Joan Canimas. Licenciado en Pedagogía y doctor en Filosofía. Miembro del Observatorio de Ética Aplicada a la Intervención Social (www.etica.campusarnau.org).
El oficio de educador social es heredero directo de aquellas ocupaciones que hasta no hace mucho practicaban una intervención absolutamente paternalista en las parroquias, hospitales y hospicios de todo tipo. La proximidad de este pretérito, que en algunos casos aún está presente, se nota en el hecho de que conceptos como asistencia, beneficencia, piedad, compasión, amor o, incluso, moral no se pueden mencionar en el ámbito de la acción social sin el peligro de convocar viejos fantasmas. Por razones bastante parecidas, este rechazo también está presente en la ética predominante hoy, que procura mantenerse en los límites estrictos de la razón y huir de todo aquello que tenga que ver con el amor y los sentimientos. Por este motivo la ética habla cada vez menos de valores y, en cambio, habla más de principios y derechos, porque considera que en estos se concretan y objetivan, a través de declaraciones, códigos y leyes, lo que en el ámbito de los valores es una borrosa amalgama de convicciones, preferencias, creencias, afectos, emociones e, incluso, estéticas.
Pero como que las personas no solemos ser unidimensionales, la acción social que desestima la beneficencia, la piedad, la compasión, los sentimientos, el amor, etc. no prescinde únicamente de una parte importantísima de aquello que nos caracteriza, sino que puede llegar a ser perversa y glacial. Es cierto que estas palabras tienen una historia que no se puede repetir, pero también lo es que son portadoras de unas señas que hay que preservar y continuar, de ámbitos y matices de la condición humana que palabras como vínculo, solidaridad, empatía o simpatía no consiguen hacer presentes del todo. Este artículo quiere dar un toque de atención sobre el hecho de que en ética no podemos prescindir como si tal cosa de estos términos y de todo lo que evocan, sin caer en un enorme y gélido empobrecimiento. El pensamiento laico, y con él la educación social, debería perderles el miedo, y pensar y encontrar la manera de ponerlos en práctica en este nuevo marco en el que nos encontramos.
Para contribuir a todo ello, estas páginas proponen un recorrido que nos lleve a preguntarnos por los límites de la racionalidad y la autonomía; si hay lugar, o no, para la asistencia, la beneficencia, la piedad, la compasión, el amor y los sentimientos en el proceso de profesionalización de la educación social; y, finalmente, si hay lugar para los objetivos que hoy, y hasta donde me ha sido posible vislumbrar, nos pueden ayudar a construir una ética que complemente la que impera actualmente.
El oficio de educador social persigue aún la profesionalización. El concepto profesionalización significa un reconocimiento que rompa definitivamente con un pasado familiar de servicio a religiones, ideologías y voluntades paternalistas. Y como que el reconocimiento que se busca sólo puede ser fruto de un nuevo conocimiento, parece que a la educación social, si quiere corresponder a su época, no le queda más remedio que seguir el camino seguro de la ciencia.
El camino seguro de la ciencia tiene dos características principales: mantiene una relación con el mundo a dos bandas y habla un único lenguaje. Efectivamente, en el esfuerzo de comprensión y dominio del mundo, la tecnociencia sólo acepta a dos interlocutores: al sujeto de conocimiento y acción (en este caso, el profesional) y al objeto de conocimiento y manipulación (en este caso, la persona o personas a las que se dirige la intervención educativa). Y, en esta relación, exige que el sujeto de conocimiento y acción hable únicamente el lenguaje de la lógica y de aquello empíricamente evidente. Por tanto, requiere desterrar cualquier interferencia; cualquier forma de magia, mito, sacralidad, religiosidad o santidad; cualquier forma de lenguaje que –en términos antiguos- provenga del corazón o del alma y no de la razón. Por tanto, en el esfuerzo de profesionalización, los educadores sociales se ven impelidos a alejarse de antiguas categorías, como por ejemplo la beneficencia, la piedad, la compasión, el amor o los sentimientos porque son consideradas propias de una época pasada, voces procedentes de terceras personas, caminos que generan distorsión en el conocimiento y en la relación con el otro.
