasiado tentadora para unos estudios, los de Pedagogía, cuestionados en sus reiteradas tentativas de legitimar su estatus de cientificidad. Los resultados no se hicieron esperar, la nueva perspectiva fue siendo poco a poco adoptada por las diferentes Universidades. En algunos currículum universitarios, la Sociología de la Educación substituyó a la Pedagogía Social; en otros, ambas convivieron en una compleja y difícil relación (Quintana, 1984).
En España, estas tres corrientes condicionarán tanto la evolución de la Pedagogía Social y de la Educación Social, como las relaciones existentes entre los “académicos” y los “prácticos”. En las últimas décadas, la expansión de la formación y la profesionalización en nuestro país, se ha ido consolidando tanto a través de la concesión de diplomas y títulos, como de la catalogación y contratación conforme a puestos de trabajo específicos. Lo argumentaba Martinell (1995), situándose en la segunda mitad de los años ochenta, al señalar cómo se comienzan a recoger los frutos del crecimiento que se venía produciendo en el campo profesional como resultado de la aplicación de las políticas de democratización de las Administraciones y del desarrollo de los Estados Sociales, con cambios significativos que incluso afectan a las denominaciones de los títulos y de los profesionales. Alude, en concreto, a la sustitución de la expresión “educador especializado” por la de “educador social”, ante la posibilidad de intervenir en problemas y realidades emergentes, en el marco de las instituciones que aplican la democratización y extensión de los servicios socioeducativos al conjunto de la población.
Casi veinte años después, resulta grato recordar el tono dialogal con el que Toni Juliá (educador social y representando a la Federación Estatal de Asociaciones Profesionales de Educadores Sociales-FEAPES) y Martí March (catedrático de Pedagogía Social en la Universitat de Illes Balears), se referían –en el marco del Iº Congreso Estatal del Educador Social: presente y futuro de la Educación Social, celebrado en Murcia en 1995– al educador social como “una figura profesional surgida de diversas prácticas e identidades profesionales” (Juliá, 1998:31; March, 1998:49). Un ejemplo de respeto y aprecio intelectual, académico y profesional, entre quien estaba llamado a ser ponente (Juliá) y replicante (March), invocando, éste último, “la necesidad de reflexionar conjuntamente sobre la figura y el rol del Educador Social, de posibilitar la unión de la teoría y la praxis, de romper las fronteras que tradicionalmente han separado la Universidad de la realidad social y profesional” (March, 1998: 50).
En el marco de esta evocación, no es menor la incidencia que tendrán los cambios que se producen en las estructuras universitarias españolas a finales de esa misma década, en la que distintos comités perfilan los nuevos títulos de Diplomado y Licenciado; en concreto los de Educación y Pedagogía. Será decisiva la propuesta del Grupo XV del Consejo de Universidades, relativa a la implantación en nuestras Universidades del título de Diplomado en Educación Social. Aunque la comisión también propuso un título de Licenciado en Educación Social, éste nunca llegó a ver la luz. Que la Pedagogía Social no estuviera consolidada como ciencia y que hubiera sido ajena a los movimientos populares, en torno a la educación en los barrios y con las personas social y culturalmente desfavorecidas, decantó la propuesta hacia unos estudios con un perfil claramente profesionalizador y de corta duración (3 años). El resultado fue la aprobación, de un título conducente a la profesión de educador/a social (R.D. 1420/1991, de 30 de agosto, publicado en el BOE del 10 de octubre). Al “pedagogo social”, en tanto que especialidad de la Licenciatura de Pedagogía se le atribuía una formación de 4 años, lo que permitía –al menos a priori– establecer diferencias entre ambos profesionales, no sólo a nivel académico sino también en el desempeño laboral. Esta situación ha cambiado con la puesta en marcha del Espacio Europeo de Educación Superior y con la creación de dos títulos de Grado equivalentes y diferenciados: el de Pedagogía y el de Educación Social.
Desde entonces, la Pedagogía Social está llamada a colaborar con la Educación Social: en ocasiones anticipando sus reflexiones y propuestas y en otras aprendiendo de sus realizaciones prácticas. Algo que tiene sentido, si se apunta que numerosos académicos, definen la Pedagogía Social como “la ciencia de la educación social” (Quintana, 1984; Colom, 1987; Fermoso, 1994; Petrus, 1997; Sáez, 1997; Núñez, 1999; Ortega, 1999; Pérez Serrano, 2003; Caride, 2005a y 2005b; Úcar, 2006; Sáez, 2006).
