Francisco Aguelo Muñoz. Educador social. Centro de Educación e Internamiento por Medida Judicial de Zaragoza (1)
En las siguientes líneas se pretende señalar la importancia que en las intervenciones con menores infractores destinadas a la disminución o evitación de los factores de riesgo y en la potenciación de los factores que les protegen, tiene la adecuación del educador a las competencias comunicativas del adolescente que en alguna medida son distintas de sus pares no delincuentes.
En los adolescentes que entran en los sistemas de justicia juvenil apreciamos una conjunto de circunstancias y explicaciones de carácter personal, familiar y ambiental, solemos encontrar ambientes familiares caóticos o multiproblemáticos, trastornos de conducta, de atención, problemas de aprendizaje, absentismo y fracaso escolar, abuso de alcohol y otras drogas, dificultades cognitivas y escasas habilidades sociales (2).
La mayoría de las intervenciones para producir cambios ante las conductas delictivas de los menores son verbalmente mediadas, y en el caso de los educadores, estos procesos comunicativos no son unas simples relaciones interpersonales, son relaciones educativas definidas por el componente enseñanza-aprendizaje.
Los procesos comunicativos con los menores infractores son clave en el funcionamiento de todo el sistema de justicia juvenil, el tratar de analizar alguno de estos procesos comunicativos en un centro destinado a menores infractores es el objetivo de estas líneas, partiendo de un punto de vista que entiende la relación educativa como una relación comunicativa, pero además señalando que el trabajar las habilidades comunicativas con los adolescentes será una de las funciones principales de la actuación del educador (3).
Quizá una de las características de un medio residencial para adolescentes que tienen una medida de internamiento judicial es la estructuración. La estructuración viene determinada por la edificación, las rutinas, los horarios, los reglamentos… en este contexto e inscrito en un equipo (4) que da un sentido global se produce la actuación del educador.
Sin embargo una parte de su trabajo, parece espontáneo o al menos con menos estructura: mientras se está comiendo, jugando al futbolín…, y esta intervención constituye en buena medida la base de la acción educativa en un centro, con sus virtudes y sus defectos,
“…gran parte de las dificultades para saber qué hacer, derivan de la dificultad de algunos profesionales para instalarse en la inseguridad y decir, <bueno, pues eso no sirve, a ver qué sirve>; <Eso funciona, pues ahora no funciona>. O <eso en realidad no funcionó nunca, pero yo me creí que funcionaba y ahora he descubierto que no funciona>. O antes venían estos y ahora vienen otros, ¿y yo que hago?… ” (5).
Pero tenga más o menos estructura, la intervención del educador es una acción intencionada “La intencionalidad es mirada. La mirada no es capaz de descubrir el rostro del otro, sino solamente su cara, su personaje, su rol social. Más allá de la mirada y de la cara se halla un rostro, un rostro que jamás puede observarse. Sabemos de él por su voz, por su lenguaje” (6). Intentar saber del otro, mejorar la comunicación (7) con los menores internados forma parte de esa acción educativa.
A lo largo del día el menor internado en un centro realiza un conjunto de actividades que le confrontan con sus capacidades, sus límites, sus fracasos:
“En cualquier ocasión de convivencia se dan múltiples y variadas circunstancias, las cuales deben ser aprovechadas para fomentar una valoración positiva de la interacción educador interno” (8).. Constantemente a lo largo del día se producirá en el joven el tener que enfrentarse con elementos de una realidad externa cambiante y al mismo tiempo descubierta día a día. Y también a un universo de satisfacciones e insatisfacciones, de emociones… que dependen simultáneamente por un lado de la vivencia inmediata y las experiencias anteriores y por otro de su realidad interna. En este tipo de actuaciones, la autoridad y la responsabilidad del educador es muy importante, pero el papel activo del menor facilitará el poder captar mejor la especificidad y singularidad de cada situación (9).
El hecho de compartir toda esta serie de secuencias existenciales conduce a la aparición de fenómenos singulares tanto para el adolescente como para el educador que observa, modula, sostiene o limita al menor y al grupo. Y en buena medida su capacidad de influencia sobre el menor dependerá de la importancia que se atribuya a la relación interpersonal y en la credibilidad que el educador pueda tener como referente para el chico, por eso tiene tanta influencia la postura del educador en esta relación comunicativa (10), una relación para el cambio (11).