No cabe duda de que, gracias a la razón y al conocimiento tecnocientíficos, se han ido y se van iluminando muchos de los rincones que atemorizaban y estaban fuera del control de las personas. Ahora bien, tal como dijo Pascal, también es cierto que el corazón tiene razones que la razón desconoce; que para sentirse autorizado a cometer barbaridades basta con estar convencido de que se tiene razón; y que a partir de la Segunda Guerra Mundial descubrimos trágicamente que el pensamiento tecnocientífico tiene limitaciones y, sobre todo, peligros enormes. De todos ellos, los dos más importantes son convertir la razón en mito y el mundo y todo lo que lo habita en simples objetos de conocimiento y manipulación.
En el ámbito ético, el peligro de convertir la razón en mito lo podemos encontrar en algunas situaciones en las que se exige seguir grandes principios morales que, aun siendo racionales, en su pretendida universalidad vuelven comparables situaciones bien distintas, situaciones en las que el principio moral o la ley se convierte y se defiende como un mito intocable. La práctica profesional de los educadores sociales está llena de circunstancias en las que seguir únicamente la lógica o los imperativos racionales se puede convertir en un despropósito o, incluso, en una crueldad. Esto lo sabe cualquiera que se haya encontrado en la necesidad de resolver un problema ético que afecta a alguien que está muy alejado de nuestra racionalidad como, por ejemplo, una mujer africana convencida de que lo mejor para su hija o nieta es la mutilación genital; o los problemas éticos que tienen que ver con la felicidad y las creencias de las personas, por ejemplo las de los Testigos de Jehová; o situaciones en que se debe dialogar con personas que se mueven principalmente en el lenguaje de los afectos o que tienen una pluridiscapacidad grave, y con quien la comunicación no es posible o fácil.
Para explicar el otro peligro de la razón y del conocimiento tecnocientífico, es decir, el peligro de contemplar el mundo y todo lo que en él habita como un simple recurso u objeto de conocimiento o de intervención, disponemos de la brevísima y aterradora narración de Primo Levi en Si esto es un hombre. Levi, el judío número 174.517 del campo de Auschwitz, explica su comparecencia ante el Doktor Pannwitz para intentar formar parte del Kommando Químico y poder alargar su supervivencia. Una vez ante el Doktor, Levi dice que se miraron y que “Su mirada no era la que un hombre le dirige a otro hombre; y si yo pudiese explicar a fondo la naturaleza de aquella mirada, intercambiada como a través de la pared de vidrio de un acuario entre dos seres que viven en medios diferentes, habría explicado también la esencia de la gran locura del Tercer Reich”.
Salvando las distancias, los educadores saben que una relación con el educando como si fuera a través de la pared de cristal de un acuario no únicamente es inhumana, sino que es educativamente ineficaz. Entonces, y para evitar esta situación, desde el mismo conocimiento tecnocientífico se ha recurrido al término vínculo o se ha provisto el concepto inteligencia emocional, que son dos respuestas de la pedagogía y la psicología a las limitaciones y a los peligros de la razón. Respecto al vínculo, no deja de ser curioso que este sustantivo pocas veces se adjetive, es decir, que no haya necesidad de especificar de qué tipo de vínculo se habla (de amistad, afectivo, amoroso, sexual, matrimonial, profesional, empresarial, económico, cultural, político, religioso…), como si hubiera una especie de pudor o miedo de aproximarse demasiado al mundo del amor que el concepto vínculo parece bordear de manera controlada. En cuanto al término inteligencia emocional, el substantivo inteligencia tiene la suficiente fuerza en el conocimiento tecnocientífico como para soportar y controlar la adjetivación emocional.
Y todo esto, ¿qué tiene que ver con la ética? Para el pensamiento tecnocientífico seguramente bien poca cosa, porque considera que el conocimiento y la técnica que configuran una profesión son moralmente neutros en sí mismos, y que en cualquier caso los problemas éticos empiezan en la manera en que se aplican o en los fines que persiguen. Pero resulta que la ética es mucho más que esto: es el fundamento de la misma profesión, sobre todo en aquellos oficios en los que el objeto de conocimiento o de intervención son las personas. Y es el fundamento, es decir, aquello sobre lo que se construyen los saberes y las prácticas de una profesión, porque la ética tiene que ver con los tipos de mirada y de relación que mantenemos con el mundo y con quien lo habita; con cómo consideramos y nos relacionamos con los demás; con lo que esperamos de ellos y de nosotros; con las verdades que abrazamos y repudiamos; con la manera de estar, de entender y de relacionarse con el mundo.
