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El establecimiento de principios morales en el ejercicio profesional del educador social

Autoría:

Maria del Mar Galceran. Pedagoga. Profesora de la Escuela Universitaria de Educación Social Pere Tarrés. Universidad Ramon Llull.

Resumen

Parece ser que en los últimos años la preocupación por las cuestiones éticas y valorativas de la intervención social ha sido una preocupación en alza que se ha ido convirtiendo en el eje central de las discusiones y los debates de los diferentes colectivos de profesionales.

Introducción

Tal como apunta Alipio Sánchez Vidal (1990), esta preocupación la han propiciado un conjunto diverso y plural de circunstancias y factores: el actual desconcierto existencial provocado por la caída de los grandes ideales y la extensión del relativismo moral; el excesivo tecnicismo y la eficacia como valor absoluto, que llegan a inhabilitar a las personas y, por tanto, a reducir sus posibilidades de decisión;J. Mcknight apunta diferentes efectos incapacitadores en la intervención tecnócrata de los diferentes profesionales sociales, en el artículo “Servicios profesionalizados y asistencia”, citado en ILLICH, I. y otros. Profesiones inhabilitantes. Barcelona: Blume, 1981. Pág. 63-82. la moral del éxito fácil como meta prioritaria en la vida y en la carrera profesional, que genera muchas situaciones de irresponsabilidad; el individualismo frente a la solidaridad, que dificulta el trabajo de los dos objetivos básicos de la intervención socioeducativa: la socialización y la sociabilidad; todos ellos como elementos más significativos.

Así pues, parece urgente retomar la reflexión sobre la “buena práctica” profesional y no ya únicamente por el contexto social difícil que acabamos de apuntar, sino también, y sobre todo, para recordar, proteger y ejecutar el encargo profesional que se nos hace, a saber: la mejora de la calidad de vida, la extensión de la justicia social y el aumento del bienestar personal y social (Banks, S. 1997). En definitiva, como apunta Victòria Camps (1990), la contribución específica de una profesión a la vida humana es la raíz última que legitima una profesión. Pero, ¿qué entendemos por “vida humana”, “buena práctica”, “calidad de vida” o “justicia social”? Este es, justamente, el campo de estudio de la ética: intentar descubrir cuál es el ideal de buena vida. La respuesta que damos a este interrogante acabará configurando nuestro universo moral, es decir, los principios de valor que regirán nuestra manera de hacer. Por tanto, los principios morales ya implican un posicionamiento, una opción ante lo que es bueno y lo que no lo es, qué es una buena vida y qué no, cuál es la vida justa y cuál no.

La ética profesional como un proceso de reflexión permanente de los educadores sociales

Acabamos de afirmar que la ética intenta descubrir cuál es la idea de buena vida y, por tanto, la ética profesional intenta discernir qué es una buena intervención profesional y qué no lo es, cuál favorece y beneficia al bienestar y a la calidad de vida de las personas y cuál no. Es decir, ser capaz de ver que no todas las soluciones valen igual, que las hay mejores o menos malas que otras, será la clave en la intervención social. Y este discernimiento se fundamenta en la posibilidad de escoger, de decidir entre diferentes alternativas. Tal como apunta F. Savater: “los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida […]. Y podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos […]. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir, si prefieres, es a lo que llaman ética”.SAVATER, F. Ética para amador. Barcelona: Ariel, 1991, pág. 32.

Sin embargo, el arte de vivir no es una cuestión puramente individual. Partimos de la base de que el hombre ha de vivir necesariamente en colectividad y, por tanto, el ideal de buena vida debe incluir obligatoriamente las necesidades y los derechos de los demás. Debemos escoger, pues, un tipo de vida que sea buena para nosotros y para los demás, lo que requerirá un esfuerzo de participación conjunta en la que será necesario coordinar la felicidad individual con la felicidad de los demás.

