Lorenzo Salamanca García, Educador Social. Félix Alfonso Barrero, Orientador Escolar
Sobre este trabajo reflexionamos dos profesionales de la educación en la ciudad de Zamora. Cada uno trabajamos en un contexto educativo distinto (uno como orientador educativo y el otro como educador social en medio abierto), pero mantenemos la convicción de que es necesario trabajar en red y coordinar actuaciones, pensando sobre todo en los chicos y chicas con más dificultades y necesidades educativas. Desde nuestra experiencia analizamos cómo se realiza en la actualidad este trabajo colaborativo y proponemos mejoras, convencidos de que este es un camino por el que debemos adentrarnos cada vez más los diversos agentes educativos -más allá de afinidades personales- y que las distintas administraciones deberían favorecer.
In this essay, two professionals of education from Zamora reflect. We work on different educational areas (one as a school counselor in a high school and the other in an open environment), but we both keep the conviction of the need of working as a whole and coordinate our acts, thinking mostly about the kids with more difficulties and educational needs. From our experience we analyze how this collaborative work is made at the moment and we propose upgrades to it, convinced that this is a path where the different education agents should access more (beyond any personal affinities) and where the different administration groups should bring more resources to.
Un niño es alguien que por naturaleza es débil, que tiene que crecer y madurar para afrontar los retos de la vida. A continuación presentamos unos testimonios de niños, niñas, adolescentes y jóvenes que han crecido en un mundo rodeado de muros, que tendría toda la lógica de que se convirtiera en jaula, en coherencia con lo que muchos psicólogos definen como la “profecía autocumplida”. Sin embargo, han sido capaces de derrumbarlos y son por ello un aliento para otras personas que puedan vivir situaciones análogas. Podemos decir que su debilidad se ha revestido de fortaleza. Son verdaderos ejemplos de resiliencia, que es la capacidad de afrontar una situación adversa, superarla y salir fortalecido. La experiencia nos demuestra que los niños, adolescentes y jóvenes resilientes serán adultos competentes y felices. Los ejemplos expuestos así lo evidencian. En cada uno, como en un cuadro, se recogen, pinceladas diversas. Podemos decir que cada uno integra varias vidas, que los autores han ido conociendo desde su larga experiencia profesional en el trabajo educativo con niños, niñas, adolescentes y jóvenes.
Los supuestos que se narran a continuación siguen el estilo narrativo empleado por la escritora Ana María Matute en su obra Algunos muchachos y otros cuentos, en la que los protagonistas son un grupo de chicos de la postguerra a los que la autora, para mantener su anonimato, suele referirse utilizando apelativos, algo que hace con enorme cariño. Todos ellos están inspirados en situaciones reales (como ocurre en los supuestos que se presentan en este trabajo), lo que nos evidencia que la realidad sigue superando a la ficción, una vez más. Como Ana María Matute, con más de 80 años, los autores también siguen aprendiendo de la infancia, que, de alguna manera, nos acompaña siempre. La escritora nos enseñó a vivir la vida con la intensidad, la imaginación y la inocencia de un niño, importante lección de vida que tanto la agradecemos. Como ella, se ha optado por narrar en tercera persona, presentando lo ocurrido desde el punto de vista del observador, de quien pudo o no participar en la historia, pero que la conoce bien.
Si pudiéramos establecer una comparación de las vidas de estos niños, niñas, adolescentes y jóvenes con dos plantas, escogeríamos:
La vida de estos niños, niñas, adolescentes y jóvenes ha tenido que crecer, muchas veces, en silencio, como puzles a los que les faltan piezas o juguetes rotos, pero la perseverancia en sus sueños les ha hecho resistentes a tantos huracanes. En su existencia hay mucho de bambú y de palmera y por eso nos gustaría que su ejemplo fuera conocido por otros profesionales del ámbito educativo, donde se sitúan los autores.
Venía de una familia con muchas carencias. Si no fuera por las ayudas que recibían, difícilmente llegarían a fin de mes. A él no le agradaba que sus amigos percibieran esto. Su madre, Paquita, le tenía bien aleccionado sobre ello. Ni móvil tenía, porque no podían pagarlo, pero él se justificaba diciendo que se le había roto y que además pasaba de estar localizado todo el día. Usaba el móvil de su hermano, con el que salía habitualmente, para subir imágenes a su Instagram, red que usaba para comunicarse regularmente. Creció teniendo la calle como hogar, como un gato. Tuvo caricias, pero también desprecios y patadas, incluso dentro de su propia familia. Lo decisivo para él sería el afecto de su madre. Era la mejor tirita para cualquier herida. Recordaba a su madre desde niño preguntándole: “¿Estás bien?, ¿necesitas algo?”. Para ella nunca fue una carga. Aprendió a sobrevivir, a saltos, entre callejones, sin miedo a lo desconocido, así fue haciendo su manada con la que pasaba la mayor parte del día. En su mochila acumulaba demasiados suspensos. Tenía todas las cartas para considerarse un fracasado. Esto último se lo habían recordado algunos profesores en la escuela: “Tú no vas a llegar a ningún lado”, mantra que parecía se lo pasaban unos profesores a otros.
Empezó a pirarse clases y a fumar porros, llegando también a trapichear para conseguir unas pelas con las que costearse su consumo. Su madre tuvo que afrontar el pago, a plazos, de algunas multas por ello. Él callaba y asumía vivir sin caprichos. Paquita decía que no se le antojaba nada, pero tampoco estaba la economía familiar para ello. Fumar era como poner una cortina que lo alejaba de una realidad que no le gustaba. Su madre le preguntaba más de una vez: “Por qué no vas a clases, los estudios son una llave que abre puertas”. Ella tuvo que abandonarlos muy pronto y la vida no le había sido fácil. Él respondía: “No me gusta estudiar, tú tampoco estudiaste y aquí estas”. Ella, con cierto disgusto, respondía entonces: “Si yo hubiera tenido estudios no habría tenido que buscarme la vida con los trabajos que casi nadie quiere y que son los peor pagados”.
No obstante su verdadero vicio, si puede decirse así, era jugar al fútbol. Cuando salía de casa en su mochila solía llevar un balón que le habían regalado. Otros chicos se preocupan por tener controlado su móvil, el Gato hacia algo parecido con su mochila. Sabía que cuando fumaba se cansaba más, pero la imagen que algunos astros del futbol habían dado al respecto, como Maradona, le servía para justificarse. El insistía en que quería ser “futbolista profesional”, pero también sabía que fumando porros difícilmente llegaría a ello, se lo repetían muchas veces los que le conocían. Alguno de sus amigos le dijo alguna vez: “No seas capullo, así no conseguirás que se fijen en ti”. Él nunca se enfadaba, porque entre amigos se pueden decir todas las cosas.
Le pusieron ese sobrenombre una tarde jugando al fútbol en una pista de su barrio. Alguien que lo presenciaba dijo: “Ese chico es como un gato con la pelota, no la deja quieta, ni que se la quiten”. Desde entonces, su pandilla empezó a llamarle así y a él le gustaba tanto que un día robo algo de dinero en casa para tatuarse un gato en su brazo derecho. Ya no había dudas. Y como seguía fumando petas, algunos le llamaban “el gato colgao”. Sabía que tenían razón, aunque le doliera reconocerlo. El anhelaba que le reconocieran por su valía con el balón, sin más etiquetas.
