Enrique Pérez Guerra. Educador Social
Saberse en el fiel de la balanza no debiera alimentar narcisismo alguno.
De hecho, ser ciudadano de dos reinos a la vez puede estar dictando el propio
destierro. Educación social en Fiscalía de Menores. Desempeño y destino de no
fácil cuadratura.
Pasan delante de mí menores cada día. Frecuente es que vengan con una atribución muy pobre o deformada de por qué han sido llamados. Pueden traer consigo una imaginería exagerada por lo amenazadora: “¡Estoy fichado para siempre!”… “Algo gordo me va a caer”… “¿Cuánto me van a encerrar?”… O pueden ser portadores de la trivialización más absoluta: “Aquí es donde te sueltan ese rollo”… “Esta vez tampoco me va a pasar nada”… Ante un caso u otro, es fácil que yo coja entre mis manos el Expediente de Reforma; una tosca carpeta de cartulina donde se va aglutinando toda la información que genera el proceso penal. Explico, con la mayor claridad que me es posible, qué se contiene allí dentro. Le enseño su nombre, presidiendo la portada, y le traduzco esa singular denominación que le acompaña y que puede ser allanamiento, daños, hurto, malos-tratos… Frecuente es que se me responda que poco o nada tienen que ver ellos con tal figura penal.
El mensaje que me toca entonces enviar está claro. Yo no estoy para defender ni la versión que consta en esos papeles ni la que ahora se nos trae. Además, de poco serviría mi convencimiento, sea el que fuese. A los juristas compete establecer la verdad y allí, en mi despacho, no hay jurista alguno. Del modo más ilustrativo que soy capaz informo acerca de cuál puede ser el recorrido de eso que entiende como “la denuncia”. Qué se va a añadir en esa carpeta y por qué despachos va a transitar.
En mi ejercicio pedagógico lo tengo todo en contra. La Justicia es territorio extraño, más bien hostil, al ciudadano. La Justicia de Menores porta, además, sendas singularidades. Las leyes, a las que sin hacer mención estoy aludiendo, están tejidas con palabras. Palabras, además, extrañas. Mientras tanto, la persona que tengo delante, por edad y fácilmente por déficit cultural, articula su aprendizaje sobre una dimensión espacio-funcional.
Para colmo, los tabúes, tópicos y prejuicios se elevan como una cortina empeñada en cerrar el paso a la luz: “Incoación… informe… propuesta… alegaciones… archivo… providencia… citación… audiencia… ”. Decir esto es decir nada.
Dibujo un diagrama donde trato de representar, con una simpleza cercana a la esqueletización, el proceso que se va abriendo y, por ende, el sentido de su presencia hoy ante mí. Señalo con las manos hacia dónde irá esa carpeta con mi informe incluido.
Más de una vez debo parecerme a la azafata que señala la línea del pasillo y puertas de emergencia. Y más veces aún caeré en el aburrimiento.
A fin de cuentas, el menor tendrá su gran pregunta reservada. Cuál va a ser el final de todo aquello. “¿Qué me va a caer?” Es comprensible la inquietud. Lo malo, una vez más, es que sus parámetros y los nuestros no son los mismos. El pensamiento absoluto frente al relativo. La singularidad de lo ineludible frente a la pluralidad de lo posible.
Difícil, pero es un desafío que se abre ante mí cada mañana.
Hay un momento casi mágico. Cojo ese expediente penal, incoado por la Fiscalía para la cual trabajo… esa tosca carpeta y la guardo. Sin palabras estoy diciendo que la entrevista va a dar comienzo y que entre él/ella y yo no va a mediar ese trozo del pasado que los juristas llaman “el hecho de autos”. Hasta ese momento, la presencia del Expediente en medio de la entrevista ha servido para apuntalar la comprensión de cuál es la situación jurídica en la que se encuentra y cuál es el sentido de la comunicación conmigo. No preside mi empeño el propósito de amenaza, como tampoco la edulcoración de la realidad. El mayor favor que puedo hacer es la verdad. Tiendo a emplear el adjetivo “humano” para iluminar el sustrato de información hacia el cual yo me dirijo. Insistiré y seguiré insistiendo en que si alguna fuente ha de saciar mi sed ésta será de su escolarización, trabajo, amistad, salud, afición, viaje, familia, comunicación, inquietud…
Debe ser casi un estribillo pero pocas veces habrá que no intente recoger esa realidad poliédrica bajo las palabras: “En definitiva… tu vida”.
El acto de aparcar el expediente encarna la retirada de una barrera o una interferencia pero también supone el envío de una señal. “Sabiendo ya donde estamos, ahora nos quedamos el uno frente al otro”. Tiene más importancia de lo que pudiera parecer el metalenguaje de los objetos. Una mesa llena de papeles, con la pantalla, teclado, teléfono y “posits” pegados por el medio, está diciendo al entrevistado muchas cosas, entre otras que él no es más que un eslabón dentro de una burocrática cadena de montaje. Desasirse del bolígrafo, retirar por un momento nuestro protocolo de entrevista, abrir la comunicación, cambiar de tono, hablar de lo venga o no venga al caso, escuchar los silencios y mirar. No sé si la información más relevante pero siempre la más sustancial es aquella que nos aguarda escondida a la vera del camino.