Para establecer esta relación en el educador ha influido diversos factores como su entorno socio-cultural sus antecedentes sociales de aprendizaje (incluida su propia formación) sus experiencias sociales y las influencias socioculturales objetivadoras (tipo normativas) que posee y que conduce a unos esquemas cognitivos que integran unas actitudes educativas determinadas y que incorporan unos conceptos amplios sobre cómo debe conducirse el educador en situaciones concretas, todo ello se va convirtiendo en su práctica docente…
Estas prácticas realizadas por los educadores de un centro son relativamente estables y en ellas también intervienen teorías implícitas de la delincuencia, de la personalidad y teorías o ideas respecto a lo que la dirección o el resto del equipo esperan de ellos en relación a la conducta que tienen respecto a los menores. También los menores perciben de forma similar la conducta del educador (12) mediatizado por las peculiaridades de comunicación y aprendizaje de los adolescentes en conflicto con la ley.
Los conocimientos lingüísticos comienzan a surgir en la infancia temprana, y culminan en la adolescencia tardía con el dominio de una serie de competencias a nivel fonológico, léxico, sintáctico, semántico y pragmático (habilidades sociales). Todo este sistema de competencias permite transmitir y recibir con un cierto sentido una gama de contextos comunicativos, a través de medios de comunicación hablados y escritos.
Diversos aspectos críticos del desarrollo del lenguaje se producen durante la adolescencia, por ejemplo, las habilidades en la adecuación y adaptación de la conversación al otro, la comprensión y uso de la ironía y la metáfora, la capacidad de “cambiar de código”, esto es, de hacer los ajustes de acuerdo a las demandas del contexto.
Durante la adolescencia, el desarrollo del lenguaje tiene una importancia sustancial en el éxito académico y formativo, así como en el establecimiento de relaciones interpersonales (13). Sabemos que los problemas en el desarrollo del lenguaje están detrás de muchas de las dificultades del aprendizaje en la escuela, y que suelen pasar desapercibidos por el énfasis que se da a la lectura y a la escritura en las aulas (14).
Hay bastantes estudios relativos a las habilidades sociales de los menores infractores, pero son menos frecuentes las investigaciones referidas a los problemas comunicativos que presentan. Las intervenciones dentro de todo el sistema de justicia juvenil, habitualmente se basan en la suposición tácita de que sus habilidades comunicativas son “normales”, sin embargo, hay razones de peso para pensar que no siempre es así.
El lenguaje no sólo es una ayuda para el pensamiento y la interacción social, también tiene por función el permitir al adolescente comprender, codificar, organizar y recuperar normas que contribuyen a la regulación emocional y conductual (15).
Un usuario competente de una lengua, debe ser capaz de manejarse con una gran variedad de géneros discursivos (16), que incluyen la conversación (por lo general una interacción bidireccional entre dos personas, con una finalidad social y/o de intercambio de información), las narraciones (esquema regido por reglas que permiten a una persona relatar una historia por ejemplo, sobre una experiencia personal, con un cierto sistema lógico y una cierta secuencia a un oyente), y el discurso procedimental (que permite al hablante, trasladar a un oyente cómo realizar una determinada actividad).
Parece que estos géneros discursivos no se desarrollan de igual manera en todas las personas (17). La competencia en estos géneros se refina en la adolescencia, especialmente la capacidad para manejarse con conceptos más abstractos, y la posibilidad de tener en cuenta la perspectiva del oyente (18).
Sabemos también que en los procesos de creación de la identidad personal que fundamentalmente se producen en la adolescencia la narratividad y la capacidad argumentativa son muy importantes. Spinelli y Ripich (19) observaron que la competencia discursiva se basa en gran medida de la capacidad del orador para estar atento a si su discurso es coherente con el tema abordado, y en su caso retomar el discurso (por ejemplo, cuando el oyente no lo entiende), y realizar los ajustes necesarios alterando los estilos de comunicación en función del contexto y la relación entre los interactuantes.