Una persona que participa en alguna de las instituciones que ayudaba a su familia y sabía de su pasión por el fútbol, le manifestó que él conocía al entrenador del equipo de la ciudad y le dijo que intentaría hablar con él para que le ojeara. Al Gato que no le gustaba vivir de la beneficencia le dijo a su madre: “Me gustaría que me ayudarán por lo que sé hacer no porque tenga necesidades”. A Paquita le producía verdadero orgullo la defensa de la dignidad que manifestaba su hijo. Pasaron varias semanas y el Gato ya casi se había olvidado. Pensaba: “Otra promesa incumplida más a las que los pobres tenemos que acostumbrarnos”. Pero el entrenador le hizo llegar por esa persona que en cuanto acabará la liga lo vería, que debía dejar los porros y practicar entrenamiento al menos una hora al día. La persona que había hecho de mediador le transmitió lo que el entrenador le dijo: “Yo no quiero juzgar intenciones, sino ver cómo se desenvuelve con la pelota y su resistencia en el terreno de juego”. El Gato se tomó en serio esta prueba. Cuando se lo transmitió a su madre, ésta le dijo: “Me alegro mucho por ti, hace mucho tiempo que no te veía así de ilusionado con algo”.
Gato no quería que le pasará como con los estudios, que al final fuera otro fracaso. Se decía para sí, “esto es lo que me gusta y tanto he deseado, no voy a desaprovechar esta oportunidad”. Se tomó en serio demostrar su valía y comenzó a hacer deporte todos los días, redujo su consumo de porros como nunca se hubiera imaginado. También sabía que no iba a ser fácil, porque las etiquetas del pasado le condicionaban para afrontar su futuro. Su madre estaba orgullosa del cambio, para ella una meta impensable hace unos meses. Cada día se interesaba por lo que hacía y le daba ánimos. Un día le dijo: “He visto en el periódico una entrevista a Unai Simón, portero de la Selección Española, y comenta que empezó a aficionarse al futbol jugando con sus amigos en el frontón del pueblo de sus abuelos, en San Marcial, aquí cerquita y he pensado en ti. Ojalá tú también puedas llegar a vivir tu sueño”. ¡Todo lo que se quiere se puede, no te rindas!, le repetía su madre. Y el Gato nos fue demostrando que eso podía ser posible.
Pasaron dos meses duros, pero el Gato no tiró la toalla ni bajo su exigencia. Una tarde recibió una llamada de la persona que había mediado en su sueño. Se saludaron y al respecto le dijo: “Mañana a las 10 paso a recogerte y te llevo al campo de fútbol, que quiere verte el entrenador”. Esa noche casi no durmió. Soñó con que era famoso y con que su familia ya no tenía que tocar puertas pidiendo ayudas. En el sueño era a él a quien otras familias en situación parecida a la suya, le pedían ayuda. Cuando despertó no se lo creía. Por la mañana y a la hora indicada llegaron al campo de fútbol. Después de los saludos y presentaciones, el entrenador le hizo entrenar y jugar con el equipo. Quería valorar lo que le habían dicho y comprobó que era cierto. Al final de la mañana le dijo que siguiera viniendo durante ese mes al entrenamiento cada día y así lo hizo.
Sus amigos no se lo creían, pero sí veían que se lo había tomado en serio: ya no fumaba, apenas salía, cuidaba su alimentación y se pasaba el día viendo partidos en la red. El Gato les contó cómo le habían ayudado, pero los que le conocían le decían: “Si tú no hubieras querido cambiar nada de esto hubiera sido posible, ¡enhorabuena amigo!”.
Al empezar la nueva temporada, cuando el entrenador tuvo que hacer la plantilla del equipo, para sorpresa suya, le incluyeron en ella y además tendría contrato. El sueño, lo imposible se había cumplido, la perseverancia daba sus frutos:¡Empezaba una nueva etapa en su vida!.
Cuando nació Juanjo le pusieron de nombre Rosa, porque tenía genitales de chica. Sus apellidos eran Moreno Martínez. Así quedó inscrito en el Registro, y así la bautizaron, pues sus padres, como toda su familia, eran creyentes, muy marcados por la moral cristiana, y ese era un paso que no dejaron de dar. Toda la familia se lo recordaba cada poco, “avisadnos cuando la bauticéis”.
Rosa tenía otro hermano dos años mayor que ella y en casa Rosa siempre quería estar con él.
Los padres notaron desde muy pronto que Rosa no era una chica como las demás. En el colegio solía estar cerca de los chicos y una tarde en el parque cuando le dieron la muñeca para que jugara y no se aburriera se lio a patadas con ella como si fuera un balón. Su hermano se sorprendió de lo que hacía y se lo fue a contar a sus padres. Su madre la riñó, porque esa muñeca se la había regalado su abuela materna y menos mal que la abuela no vio lo que hizo con ella. Su madre le dijo: “Rosa, estoy muy enfadada contigo. No es ni medio normal lo que haces. Cuando lleguemos a casa te irás a tu habitación y allí estarás hasta la hora de dormir”. Cuando su padre regresó de trabajar le comentaron lo ocurrido, a lo que él respondió: “Menos mal que tu madre no estaba allí, porque no hubiera sabido donde meterse”.
El padre, preocupado, recordó que un compañero suyo le había hablado del hijo de un conocido, de un chico que ahora decía que quería ser chica, que vestía como tal e incluso sus amigos le llamaban con un nombre de chica que había elegido. También el compañero le había dicho que los-as chicos-as son más comprensivos con estas cosas, pero a nosotros nos pilla un poco a traspiés.
Sus padres pensaban que esto serían modas, que se le pasaría con el tiempo. Pero también es cierto que observaban a Rosa y veían que le gustaba vestirse con la ropa de su hermano, incluso un día se pintó barba como la que llevaba su padre. Otro día le dio unas tijeras a su hermano y le dijo: “Córtame el pelo como tú, que quiero ser chico”. Y así fue creciendo, entre desconciertos familiares, hasta llegar a la pubertad. Rosa decía que quería que le llamaran Juanjo. Le gustaba este nombre compuesto (de Juan y José), porque al decirlo era como reafirmar la masculinidad dos veces.
Los padres llegaron a pensar que su hija pudiera tener alguna enfermedad mental, se sentían preocupados, desbordados e impotentes y que tal vez tuvieran que recurrir a alguna ayuda profesional, por todo ello decidieron comentárselo al orientador del colegio, persona comprensiva, cercana y de su confianza. Éste conocía algún otro caso y valoró el que los padres de Rosa pudieran conocer a alguna de esas familias, él se encargaría de ello. Les facilitó el contacto con una asociación y desde allí con una familia que había vivido una situación parecida. También tuvieron una hija que en la pubertad les dijo que se sentía chico. “Actualmente estaba hormonándose y ya había cambiado su nombre en el DNI. A pesar del laberinto de incomprensiones, ahora ya todo es más fácil”, les comento la madre de la otra chica en la entrevista que concertaron, a la que también acudieron los hijos para conocerse y hablar sobre el tema, pues la autoayuda entre iguales suele ser casi siempre la mejor herramienta para superar cualquier dificultad. El chico de la otra familia le dijo a Juanjo, así lo trato en todo momento, que era importante que si usaba redes sociales utilizara su nombre de chico desde ya y que sus padres lo llamarán Juanjo en todo momento, y que si alguna vez se equivocaban al hacerlo, algo lógico, lo entendiese, pues lleva tiempo acostumbrarse. Así lo hicieron, pero donde encontraban más resistencia era en el colegio, donde los profesores seguían llamándola Rosa, porque era como figuraba en su DNI, decían. Al final, hasta que tuvieran hecho el cambio de nombre en el Registro, los padres acordaron con el orientador que quizás lo más adecuado sería que los profesores le llamaran por su apellido “Moreno”, que era masculino, lo que sin duda le haría sentirse mejor a Juanjo. La experiencia funcionó. Los padres de Juanjo contactaron con otros padres, leyeron publicaciones diversas y fueron entendiendo todo esto de la transexualidad sin traumas. Aprendieron la lección de que lo importante en sexualidad, respecto al género, es como uno se sienta, no lo que los genitales digan. El verdadero trabajo lo tuvieron con sus abuelas, que con una mentalidad conservadora y muy marcada por la religión al abordar estos temas, decían que esto eran moderneces que alteraban la ley de Dios y que debería verle un médico, a ver si le hacía cambiar de ideas y le sacaba esos pájaros de la cabeza. A ellos les había llevado un tiempo entender el proceso de su hijo y pensaban que algo similar pasaría con ellas, era cuestión de tiempo. Y estaban convencidos que quienes ahora manifestaban desconcierto, serían en el futuro sus principales valedores, porque el afecto vence a cualquier miedo. Para ellos Juanjo y su hermano eran lo más importante de sus vidas. “A pesar de lo que piensen algunas de las instancias más conservadoras de la Iglesia, menos mal que este Papa parece que tiene otra visión”, solía decir el padre cuando hablaba con alguna de sus abuelas para favorecer el entendimiento.