A mis cincuenta y seis años empiezo a ser viejo en este oficio. Testigo me ha tocado ser de cambios. Cambios de escenario y cambios de protagonista. No hago juicios de valor, me limito a constatar y así contemplo que el artesonado institucional se ha vuelto con los años más rígido. Sería porque éramos menos, porque trabajábamos con una franja inferior de edad, porque eran muchas menos las denuncias, porque la filosofía que aún subyacía era paternalista, porque había un importante vacío legal o sería por todo eso junto, el caso es que las cosas se hacían de un modo más chapucero y al son de la discrecionalidad pero también era todo como en familia y el servicio que brindábamos era mucho más personalizado. No sé en qué medida está anidando en mí la nostalgia. También he de reconocer que yo llegué a estos menesteres vía vocación y tras años de voluntariado.
El aparato administrativo es hoy mucho más complejo, más rígido y más omnipresente. “Es que aún no se han elevado las alegaciones”… “Es que no se designó letrado”… “Es que vino una providencia”… “Es que se envió un auxilio fiscal”… Llega a dar la impresión que, a cada paso que se pretenda dar, aparecerá escrito un “Con la Iglesia hemos topado”.
No dejo así mismo de asumir que soy persona inútil hasta el peligro para cualquier lid administrativa. Lo cual no es óbice para advertir, sin sustraerse un ápice de la evidencia diaria, que yo y mis compañeros del equipo técnico empleamos parte sangrante de nuestra jornada buscando libros, persiguiendo expedientes, repasando en listas, dando de baja, dando de alta, registrando, actualizando ficheros, preparando desplazamientos, repartiendo casos… Decir que tal trajín prima sobre nuestro cometido humano puede resultar exagerado. Desde luego lo merma y lo ensombrece.
Cuando, por concurso de traslado, tomé posesión de este puesto me acuerdo que nos dijeron, a aquella primera promoción, que permaneciésemos un mes entero sin acercarnos al lugar de trabajo. Debíamos estar, a nuestro libre albur, zambulléndonos en la red de recursos de zona. Se trataba de tomar contacto; de imbricarnos en la sociedad.
Hoy día, tal consigna sería inimaginable.
La visión que yo forjé de aquella etapa es que los técnicos de Justicia de Menores, y más en concreto los educadores, teníamos por destino ser un puente entre Justicia, red de recursos y realidad del menor. Tal vez fuera un espacio falto de perfil, difuso, pero fértil, precisamente por esa indefinición. Desde esta perspectiva si se informa acerca de qué se cuece en aquella familia, barriada o colegio que rodea al menor, se hace como ciudadano de ese territorio. No se sube uno al torreón, sin abandonar la fortaleza, y se pone a mirar a través de unos prismáticos. Se habría de dar apoyo al mismo menor para que asimile, del modo más educativo posible, su paso por la justicia. Y esto se haría no como un embajador de la Justicia, sino como un agente social que forma parte de un servicio público.
Esa era mi convicción hasta que una mañana había ido a visitar a un adolescente que acababa de ser internado en el centro de reforma. Me acuerdo –pura anécdota- que como él era muy fuerte se empeñaba en echar pulsos conmigo y que si me descuidaba me ganaba. No ponía yo etiquetas a mi cometido en esos momentos. ¿Exploración, seguimiento, apoyo…? En éstas me llama un funcionario para increparme “¿Qué haces que no estás aquí?” Me enfadé muchísimo. La pregunta, por negación, lo estaba afirmando bien claro: lo esperable de mí, véase mi obligación, era permanecer dentro del edificio de Justicia de Menores; antiguo Tribunal Tutelar.
Como espectador de primera fila, observo que la Justicia, al menos en España, tiene un componente muy endogámico. Tal vez con la asepsia de la física cabría mejor decir “homeostático”. Aparte del corsé legal, en el aparato de la Justicia hay una propensión a generar propias necesidades y propias vías de solución, las cuales, a su vez, generarán nuevas necesidades… las cuales… las cuales…
En definitiva, a base de tiempo y superponiéndose como una cebolla en su sucesivas capas, se va dilatando un distanciamiento de la sociedad. Tampoco se trata de alzar una voz de alarma. Pasa en otras latitudes. Sin ir muy lejos, la Universidad que, contraviniendo su propia esencia de universalidad, incurre en parecido pecado. Los técnicos de Justicia de Menores poco a poco nos hemos ido encadenando a este aparataje.
