José Luis Mateos Gómez, Educador Social. Coordinador Técnico del CEIMJ – Zaragoza
El presente artículo pretende desarrollar cómo establecer una relación educativa eficaz en un marco judicial como el que representa un Centro de Internamiento por Medida Judicial (CEIMJ), o un “centro de reforma”, como se les denomina menos formalmente. Su contenido es el reflejo de años de experiencia de trabajo compartido por un equipo multidisciplinar con una participación muy significativa y fundamental de los educadores sociales.
La experiencia en el trabajo con adolescentes que cumplen una medida judicial nos permite reconocer que el ingreso en un centro de internamiento puede resultar muy duro para la mayor parte de los menores que llegan a él. Ese internamiento supone un punto de partida “dramático” que marca un complicado inicio de las relaciones educador y menor que intentamos cambiar desde ese primer momento en el que se produce la acogida.
La entrada en el centro es casi siempre obligada, impuesta, no voluntaria, que conlleva un corte en la vida del menor. Es por este motivo que las primeras interacciones entre educadores y menores, el establecimiento y cumplimiento de normas, así como las intervenciones educativas vienen caracterizadas por esa sensación del menor de desconfianza que las convierte en marcos de relación no exentos de complicaciones.
En contraste con esto, nuestra función es crear una experiencia de tranquilidad que suponga para ellos el hecho de vivir en un mundo ordenado y que tiene sentido (DEL VALLE, J. F. y FUERTES, J., 2000).
Establecemos DOS PREMISAS FUNDAMENTALES en el trabajo del educador:
Atendiendo estas dos premisas básicas entendemos el centro de reforma como un recurso temporal, pero en el que tenemos, como educadores, que aprovechar al máximo el tiempo para incidir de forma constructiva en el proceso re-socializador y educativo del menor. Nuestra actividad se desarrolla en un periodo limitado en el tiempo que es el que establece la duración de la medida judicial impuesta al joven.
Desde mi práctica profesional considero fundamental determinar tres objetivos claves del trabajo educativo con los adolescentes responsables de infracciones penales:
Entablar dialogo con el joven para construir un proceso de comunicación que integre la reflexión crítica acerca de los hechos es un factor fundamental del proceso de responsabilización sobre el delito.
En definitiva, con nuestras acciones educativas buscaremos como objetivo final la promoción social del interno y la responsabilización por la infracción, desde la reflexión promoviendo la dignidad de todos los actores, infractor y victima. Insistiendo en que la intervención socioeducativa debe y tiene que contemplarse siempre desde la integralidad de la persona.
Lo que enseñamos los educadores a los jóvenes toma cuerpo en la interacción diaria con los menores. Empleamos modelos de relación que deben maximizar el aprendizaje de conductas y pensamientos prosociales y, simultáneamente, hacer que disminuyan las antisociales.
Destacamos cuatro aspectos que consideramos que hay que tener en cuenta en esta relación:
a. La relación terapéutica entre ambos es un ingrediente esencial para facilitar un cambio positivo en ellos.
b. Para establecer relaciones positivas es necesario equilibrar la balanza entre el apoyo y la confrontación (establecimiento de límites)
c. Los problemas y soluciones se enmarcan mejor dentro de un estilo creativo, dinámico y constructivo de resolución de problemas.
d. Los educadores han de ser consecuentes de que sus propias actuaciones planteamientos y que la situación y momento del menor son susceptibles de cambio. Es fundamental conocer el momento en el que se encuentran los menores individual, evolutiva y psicológicamente.
Siguiendo a BRENT RICHARDSON (2001), estos jóvenes se caracterizan por:
Las conductas delincuenciales realizadas por adolescentes suelen explicarse por una confluencia de causas diversas: en los menores que entran en los sistemas de justicia juvenil apreciamos un conjunto de circunstancias y explicaciones de carácter personal, familiar y ambiental, solemos encontrar ambientes familiares caóticos o multiproblemáticos, con antecedentes delictivos, trastornos de conducta, de atención, problemas de aprendizaje, absentismo y fracaso escolar, abuso de alcohol y otras drogas, dificultades escasas habilidades cognitivas y sociales (GARRIDO GENOVÉS, V.; MONTORO GONZÁLEZ, L., 1992).
En cuanto a la relación interpersonal que se establece con los menores, en primer lugar, es importante que respetemos sus vivencias y las compartamos de buen grado, valorando las cosas que les resultan importantes ya que esto nos facilitará el hecho de que se sientan aceptados desde los pequeños detalles más cotidianos.
La relación educativa se basa en la construcción del adulto como referencia positiva para el adolescente, para lo que resulta necesaria tanto la cercanía física como la implicación personal.
