Tomeu Vidal, profesor del Departamento de Psicología Social de la Universidad de Barcelona y miembro del Centre de Recerca Polis. Antoni Remesar, profesor a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Barcelona, coordinador del doctorado “Espai públic i regeneració urbana”, director del Centro de Recerca Polis y coordinador del Public Art Observatory. Núria Ricart, investigadora del Centre de Recerca Polis, coordinadora del proyecto de participación ciudadana “Cartografies de la Mina” (2002-2006). Adolf Raba, profesor de dibujo técnico y artes visuales y plásticas en ESO y bachillerato, miembro del Centre de Recerca Polis.
La participación ciudadana en procesos de transformación del espacio público se incluye cada vez con más fuerza en la gestión de las ciudades, como forma de construcción de urbes y ciudadanía con consecuencias positivas en varios niveles. Pero la complejidad de este tipo de experiencias –donde ciudadanía, Administración y profesionales implicados deben trabajar a favor de una mejora substancial– retrasa y a veces paraliza este tipo de procesos, que requieren un cambio de cultura profesional y cívica.
En este artículo no se plantean modelos ni fórmulas, sino que se reflexiona sobre seis aspectos transversales a este tipo de experiencias participativas: la ciudadanía como protagonista; la participación como oportunidad de adaptación de la urbe al ciudadano; la emergencia de la creatividad en los procesos; la relación entre participación y representación-generación de identidad; el concepto de apropiación del espacio público, y finalmente la necesidad de permeabilidad por parte de los agentes implicados.
El espacio urbano es una realidad compleja y poliédrica, conformada por los diversos usos de la ciudadanía, por la gestión de la Administración, por el diseño y el funcionamiento de las infraestructuras y las instalaciones, etc. El espacio público es a la vez reflejo y promotor de realidades urbanas; así pues, todo cuerpo social o individuo está involucrado a priori. Desde los diferentes profesionales –arquitectos, urbanistas, psicólogos, políticos, educadores, empresarios, gestores…– hasta los vecinos afectados.
El ciudadano, a veces vecino o sencillamente usuario del espacio público, tiene un conocimiento infrautilitzado en la gestión cotidiana de las ciudades. Sus vivencias, percepciones, pensamientos y perspectivas definen un conjunto de conocimientos muy rico, desproporcionadamente desconocido –quizás por inoperativo– para el grupo de técnicos, políticos o corporaciones que deciden el futuro de los espacios de las ciudades. La participación ciudadana, aun siendo conformada por una gran diversidad de modelos y fórmulas, pretende diluir esta gran brecha que separa a un grupo de personas y a otro con distinta información, visión de la realidad y, sobre todo, distinto poder de decisión.
Una primera aproximación nos conduce a encontrar dos sentidos complementarios ya apuntados por Pol (2000) sobre la participación: un sentido dinámico, que remite a la política, a la gestión colectiva y a la idea de modificar, transformar o cambiar la realidad, y otro estático, que hace referencia a la implicación con el entorno, al hecho de sentirse parte del grupo, de la comunidad, de la sociedad, etc. En cualquier caso, el autor parte de la premisa que la participación es una tendencia natural del ser humano, en el sentido de ser agente de su propia vida y de controlar y transformar su entorno. Y esta capacidad de agencia es compartida con el resto de seres humanos y nos permite la realización personal y social.
Justamente la diversidad de agentes (intereses) implicados en procesos de estas características hace que a veces se nos deriven más interrogantes que respuestas. Como por ejemplo:
La complejidad de la participación no facilita una respuesta unívoca a estas y otras preguntas, y muchas veces son el contexto y la coyuntura los que definen ciertos posicionamientos. Por este motivo nos centraremos en abordar otros aspectos de la participación que se pueden detectar en cualquier proceso y que nos parecen dignos de mención, fruto del conocimiento cercano y la praxis de varios proyectos de participación ciudadana sobre espacio público como el de Sant Adrià (1999), Poblenou (2001-2004), Baró de Viver (2004-2006), la Mina (2002-2006) y otras, llevados a cabo desde el Centro de Recerca Polis (UB).
Una de las características de la participación ciudadana es que da herramientas y posibilita canales de comunicación a la comunidad, desde donde iniciar un proceso irreversible en el que el protagonista sea el mismo cuerpo social. La motivación a la participación es importante.
El interés por los factores que motivan a la gente a participar es comprensible teniendo en cuenta la “demanda” de administraciones y de otras instituciones para “implicar a la ciudadanía” como uno de los rasgos característicos en el apogeo del fenómeno participativo. Sin entrar en el trasfondo político que explica este interés, este contexto permite entender la “necesidad” de conocer cómo motivar a la gente para que participe.