En el proceso de profesionalización de la educación social en que nos encontramos, hay una desacuerdo que, a mi entender, hoy ejemplifica muy bien algunas de las cosas que se pretenden apuntar aquí: la dificultad que tienen los educadores para ponerse de acuerdo en cómo denominar a aquellos a quien se dirige la propia actividad laboral. El hecho de que algunos educadores consideren que se debe hablar de sujetos, otros de clientes, otros de usuarios y otros de personas parte del punto que sabemos que la manera de denominar construye-describe al otro y, por tanto, la relación que establecemos con él, el lenguaje que utilizaremos, el ethos que nos impregnará. Sabemos, por ejemplo, que no es lo mismo la percepción y la relación con un “subnormal” que con “una persona con discapacidad intelectual”; sabemos que la realidad (en este caso, el “subnormal” o la “personas con discapacidad intelectual”) no nos viene dada, sino que la construimos; sabemos, en definitiva, que el saber construye realidad.
Uno de los rasgos definitorios de la ética moderna es la autonomía, que desde Kant hasta nuestros días se contrapone a la heteronomía, que significa gobernarse por las leyes (nomos) que dicta otro (heteros). Para Kant, la Razón guía o debería guiar a todas las personas, porque es única y universal. La Razón es lo que nos diferencia de las cosas y de los animales, y nos otorga dignidad. Esta entelequia kantiana de una razón pura que fundamenta y posibilita una moral verdadera y universal ya fue criticada por Hegel, que consideró que no hay valores que estén por encima ni más allá de las personas y las comunidades históricas concretas. Con todo, fue necesario pasar por Nietzsche y Weber y esperar a la segunda mitad del siglo XX para constatar que no hay ninguna razón pura a la cual recurrir para determinar con seguridad indiscutible lo que está bien o mal para todo el mundo y para siempre, con lo cual se abría definitivamente el peligro del relativismo, la incertidumbre de saber que no hay ningún pájaro de razones inmensas que nos ampare (esto también lo sabe cualquier educador social que trabaje con personas procedentes de otras culturas).
Las respuestas filosóficas a esta situación de incertidumbre han sido y son numerosas. A grandes rasgos y por lo que aquí nos interesa, las podemos agrupar en dos grandes corrientes: la de aquellos que de una manera u otra se proponen continuar el camino tomado por la modernidad superando su crisis, y la de aquellos que consideran que la modernidad es un barco que ya ha dado todo lo que podía dar. Para los primeros, la racionalidad y la autonomía, aunque transformadas, continúan siendo capitales en la moralidad, mientras que para algunos autores de la segunda corriente, la crisis de la modernidad posibilita la apertura del pensamiento a ámbitos poco o nada explorados, por ejemplo la heteronomía, la piedad, la compasión, el amor, los sentimientos…
ürgen Habermas es el pensador más significativo de la corriente que se propone continuar el aliento emancipador de la modernidad. Habermas sustituye la razón pura kantiana por una razón entendida en términos de intersubjetividad, diálogo y argumentación entre personas. Esta nueva versión de la modernidad abandona la Razón fundamentada en el solipsismo cartesiano del “yo pienso”, y la sustituye por una razón entendida como la acción comunicativa del “nosotros argumentamos”. Es evidente que este paso comporta cambios en lo que entendemos por autonomía, que ya no puede significar “aquel que está sometido a su propia legislación”, sino “aquel que construye y acepta a través de la acción comunicativa lo que considera la mejor legislación”.