Es verdad, como diría Toni Juliá en la entrevista que les concedía a Vilar y Planella (2003), que la construcción de la formación universitaria de la Educación Social podría haberse realizado de muchos modos: acaso, expresaba, con una participación más activa de los colectivos profesionales, poniendo en valor sus discursos y prácticas. También es cierto, que la Educación Social, en sus desarrollos académicos universitarios iniciales, en algunos campus y Universidades, generó planes de estudio que adolecían “de perspectivas prácticas y concretas, de materias fundantes y sólidas, y sin embargo recargan un formato muy académico y formalista, con versión decididamente didáctica, completado a veces con recetarios de materias que simplemente ponen el adjetivo de turno añadido sin más al término educación” (Hernández, 2008: 13). Quedaba demostrado que no llegaba con la aprobación del Título, por mucho que –como apuntara Juliá– “una página escasa del Boletín Oficial del Estado, ejerciendo de función ordenadora… [determinará] que el colectivo obtuviera nombre y pudiera acceder al reconocimiento profesional, que no es otra cosa que la socialización” (1998: 45).
En las diferencias que se observan entre ambos colectivos se esconde un conjunto de razones muy complejas, que mezclan elementos diversos. Entre ellos, dilemas clásicos, como el de las relaciones entre la teoría y la práctica con la histórica preponderancia de la primera sobre la segunda. De ahí que el deseo de los prácticos por reivindicar un estatus social y académico al mismo nivel que el de los teóricos, sea una de las razones que les ha llevado a afirmar su independencia lejos de la tutela de las diferentes ciencias, sobre todo de la Pedagogía. También las relaciones entre corporaciones y grupos de poder, unida a la lucha por delimitar sus respectivos territorios de reflexión y acción: territorios simbólicos y materiales, académicos y epistemológicos, prácticos o profesionales que, con frecuencia, remiten sus disonancias a tradiciones de países concretos o a determinadas corrientes de pensamiento y de actuación. De ahí, también, que hablar de una “Historia de la Educación Social” siga siendo una tarea arriesgada y compleja. Lo expresa Planella cuando opta por “hablar de historias, más en el sentido de narraciones, que no en el sentido de una historia literal, sistematizada y lineal… historia que permite ofrecer diferentes miradas a determinados momentos, a experiencias concretas y a autores significativos en el campo de la educación social” (2003:17).
Coincidimos con Tejedor en que “el nacimiento y consolidación de la Educación Social no se explica atendiendo sólo a razones de tipo social y económico, sino también de trascendencia pedagógica”; tanto como que resulta difícil entenderla “sin analizar la trayectoria del movimiento ecologista, los logros de las feministas, las aportaciones de los pacifistas, la evolución del movimiento obrero, el auge del voluntariado, las reivindicaciones de los movimientos estudiantiles…, y, en definitiva, de los movimientos sociales del último siglo” (2008:77). Y, con ellos, añade, todo lo que supone afirmarse en el respeto a los Derechos Humanos, en la democratización de las sociedades y en la dignidad de los individuos como ciudadanos.
En lo que nos atañe, como colectivo, destacamos el cometido que viene asumiendo la Sociedad Iberoamericana de Pedagogía Social (SIPS) en la construcción y reivindicación de la Pedagogía Social y de la Educación Social, dentro y fuera de las aulas universitarias. Una sociedad iluminada por el “embruxo” del ribeiro en los bajos del Mesón-Restaurante “O Dezaseis”, el número que ocupa en una de las calles con más encanto de Santiago de Compostela, la rúa de San Pedro. Fue entonces cuando, mediando marzo de 2000, José Ortega Esteban, José Antonio Caride, Belén Caballo Villar y Violeta Núñez, conjurados por iniciativa y voluntad del entonces “Colectivo de Pedagogía Social” de todas las Universidades del Estado, trasladaron a una servilleta de papel los acuerdos de creación de la “Sociedad Ibérica de Pedagogía Social”; papeles que, días después, entregarían los profesores José Ortega y Sindo Froufe en la Delegación del Gobierno de la Junta de Castilla y León en Salamanca, para su envío al Ministerio del Interior del Gobierno de España.
El 22 de septiembre de 2000, en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Vigo (campus de Pontevedra), a donde se habían desplazado durante esa jornada las sesiones de trabajo del XV Seminario Interuniversitario de Pedagogía Social “Educación Social y Políticas Culturales”, convocado por la Universidad de Santiago de Compostela, se constituiría formalmente la sociedad científica, de la que fue elegido como su primer presidente el profesor José Ortega (2000-2004). A comienzos del año 2004, se aprobó en el Seminario Interuniversitario celebrado en la Universidad de Salamanca, que se llamara “Sociedad Iberoamericana de Pedagogía Social”, siendo su nuevo presidente el profesor José Antonio Caride (2004-2012). Poco más tarde, en Santiago de Chile y en el I Congreso Iberoamericano de Pedagogía Social (noviembre, 2004), se concretaría su proyección iberoamericana. Desde diciembre de 2012, preside el Consejo Ejecutivo de la SIPS el profesor Xavier Úcar.