Diez años después, Juanjo estudia psicología en la universidad, vive con una chica y es un activista del movimiento Trans en su ciudad. Nadie como él para ayudar a otros-as chicos-as y a sus familias. Sus padres y abuelas lo quieren y apoyan ya sin dudarlo. Y valoran como logros importantes todo lo que la sociedad ha evolucionado: “Anda que no han cambiado las cosas de cuando nosotras éramos niñas y todo ello para bien, porque lo importante es que las personas sean felices sin sentirse de menos como en el pasado nos pasó, por ejemplo, a las mujeres en una sociedad machista. Gracias a Dios las cosas van mejorando”, dice su abuela materna que es ahora toda una defensora acérrima de su nieto, así lo manifestaba en una entrevista de prensa. En la misma entrevista decía: “El amor es capaz de superar todos los retos y Dios lo único que quiere es que las personas sean felices”, esto último se lo dijo un día a un sacerdote cuando ella le comentaba lo de su nieto, como tratando de buscar comprensión en él. Al final era ella quien catequizaba al cura. Curiosa inversión de roles. “¡Qué gran mujer!”, decían todas las personas que la conocían.
Su verdadero nombre era Kalina, pero en el instituto empezaron pronto a llamarla “la Búlgara”, aludiendo a su origen y también con intención de hacerla sentir de menos respecto al resto de los compañeros. A Kalina no le gustaba esa forma de referirse a ella, porque conllevaba una desacreditación como mujer y como persona. Además, intuía también que tras esa referencia peyorativa estaba también su situación de vulnerabilidad económica. No solo despreciaban su origen, sino ante todo su pobreza. Cuando en casa comentaba esto, su padre que era aficionado al fútbol y siempre había sido hincha del Barça, decía: “No recuerdo nunca que en el Barça de Johan Cruyff se refirieran a Stoikov como búlgaro, aunque ese era su origen. Al contrario lo llamaban por su nombre y era todo un orgullo contar con él en el Barça”.
Manifestó su molestia en más de una ocasión, pero parecía que al hacerlo mostraba también su debilidad, lo que hacía que los que así la denominaban se sintieran aún más fuertes y la siguieran llamando así, como una forma de humillarla aún más. Como presa herida creyó encontrar refugio en un chico con el que empezó a verse a escondidas, pues su familia era muy estricta en eso de las relaciones con los chicos. La cosa no funcionó y el chico termino poniéndole los cuernos con otra y la dejo. Pronto empezaron a circular por los móviles de sus compañeros imágenes de ella r con el que había sido su pareja en momentos de intimidad. Otro día unas chicas la abordaron y le dieron una paliza, con la excusa de que había estado con el novio de una de ellas, unido a la envidia que les provocaba su belleza. Como consecuencia de todo este acoso, dejo de ir a clases, apenas salía de casa, vivía respirando miedo. Un día decidió contar todo a una educadora que la conocía desde niña, convencida de que podría ayudarla, como lo había hecho en otras ocasiones. Le recomendó que lo hablara con la orientadora de su instituto para que estuviera vigilante, al tiempo que acudir con sus padres a denunciar el acoso. Comenzó también a recibir apoyo psicológico. Sus padres agradecieron la ayuda prestada, porque ante situaciones así no sabían muy bien cómo actuar, más allá de intentar darle buenos consejos, que no siempre tenían fruto, o restar importancia a los hechos: “Ya sabes cómo son los chicos, tú no hagas caso”. Cuando fue a denunciar con su madre, hubo un policía que les dijo: “Ya sabe señora, cosas de chicos, esto siempre ha pasado, lo mejor es que no haga caso”. La situación era insostenible, su familia y ella optaron porque se fuera durante un tiempo a su país, necesitaba estar con su gente, a los que tanto quería y la querían.
Regreso para el juicio. Estuvo fuerte, pese a amenazas solapadas que le llegaban a través de personas conocidas o por las redes sociales: “Retira la denuncia, que si no vas a ver tú lo que es bueno”. Pero ella había empezado a creer en sí misma, sabía que no merecía lo que había sufrido. Cuando salió la sentencia, al chico con el que estuvo saliendo y al grupo de chicas que habían actuado con total complicidad se le condenó a un año de libertad vigilada y a no acercarse a ella a menos de 300 metros durante un año y medio. Fue una sentencia pionera, Kalina había luchado porque así fuera. Su testimonio salió en varios medios de comunicación como algo ejemplarizante:¡Hay conductas que no se pueden tolerar!.
Gracias a los apoyos recibidos, Kalina fue ganando autoestima y seguridad en sí misma, algo que antes le hubiera parecido impensable, incluso en algún momento había rondado por su cabeza quitarse la vida por tanta humillación recibida. Pasados los años, Kalina ya adulta y madre, consciente de que el problema que vivió seguía estando presente en otras adolescentes, empezó a colaborar con una asociación que trabajaba contra el acoso escolar en su ciudad, dando charlas por los institutos para la prevención del mismo en todas sus manifestaciones. Su experiencia era un manual imprescindible para superar esa asignatura que no figuraba en el currículum ordinario, pero tan necesaria para una adecuada integración y madurez personal.
Valeria creció en una familia con muchos hermanos. Su madre la tuvo con 18 años. Ella tenía 16 y era la mayor de seis. Siempre recuerda una infancia con privaciones y dificultades de todo tipo: “Esa excursión tú no puedes hacerla, porque nosotros no podemos pagarla”, “esas zapatillas no podemos comprártelas, aunque estén de moda”. Pero la cosa se complicó cuando nació su hermano pequeño y sus padres, que se llevaban mal entre ellos, se separaron.
Su padre no pasaba dinero a su madre y esta tuvo que ponerse a trabajar en lo que podía: asistir a personas mayores o hacer noches en casas u hospitales era lo más socorrido. Siempre trabajos precarios y de economía sumergida, eso cuando surgía algo. Su madre sabía que si lo que le ofrecían era compatible con el cuidado de sus hijos no podía renunciar a ello. “Por encima de todo está el bienestar de mis hijos”, decía. Y por ellos luchaba a brazo partido, casi sin descanso. Por las mañanas iba a hacer las tareas de una persona mayor que vivía sola y por las tardes algo parecido, incluso algunas noches tenía que hacer noche en el hospital o quedarse con algún enfermo en su domicilio. Lo cierto es que cuando llegaba a casa les decía a sus hijos: “Hoy me pesa hasta el aliento”.