La ética discursiva de Habermas parece ser, hoy en día, el procedimiento menos problemático que tenemos para resolver los antiguos y nuevos problemas morales. Una de sus premisas es el principio de procedimiento (llamado “principio D”), según el cual únicamente pueden ser válidas aquellas normas en las que participen todos los afectados como libres e iguales, en una búsqueda cooperativa de la verdad en la cual la única coacción lícita es el mejor argumento. Ahora bien, ¿qué pasa con aquellos seres humanos que no son libres, o no son iguales, o no son racionales? ¿Cómo puede participar en condiciones de igualdad en el discurso práctico en el que se delibera sobre lo que le afecta, por ejemplo una persona perseguida, o que pasa hambre, o que tiene una discapacidad intelectual severa, o que se mueve en un juego de lenguaje que consideramos mágico, o dogmático, o antisocial? Aquí, las teorías éticas que se basan únicamente en la racionalidad naufragan. Y esta es una cuestión clave no sólo para la filosofía moral, sino sobre todo para la educación social, que es un oficio pensado para intervenir con aquellas personas que consideramos que no son libres, o iguales, o racionales, o maduras…
Habermas y Apel, el otro gran constructor de la ética discursiva, ya han señalado la dificultad que puede comportar poder aplicar, en el nivel histórico y material concreto, el principio según el cual sólo son válidas las normas de acción con las que podríamos estar de acuerdo todos los posibles afectados, porque no siempre se dan las condiciones necesarias de simetría, por ejemplo a causa de las diferencias entre clases sociales, sexos, razas… Enrique Dussel es uno de los autores que más ha denunciado las limitaciones de la ética discursiva de Habermas y Apel en cuanto a la imposibilidad de un verdadero diálogo hasta que no se transformen las relaciones de dominio realmente existentes en el capitalismo a través de lo que él denomina una ética de la liberación.
Sin embargo, y desde hace un par de décadas, la zooética también ha planteado preguntas muy interesantes a todos los que consideren que el fundamento de la moralidad es la razón y la autonomía. Si esto es así, preguntan los defensores de extender algunos de los derechos humanos a los animales, ¿por qué tienen derechos los seres humanos que no tienen racionalidad y, por tanto, autonomía moral? ¿Y por qué no tienen, por ejemplo, los chimpancés, gorilas y orangutanes, que disponen de niveles de lenguaje y racionalidad más elevados que muchos humanos? Para ellos, la única razón que justifica esta discriminación es el especismo, es decir, la especificidad de pertenecer a la especia humana, que les gusta comparar con el racismo.
Para aquellos autores que tensan la cuerda y llevan al extremo más consecuente el hecho de que la racionalidad y la autonomía sigan el fundamento de la moralidad, por ejemplo Michel Tooley o Peter Singer, hay seres humanos que no se pueden considerar personas porque no tienen racionalidad, autonomía, ni conciencia de sí mismos, por ejemplo todos los niños de pocos meses y los adultos con una grave discapacidad intelectual, lo que justificaría el infanticidio y la eutanasia sin un consentimiento que no pueden dar. A mi entender, lo que hiere a lo largo de la lectura de obras como Aborto e infanticidio de Michel Tooley, o Ética práctica, de Peter Singer, no es el hecho de enfrentarnos desde una moral antigua con situaciones que reclaman una nueva moral, tal como dice Singer, sino que nos encaremos a la frialdad de lo que es capaz la razón, a una precisión analítica que avanza inexorablemente y en la que no hay lugar para el amor, la compasión, la piedad y la alteridad. Durante la lectura de obras como las de Peter Singer, se vislumbran las insuficiencias de un discurso que se mantiene, con un rigor impecable, en los límites estrictos de la racionalidad, de la visión de persona entendida únicamente como Homo sapiens, faber y æconomicus.
La otra gran corriente que se enfrenta con la crisis de la modernidad y la autonomía, que podríamos agrupar bajo el genérico “ética del cuidar”, es muy heterogénea. Por ejemplo, en el proceso que propongo de recuperar y repensar huellas del pasado como la asistencia, la beneficencia, la piedad, la compasión y el amor en la acción social, hay autores que nos pueden ser muy útiles, algunos, incluso, imprescindibles. En este breve recorrido señalaremos a alguno. Son cuatro hitos de un paisaje con muchos caminos, algunos de los cuales proceden de muy lejos, por ejemplo del judaísmo, del cristianismo o de Schopenhauer. Es verdad que la corriente dominante del cristianismo relacionó la piedad y la compasión con la tristeza de vivir e hizo de estas dos pasiones un factor de refuerzo de la jerarquía y de mantenimiento del status quo, pero también lo es que las huellas del pasado no son un simple vestido que se puede tirar o hacer jirones o que se puede quitar fácilmente para ponerse otro.