En el ámbito de la psicología ambiental, Enric Pol (2000) distingue las motivaciones intrínsecas para la participación, vinculadas a la capacidad de agencia del ser humano, de los motivos que impulsan a la participación instigada, entendida como aquella participación que pretende la implicación de un colectivo diferente del que planifica. Entre las motivaciones intrínsecas, Pol habla de la necesidad de seguridad que aporta el control (o la ilusión de control) del propio entorno, de dejar la propia impronta en el medio, de reforzar la propia imagen y el enriquecimiento personal además de conseguir deseos y metas propias y los sentidos de justicia, equidad y solidaridad. Mientras que de los motivos principales para promover la participación (instigada), destaca el hecho de dar cumplimiento a la legislación vigente, dinamizar colectivos sociales para potenciar más cohesión social y más bienestar y calidad de vida sostenibles; incrementar la implicación y el compromiso con el medio ambiente, la inducción de nuevos valores ambientales, y las potencialidades de control de la gestión pública por parte de los participantes, entre otros.
En los procesos participativos sobre espacio urbano, las dos motivaciones se suelen mezclar, y a veces el protagonismo de la ciudadanía se va desvirtuando. El proceso es capitalizado por unos cuantos vecinos, o bien son los mismos técnicos los que asumen una dirección demasiado destacada. La tendencia a olvidar a la ciudadanía como protagonista es un peligro contra el cual hace falta luchar en cada momento, asumiendo que el término ciudadanía engloba una compleja realidad sin un interlocutor (un representante) único y con unos intereses, formas y ritmos diferentes.
Sobre este aspecto también hay que asumir que cualquier proceso participativo es siempre representativo, puesto que nunca se llega al 100 % de la población, pero sí a un conocimiento lo suficientemente amplio de los diferentes pensamientos, visiones y perspectivas que genera un espacio en la colectividad que lo utiliza.
El espacio público es considerado un indicador de la calidad de vida urbana, evaluable por “la intensidad y la calidad de las relaciones sociales que facilita, por la fuerza con qué fomenta la mezcla de grupos y comportamientos y por la capacidad de estimular la identificación simbólica, la expresión y la integración culturales” (Borja y Muixí, 2001). Por este motivo, conviene que el espacio público tenga algunas calidades formales, como por ejemplo la continuidad del diseño urbano; la generosidad de las formas, de la imagen y de los materiales, y la adaptabilidad a usos diversos a través del tiempo.
Esta adaptabilidad a usos diversos a través del tiempo suele estar integrada en la gestión de nuestras ciudades a gran escala, a través de la redefinición de PERI (planes especiales de reforma interior), etc., en que la participación de la ciudadanía se puede entender como una oportunidad para elaborar diagnósticos y planes estratégicos conjuntos, para poder asumir nuevos retos colectivos, etc. Sin embargo, existe la necesidad de actuar a menor escala y no por ello menos interesante; se trata de la oportunidad de adaptación a los usos y necesidades de los artefactos urbanos mejorables (como por ejemplo la falta de bancos con sombra) a través de la participación de la ciudadanía, que es quien mejor conoce los déficits y problemáticas de los espacios urbanos.
Remesar (2003) distingue tres niveles de aproximación diferente; el de la decisión estratégica de ciudad; un segundo en el que se trabaja la trama intermedia, y un tercer nivel, el que más implica a la ciudadanía en general, el barrio.
Las personas utilizan los espacios de manera natural, contrarrestando los errores de proyecto o potenciando lo que es acertado con el uso cotidiano. Y, claro está, enriqueciendo los espacios con usos emergentes no previstos por nadie. Un ejemplo paradigmático es el del “camino más corto”. El ciudadano siempre lo encuentra y se lo hace suyo, aunque un bonito parterre de césped lo impida en un primer momento. Inexorablemente, el camino se acabará imponiendo al diseño del espacio. Nos encontramos, pues, que el ciudadano también dibuja el territorio. Y lo podría dibujar mucho más si se abrieran puentes de comunicación a través de procesos de participación en que la Administración pudiera sencillamente mejorar el espacio ya construido, valorar los usos reales del territorio, y gestionar las oportunidades de adaptarlo. La idea es que la Administración sea capaz de pavimentar y convertir en espacio de comunicación este “camino más corto”.