En lenguaje de ufología cabría decir que la Justicia nos ha abducido. Nos vamos pareciendo cada vez más a una protuberancia que emerge del togado cuerpo. El ejercicio de exploración se convierte así en ese otear desde el torreón.
Las causas, que no las culpas, son diversas. Groso modo cabe mencionar que: recién llegados, hemos sido un sujeto extraño para este organismo. Que la mimetización no deja de ser un mecanismo para procurar la propia identidad. Que la sociedad no contempla con facilidad la figura de un técnico responsable a la vez de la peritación, de la mediación, del seguimiento, del asesoramiento, de la derivación… Que es más fácil encontrar respuesta si invistes tu voz como eco de la Justicia.
También a veces está, porque no decirlo, el pecado. Miedo a la calle. Bailar a la sombra de las togas, ávidos de su oropel. Clientelismo. Altanería. Acomodación. Vuelva usted mañana…
La permanencia en el puente no deja de ser inquietante y la orilla, como refugio, se convierte en tentación.
Me acuerdo, demasiado tiempo hace ya, que fui a visitar por la noche a un chico y a su familia. ¿Visita domiciliaria?.. ¡Supongo! A la salida advertí que había un patio. Era de la finca y la escalera daba acceso a él. Me quedé dudando apenas un instante. Para allá fui. El lugar no era acogedor. La higiene no estaba presente, del bullicio del barrio se transformada allí en un zumbido continuo y las bombillas, reventadas todas, entregaban aquel espacio a la oscuridad. Estaba solo. Me puse en medio y cerré los ojos. Los ojos de la cara y los de la profesión. Una sola pregunta tenía que presidir mi sentimiento: ¿De qué sonidos y de qué olores se impregna la infancia en un lugar como éste? La cuestión, por supuesto, era tan sugerente como irresoluble. Semejante empeño, el mío en aquella noche, sería hoy más que nunca inconcebible, inesperable e intraducible. No encontraría en los tiempos que corren más diagnóstico que el de excentricidad.
Es cierto que la población de la que nos hacemos cargo ha crecido año tras año y que su perfil se ha diversificado. Ya no llegan a nosotros sólo los hijos de la marginación social (núcleo familiar desestructurado, falta de recursos, modelos educativos disonantes, carencias afectivas, malos tratos, antecedentes…). En todas las direcciones se ha abierto el abanico de menores que nos tienen a nosotros por destino. Otras nacionalidades, culturas, estratos sociales, zonas urbanas… se han incorporado a nuestra lista de espera.
No es infrecuente el caso de un adolescente que ha sido criado a caballo de una urbanización de adosados, una sucesión de canguros, ausencia de hermanos, lejanía de otros familiares, viajes a Disneyland, colegio inglés, separación contenciosa, régimen de fines de semana alternos, fracaso, clases particulares, aula de individualización, cambio de colegio, abandono académico, diagnóstico de TADH, consultas, gabinetes, maltrato a la madre, Rubifen y Concerta.
El elemento clínico está cada vez más presente. El cuadro clásico de intolerancia a la frustración, dureza emocional, locus de control externo, baja autoestima, falta de habilidades sociales y bajo nivel cultural ha perdido buena parte de su protagonismo.
Antes de trabajar en Fiscalía lo hice en un centro de reforma y recuerdo que todos o casi todos los internos entraban en ese corsé. Ahora cualquiera de estos centros da albergue, dicho con todos los respetos, a un zoológico humano.
Por otra parte, la actual ley requiere de los técnicos (Educador, Trabajador Social y Psicólogo) que estemos más cercanos al procedimiento, desde que ha sido incoado hasta el cumplimiento de la medida pasado por la sala.
Todo esto es cierto. La cosa no es fácil. Como primera consecuencia está el que la riqueza de datos que contienen nuestros informes se ha visto poco a poco resentida. No sólo la cantidad de información, sino la capacidad ilustrativa de ésta.
Ahora bien, resulta mezquino constreñir nuestro vivir (y sin vivir) como técnicos a un “lo tengo que citar… lo tengo que picar… lo tengo que dar de baja… lo tengo que elevar dentro del plazo… lo tengo que pasar a base de datos… lo tengo que… lo tengo que…”. Además del empobrecimiento profesional y personal que conlleva, nos acabará haciendo innecesarios. Algo que no debiera pasar pasa cuando dejamos de hablar de “Pedro López Fanjul” (nombre y apellidos escogidos aleatoriamente en este instante) y pasamos a hacer uso, como referencia, del “Doscientos veintiséis barra doce” (cifra escogida también de modo aleatorio).
Como un eslabón más en el engranaje burocrático sobramos. No está tan mal desasirse, aunque sea por un momento, del expediente, dar descanso al protocolo y mirar.
Y, si en esos momentos no encontramos un poso con que alimentar la sonrisa, siempre podremos preguntarnos: “¿De qué sonidos y de qué olores se impregna la infancia en un lugar como ése?