El primer hito en este paisaje de la ética del cuidar, podría ser Emmanuel Lévinas, un pensador que se inscribe en la tradición judeocristiana de averiguar la relación con otro; este otro es, principalmente, el pobre, la viuda, el huérfano, el extranjero… Uno de los fragmentos nos introduce fácilmente en su obra y puede ser, a su vez, muy útil para los educadores sociales. Dice así: “buen día, deseo de bendición, interés por el destino del otro, inquietud original por su vida y por su muerte. El buen día antes del cogito. […] No pretendo de ninguna manera afirmar que una cosa impide a la otra, sino que tiene prioridad sobre la otra: el buen día antes del cogito, aunque el amor del prójimo se ha olvidado por culpa de la verdad. Sin duda, el amor a la verdad es indisociable de la técnica y de la noción de poder”. De tan ancestral y cotidiano como es, nadie presta atención al hecho de que, al encontrarnos con el otro, antes que nada le saludamos y nos interesamos por él. Antes de la razón y de la búsqueda de la verdad, antes de los grandes principios y valores, antes de una autonomía que pretende ser fuente de la moralidad, hay, dice Lévinas, el rostro del otro que nos interpela, que nos pide atención y respuesta y que nos convoca a la responsabilidad, a tomar cargo (spondere en latín). La exterioridad del otro, por tanto, es la fuente originaria de cualquier discurso posible y de toda moralidad, con lo que la heteronomía toma una nueva dimensión y se convierte en el origen de la moralidad y de la misma filosofía.
El segundo hito podría ser Enrique Dussel y su ética de la liberación, que combina la ética discursiva de Apel y Habermas con la alteridad de Lévinas y la praxis de la liberación de Marx y Freire. Dussel considera que el otro no es principalmente el pobre, el huérfano, la viuda o el extranjero individuales y privados de los que habla Lévinas, sino el pobre, el huérfano, la viuda o el extranjero en un sistema económico y político que los empuja a su condición de sufrimiento. Dussel sitúa la ética del amor, la compasión y la simpatía en las coordenadas sociopolíticas históricas concretas en que se dan, con lo cual se convierte en una ética que obliga a responder a las necesidades de aquellos que sufren, analizando las causas estructurales que las hacen posibles y colaborando con ellos para cambiarlas. Como Lévinas, considera que la experiencia ética básica se desarrolla desde el a priori del reconocimiento del Otro, un reconocimiento que es prereflexivo, anterior a cualquier argumentación o fundamento (“el buen día antes del cogito” de Lévinas) y que, por tanto, no puede haber ética allí donde no hay la igualdad que hace posible el reconocimiento.
El tercer hito podría ser Carol Gilligan, buena representante, junto con Nel Noddings, de la corriente feminista de la ética del cuidar. Para Gilligan, hay dos formas de conciencia moral: la que valora sólo desde la justicia y la que tiene en cuenta la compasión. Para esta corriente, los valores no provienen de la razón o de los principios, sino de la emoción, del afecto de vivir con los demás, del deseo de cuidar y ser cuidados, aceptados y amados. Para Gilligan, la ética que juzga sólo desde la justicia y se mueve en el ámbito estricto de la racionalidad, de los principios y de los derechos, es una ética propia de la masculinidad; mientras que la feminidad se mueve más bien en una ética de la compasión, de la piedad y de la responsabilidad con aquellos que necesitan ayuda. Del trabajo de campo realizado con niños y adolescentes, concluí que el juicio moral de las mujeres tiende a ponerse en la situación del otro, es más contextual y comunitario, tiene más en cuenta los detalles de las relaciones y narraciones de los afectados y toma en consideración las debilidades humanas. La obra de Gilligan Con una voz diferente provocó duras críticas del movimiento feminista, que la acusó de perpetuar los estereotipos sobre la mujer. Gilligan respondió diciendo que había titulado expresamente su trabajo Con una voz diferente y no Con voz de mujer porque no estaba interesada en identificar “la diferencia sexual en el razonamiento moral”, sino en explicar la construcción de ciertos tipos de diferencia entre los seres humanos y demostrar que el género –nosotros podríamos añadir la ética y las profesiones- es una categoría relacional, algo que se construye.