La creatividad es un valor añadido en cualquier conducta humana. Y también en cualquier proceso. Además, es un elemento que suele ser emergente, fruto de un trabajo previo, de una saturación de elementos, la perfecta mezcla de los cuales puede surgir una clave, una respuesta anteriormente velada.
La creatividad individual y colectiva es necesaria para enriquecer una ciudad; crear nuevos usos, nuevos puntos de relación, nuevas formas a partir de las necesidades y sensibilidades de los interesados. Y es importante que esté incluida en diferentes niveles de la participación, puesto que enriquece el lenguaje, lo que facilita la comunicación. En concreto, es importante que la creatividad se fomente en las metodologías que se utilizan en los procesos de participación, porque abre la óptica de abordaje de las temáticas y facilita la diversidad de propuestas de los participantes.
En las experiencias llevadas a término en los barrios barceloneses de la Mina, Poblenou y Baró de Viver, se ha introducido este valor como eje metodológico, con lo cual se han obtenido resultados satisfactorios. En una fase de diagnóstico, por ejemplo, la metodología de las CPBoxes (Remesar, Vidal, Salas y Ricart, 2004) facilita la visualización de las problemáticas apoyadas por una serie de aportaciones visuales de los mismos participantes. En fases posteriores, las mismas metodologías utilizadas en disciplinas de proyecto han dado buenos resultados, si éstas van acompañadas de todos los apoyos necesarios para la comprensión total de los temas que hay que trabajar.
El aspecto creativo es un valor añadido no sólo como elemento estético; lo es porque en cualquier proceso mejora la organización y la productividad.
Todo el mundo está implicado en la construcción de significados de los lugares. La identidad social se deriva fundamentalmente de la pertenencia a determinadas categorías, como por ejemplo grupos sociales (jóvenes, mujeres, etc.), categorías profesionales (albañil, profesora, etc.), o grupos étnicos, religiosos, etc. Pero el lugar donde se vive o se trabaja también conforma una identidad más o menos compartida. El sentido de la orientación social requiere este aspecto para obtener un nivel razonable de calidad de vida.
Pero la identidad de un lugar no es un elemento definido ni estático. Es más bien un elemento vago y dinámico; fruto de unos usos, una cultura, un clima… en constante transformación.
En un proceso participativo, las personas pueden llegar a consensos sobre la representación de una identidad fuertemente asentada, histórica. Pero también están creando identidad futura, imprimiendo carácter. Es lo que Pol denomina “simbolismo a priori” y “simbolismo a posteriori” para distinguir los significados que se pretenden proyectar sobre un espacio, y los que finalmente quedan al cabo de un tiempo, de acuerdo con la estructuración social de la comunidad, su tipo de relaciones y, en suma, la evolución histórica, social y espacial, entendiendo que la producción simbólica del espacio es un proceso sin fin.
Podemos afirmar que las personas damos sentido a nuestra vida cotidiana a partir de cómo entendemos y comprendemos el mundo que nos rodea, de cómo actuamos y de la manera de sentirnos parte perteneciente (inclusión, identidad…). Esto quiere decir que la forma en la que se da sentido a la vida cotidiana en la comunidad se articula principalmente a partir de lo que hacemos –acción, interacción con los otros– y de cómo sentimos que formamos parte –inclusión– (Pol, 1996, 2002; Vidal, Pol, Guàrdia y Peró, 2004).
La participación en procesos de transformación urbana plantea constantemente el tema de la identidad conectado a la organización del espacio público, de una manera natural y no forzada.
“El espacio público es aquel que nos encontramos
cuando salimos de casa:
una calle, un parque, una plaza…
espacios que no son de nadie pero que a la vez
pertenecen a todo el mundo.”Frase que inicia muchos de los tallers de participación
del proyecto “Cartografías de la Mina” (2002-2006)
El equilibrio entre nadie y todo el mundo en relación con los usos a los que está destinado un espacio es básico para hablar de apropiación pública y cívica de un determinado lugar. Si la tendencia es que nadie lo utilice, se convierte en un espacio marginal e inseguro; si lo utiliza todo el mundo de manera poco organizada, puede llegar a ser insostenible por la misma presión humana, que dificulta la interacción cotidiana y el mantenimiento.
El concepto de apropiación del espacio apareció en la escena científica a partir de una conferencia internacional organizada en 1976 por Perla Korosec-Serfaty. Para Korosec-Serfaty la apropiación es un proceso complejo. A través de la apropiación, la persona se hace a sí misma mediante las propias acciones, de aquí que implique un proceso de socialización en un contexto sociocultural e histórico. Es también el dominio de las significaciones del objeto o espacio que es apropiado, independientemente de su propiedad legal. No es una adaptación, sino más bien el dominio de una aptitud, de la capacidad de apropiación. Es un fenómeno temporal, cosa que significa considerar el cambio de la persona a lo largo del tiempo. Es, en definitiva, un proceso dinámico de interacción de la persona con el medio.