El acompañamiento educativo es uno de los ingredientes principales en una relación educativa entre menor y educador para que tenga ciertas garantías de éxito. No se trata de ejercer de vigilantes para impedir las equivocaciones en el camino. Tampoco se trata de ejercer de protectores para evitar la aparición de riesgos en el recorrido. El educador que acompaña no es una especie de profesional prescriptor de recetas y remedios para las equivocaciones. Se trata de una oferta de acompañamiento para hacer posible el cambio. Se trata de proporcionar con las respuestas educativas el conjunto de estímulos y apoyos para llegar a ser ciudadanos. (ALONSO, I.; FUNES,J., 2012).
La creación de un vínculo con el menor permitirá que ellos valoren los efectos de sus conductas cuando nos afecten a nosotros (educadores) y se abra así un primer punto de encuentro para cuestionarlas.
Buscaremos en el día a día sus intereses, competencias, logros y los potenciaremos. Fomentamos la participación de los jóvenes en las dinámicas y actividades del centro. En este sentido tomamos el concepto de participación como principio que tiene que ver con el reconocimiento del menor de poder tomar parte en las decisiones que afectan a su vida en el centro en la medida que es posible. Tiene que ver además con nuestra capacidad de valorar cómo viven los menores sus propias necesidades a pesar de que a veces no coinciden éstas con nuestros puntos de vista.
La acción del educador se reorienta constantemente ante cada interacción con cada menor, convirtiendo el proceso educativo a partir de nuestras relaciones y de lo que el menor espera de nosotros y del centro. Esto le hace sentirse escuchado, tenido en cuenta.
Debemos preguntarnos por el rol de la palabra, del lenguaje, en la instauración de un proceso de construcción integral del menor. Lo que el educador dice, cómo se transmite la información, cómo se expresan los sentimientos, como los crítica, cómo los ayuda a pensar, como les hace reír, las normas que sugiere y acuerda… todo afectará a la vida del menor y a la relación que se establezca con el educador.
Los educadores debemos cuidar lo que decimos y cómo lo decimos por el impacto que nuestras palabras puedan tener en las percepciones, pensamientos, emociones y acciones de los menores.
Uno de los errores más frecuentes que cometemos los educadores es establecer luchas de poder con los menores. Es importante elegir la respuesta adecuada a determinadas situaciones límite en el trabajo antes que dejarnos llevar por arrebatos emocionales. Una de las soluciones es observar y escuchar a los menores. Es necesario ventilar nuestras tensiones emocionales en otras vías ajenas a los menores y buscar modelos positivos de afrontamiento. Cobra importancia que seamos capaces de adoptar distintos roles con la finalidad de satisfacer necesidades diferentes en momentos diferentes. De este modo, en ocasiones debemos ser firmes, marcar una disciplina y otras deberemos ser más empáticos y flexibles.
Por otro lado, no tenemos que confundir miedo con respeto. Si intentamos motivar el cambio a través del miedo o la amenaza nos limitaremos a reforzar la visión que tienen estos menores de que el mundo es un lugar hostil. No se puede sacrificar aspectos como la empatía, autoestima o la responsabilidad por la obediencia de los menores.
La vida cotidiana de un centro cerrado se torna en un espacio pobre en acontecimientos, en donde el pasado del joven se suele convertir en el tema cotidiano del cual no consigue salir y el futuro es la angustiosa expectativa que marca el desarrollo del día a día.
A lo largo del día el menor internado realiza un conjunto de actividades que le confrontan inevitablemente con sus capacidades, sus expectativas, sus límites, sus fracasos. Este es el momento de la intervención del educador, en cualquier ocasión de convivencia se dan múltiples y variadas circunstancias, las cuales deben ser aprovechadas para fomentar una valoración positiva de la interacción entre educador e interno” (CAMPO SORRIBAS, J. y PANCHÓN IGLESIAS, C., 2000).
El día a día se usa como una herramienta educativa y sus momentos son instrumentos intermediarios para la relación, la aproximación, el intercambio y la relaboración de los conflictos que surgen espontáneamente.
Constantemente a lo largo del día se producirá en el joven la oportunidad de tener que enfrentarse con elementos de una realidad externa que cambia y al mismo tiempo es descubierta cada minuto. Al mismo tiempo se dan un universo de emociones, pensamientos, sensaciones…que dependen simultáneamente por un lado, de la vivencia inmediata y las experiencias anteriores, y por otro, de la realidad interna del sujeto.