Las dificultades para adquirir y consolidar el lenguaje y desarrollar habilidades discursivas durante la infancia y la adolescencia son altamente predictivas de fracaso escolar (20), pero también anuncian problemas con la salud mental y con la justicia. En el discurso de los adolescentes con estos problemas aparece una reducción en la velocidad y la eficiencia de las conversaciones, problemas en el procesamiento de la información, pobres habilidades de gestión de los temas, dificultades con los rituales de respetar el turno conversacional, de iniciar y gestionar un cambio tema, y problemas a la hora de proporcionar al oyente la adecuada y/o pertinente información (21). Todo ello deberá ser tenido en cuenta en el transcurso de la estancia del menor internado en un centro, pero no debería ser olvidado por otros operadores del sistema de justicia juvenil.
El educador interviene en la vida cotidiana del Centro, entendida como:
“conjunto de momentos que sin haber estado diseñados previamente se convierten en educativos porque se juegan en ellos algo que define, aunque relativamente, el asentamiento del muchacho o muchacha en la realidad; las acciones y los aprendizajes que se orientan hacia la supervivencia y bienestar del individuo y del grupo en el que vive” (22).
La vida diaria se utiliza como una herramienta educativa y sus momentos son instrumentos intermediarios para la relación la aproximación, el intercambio y la elaboración de conflictos que surgen diariamente (23).
A lo largo de la jornada el educador va a intervenir en multitud de ocasiones. En la relación cara a cara se descubre al menor como sujeto: “La acción educativa sólo podrá ejercer genuinamente su poder si somos capaces de admitir la realidad de lo otro y del otro” (24). Buber incide en la relación educador–educando como una peculiar relación dialógica “la verdadera actitud del educador es y debe ser la intención y al referirse a esta habla de voluntad educativa, la intención apunta hacia un fin que se pretende alcanzar” (25).
La palabra y la escucha serán fundamentalmente su herramienta, Vygotsky entiende que el lenguaje juega un papel decisivo, como elemento mediador en el proceso de interiorización. El lenguaje es el instrumento regulador por excelencia de la acción y del pensamiento. Influye en la acción y en el pensamiento de aquellos con quienes interactuamos y en nosotros mismos. En ocasiones la atención discurre sobre los hechos, en otras ocasiones sobre las opiniones, a veces sobre los sentimientos o las intenciones de acción y a veces sobre las evocaciones: “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” (26).
El menor internado en muchas ocasiones se siente impotente a la hora de hablar, de decir, aun queriéndolo no encuentra las palabras y generalmente articula una queja, una llamada… existe una dificultad para expresar sentimientos o estados emocionales (27). Con la escucha a lo que el otro transmite le demostramos respeto y estima, por la empatía podemos reconocer los elementos latentes de un mensaje y traducirlos de una manera comprensible.
Retomando el discurso del menor en términos coherentes y claros el educador realiza una función de contención. Devolviéndole frente a su eventual desesperación los elementos constructivos de su existencia se le refleja una imagen positiva de su devenir. Ayudando a ir a un ritmo un poco más allá de lo que él desearía llevar se prueba la capacidad de movilizarlo. El menor es “agente y no paciente del proceso de socialización, activo-creativo, en la generación de nuevas respuestas y transformador desde si mismo (cambio) y de la sociedad a la que se vincula y en la que participa” (28).
El arte del educador consistirá en saber captar el buen momento en el discurrir de estos intercambios aparentemente inconexos para confirmar que el mensaje emitido ha sido recibido o en pronunciar la frase, la palabra cuyo contenido es liberador o evocador de una nueva idea (29). Esto se desarrolla muy deprisa, sin la protección del despacho, sin la distancia de la cita, sin el silencio favorecido por la relación individual: en el transcurso de una conversación en grupo o en el ajetreo de una actividad en la que llegan demandas por todas partes… Naturalmente, también existen momentos en los que puede darse una verdadera conversación y otros de crisis donde la petición de ayuda resulta explícita.