La relación entre la participación y la apropiación es evidente. De esta manera, la participación se entiende como el desarrollo, en el entorno más inmediato, de los ámbitos de acción de la persona, que repercuten en la sensación de control y en la implicación con el propio entorno; en definitiva, en la apropiación de éste. Mediante la “participación” en el entorno, éste se transforma, dejando la impronta e incorporándolo a los procesos cognitivos y afectivos de manera activa. Y a la inversa, a través de la identificación simbólica, el espacio apropiado pasa a ser un factor de continuidad y estabilidad del self y, a la vez, un factor de estabilidad de la identidad y la cohesión del grupo. Además, también genera una vínculo con el lugar, lo que facilita la conducta responsable y la implicación y la participación en el propio entorno. (Pol, 1996, 2002).
La apropiación pública en un proceso de participación es una forma de entender cómo los espacios se convierten en lugares con significados para las personas, puesto que el conocimiento adquirido después de haber trabajado y debatido es mucho más amplio, con lo cual se cumple la ecuación “más conocimiento = más apropiación”.
Este tipo de vínculo con el entorno, este grado de implicación y de inclinación hacia un espacio, se manifiesta y se comunica –a los otros y a un mismo– a través de unos usos, actividades y conductas desarrollados en este entorno, aspectos que conforman su dimensión externa. La dimensión interna viene configurada por los significados y los sentidos, más o menos compartidos, atribuidos al espacio. Es la interpretación que se deriva –así pues, este espacio “comunica” algo– lo que comporta su carga simbólica. Las dos dimensiones configuran el proceso por el cual se genera la vivencia de apropiación, de control y de dominio percibido, sobre determinados espacios a lo largo del tiempo (Vidal, 2002; Vidal y Pol, 2005).
En los procesos de participación ciudadana están implicados muchos agentes con intereses y regulaciones diversas. La coordinación y la voluntad de las partes son básicas y difíciles, y hacen falta todas las partes implicadas para llevar a buen puerto un proceso participativo. Desde la óptica del diseño y la construcción de lo urbano, Pedro Brandâo (2000) apuesta por “una cultura de la interacción, no sólo entre diferentes disciplinas técnicas, científicas y artísticas, sino de éstas con otros actores profesionales, en una cultura receptiva a las visiones del otro”.
En cualquier transformación urbana es imprescindible trabajar de manera interdisciplinaria, puesto que la histórica relación entre arquitecto e ingeniero ha sido superada por una lógica transversal donde juristas, gestores, promotores, relaciones públicas, comisarios, educadores, artistas, etc. tienen mucho que decir. Si, además, se desarrolla un proceso de participación ciudadana con una serie de agentes y profesionales implicados, esta cultura de la cual habla Brandâo es absolutamente necesaria. Entre los intereses legítimos, y en algunos casos divergentes los unos respecto a los otros, tiene que haber un objetivo común que adelante hacia la mejora de la calidad de vida de las personas.
Entre toda esta amalgama de agentes implicados, hay unos que tienen un papel significativo en los procesos de participación ciudadana: se trata de los mediadores/facilitadores, que trabajan con la ciudadanía para ir desarrollando y comunicando el proceso participativo. Qué papel deben tener estos profesionales en un amplio abanico de intereses: ¿como técnicos que dan unas herramientas y facilitan la comunicación entre agentes implicados? ¿Como agentes implicados en el proceso de transformación? Como puente neutro entre vecinos y Administración? ¿Como técnicos con un cierto poder de síntesis de los resultados obtenidos?.
De nuevo cuestiones irresolubles sin un contexto determinado, y donde sólo este objetivo común planteado anteriormente puede ir a favor de un proceso constructivo: el avance hacia la mejora de la calidad de vida de las personas.
Como colofón, una cuestión: la recuperación del espacio público, que Segovia y Dascal (2002) recogían en tres ejes o líneas de acción surgidas a partir de los debates y reflexiones en talleres y seminarios realizados en Chile sobre este tema: animar, capacitar y financiar. Animar a los agentes de cada lugar para fortalecer el espacio público como un espacio cotidiano; capacitar en el sentido de comprometer la ciudadanía en la gestión de los espacios públicos para asegurar el uso y, financiar, en definitiva, la articulación entre los actores, las acciones y los recursos.