Sin embargo, ¿es posible determinar criterios de valor generalizables que nos permitan acertar en nuestra intervención ante la pluralidad de personas, situaciones, problemáticas, contextos, casuísticas…? ¿Es posible establecer principios morales que sean válidos universalmente?

Este interrogante permite, evidentemente, diferentes respuestas, pero a pesar de todo creo que es posible establecer criterios generales que nos ayuden a orientar nuestras intervenciones. De hecho, si queremos que nuestra intervención sea auténticamente profesional, tenemos que hacer el esfuerzo de construir colectivamente respuestas ante los problemas y dilemas que nos plantea nuestra práctica cotidiana. Tenemos la responsabilidad de trabajar en equipo, en red, coordinadamente y, por tanto, a pesar de que los criterios de “bondad” puedan diferir entre las diversas personas implicadas en una problemática o una intervención, hay que poder dar una respuesta integrada, cohesionada y mínimamente compartida que garantice al mismo tiempo los derechos y las necesidades de todo el mundo. Esto, justamente por su complejidad y, al mismo tiempo, trascendencia, requiere un proceso de reflexión permanente, porque la ética no se descubre, sino que se construye (Carracedo, R. 1987); o, como apunta J. M. Puig: “la ética no se descubre o se escoge casualmente, sino que exige un trabajo de elaboración personal, social y cultural. Por tanto, no se trata de una construcción en solitario ni tampoco desprovista de pasado y al margen de cualquier contexto histórico. Al contrario: es una tarea influida socialmente que cuenta, además, con precedentes y con elementos culturales de valor que sin duda contribuyen a configurar sus resultados”.PUIG, J. M. “Construcción dialógica de la personalidad moral”. En: Revista Iberoamericana de Educación, núm. 8, 1995, pág. 103-120.

Es un trabajo, pues, de construcción colectiva que consideramos que se ha de fundamentar en cuatro principios clave:

  • El diálogo como mecanismo e instrumente que nos permita establecer consensos, soluciones compartidas y criterios generales de intervención.
  • La razón, que nos permita construir respuestas racionales y razonadas.
  • La sensibilidad ética, que nos permita captar los conflictos éticos y discernirlos de los problemas técnicos, legales o convencionales.
  • La autonomía, que nos permita actuar con libertad y decidir con plena responsabilidad ante los conflictos.

Así pues, este trabajo no se descubre por azar, sino que requiere una reflexión ética desde el diálogo, la sensibilidad y la autonomía.

Criterios clave de la ética profesional

Evidentemente, lo que se debe enseñar tiene que ver con los contenidos. Ya hemos apuntado que la ética profesional se centra en determinar lo que sería una buena intervención, una intervención que garantizara el bienestar, los derechos y las necesidades de los implicados en una determinada situación. Pero llegados a este punto, debemos afirmar que no hay respuestas fáciles ni únicas ante este interrogante. Por tanto, la ética tiene como principales contenidos aquellas situaciones y problemáticas ante las cuales, de entrada, ni los profesionales, ni la sociedad en general, tienen del todo claro cuál sería la mejor solución.

Es decir, entendemos que la ética profesional se debe centrar en la reflexión crítica ante las situaciones dilemáticas de la práctica profesional más que en la transmisión de códigos normativos o de “buenas conductas”. Y esto ya es, de entrada, un posicionamiento que se fundamenta en la idea de que no hay respuestas fáciles a los problemas éticos. No es posible, por la variabilidad de situaciones, e incluso no sería deseable (ya que se eludiría la responsabilidad personal en la toma de decisiones) producir un libro de normas que permitiera resolver fácilmente y rápidamente estos dilemas (Banks, S. 1997).