La creación de una “sociedad científica” –la SIPS– ha permitido dar continuidad, en más de tres décadas, a algunos de los logros más estimables de la Pedagogía Social, no sólo en España y Portugal, sino también en América Latina, Europa y el mundo. De un lado, la convocatoria y celebración de veinticinco ediciones de los Seminarios Interuniversitarios de Pedagogía Social (el primero en Sevilla, en 1981; el último, en Talavera, en 2012), de tres Congresos Iberoamericanos de Pedagogía Social (el primero, en Chile; el último en Brasil), a Jornadas monográficas o a diversas colaboraciones con la Federación Estatal de Asociaciones Profesionales de Educadores Sociales, con los Colegios Profesionales de Educadoras y Educadores Sociales y su Consejo General. De otro, al mantenimiento de una línea editorial, asociada a la publicación de las Actas de los Congresos y Seminarios realizados y a la edición, desde 1986, de “Pedagogía Social. Revista Interuniversitaria”, en los veinte primeros años dirigida por el profesor Juan Sáez, más tarde por la profesora Gloria Pérez Serrano. Una revista que, además de su indexación en los catálogos y bases de datos más importantes a nivel nacional e internacional, ha sido reconocida –en 2011 y 2013– con el “sello de calidad de revistas científicas españolas” de la Fundación para la Ciencia y la Tecnología (FCYT).
“Nunca, como hoy, tuvimos una consciencia tan
nítida de que somos creadores, y no apenas
criaturas, de la Historia… La inscripción de
nuestro desarrollo personal y profesional en este
retrato histórico permite una comprensión crítica
de qué fuimos y de cómo somos” (Antònio Novoa).
La complejidad de lo social, acentuada por las situaciones de crisis que experimentan nuestras sociedades, genera entornos adversos que, paradójicamente, son propicios para el desarrollo de la Pedagogía Social y de la Educación Social. La primera como una ciencia teórico-práctica (praxiológica) de los fenómenos socioeducativos, y la segunda como una práctica profesional que se compromete y actúa en-con ellos. Es cierto que, en el pasado, “académicos” y “prácticos” hemos podido caminar por separado y con una relativa independencia y, quizá, también lo sea, que podríamos seguir así durante los próximos años. La cuestión a plantearnos reside en cómo deseamos continuar y en todo caso, qué podemos perder o ganar con ello ambos colectivos. O mejor aún: de qué podrá servir su acercamiento o alejamiento para mejorar la educación y la sociedad, a la que unos y otros nos debemos.
Estas son algunas reflexiones, históricas y de futuro que, desde nuestro punto de vista, justifican y avalan la apuesta por construir un camino compartido, que nos haga crecer no sólo en la acción-intervención socioeducativa, sino también como un campo de investigación disciplinar y profesional donde lo científico-académico y lo laboral importan mucho, pero no lo son todo.
Lo que no admite dudas es que la Pedagogía Social y la Educación Social están integradas por dos colectivos que compartimos el apellido “social”. Aunque con sustantivos distintos, “Pedagogía” y “Educación”, es del todo evidente que somos una familia con parientes muy cercanos, por abundar en la idea que Trilla (1996) utilizó para referirse al “aire de familia” de los diferentes ámbitos, especialidades y metodologías de la Pedagogía-Educación Social. Ambos colectivos formamos parte de un campo único, que la Historia ha hecho y continúa haciendo confluir a través de, al menos, cuatro elementos claramente interrelacionados: la institucionalización, la formación, la “normalización” y la investigación.
Al hablar de institucionalización nos referimos al proceso que ha permitido que la Educación Social se haya convertido en una profesión. Este fue el primer ámbito de convergencia entre la Pedagogía Social y la Educación Social; un proceso que, como hemos descrito, se inició con las acciones desarrolladas por agentes “informales” en los barrios y comunidades de la geografía española. Además de las iniciativas emprendidas por distintos colectivos (Asociaciones, Fundaciones, etc.), quienes primero se ocuparon de la formación de buena parte de estos agentes fueron las Administraciones Locales. La generalización de aquellas acciones a todo el Estado, con la implicación de las Administraciones Públicas del Estado y de las Comunidades Autónomas, confluyó en la necesidad de construir una formación inicial con un perfil universitario que formalizara y reconociera la profesión. Una tarea en la que, junto con un amplio elenco de “académicos” y “profesionales”, desempeñaría un rol especialmente activo Juan Carlos Mato favoreciendo, desde las responsabilidades institucionales y políticas que desempeñaba en el Ministerio de Asuntos Sociales, la mediación entre ambos colectivos.
