Francesc Pané. Regidor de Educación. Ayuntamiento de Lleida.
Los más pequeños son la ternura de la sociedad, son el futuro, son la promesa, son la esperanza de las generaciones adultas. Pero la inversión comunitaria que se dedica a la infancia y a las políticas que deben protegerla, educarla, socializarla y hacerla madura, es más que irrisoria. Sólo hace falta contrastar los presupuestos de educación o los de sanidad que se destinan a menores.
Las sociedades democráticas también son piramidales. Y no solamente desde el punto de vista del ejercicio del poder, sino en su estructura social. En el vértice superior están los hombres en edad productiva. En los estadios inferiores, las mujeres, los ancianos y los niños. Esta estructura no se corresponde con la publicidad social, pero es así. Quiero decir que las mujeres -especialmente si trabajan si son asalariadas o autónomas- tienen más consideración en la moral social que en la realidad efectiva del poder social. Lo mismo ocurre con las criaturas.
Podríamos decir incluso que mientras que los niños son la promesa y el futuro y la ternura, los adultos los tenemos anclados en un supuesto mundo de algodón. No hay suficientes guarderías para que desarrollen sus habilidades y capacidades, ni hay -más adelante- resortes políticos previstos para que los niños expresen sus necesidades, sus criterios, sus ilusiones en el marco de las ciudades y pueblos, de las comunidades o del Estado mismo. No votan, los niños. Ni se manifiestan, ni hacen huelga. De manera que la ternura y la protección moral se convierten en una trampa para ellos: las calles les son agresivas, las plazas son casi inexistentes y generalmente inadecuadas para sus necesidades de juego; el tiempo laboral actúa en su contra y la escuela los convierte en un aparcamiento que se aleja de la realidad vital, de la coexistencia con el mundo exterior.
Todo esto ocurre en las sociedades democráticas y avanzadas. En las que son excrecencia de regímenes dictatoriales o despóticos, en países donde el hambre y la miseria campan por todas partes, los niños son, o bien el seguro de los progenitores, o bien materia prima con la que se puede negociar. Eso si no mueren por el camino. La Convención Universal de los Derechos de los Niños -que los EE.UU. no han firmado, por cierto- ha avanzado muy poco desde su promulgación en la ONU, hace aproximadamente una década. Digo que ha avanzado poco. Y no lo digo porque los niños sigan muriendo de SIDA o de hambre, o porque estén perseguidos para conseguir sus riñones, buenos para un transplante. Y no lo digo para que persista la ingente explotación laboral de las criaturas. Lo digo, también, porque en el primer mundo -el nuestro- los derechos de participación y de opinión de los niños son sistemáticamente conculcados. Me remito a las estructuras políticas y a la gestión de nuestros municipios. O puedo remitirme a la última Ley de educación, que vulnera claramente la igualdad de oportunidades de niños y jóvenes…
En los partidos políticos (y por lo tanto, en las estructuras administrativas de la cosa pública) todavía no ha llegado la concienciación de que un niño es un ciudadano, una ciudadana. Tal vez no sea suficientemente maduro como para emitir un juicio político, una elección partidaria pero, en cualquier caso, es un sujeto de derechos civiles, igual que una persona adulta. Por regla general, las políticas de infancia que se encauzan desde los parlamentos se orientan infinitamente más hacia políticas de familia que no hacia políticas que intenten resolver las cuestiones pendientes que la infancia tiene con la sociedad. Por norma general se trata de que el legislador establezca instrumentos de protección de los niños, pero de manera que esta protección redunde en las oportunidades económico-laborales de la familia. Los parlamentos legislan sobre educación, pero lo hacen siempre con vista a las necesidades del sistema y del mercado futuro, no con criterios de felicidad y maduración del individuo. El hombre siente la necesidad -en nuestro país, por ejemplo- de hacer aumentar la natalidad, y los gobiernos impulsan leyes que subvencionan a los progenitores. ¿Quién piensa en los niños y niñas? ¿Quién piensa en las criaturas que deben ser adoptadas? Los trámites son inacabables, y el precio de estos trámites, prohibitivo. Cuando una administración superior concede dinero a los municipios para que estos puedan escolarizar a más niños de hasta tres años, lo hace avaramente y pensando en la familia -como también se hace con las residencias de los ancianos- que se ha acostumbrado a decir que si no tiene lugar donde dejar al niño o a la niña, se niega a aceptar la bondad del gobierno.
En nuestras sociedades democráticas y avanzadas, hay una multitud muy considerable de criaturas que malviven en sus casas: nutrición escasa o mal equilibrada; oportunidades educativas colapsadas; higiene deficiente; socialización inexistente… A pesar de que una gran parte de la inmigración ha multiplicado estos casos, cabe decir que la población autóctona no ha estado nunca exenta de estas lacras. El absentismo escolar y la inadaptación de un buen grupo de niños en la escuela hablan con elocuencia de este problema.
Creo que las administraciones -ni tan siquiera la municipal- no han sabido dar una respuesta suficientemente eficiente a estos problemas. Todas las ciudades han montado programas, proyectos, acciones concretas que intentan paliar la sintomatología. En cambio, todavía no hemos sido capaces de encontrar la piedra angular que permita equilibrar la asistencia social al niño y a la familia, con las oportunidades sociales del niño: con su “educación social”.
Me parece que los grandes retos de la política -en cuanto a la infancia se refiere- son estos: encontrar la fórmula según la cual los niños con más riesgo social puedan vivir su vida de manera que se sientan queridos y con capacidad de querer. Una proeza como esta es imposible sin la cooperación de los técnicos. Y a este lado del problema, los educadores y las educadoras sociales tienen una responsabilidad máxima. No es que haga falta reivindicar espacios laborales para esta profesión (cosa que también es cierta), sino que se hace imprescindible que se diseñen estrategias factibles, debidamente razonadas de acuerdo con la ciencia, y que las proyecten más allá del academicismo o del gremialismo. Es en este sentido que estimo conveniente que las administraciones y los colegios de educadores/as sociales deben buscar espacios comunes para el debate y espacios suficientes para la experimentación de las hipótesis, verificación de los resultados y práctica de las acciones que se deriven de todo ello. Siempre, eso sí -y hablando de infancia-, desde la perspectiva de que el niño no es objeto -por ser niño- de la atención social, sino sujeto de derechos y actor de su vida en el marco de la escena que comparte con otros actores.
¿Demasiado abstracto? Creo que no. Creo que lo que nos hace falta es ponernos a reflexionar algunas horas y debatirlo. Debatir mucho para arriesgar intentos.