Creemos que la solución a los conflictos éticos requiere la elaboración de respuestas reflexivas y críticas, que sean razonadas, dialogadas y valoradas debidamente. La construcción de respuestas a los dilemas éticos supone asumir un gran nivel de riesgo moral, en tanto que la decisión ante éste no elimina el impacto del dilema porque, a pesar de que se opte por la alternativa menos problemática, seguirá siendo inadecuada. Por tanto, si el profesional ha reflexionado minuciosamente sobre todos los aspectos del dilema y ha tomado una decisión para evitar el peor resultado, entonces podremos decir que se ha actuado con integridad moral.

Criterios básicos para el establecimiento de los principios morales de la profesión

Este planteamiento nos lleva a pensar que la instauración de los principios morales que deben orientar la práctica profesional no puede ser fruto de una construcción arbitraria ni tampoco subjetivista o relativista, sino fruto de un análisis reflexivo colectivo permanente entre el equipo de profesionales.

Esta reflexión ha de tener presentes los siguientes criterios:

  1. La sensibilidad ética en los profesionales.
  2. as habilidades y competencias para la reflexión ética.
  3. El análisis crítico de las guías de valor que el contexto histórico, social y cultural ha ido construyendo como referentes valorativos positivos.

La sensibilidad ética
Entendemos que la ética profesional ha de partir de la apertura emotiva de los profesionales ante situaciones y hechos que atentan contra los derechos de los usuarios o contra la justicia social. La capacidad de sentir sin racionalizar, de captar emocionalmente las injusticias, los maltratos, los abusos, etc. es el primer paso para reconocer los problemas éticos y poder buscar soluciones tan buenas como sea posible (Puig, J. M. 1995). Pensamos que la sensibilidad ética está estrechamente vinculada a las experiencias de vida de cada uno, porque se es más sensible en la medida en que se es capaz de vivir en la propia piel determinadas situaciones de problematización, de participar en ellas directamente.

Las habilidades y competencias para la reflexión ética
Hemos apuntado que la apertura emocional es la primera condición para poder captar y distinguir los problemas éticos. Ahora bien, ser capaz de distinguirlos y de captarlos no quiere decir que no se tengan las claves para resolverlos. Por este motivo será necesario estar en disposición de aquellas herramientas y procedimientos que nos han de ayudar a resolver, de la mejor manera posible, las situaciones dilemáticas; a saber: el juicio ético, la comprensión crítica y las habilidades dialógicas (Puig, J. M. 1996).

Entendemos por juicio ético aquel ejercicio de dilucidación mental que no se permite reflexionar sobre cómo deberíamos modificar u orientar nuestra acción para que se asegure el bienestar y la calidad de vida de las personas implicadas en una situación.

Así pues, el juicio ético nos ha de permitir generar diferentes alternativas a un problema, sopesar las diferentes consecuencias positivas y negativas de cada una de ellas y mirar de equilibrar las diferentes fuentes de tensión presentes en los problemas éticos profesionales: la propia ideología del profesional, las obligaciones hacia el usuario, hacia la profesión, hacia la entidad que contrata, hacia la sociedad y, finalmente, hacia los compañeros de trabajo (Banks, 1997 y Vilar, 1998).

Sin embargo, el juicio ético se ha de poder contextualizar en situaciones concretas mediante un proceso de comprensión crítica de la realidad que nos permita obtener el máximo de información posible de una determinada situación, contrastarla con experiencias anteriores o con situaciones parecidas y actuar asumiendo la plena responsabilidad.

Finalmente, creemos que la reflexión ética ha de ir necesariamente unida a las posibilidades de establecer diálogos fluidos que se encaminen hacia la búsqueda de acuerdos y consensos, y esto requerirá estar en disposición de las habilidades dialógicas necesarias para poderlo realizar.

El análisis crítico de guías de valor
Ya hemos señalado anteriormente que no consideramos adecuado fundamentar la reflexión ética con la transmisión de códigos normativos. Ahora bien, creemos que las sociedades, a lo largo del tiempo, han ido construyendo respuestas, más o menos generalizables, a diferentes problemáticas humanas, que han quedado recogidas en la Declaración de los Derechos Humanos, constituciones, códigos deontológicos de diferentes cuerpos profesionales, etc. Estos aspectos configuran horizontes normativos deseables que, sin actuar como determinantes de la acción, la guían y orientan hacia lo que sería deseable.

