Víctor Manuel Martín Solbes. Educador social de Instituciones Penitenciarias. Profesor asociado al Departamento de Teoría e Historia de la Educación de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga.
Los acelerados cambios sociales de nuestras sociedades, así como el actual modelo del neoliberalismo económico y social, han supuesto que nuestros mayores hayan pasado de ser piezas clave en el desarrollo social y cultural, a ser seres invisibles, alejados de toda opción de desarrollo y enriquecimiento personal. Ante esta situación la educación social debe posicionarse desde un compromiso político y social que garantice el desarrollo integral de nuestros mayores.
No cabe ninguna duda que la educación cumple una tarea fundamental en el desarrollo de las personas y que, de alguna manera, ilumina el camino que el desconcierto oculta. Del mismo modo, la educación social, como ámbito educativo, no debe renunciar a la intervención con nuestros mayores, como medio que posibilite acciones dirigidas al desarrollo integral de sus personas.
Hace ya algunos años, Freire (1990) nos recordaba que los que nos dedicamos a la educación con personas adultas debemos tener presentes, entre otros, tres principios básicos que guíen y orienten los procesos de desarrollo educativo. En primer lugar, debemos tener presente que el proceso de formación es permanente, lo que en nuestro ámbito europeo denominamos “lifelong learning”, tanto en un sentido temporal de aprendizaje a lo largo de la vida, eje longitudinal, como de aprendizaje en todos los sectores y en todos los contextos en los que nos desarrollamos, eje vertical. Esto implica, entre otras cosas, que tengamos que estar permanentemente formándonos y que esa formación conecte necesidades no sólo laborales, sino también personales, familiares y sociales. Un segundo principio básico, es asumir el aprendizaje significativo, no como una técnica, sino como un fundamento por el que las personas adultas reconstruimos todas aquellas experiencias y conceptos que hemos asimilado de manera acrítica en etapas iniciales de nuestras vidas. En tercer lugar, Freire nos recuerda la necesidad de realizar los procesos de reconstrucción a través de prácticas problematizadoras y en escenarios de aprendizajes dialógicos.
Al tratar el ámbito de nuestros mayores, además de las recomendaciones ya citadas, debemos tener muy en cuenta los procesos sociales acelerados producidos en los últimos años y los nuevos modelos familiares, que han generado una desvalorización de la figura de nuestros mayores, pasando de jugar un papel importantísimo en la vida familiar y social, a ser unas personas que no aportan nada, a las que se desvincula de las relaciones familiares, impidiéndoles la comunicación fluida con sus entornos.
Pero, coincidiendo con estos cambios acelerados, con estos cambios de modelos familiares, se producen movimientos sociales que reclaman la importancia en nuestras sociedades de nuestros mayores. Estos movimientos coinciden con otros fenómenos, como el aumento de la esperanza de vida, y nos hacen reflexionar y tomar conciencia de la posición que los mayores ocupan, ya que hasta estos momentos se defendía la idea, sin lugar a dudas desnaturalizada, de que las personas mayores ya no contaban, habían dejado de ser útiles, por lo que nuestras sociedades, además de castrar su desarrollo, perdían el valor de la experiencia que ellos podían aportar. Este valor debe ser reconocido por el sentido crítico y evaluativo, a través de un aprendizaje dialógico en el que cada uno aporta sus experiencias y cultura, además de un sentido de lo humano, que se percibe en forma de paz, sosiego, deseos de compartir, de seguir construyendo, descubriendo, comunicando.
La socialización aborda procesos mediante los que las personas llegan a ser miembros de una determinada sociedad interiorizando unos principios morales, unos valores y una cultura de la sociedad en la que se ve inmerso, asumiendo un rol en la misma. Paralelamente, y a través de los procesos de formación de la identidad personal, la reflexión crítica y las posiciones libres y personales, se posibilitan los cambios sociales que permiten avances.
Pues bien, de este proceso permanente, no se encuentran exentos nuestros mayores que, a través de sus experiencias y de sus permanentes ejercicios cognitivos, también producen avances en nuestra sociedad, ya que estos fenómenos se han ido produciendo a lo largo de los últimos años, y han ido generando un reto importante sobre las atenciones, servicios que debemos prestar y cómo posibilitar el desarrollo socioeducativo de este importantísimo grupo humano.
La educación social no debe realizar su acción profesional desde el voluntarismo o el tecnicismo, sino desde la práctica investigativa de la realidad donde se desarrolla su acción, ya que esta investigación práctica, esta práctica reflexiva, se traduce en la mejora de su contexto profesional. Además, debe percibir la educación no sólo como una necesidad sino, y sobre todo, como un derecho social, convirtiendo así, la práctica de la educación social en un compromiso político, no partidista, pero sí social, al servicio de los demás, abandonando los principios generados por la sociedad postmoderna y por el liberalismo económico, que establece como único recurso de desarrollo lo productivo y retributivo, obviando la condición humana, el bienestar social y el compromiso cívico. Frente a esta opción, tenemos otra, la que considera a nuestros mayores como ciudadanos pertenecientes a una sociedad, que deben ser reconocidos como miembros activos que tienen mucho que aportar y mucho que recibir.
Sabemos que el proceso educativo no se circunscribe a las primeras etapas de vida, sino que la educación es un proceso permanente, en el que la persona tiene la oportunidad de seguir formándose y totalizándose por la fenomenología que influye en sus vidas, capacitándose en la autorrealización mediante procesos educativos. Y nosotros, desde la educación social, como defensores de los derechos humanos, debemos posibilitar el desarrollo de estas personas como ciudadanos, no tanto por solidaridad sino, y sobre todo, por justicia social.
Por lo que debemos superar el modelo asistencialista para pasar a un modelo de intervención socioeducativa, que debe incluir, al menos, una visión heterogénea del fenómeno, ya que nuestros mayores no son todos iguales, aunque debemos considerar globalmente las condiciones familiares, sanitarias, sociales, emotivas, de motivación, como premisas para el desarrollo de la actividad.
Sea como sea, la intervención desde la educación social debe centrarse en los cambios a nivel intelectual, en los factores motivacionales, sociales, de desarrollo, que posibilitan la participación en actividades culturales y socioeducativas, que permiten ser activos, gozando de una calidad de vida integral. Además, debemos desarrollar programas que permitan prevenir retrocesos en la actividad vital y que posibiliten el desarrollo de las potencialidades de este grupo humano, que podemos sintetizar en:
En este sentido, reconocemos las actuaciones de la educación social respecto a nuestros mayores, como acciones que promueven un alto nivel de concienciación, de crecimiento, de formación, de realización personal, de participación, de desarrollo, de ocupación del tiempo de ocio, de culturalización y de creación sociocultural.