El cuarto y, de momento, último hito en este breve recorrido por aquellos autores que nos podrían ayudar a recuperar y repensar la huella de valores y sentimientos como son la asistencia, la beneficencia, la piedad, la compasión o el amor en la acción social (que, hay que volver a decirlo, son bandeados e incluso ridiculizados por algunas voces de la razón) podría ser Gianni Vattimo. A Vattimo le gusta aprovechar el hecho de que occidente signifique “tierra del ocaso” para recordar que es el lugar donde se ha producido la muerte de Dios, es decir, la muerte de cualquier forma de verdad (por ejemplo, los grandes principios de la ética) e incluso de la misma idea de verdad que nos ha esclavizado durante milenios. Una vez hemos descubierto que todos los sistemas de valores y de conocimiento no son sino producciones humanas, demasiado humanas, ¿qué nos queda por hacer? ¿Abolirlos como mentiras y errores? ¿Desde qué verdad podríamos ejecutar este acto? El debilitamiento de la metafísica, dice Vattimo, tiene que hacernos mirar de una manera nueva y más amistosa todo el mundo de las apariencias, de los procesos discursivos y de las formas simbólicas, y a verlos como ámbito de una posible experiencia del ser. Este acontecimiento, dice, supone una oportunidad enorme para la libertad, para el tránsito de la veritas a la pietas y la caritas.
Para Vattimo, la pietas evoca la mortalidad, la finitud, la caducidad, el amor al vivo y al rastro que deja y que hemos recibido del pasado; nos sitúa en una atención devota hacia aquello que, teniendo sólo un valor limitado, merece ser atendido precisamente en virtud de que, si bien es limitado, es el único valor que tenemos. “Pensar el ser –escribe Vattimo- significa escuchar los mensajes que provienen de las épocas que nos han precedido y los que provienen de los otros, de los contemporáneos: las “otras” culturas con que se encuentra Occidente en su empresa de dominio y unificación del planeta, las subculturas que comiencen a tomar la palabra desde el interior del mismo Occidente y que requieren ser escuchadas con pietas, con la atención devota que merecen todas las huellas de vida de los similares a nosotros”. Y esta vía, continúa Vattimo, se hace hoy posible gracias al debilitamiento de la metafísica y de los grandes principios deontológicos en nombre de los cuales se ha ilegitimado la piedad por lo cercano, por lo individual y efímero, por el amor al prójimo, en todos los sentidos de la palabra. La pietas remite a una ética de bienes más que de imperativos, a una ética en que los valores supremos serían únicamente las formaciones simbólicas, los monumentos, el rastro de lo vivo. La pietas, para Vattimo, no es ningún fundamento sobre el que construir la nueva existencia, sino la única y última posibilidad que tenemos de experimentar y dar respuesta al nihilismo que nos ha sido legado sin aferrarnos a nuevos fundamentos, a nuevas metafísicas.
El oficio de educador social se mueve en la superficie de un abanico abierto por dos extremos: la frialdad de la racionalidad, por un lado, y la pasión del amor, por otro. El peligro radica en el hecho de que, después de haber servido con voluntad eclesiástica a este último extremo, ahora se corra al encuentro incondicional del otro. Pero como que en educación social seguir el camino de la ciencia tiene, de momento y por razones que aquí no podemos averiguar, graves dificultades, el peligro radica más bien en moverse por esta superficie con ambivalencia e indeterminación, en no pensar ni asumir los peligros y las posibilidades que cada uno de los dos extremos despliega, en no apostar con valentía por la parte que corresponde al conocimiento tecnocientífico ni por la que corresponde a la compasión.
En ética, la frialdad de la racionalidad está bien representada por la ética principalista o deontológica que, como el conocimiento tecnocientífico, huye de todo aquello que tiene que ver con el amor, la piedad y la compasión. El Código deontológico del educador y la educadora social aprobado en Toledo en 2004 es, como todos los códigos deontológicos, un buen ejemplo. En él no se refleja ningún esfuerzo por entrar en el ámbito de la ética del cuidar, todo lo contrario: se refiere al otro como un sujeto; se estructura a partir de unos grandes principios deontológicos y no aparece, ni por asomo, ningún adjetivo que califique la relación con los sujetos de alguna manera que se pueda considerar que va más allá de las relaciones profesionales tecnocientíficas (por no aparecer, no lo hace siquiera el concepto vínculo).