Rosario, su madre, recurrió desde muy pronto a ella como apoyo imprescindible y único. Valeria cuidaba de sus hermanos pequeños, que muchas veces estaban malos. Cuando esto ocurría, Valeria llamaba a su madre que le daba las instrucciones de actuación para salir a flote. Entre ambas eran capaces de ir afrontando dolores y llantos. También colaboraba en las comidas, en el aseo y vestido de sus hermanos y los acompañaba al colegio. Una vez que Valeria los dejaba en el colegio, ella se disponía para ir al instituto, pero casi siempre llegaba tarde y a veces, si las clases eran aburridas, se dormía. Todo ello le provocó numerosos partes y llamadas de atención: “Te quedarás por la noche con el móvil”, le decía algún profesor, pero eso era una verdad a medias. Para Valeria el móvil nunca era un instrumento de distracción. Entre el profesorado se referían a ella, para entenderse, con el apelativo de la “Dormilona” . Con el fin de corregir esto el orientador, que era también era el coordinador de convivencia del instituto, habló con sus profesores y el cambio, aunque lento, parece que se fue produciendo. No entendían que Valeria tuviera que estar alerta más de una noche, ni que necesitara el móvil para conectarse con su madre, aunque también lo usaba para ver las tareas escolares que le mandaban durante el confinamiento por el Covid19, pero eso parecían no tenérselo en cuenta. Hubiera preferido no tenerlo, apenas entraba en redes sociales, salvo para conectar con alguna amiga con la que de otra forma no podía hacerlo. Ella no quería dar explicaciones de su vida y cuando le preguntaban: “¿Por qué no te vienes?”, ella se inventaba mil excusas. Valeria decía que estuvieran tranquilas que si salía, sabía dónde encontrarlas. Sólo alguna amiga íntima sabía de su situación, pero prefería no decir nada por respeto a Valeria, algo que ella le agradecía.
En los recreos se iba con sus amigas a algún banco y escuchaba lo que contaban, era su forma de estar al corriente de lo que pasaba. Se ennovió pronto y su madre habló con ella sobre los riesgos que entrañaba una relación temprana. La previno sobre situaciones de abuso, que no debería pasar por alto, también quiso conocer al chico desde el principio. Pero cuando las hormonas se disparan, la razón se vuelve ciega y sorda, y su madre, por experiencia propia, esto lo sabía.
Valeria tenía 17 años cuando decidió ir a vivir con su novio, 8 años mayor, abandonar los estudios y cerrarse puertas para una integración laboral futura. De nada le sirvió lo que tantas veces había escuchado a su madre y a algún educador, al que conocía por su participación, junto a sus amigas, en un programa de educación de calle de su ciudad..: “Sin estudios sólo te llaman para trabajos mal pagados y que no quiere casi nadie”. Su pareja empezó a tratarla con desprecio, y eso que su madre ya la había advertido, incluso alguna vez le pego un puñetazo por una discusión de celos. Repetía el mismo itinerario de su madre.
Un día que su madre la vio con un moratón, le dijo: “Tienes que dejarlo o en cualquier momento me avisarán de que estás muerta”. Pidieron cita en los Servicios Sociales, su madre conocía bien esas puertas porque había tenido que pedir ayudas en diversas ocasiones. Valeria hasta entonces había vivido todo en secreto y empezar a compartir ahora lo vivido le parecía una traición a sí misma. Siguieron momentos de autoestima por los suelos, ansiedad, pensamientos de suicidio y la necesaria derivación a psicoterapia donde compartió experiencias parecidas con otras mujeres. Experimentó la fuerza de las iguales a través de la autoayuda. Retomó estudios y empezó a formarse en Auxiliar de Ayuda a Domicilio. Esta vez sí les puso empeño a los estudios, porque quería labrase un futuro. Sus profesores decían que tenía unas cualidades humanas innegables. En sus prácticas, las personas mayores que atendía no querían que les dejara.
Desde hace un año, Valeria trabaja en una residencia de personas mayores. Allí conoció a su nueva pareja, que es trabajador social. Ambos proceden de familias numerosas y tienen en proyecto tener varios hijos. Pero lo más importante es como se quieren, así como la ilusión y afecto que ambos derrochan a su alrededor. Saben sacar de cada residente lo mejor y estimular su proyecto de vida como si el entorno en el que viven fuera su familia y ellos parte de la misma.
Valeria ha pensado más de una vez en el apelativo que le pusieron algunos profesores del instituto, para referirse a ella, aunque fuera sin mala intención, pero a ella le molestaba. Ya ves, le decía a su pareja actual: “También ellos etiquetan a la gente, ¿quién lo iba a decir?”. Y añadía: “Si me vieran ahora, tal vez me llamaran Rabo de Lagartija o Hija de la Caridad por esa maldita costumbre de etiquetar a las personas”. La vida le había enseñado que el pasado es pasado y solo existe un presente en el que proyectar los sueños y a ella la experiencia le había demostrado que cuando los sueños se persiguen, siempre se terminan alcanzando, aunque sea, a veces, con dificultades.
A Jorge, que era ciego de nacimiento, sus amigos le llamaban así, Blaind, porque era como se pronunciaba la palabra ciego en inglés y con ese apelativo parecía que le daban hasta un cierto toque de distinción. Jorge nunca quiso dar compasión por su situación, al contrario era un verdadero crack a la hora de poner en evidencia la percepción a través de los otros sentidos. Era el mayor de tres hermanos. Los otros dos le seguían en edad y veían bien. El mayor apoyo lo tuvo siempre por parte de sus padres. Sus hermanos le querían y no le rechazaban, pero sí que percibió más de una vez, sobre todo cuando salían por ahí, como si fuera una carga para ellos, algo que le disgustó en algún momento. Parecía como si fueran cosas distintas ir a clase juntos y otra distinta salir por ahí con ellos y sus amigos, como si su presencia junto a ellos les pudiera cortar el mostrarse naturales y hasta el rollo con las chicas. Su madre falleció de un cáncer cuando Jorge era niño. Por todo ello, su padre, Álvaro, al que le tocó desde muy pronto hacer el papel de padre y de madre, trataba de mediar con sus hermanos, pero la mayor parte de las veces Jorge optaba por quedarse en casa o salir con su padre. No obstante, Jorge conservaba muchas vivencias compartidas con sus hermanos. Fueron ellos los que le enseñaron a montar en bici -iban delante de él y ponían unos cartones en las ruedas para que se orientara por el ruido que hacían al rodar y que así pudiera seguirles mejor-.En el instituto fueron siempre su apoyo: Iban juntos a clase y le ayudaban en el estudio y tareas todo lo que podían, sobre todo, un hermano, que, tras repetir, iba con él a su misma clase: Muchas veces, la vida convierte lo que pueden ser aparentes fracasos en ventajas. Este apoyo era siempre estimulado por su padre.
La verdad es que cuando Jorge nació había instituciones que facilitaban la integración de personas ciegas y Jorge pudo crecer contando con todos esos apoyos. Las nuevas tecnologías favorecían su acceso a la información y hacían más fácil el poderse desenvolver en su vida diaria, algo que en otras épocas hubiera sido impensable. Así, por ejemplo, la telefonía móvil le posibilitaba emplear aplicaciones diversas para identificar colores, escribir, leer, compartir en redes sociales, etc. Jorge estaba muy contento de contar con toda esa ayuda tecnológica. Su padre siempre se lo recordaba: “Eres afortunado, a pesar de la ceguera”.