Naturalmente en este tipo de actuaciones, la autoridad y la responsabilidad del educador es fundamental, pero el papel activo del menor facilitará el poder captar mejor la especificidad y singularidad de cada situación (BOUTINN,G. y DURNING, P., 1997).
El contexto de desempeño de los educadores con jóvenes privados de libertad se encuentra atravesado por una situación donde lo consensual está permanentemente en conflicto con lo coercitivo, límites ejercidos desde la institución en abstracto y por el educador en concreto. Este hecho constata que el rol de educador a veces los menores lo confundan con el de “carcelero”. Esto afecta a la pretensión del educador de crear un contexto ideal de habla, de dialogo. La palabra supone la mediación fundamental en la tarea educativa en este contexto y también su herramienta profesional principal.
En estos centros la vida suele estar regulada al mínimo detalle, inevitablemente hay una hora para levantarse, para comer, para recibir visitas, para el ocio…. En este sentido la formación de hábitos no está definida como un adiestramiento, debe de estar relacionada con algún objetivo significativo para el joven; por ejemplo, si hay una hora para levantarse es porque esa hora hay algo para hacer que resulta importante para el menor.
La seguridad en la vida cotidiana de los centros cerrados constituye una estrategia en mayor o menor grado necesaria. Se estructura una dinámica donde el objetivo es la reducción al mínimo de los aspectos a controlar; por ejemplo, cuanto menos mobiliario haya, habrá menos elementos que puedan convertirse en objetos de agresión, menos lugares para esconder objetos prohibidos.
Los educadores “luchamos” por no obsesionarnos por la seguridad de manera que no se empobrezcan los acontecimientos, las actividades en el día a día. El exceso de celo por el control genera una dinámica en la que las posibilidades de autonomía y confianza del menor son inviables y se limitan nuestras relaciones y la función educativa. Desde éste punto de vista, el control excesivo lo único que obtiene como resultado es que ellos extremen las técnicas para evadirlo generando una escalada de desconfianza mutua que no favorece nuestro trabajo con los internos.
Si seguimos este contexto, el educador resultará apenas un instrumento de la institución que desconfía del interno, del entorno del menor, de cada uno de sus actos…. Por eso a veces nos referimos a la lógica que se da a menudo en estos menores, del sometimiento en su discurso, del “hacerse respetar” y de no ser “el perro de nadie” refiriéndose al propio educador. Expresiones que debemos cambiar con nuestras intervenciones y acciones educativas.
Generalmente nos convertimos, para la mayoría de ellos, en una figura de referencia que impone, sin dialogar, ni consensuar con el menor, que no atiende a sus necesidades ni a sus intereses. En este sentido la construcción de estrategias educativas que apunten a la creación de una cotidianidad enriquecedora tanto para los menores como para los educadores será necesaria para que se de un contexto en el cual se desarrollen oportunamente las acciones como socioeducativas.
Por este motivo el educador tiene que favorecer espacios que generen vínculos, identidad, espontaneidad y confianza en los menores del centro. Tenemos que construir en los centros espacios que generen autonomía, es decir, individuos que pueden decidir. Está claramente constatado que los reglamentos de régimen internos estrictos terminan frecuentemente siendo vulnerados, poniéndose en juego una batalla cotidiana por el poder entre educadores, menores y la misma institución.
Para que una situación adquiera un carácter socio-educativo debe tener un fundamento, un sentido que habilite al dialogo, la confrontación, la argumentación…
La construcción de una vida normalizada debe resultar de un proceso racional que permita la interiorización de valores, La experiencia nos ha hecho superar la idea de que un acto repetitivo impuesto autoritariamente acaba constituyendo una conducta interiorizada, asumida. Bien al contrario, la interiorización que se pretende con esta filosofía metodológica debe estar sustentada por unos proyectos concretos y personalizados, construidos entre el educador y los menores, proyectos que serán grupales pero con la capacidad de atender a las particularidades de cada menor. Las actividades del día a día deben estar vinculadas estrechamente a un proyecto educativo que tome en cuenta a los menores, que ellos mismos conozcan y le encuentren un significado. En definitiva y para concluir, buscaremos espacios con oportunidades de intercambiar y confrontar prejuicios, concepciones, valores…
Pensar en una relación educador-menor sin conflictos refleja una visión irrealista de la situación, más aún en un contexto como el que aquí nos ocupa. Por ello se debe asumir la conflictividad como algo inherente a la situación, que puede ser gestionada. En nuestra experiencia, en la medida que somos competentes para entender y dirigir los aspectos difíciles de la relación educador-menor podremos superar las tensiones y conflictos emergentes y crear de esta manera un clima de aceptación y entendimiento.