Pero resulta que en la resolución de los problemas éticos que plantea la práctica cotidiana del educador social, no basta con una ética procedimental y racionalmente principalista, sino que es necesario recurrir también a una ética del cuidar, de la piedad o de la hospitalidad. El amor y, sobre todo, el sufrimiento son dos cosas muy mal repartidas, pero presentes en todas las culturas y, en mayor o menor grado, todo el mundo los ha probado en algún momento de su vida, lo que hace que tengan una capacidad de acercamiento y de comprensión que no tiene el lenguaje racional. La ética del cuidar, de la piedad o de la hospitalidad posibilita pensar los valores no única o principalmente en términos de racionalidad, sino también en términos de sensibilidad, afectividad y emocionalidad; permite pensar los valores en relación con el hábito, la cordialidad y la costumbre; cuidar el clima en el que los valores se manifiestan y se hace posible aprenderlos y cambiarlos; pensar en necesidades básicas más que en valores universales; permite, en definitiva, construir una minima habitalia y no tanto una minima moralia.
Asistir a alguien quiere decir estar presente, estar cerca de él para prestarle ayuda y ponerse a su disposición. Beneficencia se refiere a aquellas acciones que persiguen ayudar a otras personas y procurarles el bien. Piedad, en latín, significa respeto, veneración, reconocimiento, gratitud… y también compasión, amor, solidaridad y disponibilidad hacia todo aquello que vive. En el primer sentido, su antónimo es impío (que muestra desprecio) y, en el segundo, despiadado (que no siente ningún tipo de dolor ante el sufrimiento de los demás, sino al contrario). Compasión significa el sentimiento con el que se comparte el sufrimiento de otro. Cuando hay piedad y compasión, por tanto, hay mimetismo, simpatía y parecido del uno con el otro; supone que no se mantiene indiferente, sino que se identifica con el otro hasta el punto que su bien y su mal no le son extraños. “Aquel que en un momento dado es objeto de nuestra compasión –dice Remedios Ávila- no se sitúa ‘por debajo’, sino en el mismo lugar que nosotros: él es como nosotros. [Lo cual] sirve para deslegitimar la opinión muy extendida según la cual la compasión, como la lástima, degrada tanto a aquel que la siente como a aquel que la recibe”.
No me cabe ninguna duda de que un mimetismo incondicional con el otro impide entender la situación, que es una condición necesaria en las relaciones profesionales para que la ayuda sea posible. También que provoca un compromiso y un sufrimiento en el profesional que a medio plazo resulta insostenible. La piedad y la compasión tienen, por tanto, unos límites, pero a fuerza de huir de estos valores nos negamos la posibilidad de pensarlos. Tal como dice Edgar Morin, en el sentimiento del amor hay que mantener la vigilia de la razón. “Ya no se trata de eliminar la efectividad, sino más bien de integrarla. Sabemos que la pasión puede cegar, pero también iluminar […]. El arte de vivir es un arte de difícil navegación entre razón y pasión, sabiduría y locura, prosa y poesía, siempre con el riesgo de petrificarse en la razón o perderse en la locura.”
Entre el mimetismo incondicional con el otro que impide entender la situación (mimetismo ininteligible) y el conocimiento desde el otro lado de un acuario entre dos seres que viven en medios distintos (conocimiento tecnocientífico), está la comprensión. La comprensión es un camino imprescindible en la deliberación de los problemas éticos, porque no se queda en el entender, que es fruto de la mera observación. Entender requiere una distancia respecto del objeto de estudio; comprender supone combinar este distanciamiento que otorga entendimiento, con la aproximación, con la voluntad de ponerse en el lugar del otro. Es en este sentido que se dice que uno no comprende del todo una situación hasta que no ha pasado por la experiencia. Para entender las cosas, por tanto, basta con la razón, mientras que para comprenderlas hay que añadir la com-pasión. A la pregunta de cómo se explicaba el odio fanático de los nazis contra los judíos, Primo Levi dijo que “Quizá no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar. Me explico: “comprender” una proposición o un comportamiento humano significa (incluso etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su lugar, identificarse con él”.
Hölderlin escribió que donde hay peligro crece también lo que salva. La frialdad de la racionalidad y la pasión de la compasión son los dos peligros que pueden salvar el oficio de educador social. Considero que la ética aplicada se debe mover en el abanico abierto por estos dos extremos propiamente humanos y que la sabia combinación de ambos es imprescindible para corresponder a la difícil y apasionante situación en que nos encontramos de tener que resolver antiguos y nuevos problemas éticos sin ningún pájaro de alas inmensas que nos ampare. Y “sabia combinación”, aquí, tiene que ver con la antigua separación entre aquel que sabe y aquel que es sabio, es decir, entre aquel que entiende las cosas, y aquel que las comprende.