Tras el instituto, Jorge estudio Derecho. Desde pequeño asumió el tomar partido por el más débil. Por su ceguera se identificaba más con esas personas- y a salir en su defensa, evitando humillaciones y burlas, que él podía frenar con el apoyo de sus hermanos y por su físico, pues era bastante fuerte. Por otro lado, en su motivación para estudiar Derecho fueron también determinantes su padre y profesionales diversos del ámbito educativo que sabían de sus cualidades y así se lo hacían saber en cada encuentro con él.
Actualmente Jorge trabaja como abogado en una ONG que apoya la integración de las personas con discapacidad, ha conseguido sentencias consideradas ejemplo de jurisprudencia respecto a la integración socio-laboral de las personas con discapacidad, algo que enorgullece a su familia, que siempre lo ponen de ejemplo por su tenacidad. “Queda mucho por hacer, pero no vamos a renunciar a la lucha”, les dice con frecuencia a sus defendidos.
Como abogado es una persona que transmite confianza y seguridad, ganándose un amplio respeto en el ámbito judicial de su ciudad. Actualmente Jorge vive con su pareja Elena, que también es abogada y no tiene problemas de visión, juntos hacen un tándem perfecto. Ella dice que ha conocido a pocas personas con la humanidad de Jorge y del que tanto aprende cada día. De espíritu solidario, participa activamente en la ONG “Optics Per Mon”, promoviendo la recogida de gafas en ópticas para enviarlas a Etiopia, Guinea Ecuatorial, Burkina Faso o Nicaragua. Su objetivo es contribuir a la calidad de vida y al bienestar de las personas con problemas de visión en dichos países y nadie mejor que él para valorar lo que dicha limitación puede significar. Desde la ONG consideran que es importante que las personas afectadas conozcan su testimonio de lucha y superación, por eso ha viajado en sendos veranos a Burkina Faso y a Nicaragua.
Se llama Rafa, pero en su barrio todos le llamaban el Chapi porque desde niño jugaba entre la chatarra que su padre Amador recogía para vender y obtener alguna ayuda extra. Su familia era de etnia gitana y el Chapi creció con este estigma cuando acudía al colegio y percibía como los maestros lo trataban de forma diferente a otros niños, como si el hecho de ser gitano incluyera la falta de motivación hacia los estudios.
Al Chapi le gustaba jugar con objetos que sacaba de la chatarra amontonada de su padre, con los que acababa manchado de aceite o ferruje, lo que ocasionaba las llamadas de atención de su madre: “Prefiero que te quedes viendo la tele a que salgas a jugar con la chatarra”.
Cuando fue creciendo, al Chapi lo que más le apetecía era alejarse con su perro del poblado donde vivía y perderse por los campos limítrofes, observando e identificando flores, que a veces metía entre las páginas de sus libros de clase. En su barrio la basura se amontonaba por cualquier rincón, ni contenedores había; al respecto su padre decía: “Es que parece que los pobres estuvieran condenados a vivir entre basura, esto no pasa en un barrio del centro”.
Su madre Sara había conseguido sacar el carnet de conducir con la ayuda de una asociación de apoyo al pueblo gitano de su ciudad. Ella fue siempre para él una lección de superación y ejemplo de lucha por la igualdad de las mujeres en la etnia gitana. Pese a todo, su madre le inculcaba la estima por la cultura gitana y sus valores, como el cuidado y el respeto a los mayores, la hospitalidad o la religiosidad -asistiendo al culto, donde aprendió a tocar la guitarra-.
A Rafa le costaba aceptar las limitaciones y privaciones con las que crecían las chicas en su cultura, como si su futuro tuviera que ser siempre a la sombra del hombre, algo que le dolía especialmente cuando pensaba en su hermana Carmen. También su madre logró imponerse a su padre en lo referente a los estudios de la hija, como antes lo había hecho respecto a sí misma. Carmen conseguiría obtener el Graduado de Secundaria y hacer una FP de Grado Medio de Cocina, que la llevaría a encontrar trabajo en el mismo restaurante donde hizo las prácticas, valorada y respetada, lo que era un orgullo para la madre y el resto de la familia.
Rafa, como su hermana, estudió, finalizó los estudios de Secundaria y Bachillerato y apasionado como era por la naturaleza y el campo pudo ir a la universidad a estudiar Ciencias Ambientales, preferencia que siempre había manifestado. Fue el primer gitano de su ciudad con estudios y titulación universitaria, y ello sin tener que renunciar a su identidad gitana. Laboralmente, tras sus estudios terminaría trabajando en la empresa de residuos de su ciudad. ¡Quién se lo iba a decir!. A él, que había pasado toda su infancia rodeado de basura. Su formación y su experiencia vital harán de él un profesional reconocido en todo lo relacionado con la mejora en la gestión de residuos y el reciclado.
Amador, su padre, ya no trabaja en la chatarra, “con tanto reciclaje ya ni chatarra queda”, decía en broma un día. Ahora cobra una pensión no contributiva, porque cortando leña perdió un dedo con la motosierra. Sara, su madre, trabaja en una panadería y a Sara, su hermana, terminaron contratándola en el Parador de la ciudad. Todas las referencias sobre ella eran excelentes, así que lo tuvo fácil, tan pronto como hubo ocasión. También sus padres cooperan activamente en la Asociación de Apoyo al Pueblo Gitano como mediadores imprescindibles ante otras familias gitanas, sus testimonios ofrecen credibilidad a otras familias de etnia gitana.
Con su familia Rafa sigue yendo al culto evangélico y participa en el coro con su guitarra, siempre le gusto la música y cantar -tiene una voz de tenor-. Tanto él como su hermana Carmen colaboran. Igualmente, con la asociación que tanto les ayudó: participan en charlas informativas y motivadoras para continuar con los estudios en escuelas e institutos que tienen alumnado de etnia gitana, son conscientes de que son ejemplo para otros jóvenes.
Su nombre era Alejandro. Creció en un entorno difícil para garantizar una buena crianza. En su barrio eran muy normales la droga y los trapicheos asociados a ella. Alguna vez llego a haber hasta algún muerto por disparo por rollos relacionados con la droga.
Su madre falleció de cáncer y quedo él y su hermana Maite con su padre, Germán. Maite se fue en la adolescencia a un internado y esa fue, tal vez, su salvación. Alejandro, permaneció con su padre, que bebía y le pegaba por cualquier tontería cuando no estaba en sus cabales. En su casa las voces e insultos eran el aperitivo de cualquier comida. Nunca se atrevió a enfrentarse violentamente a su padre, pero en varias ocasiones estuvo a punto de hacerlo. Callaba cuando se sentía intimidado. Desde muy pequeño canalizó su rebeldía por medios inadecuados: absentismo, peleas y consumos de alcohol y drogas. Adrián era su mejor amigo, con él solía compartir litronas y porros en horas en que se piraban las clases, que ambos consideraban aburridas. Un día Adrián le explicó el significado de las rastas en los rastafaris. Decía que era como una forma de rebeldía contra el sistema y un rechazo de todo tipo de violencia. A Alejandro esto le dejo intrigado, esa misma tarde preguntó en la peluquería que estaba junto a su casa si podría hacerle algunas. El peluquero le dijo que como su cabello era grueso y fuerte, y además solía llevarlo un poco largo, no creía que hubiera problemas para hacerlas. Alejandro, como tratando de explicarse ante el peluquero le dijo: “A unos les da por los tatuajes, a otros por los piercings, pues yo quiero marcar la diferencia con mis rastas”. A partir de este momento, esta sería la opción que Alejandro escogería para expresar su rebeldía. Desde entonces sus amigos comenzarían a llamarle Rastas.