Es evidente que la formación (inicial y continuada) se haya totalmente ligada a la progresiva institucionalización de la profesión (Ortega, 2002). Si la planteamos como segunda confluencia es porque ha sido lugar encuentro entre “académicos” y “profesionales”. La formación de las primeras promociones universitarias de educadores/as sociales nos puede servir de ejemplo. Es un hecho que los primeros años las Universidades no disponían de suficiente profesorado formado en Educación Social. Eso generó un trasvase de personas que accedieron del mundo profesional al universitario. Este es un fenómeno que se sigue produciendo en la actualidad, por no mencionar a los profesionales que son invitados a colaborar con los docentes universitarios en actividades o materias específicas de la formación de sus estudiantes. Son lugar de confluencia, también, los procesos de formación, a través de postgrados o cursos de especialización, que las Universidades o los Colegios Profesionales ofertan. Como lo es, sobre todo, el “prácticum”.
Caracterizamos como tercer tiempo-espacio de confluencia los procesos de normalización de la profesión que, sobre todo, se desarrollaron en la década de los noventa del pasado siglo. El ejemplo más claro de esta aproximación lo tenemos en los procesos de habilitación y acreditación de profesionales en activo, que se fueron implementando con la institucionalización universitaria de la formación de los profesionales de la Educación Social, desarrollados conjuntamente por académicos y profesionales. Siendo cierto que la profesión se halla “normalizada” en el mundo laboral y que se ha pasado de un nicho de ocupación prácticamente copado por las Administraciones Públicas a una situación de relativo equilibrio entre aquellas y el tercer sector, aún quedan por explorar y desarrollar las posibilidades que puede brindar el segundo sector o sector empresarial, junto con el autoempleo y el “emprendimiento”. Esta puede ser, sin duda, una línea de futuro también a explorar conjuntamente por académicos y profesionales tanto en la formación como en la investigación.
La cuarta concurrencia se materializa en la investigación. Las acciones e intervenciones socioeducativas son complejas, ya que se desarrollan, en y sobre la teoría y la práctica. De hecho resulta difícil, por no decir imposible, diferenciar o separar lo que corresponde a una y a otra en una acción socioeducativa. Por ello no tiene sentido hablar, estrictamente, de teóricos y prácticos de la educación social. Ambos se nutren recíproca y continuamente de lo que nace en la teoría y de lo que emerge de la práctica. La primera sin la segunda se torna especulación vacía e inútil. La segunda sin la primera se convierte en acción cerrada, rutinaria y carente de vida. Separadas la teoría y la práctica de la Pedagogía y la Educación Social se mueven en el ámbito de los solipsismos: el de la teoría y el de la práctica; esto es, una cierta forma, a veces radical, de subjetivismo según el cual sólo existe o sólo puede ser conocido lo que cada una de ellas es o representa.
En la figura número 1, se muestra cómo entendemos la convivencia en el trabajo compartido de los “académicos”, que se mueven preferentemente –pero no en exclusiva– en la zona de la teoría y los “profesionales”, que se mueven principalmente pero no sólo en la de la práctica. Ambos nos necesitamos no sólo para crecer e innovar en el conocimiento, al mismo tiempo teórico y práctico, sino también para mejorar las acciones, a la vez teóricas y prácticas, de la Pedagogía Social y la Educación Social. Nada que nos pretenda situar, con amplitud de miras, en los procesos de cambio y transformación social podrá hacerse al margen de esta exigencia.
La investigación en nuestro campo común requiere del concurso de unos y otros para poder dar respuestas apropiadas, ajustadas y congruentes a la complejidad de las sociedades-red en las que vivimos, en lo local y en lo global. Porque la creación o validación del conocimiento, de prácticas o metodologías novedosas en el campo de la Pedagogía Social y la Educación Social no les corresponde en exclusiva ni a la Academia ni a la Profesión: es misión de las dos, por lo que ambas han de implicarse en la tarea, tanto como puedan y sepan. O, cuando menos, intentarlo desde sus respectivas potencialidades pedagógicas, educativas y sociales.
Todos y todas coincidimos en desear y luchar por que la Pedagogía Social y la Educación Social sean en el presente-futuro un campo académico y profesional fuerte; esto es, capaz de acompañar y ayudar a las personas, grupos y comunidades en sus modos de contribuir a mejorar el mundo. No será fácil, aunque –con el rigor, la exigencia, los discursos y las prácticas, con generosidad y respeto mutuo– estamos convocados a hacerlo juntos. Puede que este sea uno de los retos que la Academia y la Profesión tenemos que asumir para los próximos años. No sólo por nosotros sino por quienes esperan y necesitan de nuestros aportes, en momentos tan desasosegantes como los que vivimos en los inicios del tercer milenio.
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