Por tanto, consideramos que en el caso de la ética profesional los códigos deontológicos, especialmente, han de ser un elemento de conocimiento, análisis y reflexión que ayuden a clarificar y determinar las exigencias de la práctica profesional orientándola hacia la protección y defensa de los derechos de las personas. Queremos insistir, además, en la idea de que los códigos deontológicos no han de servir para resolver la complejidad de las problemáticas profesionales o para evitar tomar decisiones, sino únicamente para orientar, guiar y aclarar posibles intervenciones. Finalmente, también queremos señalar que los códigos deontológicos han de ser fruto de una construcción colectiva de profesionales reflexivos que se interrogan permanentemente sobre las posibilidades de conseguir una mejor calidad de vida de las personas con las que y para las que trabajan. Por tanto, entendemos que los códigos deontológicos, a pesar de que respondan a un amplio consenso, no deberían ser declaraciones cerradas, sino susceptibles de ser modificadas, revisadas y ampliadas cuando las circunstancias lo hagan necesario.

Principios morales generales para orientar la práctica de la profesión

La moralidad, es decir, la capacidad de preocuparse y velar por la felicidad y la justicia tanto individual como social, es una capacidad que, según Kolhberg, se construye a partir de las relaciones sociales y resulta fundamental para preservar la dignidad y el bienestar de las personas.

Diríamos que una persona es más moral cuanto más capaz es de preocuparse por el bienestar de los otras, hasta el punto de conseguir tener una conciencia planetaria o universal, hasta conseguir, como decía Epicteto, sentirse ciudadano del mundo. Este último nivel de convivencia moral universal, al que se llega pasando previamente por una serie de niveles de desarrollo menos maduros, es el nivel que sería deseable para cualquier persona, independientemente de su opción profesional.

Aún más, podríamos decir, siguiendo a V. Camps, que la conciencia moral debería ser una característica fundamental de cualquier profesión.

Ahora bien, en el caso de los educadores sociales y otros profesionales del campo social, esta característica toma una dimensión aún más significativa, dado que la población a la que deben atender es, fundamentalmente, una población en riesgo o vulnerabilidad social. Una vulnerabilidad ante posibles atentados contra su dignidad o bienestar. En definitiva, una población que, por razones muy diversas, lo tiene más complicado que el resto para conseguir felicidad y un bienestar de vida tanto individual como colectivo. Y aunque estas finalidades son deseables para cualquier persona, diríamos que los que lo tienen peor para conseguirlo se convierten en prioritarios desde una perspectiva también moral.

Dicho esto, en el Código Deontológico del Educador Social se establecen 18 principios generales con valor en cualquier ámbito de intervención del educador social. No entraremos ahora a relatarlos, ya que se pueden consultar en el mismo Código, sino que miraremos de poner de relieve los ámbitos morales que consideramos más importantes y, al mismo tiempo, apuntaremos algunas limitaciones y posibilidades.

Podríamos decir que estos principios deberían mirar de garantizar tres cuestiones morales fundamentales:

  • Las relativas a derechos individuales y bienestar: es decir, aquellas que han de garantizar, por un lado, los derechos del usuario a seguir sus propias decisiones y elecciones, como por ejemplo el principio de autodeterminación y de confidencialidad, y por el otro, la responsabilidad del profesional de procurar el bienestar del usuario, como el principio de respeto por el usuario, de servicio y ayuda, de respeto por los derechos humanos, de defensa de la estructura familiar, de educación, etc.
  • Las relativas al bienestar público: aquellas que intentan garantizar los intereses y el bienestar de distintas partes del usuario, es decir, la responsabilidad del educador social hacia su institución contratadora y la sociedad en general, así como el fomento del mayor bien para el mayor número de personas. Quedarían aquí recogidos algunos principios como el de justicia social, solidaridad, participación comunitaria o trabajo coordinado en equipo.
  • Las relativas a cuestiones de desigualdades y opresión estructural: se trataría de los principios que preserven en las situaciones de abuso o maltrato institucional. En estas cuestiones entrarían en juego la responsabilidad del educador social de desafiar a la opresión y trabajar por los cambios en las instancias políticas y en la sociedad. Aquí también entraría el principio de justicia social, y quizás convendría añadir alguno más explícito sobre el compromiso y la denuncia de situaciones de explotación o abuso institucional.