En su barrio había un cura comprometido, Fermín, que era de esos curas que son un poco rojillos y que viven de su trabajo. Fermín trabajaba en una cooperativa de construcción y era visto como un bicho raro en la iglesia, pero Alejandro le quería mucho, porque sabía que les había ayudado a ambos hermanos. Gracias a él pudieron ir desde niños a campamentos y fue él quien pago la residencia de Maite durante los años de estudio fuera del barrio. Fermín impulsaba una asociación que apoyaba la reinserción de presos, acogiéndoles en pisos durante sus permisos y favoreciendo su inserción laboral a través de diversas iniciativas, como unos huertos ecológicos y un catering que preparaba comidas para familias mayores de los pueblos limítrofes.
Un día Fermín le ofreció a Alejandro la posibilidad de que fuera a vivir con él y otro chico a su casa. Alejandro conocía bien las limitaciones de su casa familiar conviviendo con su padre. Pensaba que en la nueva casa al menos podría estudiar sin voces ni insultos. Fermín sabía que Alejandro era un chico despierto y que con poco esfuerzo y motivación podría llegar lejos, habló con German, su padre, y éste no puso ningún obstáculo, más bien parecía agradecer que le quitaran un problema de encima: “Una preocupación menos, yo no puedo con él”, así se lo contaba en el bar a otro compañero de bebidas. En realidad era una mentira, porque German había renunciado a la educación de su hijo hace años; mostraba más preocupación por su perro que por su hijo.
Con Fermín se fue intensificando una buena convivencia, que Alejandro tanto añoraba. Cuando llegaron las vacaciones escolares, Fermín le propuso a Alejandro poder ayudar en los huertos, allí conoció experiencias de vidas rotas que le hacían poner más en valor lo que tenía. Gracias al trabajo en los huertos pudo disponer de algún dinerillo para sus gastos con el que comprarse algo de ropa a su gusto. Era otra forma de reafirmación importante que no quería dejar pasar. Durante el verano Fermín organizaba un campamento urbano con los niños del barrio, en el segundo verano Alejandro participó como monitor de apoyo, aunque aún no tenía el título oficial. La mayoría de los niños procedían de entornos familiares con carencias similares a las que él había vivido, lo que le ayudaba a sentirse aún más identificado e implicarse más. Fermín vio desde el principio que la presencia de Alejandro allí era muy útil; al mismo tiempo que por su forma de ser -un chico con grandes cualidades: alegre, buen compañero y amigo, trabajador, servicial y dispuesto a ayudar- era una persona muy querida por los niños.
Tras el verano, Alejandro manifestó a Fermín su agradecimiento y la decisión de continuar viviendo en su casa, que para él ahora era su familia. Fermín había pasado a ser su segundo padre y siempre que tenía ocasión, Alejandro se lo manifestaba, aunque Fermín se ruborizara. Durante el nuevo curso Alejandro estudió con ganas, era capaz de lo que se proponía, como Fermín se lo había repetido muchas veces. En los locales parroquiales se hacía un aula de apoyo al estudio con niños y niñas de primaria de familias con dificultades económicas, que no podían pagarse unas clases particulares. Acudían como voluntarios un profesor jubilado y un chico que se había rehabilitado de las drogas en Proyecto Hombre, que también tenía estudios universitarios y cuya relación sería determinante para mentalizar a Alejandro sobre el peligro de las drogas. Dejó de beber y de fumar porros, sus amigos le decían: “Desde que te fuiste a vivir con ese cura es como si te hubieran hecho un exorcismo”.
Cuando acabo la Secundaria, Alejandro se matriculó en Bachillerato y en ese periodo empezó a plantearse estudiar Educación Social. A Alejandro siempre le gusto la secuencia de la película En busca de la felicidad, desde que una noche la viera con Fermín, cuando el padre (Will Smith) le dice a su hijo en una pista de baloncesto: “Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo, ni siquiera yo. Si tienes un sueño tienes que protegerlo. Si quieres algo ve a por ello”. Y Alejandro que luchó por su sueño, llegaría a alcanzarlo. Hoy coordina la Asociación que tan activamente ha trabajado en el barrio y que conoce desde niño, luchando para que chicos y chicas con dificultades como las suyas, puedan salir adelante. Sigue con sus rastas y sus pulseras. “Es un chico excepcional”, dicen algunos vecinos y amigos -uno llegó a tener serios problemas con la droga y otro llego a pasar por la cárcel por robos diversos y peleas-. Sin duda es un referente en su entorno. Su padre German, siguió bebiendo sin control y falleció por cirrosis hepática. La relación con él no había mejorado. Alejandro sintió dolor por la pérdida, que vivió como quien fuese testigo impotente de un suicidio. A Alejandro le quedaba su segundo padre, un cura, que en realidad era quien había ejercido como tal. ¿Quién lo iba a decir?, las vueltas que da la vida.
En su trabajo, Alejandro siempre fue una persona sencilla y servicial, sin grandes aspiraciones. Le encantaba la reflexión de Eduardo Galeano cuando afirmaba: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. Él se reconocía como uno de tantos en esa transformación que hace poco ruido, creía firmemente y en ello volcaba, cada día, su empeño.
Un día un profesor de Literatura que tuvo en el instituto -que tiene publicados varios libros- y con el que Alejandro había conectado muy bien y que conocía sus progresos le pidió que contara su vida en clave de autoayuda, utilizando para ello microrrelatos fáciles de leer. Creía que el resultado final podría ser una herramienta muy útil para trabajar en Secundaria con otros chicos y chicas, motivando a la lectura y a la reflexión desde un testimonio de vida cercano a sus vidas. Alejandro asumió el reto de mirarse al espejo y plasmar por escrito una vida tan intensa. Para no perjudicar a nadie mantuvo el anonimato de personas y omitió datos que pudieran facilitar identificaciones. Concluyo su libro con unos poemas. Desde niño le había gustado liberar sus emociones en versos libres. Conservaba cuadernos repletos de poemas y de ahí fue extrayendo algunos, que inserto en lo que sería su libro, algo en lo que nunca había pensado. Respecto a los poemas pensaba: “¡Ojala los chicos de hoy día aprendieran a liberar sus emociones con la escritura!”. Cuando lo tuvo terminado, el profesor que le había animado a ello, se ofreció a corregir sus apuntes para que la edición fuera lo más satisfactoria y atractiva. Alejandro no podía estar más contento. En agradecimiento a lo que consideraba una ardua tarea, Alejandro le pidió al profesor que escribiera el epílogo, pues el prólogo fue para el cura que tanto le había ayudado. Prólogo y epílogo le emocionaron tanto, que le hicieron llorar, algo que hacía tiempo no le ocurría, salvo cuando era niño y su padre le pegaba sin motivos. Esta vez era un sentimiento puro y positivo. Le abrumaba sentirse tan valorado, pero tal vez sea cierto eso que dicen las religiones orientales respecto al karma de que “todo vuelve”: Él había sido una persona sensible y entregada a los demás y ahora era correspondido. El libro se publicó bajo el título LEVANTAR EL VUELO y durante varios cursos fue el más leído en su instituto.