La ética que corresponde a nuestra época es una ética de la complejidad, es decir, una ética que, al menos, tiene en cuenta todos los factores que se han apuntado hasta aquí. “La ética –dice Morin- es compleja porque es de naturaleza dialógica y a menudo tiene que hacer frente a la ambigüedad y a la contradicción. Es compleja porque está expuesta a la incertidumbre del resultado, y comporta la apuesta y la estrategia. […] Es compleja porque es una ética de la comprensión, y la comprensión comporta en sí el reconocimiento de la complejidad humana.”
(1) LEVI, P. (1958): Se questo è un uomo (Si esto es un hombre. Barcelona: El Aleph, 2006).
(2) HABERMAS, J. (1991): Erläuterungen zur Diskursethik (traducción castellana de José Mardomingo: Aclaraciones a la ética del discurso. Madrid: Trotta, 2000, pág. 16 y 67) y (1982): Moralbewusstein und Kommunikatives Handeln (traducción castellana de Ramón García Cotarelo: Conciencia moral y acción comunicativa. Barcelona: Península, 1998, pág. 36 y 117).
(3) Especismo (speciesism en inglés) es un término que el psicólogo inglés Richard Ryder utilizó en un escrito del año 1970 sobre los experimentos con animales para señalar la discriminación fundamentada en la especie, que comparó con el racismo y el sexismo.
(4) TOOLEY, M. (1972): “Abortion and Infanticide” (traducción castellana de María Luisa Rodríguez Tapia: “Aborto e infanticidio”. En: Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral. Madrid: Cátedra, 1992, pág. 69-107). SINGER, P. (1993): Practical Ethics: second edition (traducción castellana de Rafael Herrera: Ética práctica. Madrid: Cambridge University Press, 2003, pág. 148). La primera edición es de 1979.
(5) Con todo, es importante señalar que Peter Singer recorre a ello en algún momento de la obra (por ejemplo, para distinguir su propuesta de las teorías y prácticas nazis: “lo que los nazis llamaban ‘eutanasia’ –escribe en Ética práctica– no tenía nada que ver con la compasión o el interés por las personas que morían” op. cit., pág. 281). No hay que olvidar que Singer se considera un utilitarisa y que el sufrimiento, aunque sea en su aspecto cuantitativo, está muy presente en esta corriente desde que Jeremy Bentham, su fundador, escribiera, en Introducción a los principios de la moral y la legislación (1789) que “la cuestión no es: ¿puede razonar?, ¿puede hablar? sino: ¿puede sufrir?”
(6) LEVINAS, E. (1990): “La ética”. En: El sujeto europeo. Madrid: Fundación Pablo Iglesias, 1991, pág. 7 (conferencia pronunciada por Lévinas en un seminario organizado por la Fundación Pablo Iglesias).
(7) DUSSEL, E. Ética de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión. Madrid: Trotta, 1998. DUSSEL, E.; APEL, K.-O. Ética del discurso y ética de la liberación. Madrid: Trotta, 2004 (esta obra recoge artículos del debate que mantuvieron entre 1989 y 2002).
(8) GILLIGAN, C. (1982): In a Different Voice: Psychological Theory and Women’s Development (traducción castellana de Juan José Utrilla: La moral y la teoría: psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica, 1985).
(9) GILLIGAN, C. (1984): “Feminist Discourse, Moral Values and the Law – A Conversation”. En: The Buffalo Law Review, 34.1 (Invierno de 1985), pág. 39.
(10) VATTIMO, G. (1989): Etica dell’interpretazione. (Traducción castellana de Teresa Oñate: Ética de la interpretación. Barcelona: Paidós, 1991, pág. 26 y 11).
(11) VATTIMO, G. (1983): “Dialéctica, diferencia y pensamiento débil”. En: VATTIMO, G.; ROVATTI, P. A. (eds.). El pensamiento débil. Madrid: Cátedra, 1995.
(12) ÁVILA, R. El destino del nihilismo. La reflexión metafísica como piedad del pensar. Madrid: Trotta, 2005, pág. 118.
(13) MORIN, E. (2004): La Méthode 6. Éthique (traducción castellana de Ana Sánchez: El método 6. Ética. Madrid: Cátedra, 2006, pág. 150 y 153).
(14) LEVI, P. (1958): Se questo è un uomo, op. cit.
(15) MORIN, E. (2004): op. cit., pág. 219.