Con todo, hay que ser conscientes de que tanto estas cuestiones como los principios generales no están exentos de contradicciones internas. Desde esta perspectiva, la delimitación de principios morales no puede evitar tampoco la vivencia de dilemas éticos ni tampoco ofrecer soluciones cerradas a estos dilemas. A menudo, nos encontraremos que los derechos individuales, como el de confidencialidad, pueden entrar en conflicto con derechos colectivos, o incluso que diferentes derechos individuales entren en dilema entre sí, como el de la autodeterminación con el de servicio y ayuda.

Por tanto, hay que volver a recordar que los principios morales son únicamente una guía, un norte, una posible orientación, pero que en ningún caso pueden ni deben eliminar el debate, la discusión y la reflexión colectiva permanente entre todos los agentes y personas implicadas en la situación para su mejor puesta en práctica. A pesar de que esto pueda crear incertidumbre, angustia o, incluso, estrés profesional, también es la mejor manera de garantizar la autonomía y la libertad de los sujetos y de velar por la responsabilidad colectiva de los profesionales. También es la mejor manera de conseguir que el debate sobre las cuestiones morales quede siempre abierto a la crítica, a la revisión y a la discusión continua respecto a la diversidad y multiplicidad de situaciones dilemáticas que permanentemente van surgiendo en la práctica profesional.

Bibliografía

  • BANKS, S. Ética y valores en el trabajo social. Barcelona: Paidós, 1997.
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  • RUBIO CARRACEDO, J. El hombre y la ética. Barcelona: Anthropos, 1987.
  • GUISÁN, E. Razón y pasión en ética: los dilemas de la ética contemporánea. Barcelona: Anthropos, 1986.
  • ILLICH, I. y otros. Profesiones inhabilitantes. Barcelona: Blume, 1981.
  • PUIG, J. M. La construcción de la personalidad moral. Barcelona: Paidós, 1996.
  • PUIG, J. M. “Construcción dialógica de la personalidad moral”. Revista Iberoamericana de Educación, núm. 8 (mayo-agosto), 1995.
  • SAVATER, F. Ética para Amador. Barcelona: Ariel, 1991.
  • SÁNCHEZ VIDAL, A.; MUSITU G. (coord.). Intervención comunitaria: aspectos científicos, técnicos y valorativos. Barcelona: EUB, 1996.
  • SÁNCHEZ VIDAL, A. Ética de la intervención social. Barcelona: Paidós, 1999.
  • VILAR, J. Deontología y práctica profesional. Límites y posibilidades de los códigos deontológicos. Comunicación presentada en el II Congreso Estatal de Educación Social (Madrid, 5, 6 y 7 de noviembre 1998), 1998.

(1) J. Mcknight apunta diferentes efectos incapacitadores en la intervención tecnócrata de los diferentes profesionales sociales, en el artículo “Servicios profesionalizados y asistencia”, citado en ILLICH, I. y otros. Profesiones inhabilitantes. Barcelona: Blume, 1981. Pág. 63-82.
(1) SAVATER, F. Ética para amador. Barcelona: Ariel, 1991, pág. 32.
(1) PUIG, J. M. “Construcción dialógica de la personalidad moral”. En: Revista Iberoamericana de Educación, núm. 8, 1995, pág. 103-120.