Se llamaba Andrés Felipe, aunque sus amigos comenzaron a llamarle Charcos desde el día que les contó como en una obra de teatro, en un colegio en Colombia, hizo el papel de una rana, que saltaba de un charco a otro mientras hablaba. A él le gusto este apelativo y lo recordaría siempre, porque tal vez así había sido su vida. Llego de Colombia, tras cruzar el gran charco con 13 años, mientras que su madre llevaba por España casi 10. En este tiempo su madre no había dejado de mandar dinero a sus padres, con los que dejo a su hijo. Tampoco se olvidaba de llamar cada poco por videollamadas. ”Bendito WhatsApp, porque en otra época comunicarse hubiese sido una ruina”, decía la madre.
A su llegada a España, empezaron a surgir problemas en la relación madre-hijo. “Era como si no me conociera”, decía ella. Separada del marido colombiano por malos tratos, residía con su nueva pareja en la ciudad de este, que desde el primer momento la apoyaba para que no desfalleciera en el intento de que Andrés Felipe recuperara su afecto: ¡Ambos se necesitaban!. Y ese empeño iría dando fruto. Él sabía que no era su padre, pero eso no le impedía quererle y al final es el amor el que derriba todos los muros.
Andrés Felipe empezó a participar en un programa de adolescentes del Ayuntamiento de la ciudad, cuyo objetivo era ayudar a ocupar adecuadamente el tiempo libre y motivarse para desarrollar un proyecto de vida satisfactorio. Su madre tenía buenas referencias por otra familia cuyo hijo también había participado en el programa y eso era toda una garantía para ella. Entre las muchas actividades del programa se ofrecía a los chicos la posibilidad de participar en un taller de teatro, que concluiría poniendo en escena una obra, que irían ensayando, durante el curso escolar, y que se mostraría en uno de los teatros de la ciudad, al finalizar el mismo, ¡todo un reto!. A Andrés Felipe no fue difícil animarle a participar, pues también acudía al programa algún amigo. Y, especialmente, por lo que respecta al teatro: En su país, ya había vivido una experiencia similar de la que guardaba un grato recuerdo. Y sucede, a veces, que pequeñas semillas dan importantes frutos. Andrés Felipe se puso pronto al día en los ensayos y la puesta en escena de la obra, unos meses más tarde, fue un rotundo éxito. Andrés Felipe estuvo logrado. Entre el público estaban, emocionados por su trabajo, su madre y su pareja (a la que ya, desde hace un tiempo, llamaba padre), que esperaron a que saliera para felicitarle. A partir de ese día Andrés Felipe empezó a barajar la posibilidad, una vez concluido el Bachillerato, de ir a estudiar Arte Dramático a Madrid, allí vivía una tía, hermana de su madre, que podría ayudarle y minimizar así los gastos de estancia en la capital, le había dicho su madre, que trataba de animarle a no desfallecer en sus sueños.
Ya en la facultad aprendió que todos los grandes actores suelen empezar de cero y que detrás del éxito hay siempre mucho trabajo. Es muy extraño que alguien obtenga un reconocimiento de la noche a la mañana. “La mayoría de actores a los que tu admiras empezaron en peor situación que la tuya”, le comentó un día uno de sus profesores, algo que le hizo reflexionar. Trabajó duro, participando en varios proyectos. De todos ellos, el que más le entusiasmó fue el de un profesor, que lo realizaba en el poblado chabolista de la Cañada Real. Este profesor estaba. muy identificado con la metodología del Teatro del Oprimido, que se trata de una metodología teatral, que había nacido en Brasil, al otro lado del charco. En este caso, la técnica dramática pretende que el espectador se convierta en actor y se sienta impulsado a realizar acciones reales que le conduzcan a su liberación. Esta experiencia le ayudó a tomar conciencia de situaciones injustas de nuestra sociedad, tratando de que las personas pertenecientes a colectivos vulnerables se sientan protagonistas como opresores y como oprimidos. “Gracias al teatro he crecido como persona y ciudadano”, le comentó Andrés Felipe a su profesor. El objetivo se había cumplido una vez más, pensaba el profesor.
Su nombre era Ibrahim. Salió de Ghana con 13 años. Aunque no sabe con seguridad en que año nació, ni en qué mes, no tiene la más mínima duda de que llegó al mundo un martes. En la tribu de la zona central de Ghana, donde nació, no se da importancia al año ni al mes en que se nace, pero sí al día de la semana. Cruzó andando el Sahara y vio morir deshidratado a algún compañeros. Sobrevivió a dos viajes en patera, en el primero de los cuales vio cómo se ahogaba su mejor amigo, Mohamed, al hundirse la patera, sin que cuando acudió Salvamento Marítimo, tras la petición de auxilio, pudieran hacer nada. A los 16 años llegó a España sin saber ni una palabra de castellano y terminó en un centro de niños, niñas, adolescentes y jóvenes inmigrantes no acompañados -MENAS dice la prensa- en Málaga. Allí permaneció unos meses, conoció a subsaharianos procedentes de Nigeria, Níger, Mali y a otros de Argelia o Marruecos. Recuerda el día que tras ver la película 14 kilómetros, hablaron y pusieron en común sus experiencias en una tertulia guiada por los educadores del centro. Compartieron lo que supuso cruzar el desierto, el haber sobrevivido a las mafias y a las milicias y el haber continuado, pese a haber sentido la muerte demasiado cerca tantas veces. Todos coincidieron en el sufrimiento de lo vivido y en que no querían volver a sus países, sólo de visita: ¡ Allí quedaba su familia!
A pesar de un origen tan diverso todos tenían en común que conocían a los grandes jugadores de fútbol de España. Compartían sueños, querían ser mecánicos, enfermeros, informáticos o futbolistas,…Igualmente comentaban que, mientras que en España había leyes, en sus países sólo había sobornos y corrupción con una ausencia de respeto por los Derechos Humanos. Eran conscientes de que su presencia en España no era acogida por igual en la sociedad: “Hay grupos que nos ponen bajo sospecha como si fuéramos delincuentes y reclaman que seamos devueltos a nuestros países de origen”. Ibrahim había aprendido, desde que llego a España, que hay personas buenas y malas, igual que en su país, pero lo que si era cierto es que no se les podía juzgar a todos por igual -casi siempre mal- solo por tener un color de piel distinta. Tras unos meses de acogimiento en el centro pasó a vivir con una familia de acogida. “Hoy puedo decir que tengo un padre, una madre y tres hermanos adoptivos en Málaga”, comentaba un día a un periodista interesado por su itinerario de vida. Junto a ellos consiguió hacer estudios universitarios de Derecho y practicar el atletismo que tanto le gustaba a través de un club. A sus padres de acogida nunca les gustaba que dijeran MENAS, para referirse a chicos como él. Lo consideraban un término electoralista y despectivo, usado con frecuencia por la ultraderecha, tratando de calificar a esos niños -eso es lo que eran- como delincuentes. Su uso en el lenguaje es una forma de invisibilizar a niños que necesitan protección y que se les garantice su bienestar que nunca han tenido, con independencia de su nacionalidad o color de piel, tal como recoge la Declaración de los Derechos del Niño, aprobada de manera unánime en la ONU en 1959. Tampoco a sus padres de acogida les gustaba el término ilegal, “no hay personas ilegales, en tal caso lo serán sus acciones”, decían. Y solían añadir:: “Son es de edad, son extranjeros y están solos, todo un elenco de cosas que los hace vulnerables y que debería comprometernos como sociedad”.