Hablar con el otro supone autenticidad (30) en el discurso empleado hay que acercarse a la cultura y generación del menor pero asumiendo la cultura y la generación de adulto. Para hablar con un menor no es necesario apropiarse de su leguaje y caricaturizarlo, toda transposición a este nivel es una caricatura de comunicación. Cuando el educador habla con el menor debe interrogarse sobre lo que puede comprender y experimentar. En muchas ocasiones y por razones a menudo complejas los mensajes no son entendidos y a veces llegan deformados, proponiendo a veces al adolescente mundos que son extraños y que suscitan la aparición de contrasentidos o de no-sentidos tomados como actos de desinterés o de oposición. A veces los jóvenes dan a la palabra un valor concreto donde la simbolización está ausente. Las dificultades de recepción son a menudo difíciles de reconocer. Muchas veces el joven tiene el hábito de hacer como si hubiese comprendido el mensaje mientras que no ha recibido nada, se instala en una torre de babel, el interlocutor puede seguir mimando una falsa asimilación y el locutor proyectando sus propias respuestas en la mirada de un sujeto cuyas reacciones emotivas son tomadas como señales de aprobación.
Un estudio de Davis et al. (31) examinó los conocimientos lingüísticos de un grupo de jóvenes encarcelados, y los comparó con un grupo de compañeros no encerrados, apreciando que los jóvenes delincuentes estaban significativamente por debajo del grupo de comparación en competencia lingüística pero llegaron a la conclusión de que los delincuentes jóvenes se encontraban parejos a la población de estudiantes en la que no se identifican problemas de lenguaje y de aprendizaje.
En una investigación cualitativa con chicas delincuentes sobre lenguaje pragmático Sanger (32) señaló, que si bien estas jóvenes eran capaces de seguir las convenciones que rigen las interacciones de una conversación, no tenían tanto éxito cuando debían mantenerlas durante un tiempo.
Parece que también existe déficit en competencias lingüísticas en jóvenes con conductas de riesgo por abuso de consumo de sustancias psicoactivas (33), y bien sabemos del consumo de sustancias entre los menores internados… Entre las dificultades estarían: una disminución de la capacidad para realizar construcciones elaboradas con lenguaje abstracto (la resolución de la ambigüedad), problemas para sacar conclusiones de los mensajes implícitos o incompletos, y dificultades para interpretar el lenguaje figurativo, como la metáfora, las analogías, y el humor. En la misma línea, un estudio de seguimiento prospectivo durante 14 años a niños con deficiencias habla y el lenguaje identificadas inicialmente cuando tenían cinco años, ha vinculado directamente los trastornos de desarrollo del lenguaje y el riesgo de abuso de sustancias (34): a los 19 años, el 12,7% de la muestra cumplían criterios de trastornos por consumo de sustancias, sin embargo esta cifra no difería significativamente ni por su número ni por la cantidad de sustancia consumida respecto al grupo de control. El grupo con dificultades de habla y lenguaje también fue similar al de control respecto a la edad media de inicio de abuso de sustancias. Pero diferencias importantes se advirtieron entre y dentro de los grupos estudiados: El habla y el lenguaje se había deteriorado en mayor número entre los diagnósticos psiquiátricos comórbidos, con casi el 60% de las personas en el grupo que respondían a un criterio de trastorno por uso de sustancias y un trastorno afectivo (frente al 7,1% de los no-que abusan de sustancias entre los que tenían problemas con el habla y lenguaje). Este hallazgo llevó a pensar que los síntomas de la conducta mostrada por los niños con deficiencias en el habla y el lenguaje son secundarios a sus problemas de comunicación, lo que induce a pensar que en determinadas ocasiones los comportamientos problemáticos de muchos menores realizan funciones comunicativas y que la disminución de estas conductas tienen que ver con mejoras en sus habilidades comunicativas, algo que podemos ver en la cotidianeidad del trabajo en centro.
Hay estudios sobre el funcionamiento alfabético, numérico y no verbal de menores delincuentes (35), que señalan una disminución del rendimiento en los tres dominios, en comparación con un grupo de pares estudiantes. Además el 80% de los menores estudiados había sido expulsado o suspendido en el centro escolar (en comparación con el 11% del grupo de comparación). Esto puede dar alguna pista sobre la naturaleza de la relación entre el bajo rendimiento y el comportamiento antisocial, y podría señalar a la hora de intervenir que una buena alfabetización básica y el desarrollo de habilidades matemáticas pueden actuar como factores de protección que compensen otras dificultades, reiterando que el desarrollo de habilidades educativas y de razonamiento son un factor protector ante la delincuencia…
Otros estudios realizados entre una población de jóvenes por conductas de riesgo (lesionados cerebrales en accidentes con vehículos) atestiguan un vínculo estrecho entre el funcionamiento cognitivo y la capacidad discursiva (36). Obviamente, estas poblaciones no son mutuamente excluyentes, los jóvenes con dificultades de aprendizaje y / o antecedentes de trastornos de conducta son, por ejemplo, más propensos a sufrir lesiones cerebrales en accidentes de vehículos de motor (37).