La relación educativa tiene carácter asimétrico, ya que los roles objetivos y responsabilidades de los actores del proceso educativo son distintos, lo que no implica una diferencia en el plano humano. El educador debe colocarse siempre al servicio del educando, lo que implica estar cerca, generando respeto y confianza mutua.
Se hace necesario discriminar la autoridad como una categoría distinta al autoritarismo como estilo. En la línea de la distinción clásica entre “auctoritas” y “potestas”. El autoritarismo implica mero ejercicio de poder, y con frecuencia, abuso de poder, dirección arbitraria o mando despótico. Sin embargo, la autoridad debe de ser conferida por el educando. Es la que se gana, se puede conquistar y perder en el proceso de relación, pero no se sustenta simplemente por el mandato institucional, sino que es el adolescente quien además la atribuye. El sentido no está en “someter y vencer” al menor y no se trata de “hacerse respetar” desde el poder sino que implica un proceso de mutuo respeto y reconocimiento del otro. Proceso que incluye relación, confrontación y encuentro (BOCHENSKI, J. N., 1979).
Esta concepción de la autoridad resulta básica en la relación con estos adolescentes que se encuentran cumpliendo medidas judiciales de internamiento.
El proceso educativo no necesariamente tiene que ser un camino “suave”, la tensión, el riesgo y la ansiedad no siempre pueden ser evitados por el educador, es parte de la esencia misma de este trabajo. La mayor parte de nuestros menores están intentando dar sentido a una gran variedad de estresores emocionales intensos que le rodean. Los educadores se convierten muchas veces en los destinatarios en quienes descargan sus emociones y conductas inapropiadas.
Las confrontaciones bien dirigidas son oportunidades efectivas para fortalecer una relación de ayuda. Los menores la esperan y la desean e incluso las promueven cuando se sienten próximos al educador, La confrontación es un modelo de reafirmación de la autenticidad de la relación. Una confrontación está comunicando que estamos interesados en él o ella, mientras que si ignoramos los aspectos difíciles o desagradables de su conducta le estamos transmitiendo la idea de que no nos preocupamos en realidad por él.
Los tres pasos para orientar la confrontación significan comunicar apoyo y crear un vínculo, empatizar con su posición y reforzar la realidad de la situación.
Educadores y educadoras han de tener la capacidad de sintonizar con los intereses de los y las menores, de manera que puedan convertirse no sólo en referentes normativos sino también en personas capaces de escuchar, y con quienes compartir sus experiencias o, simplemente, disfrutar de su compañía.
Con este término nos referimos a la capacidad de sostener el malestar de los menores y, simultáneamente, de ofrecerles alternativas para salir progresivamente de él, convirtiéndonos en alguien significativo para ellos.
La contención educativa cumple dos funciones:
A) Función simbólica: el educador promueve la reflexión sobre sentimientos y emociones mediante la conversación. Se les enseña a canalizar los impulsos de otra manera (autocontrol, dialogo….) antes de pasar al acto agresivo. La sola presencia del educador le ayudaran a autorregularse en otros momentos de crisis.
B) Función afectiva: es la función principal, ya que la contención educativa estrecha los lazos relacionales entre educador-educando.
Es importante el papel de referente ejemplarizante que ejercemos los educadores sobre los menores. Ello nos obliga a cuidar nuestro comportamiento a la hora de trabajar con ellos. Somos evaluados constantemente en su búsqueda de información sobre cómo comportarse de forma adulta. La adolescencia vine marcada por ser una etapa de exploración, de experimentación… Los menores exploran diferentes identidades. Servimos como modelo positivos esta es una de nuestras responsabilidades. El equilibrio entre la relación profesional y la personal es lo ideal, ni coleguear, ni mantener una distancia personal que impida la interacción natural y promover un posible cambio entre ellos.
Tener sentido del humor es, ante todo, ser capaz de reírse de uno mismo, admitir los errores, los tropiezos e incluso las caídas como parte de la vida.
Los educadores que demuestran respeto, sentido del humor que muestran interés por los menores y sus actividades, además de disfrutar el tiempo que pasan con ellos son vistos con mayor probabilidad como modelos positivos. La proximidad que conlleva nuestro trabajo educativo proyecta nuestros valores y los jóvenes los perciben con claridad.
El humor es una buena estrategia para enganchar con ellos. Con el humor se hace posible la capacidad de empatizar y ayudar a los menores a ver al educador más sincero y genuino. Educar desde el humor incorpora la desdramatización y la positivación de las circunstancias y las conductas que la propia cotidianidad aporta.