Actualmente Ibra dirige una ONG en la que comenzó trabajando como asesor y que se dedica a la acogida humanitaria de personas inmigrantes en situación de vulnerabilidad y exclusión social. La ONG tiene un código ético en el que se enmarca la actuación de la misma y ello es algo que Ibrahim siempre ha cuidado, pues sabe que en la acogida y apoyo a migrantes, como pasa con otros grupos vulnerables, existe también todo un negocio encubierto en el que la dignidad de la persona, la acogida y apoyo no son muchas veces lo primero. La ONG ha sido reconocida con diversas distinciones, algo que a él le hace sentirse orgulloso con lo que hace. Desde hace un año es miembro del Comité de Ética de los Servicios Sociales de Andalucía: Se trata de un órgano de consulta y deliberación, de naturaleza interdisciplinar y funcionalmente independiente, que asesora en la toma decisiones ante las cuestiones éticas que puedan plantearse en la atención a las personas, en el ámbito de los Servicios Sociales en dicha comunidad.
Sus padres le pusieron de nombre Soledad en atención a su abuela materna que tenía gran devoción a la Virgen de la Soledad y sin saberlo entonces ese nombre iba a definir en buena medida lo que sería de su vida -para los judíos el nombre define la identidad de la persona e influye en su destino-. Soledad era hija única, pero sus padres parecían estar siempre muy ocupados entre tareas y relaciones ajenas a la familia. Por todo ello, Soledad tuvo desde muy niña a su abuela materna como referencia de afecto esencial. Desde muy temprano la convivencia entre sus padres llego a hacerse insostenible y como consecuencia terminaron separándose.
Pronto, cada uno de sus padres rehízo su vida con otra persona y Soledad llego a pensar si no sería un estorbo en sus vidas. Con la llegada de la adolescencia Soledad empezó a pasar más tiempo en la calle que en casa. Con sus amigos se sentía segura y alguna de sus amigas se convirtió en su principal confidente. En este contexto conocería el amor y comenzaría una relación de pareja que duro solo unos meses, pues junto a las mieles del amor apareció pronto la desconfianza, la mentira y hasta los malos tratos.
Soledad, después de lo vivido entre sus padres y el fracaso de su relación de pareja, tenía claro que no iba a apostar por una relación a cualquier precio. Fue una época difícil en la que experimento crisis de ansiedad, que le llevaron hasta casi intentar quitarse la vida y a caer en una anorexia. Como consecuencia de todo ello fue dejando de lado los estudios y comenzó a refugiarse en su cuarto, del que apenas salía, comunicándose con sus amigos sólo por redes sociales y dedicándose a ver series en las que siempre había algún personaje con el que sentirse identificada. Su madre, que era con quien se quedó a vivir tras la separación de sus padres, le decía una y otra vez: “Sal que te dé un poco el aire”, pero ella veía que el centro de interés de su madre era su nueva pareja, con la que hacía planes, con Soledad parecía conformarse con no discutir. “Déjala, ya cambiará”, le decía la nueva pareja a su madre, como si esto fuera algo parecido a la maduración de los frutos.
En el centro escolar donde acudía a estudiar empezó a intimidar con otro chico, Iván, que le hacía sentir bien, algo que no había experimentado con su pareja anterior. Necesitaba sentirse atraída y encontrar afecto que le diera seguridad. Pasado un tiempo, un día descubrió que estaba embarazada. No se planteaba abortar y cuando tuvo clara su decisión se lo comunicó por separado a sus padres. Su padre la escucho sin más, la relación no era buena entre ambos. Su madre se aventuró a transmitirle sus miedos ya que sabía que el embarazo y la maternidad, sin duda, alteraría su vida. Y ello, aunque la veía feliz con Iván, algo que para Soledad era lo que más pesaba. Soledad temió en algún momento que Iván pudiera dejarla, influenciado por su familia u otras personas, pero Iván la manifestó que la quería y que no la abandonaría. Había sido un niño deseado, no un polvo de una noche. Esto a Soledad le daba seguridad para afrontar este tránsito. Fue un año difícil para Soledad mientras duro el embarazo. Tuvo que dejar los estudios, ver como su cuerpo se alteraba y los cambios emocionales que ello le provocaba. No estaba acostumbrada a que su vida se viera alterada de esa manera.
Cuando nació su hijo, al que llamaron Sergio, fue como una bendición. Esa fue la expresión que empleaba su abuela cada vez que cogía al niño en sus brazos. A todos les hacía brotar la sonrisa y se desvivían por estar a su lado.
A Soledad y a Iván el niño les agotaba, era un no parar entre baños, juegos y comidas, pero también les hizo replantearse su vida con una motivación que hasta entonces no se hubieran imaginado: La fuerza llegaba de manos de la debilidad. Soledad encontró junto a su hijo un nuevo significado para su nombre. Se sentía como una “soledad sonora” que, según le contó un día su abuela, era una expresión muy usada por el místico Juan de la Cruz. Su nombre adquiría nuevos matices, hasta entonces insospechados.
El niño fue como una brújula que hizo replantear todas las relaciones familiares, había hecho en torno a él una gran familia. Los abuelos maternos continuaron separados, pero incondicionales en torno a su hija. Este apoyo también lo compartían los padres de Iván. Este dejo los estudios -llevaba un tiempo sin motivación por ellos- y comenzó a trabajar. Al contrario, Soledad retomó los estudios, convencida que sin ellos el futuro sería peor, su madre la animó a ello: “Tu tranquila que mientras tu estés en clases yo me quedo con el niño”.
Soledad e Iván sabían lo importante que era vivir sin dependencias, su abuela materna, con la que tanta complicidad siempre había tenido, le decía: “El casado casa quiere”. Así que antes de que Sergio cumpliera un año terminaron alquilando un piso. Les apoyaron los padres de ambos y alguna ayuda de Servicios Sociales para mitigar durante unos meses el pago del alquiler, pues el sueldo de Iván daba justo para comer, los gastos de Sergio y pagar recibos de la casa.
Soledad pensaba muchas veces que, a pesar de lo gratificante que Sergio había sido para ella, ser madre tan joven no era una experiencia recomendable. Pero al tiempo sabía que gracias a ese hecho había vuelto a poner en valor muchas cosas que daba por perdidas. Empezó a cuidarse y a recuperar relaciones de amistad, que había ido dejando de lado. Ahora las necesitaba para no quedarse encerrada en su pareja, a la que durante la semana no veía, porque trabajaba fuera, aunque no dejaba de hablar con él todos los días. Ambos se contaban todo, fueron descubriendo la raíz del árbol de la confianza que crece y permanece en el tiempo si le cuida con mimo.
Las siguientes reflexiones son compartidas por los autores del presente artículo:
Barauna. T.(2.010). De Freire a Boal: Pedagogía del oprimido. Teatro del oprimido. Ñaque Editora.
EFE (8 de abril de 2021). Historiador, tenor y parlamentario precoz, el gitano que rompe estereotipos.
Fresnadillo, M. (2013). Lagrimas por ti. Vivir la discapacidad en familia. San Pablo (Ed.).
Mayor, A. (2020). Tránsitos. Comprender la transexualidad infantil y juvenil a través de los relatos de madres y padres. Bellaterra (Ed.).
Muccino, G.(2006). En busca de la felicidad. Will Smith.
Olivares, G. (2007). 14 kilómetros. Explora Films.
Refoyo, D. (2014). El fondo del cubo. Colección Visor de poesía.
Rubio Gómez, J. (2019). El parque: La infancia entre cartones. La Neurosis.
Salamanca, L. (2022). Escalada al cielo. Semuret (Ed.).
Usman, O. (2019). Viaje al país de los blancos. Plaza & Janes (Ed.).