Las habilidades de comunicación tienen un papel fundamental en el dominio de las habilidades sociales por lo que se produce una tendencia a integrarse en grupos que también tienen este tipo de problemas (38).
Una reducción en la velocidad de procesamiento de la información ha sido sugerida como un mecanismo subyacente de las pobres habilidades sociales de los jóvenes delincuentes. Hollín (39) comenta que los jóvenes agresivos y violentos perciben menos señales sociales, son más propensos a interpretar la conducta de otras personas de una manera hostil y generan menos opciones para hacer frente a una situación social, lo que ha llevado a pensar a que la impulsividad tiene relación con las dificultades para utilizar el lenguaje como un medio para regular su comportamiento.
En el lenguaje expresivo podemos apreciar también dificultades: giros y frases puramente memorizadas se deslizan hábilmente en la conversación dando la impresión de un intercambio verdadero mientras que se trata de una simple suma de palabras con la intención de servir de prótesis. Un mar de palabras girando alrededor de un tema que camufla un vacío subyacente. En otras ocasiones un silencio casi-permanente hace creer que el joven es indiferente a su entorno pero las palabras o frases no son utilizadas a causa de los significados emotivos que representan para el sujeto y en lugar de permanecer silencioso utiliza ese mar de palabras para establecer una cortina protectora hacia su interlocutor, los mensajes van deprisa y no pueden estructurarse… (40).
Todavía sabemos poco acerca de cómo producen el lenguaje y los sistemas de procesamiento entre los menores que han cometido delitos importantes y en muchos de ellos podemos apreciar una capacidad de participar en un intercambio social superficial, que no proporciona ninguna garantía en cuanto a cómo se produce el procesamiento del mismo (41). El educador puede intervenir si reconoce estas circunstancias, puede modificar su lenguaje, su ritmo, su tono, la articulación de las palabras, las frases, apoyarse en otras modalidades de transmisión: el gesto, la imagen, las reacciones emotivas. También el educador, en cuanto ejerce de padre simbólico tendrá como función el acceder al desciframiento de los signos y a la estructuración de la vida interior ejerciendo un papel mediador entre el ser y lo social y facilitando el acceso al adolescente a las leyes del grupo social en el que se desarrolla su vida (42).
Hablar con el menor supone interesarse no sólo en sus capacidades de comunicación si no también y sobre todo en su deseo de comunicar. En ocasiones la palabra del educador va a ser el punto de referencia que establece lazos entre un acontecimiento anterior y una situación actual. Cuando se vive en un entorno de reducida expresión verbal no se está deseoso en comunicar experiencias, el menor se centra esencialmente en actos concretos del día a día y más con un empobrecimiento tanto en las representaciones imaginarias como en el vocabulario, la construcción sintáctica, las facultades de abstracción o de producir evocaciones. No se capta sino parte de los acontecimientos cuya descodificación está limitada a la vez por esa pobreza del vocabulario, la incomprensión de la sintaxis, la ausencia de motivación para aquello que se aleje de lo concreto. Además, la mentira también está presente y dificultará no ya la comprensión del discurso sino la comprensión del joven (43). Por eso el profesional que se basa en el supuesto de que lo que le dicen tiene un significado y que este es verdadero, y al ser consciente que en muchas ocasiones no necesariamente tiene porque ser así, debe tener en cuenta en su intervención los mecanismos de desconfianza que han podido ser puestos en marcha en la relación establecida.
El educador tiene una situación privilegiada cuando el adolescente le habla naturalmente de sus proyectos, de sus miedos de sus vivencias o de sus intereses: así se establece una red de palabras. La emergencia de situaciones específicas en las actividades realizadas y la observación directa de los comportamientos en el día a día permiten encuentros regulares cuyos objetivos pueden ser especificados.