El humor permite, asimismo, suscitar en cada menor expectativas de eficacia personal y sensación de control personal. Ya que su participación activa se puede realizar desde el sentido del humor y ésta le permite darse cuenta de que algunas situaciones adversas pueden ser afrontadas de manera eficaz con su acción personal. Los educadores deberíamos construir diseños que impliquen estrategias socioeducativas novedosas e individualizadas con un componente de originalidad e imaginación.
Crear la figura del tutor es un modo de institucionalizar e individualizar una parte de la acción educativa orientadora, si se proporciona una preparación específica al equipo educativo, o se implementa la formación psicopedagógica ya existente.
En nuestro centro, Centro Educativo e Internamiento por medida judicial de Zaragoza, la figura del tutor es el referente indispensable que cada menor debe de tener desde el momento de su ingreso. Constituye un punto de apoyo fundamental en la acogida que sirve al joven para situarse en el nuevo espacio que le es desconocido y que presupone hostil. A través de esa primera intervención el tutor debe transmitir las explicaciones pertinentes y realizar el acompañamiento necesario para proporcionar al menor un entorno de protección y seguridad.
El acompañamiento de esta figura al interno se dará durante todo el tiempo que dure la medida así como también se implica en el seguimiento de las directrices de futuro establecidas al final de la misma.
A cada menor, en el momento de su ingreso, se le asigna un tutor de entre el equipo de educadores, en el centro cada tutor tiene como máximas dos tutorías a su cargo, siendo sus funciones principales:
La función del tutor no se terminará una vez que el menor ha salido del centro. Es frecuente que los distintos profesionales estén informados y hagan un seguimiento del menor una vez en la calle, al menos durante los primeros meses de su salida.
Dos características hacen que el trabajo en un centro cerrado donde jóvenes cumplen medidas judiciales sea distinto. En nuestro día a día se produce un ejercicio de cuestionamiento continuo sobre la metodología de intervención y sobre la naturaleza de las interacciones educativas que se producen en nuestras prácticas profesionales.
Todo ingreso es llevado a cabo por orden judicial, lo que supone una condición de imposición, y a la vez un tiempo de encierro y aislamiento, o cuando menos de menor capacidad de autonomía y de relación con el entorno. A esto debemos añadir la obligatoriedad de instaurar una intervención educativa que alcanza al joven en todos los aspectos de su vida.
La diversidad de itinerarios vitales, las diversidades culturales, las profundas carencias afectivas y las dificultades para expresar las emociones describen algunas de las características que podemos encontrar en los adolescentes que han residido o residen en el centro.
La propuesta educativa de intervención desde el centro es individualizada. Esta condición imprescindible de la relación educativa se concreta en las tutorías y la figura del educador como tutor, responsable de establecer el programa individualizado de ejecución de la medida. Se inicia con el dialogo entre el educador y el menor, donde se intenta poner en palabras los hechos relacionados con el delito. Buscando la reflexión crítica acerca de lo sucedido, procurando que el joven pueda ir encontrando posibles alternativas a su conducta, estimulando así la reflexión previa a la acción el educador buscará la empatía del joven con la víctima del delito, procurando acercarlo a una percepción humanizada de la persona a la que le causo daño.
Cuando el joven pueda asumirse como un sujeto con derecho podrá iniciar el proceso de comprender que lesionó derechos de otros con su acción. La conciencia tanto acerca de sus derechos como de las consecuencias de sus actos son prerrequisitos para que se construya la responsabilización.
No debemos olvidar que la relación educativa se inicia producto de un acto que lesionó los derechos a otra persona, Esto implica que uno de los objetivos de la acción educativa apunta a la responsabilización por el delito, que en síntesis no es otra que el reconocimiento de los otros, como sujetos lesionados en sus derechos, asumiendo que su conducta causó daño a alguien.
El derecho a la identidad como joven es un área de acción educativa que debe estar siempre presente. Puede trabajarse a través de situaciones cotidianas que vive el joven. Se parte de los mismos intereses y conocimiento que trae el joven para poder avanzar en la comprensión de fenómenos más complejos que tienen que ver con su historia y reconocimiento.
Por otro lado, implica la elaboración conjunta educador/tutor-menor de una propuesta al menor para que tome parte en un proyecto educativo y social que aspire a una inclusión en la dinámica social y el ejercicio de sus derechos. Para ello será esencial su implicación procesos formativos, formales e informales, participación en un plan de inserción sociolaboral y su implicación en actividades de ocio saludables, lúdico- deportivas, que le permitan inferir una serie de valores prosociales e iniciar la construcción de una red social propia.
ALONSO, I.; FUNES, J.(2012).“El acompañamiento social en los recursos socioeducativos” . En Revista Educación Social, núm. 42, págs. 28-46.
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