En muchas ocasiones en el primer momento (44) hay una especie de diálogo de sordos, de desconfianza o escepticismo, de narraciones referidas a actos delincuenciales o que tienen que ver con el consumo de drogas. Se puede pasar más adelante a un segundo tiempo en el que los narradores no levantan la voz por miedo a caer en ridículo o sienten perplejidad por hablar de lo que les concierne personalmente. Posteriormente puede haber una fase de recuperación del lenguaje en la que el menor irá descubriendo la capacidad de expresar la vida interior y la posibilidad de compartir esa vida.
La educación tiene por misión la apertura de identidades, la exploración de nuevas maneras de ser que se encuentran más allá del estado inicial. Debemos tratar que el menor se esfuerce por abrir nuevas dimensiones para la negociación del yo (45). La vida en la sociedad actual es constitutivamente incierta y los sentimientos de angustia pueden ser especialmente acusados durante los momentos decisivos de las elecciones entre estilos de vida alternativos especialmente cuando se es adolescente. Para Giddens el yo de la sociedad moderna es especialmente frágil, quebradizo, fracturado, fragmentado y necesitado de sistemas de expertos implicados en su proyecto reflejo (46).
Ahí está el papel del educador en el centro que entre otros puede plantearse como objetivos:
En la vida cotidiana en un centro se dan multitud de situaciones donde la trasgresión de la norma o la búsqueda de los límites es frecuente. Una de las tareas a realizar es el establecimiento de reglas (respecto a la realidad personal u social) y rutinas (de orden, de estatus de tiempos). La norma, la posición con respecto a la norma determina en buena medida el rol del educador, papel de protector, de cuidador, de padre o de vigilante “es particularmente frecuente e intensa la tendencia a dejar y ver en otros la norma que han de transgredir para la consecución de su satisfacción pulsional” (50). Hay una demanda de autoridad aunque en muchas ocasiones esta se plantee como desafío, engaño, mentira, rivalidad, boicot, en ocasiones en el grupo se produce la complicidad, el encubrimiento, la seducción, el engaño, la delación. En el educador se evidencian sus modos de ejercer y de vivir la autoridad, su relación con los propios ideales y el modo de negociar con ellos, la autoridad se legitima en el encuentro y contacto con el menor, en la capacidad de ser continente (51).
Como hemos comentado hay signos habituales (verbales, gestuales o emotivos) que por múltiples factores no son decodificados recíprocamente. Se tratará de construir el andamiaje por medio del cual los menores sean capaces de re-construirse.
El intercambio con el educador como persona significativa porque acompaña una vivencia compartida puede favorecer la emisión de un contenido pulsional que retomado en términos diferentes y modulado por los afectos pude llegar a ser un contenido emotivo representativo en el sentido de una interpelación sobre sí mismo y sobre el otro.
Para el menor en ocasiones, hablar con el otro, ha sido sinónimo de indiferencia, juicios de valor, burlas, silencios o malentendidos. Que en cuanto educadores tratemos de reconciliar al sujeto con el uso de las palabras resulta una tarea determinante. No se trata de hacer hablar, más bien de interesarse por banalidades aparentemente formuladas, para transmitirle un sentimiento de valor para que descubra en la experiencia concreta de intercambio el recurso de la comunicación verbal. Todo ello dará pie a la posibilidad del encuentro con diferentes interlocutores, a dirigirse a personas de otro sexo, a aprender a defenderse verbalmente, a contradecir cuando se desee, a explicar a los miembros de su familia un deseo o un miedo, a ser más autónomo…
Subrayar por último, que si entendemos la intervención socioeducativa como una acción comunicativa en términos de inter-acción (55), en la que los significados son un proceso de construcción y en los que el sentido que el menor elaborará no puede ser determinado por el educador, en cuanto representante institucional del sistema de justicia (lo cual no impide poder llegar a construir significados compartidos), los educadores debemos estar atentos a la complejidad y dificultad comunicativa y por ello interpretativa en una situación de encierro.
Zaragoza, abril, 2012
1.- Francisco Aguelo Muñoz es Educador Social y Director del Centro de Educación e Internamiento por Medida Judicial de Zaragoza. Instituto Aragonés de Servicios Sociales. Camino El Castellar s/n – 50191 Zaragoza. Para contactar por correo e-mail: faguelo@aragon.es
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