Miquel Castillo Carbonell. Educador social. Doctor en pedagogía (1)
El artículo describe algunos aspectos de la incorporación de los educadores y educadores sociales a los centros escolares en el Estado español. Su reflexión se centra especialmente, además de plantear algunos elementos contextuales para su interpretación y justificar el sentido de la Educación Social en la escuela, en la enumeración tanto de las dificultades como de los criterios a tener en cuenta para consolidar este proceso de manera satisfactoria.
La conclusión principal de esta primera parte es el carácter integrador que ha de caracterizar esta incorporación, así como la necesidad de respetar unas condiciones y exigencias, aunando en la cooperación e intercambio entre ambas, de metodologías, estrategias y marcos pedagógicos.
Finalmente apunta algunas consideraciones a tener en cuenta en el futuro de la Educación en los centros escolares. La conclusión de esta segunda parte es la necesidad de una colaboración entre ambas partes que pueda conducir, tanto a la mejora y la transformación de los procesos educativos de la escuela, como a configurar un nuevo ámbito de intervención y un espacio profesional específico, para los educador@s sociales.
El papel de los educadores sociales en los centros escolares se ha desarrollado de manera “muy irregular dependiendo de los territorios y de las peculiares políticas educativas impulsadas por cada administración autonómica” (Galán Castillo y Pellissa, 2011:5). Es evidente que las oportunidades laborales, la situación contractual y las posibilidades que ésta ofrece o deja de ofrecer, pueden ser definitivas para la consolidación de su presencia en la escuela. Sin embargo no por ello hemos de dejar de reflexionar desde una perspectiva profesional, sobre las limitaciones y aspectos que están quedando pendientes de este proceso de incorporación.
Desde esta perspectiva, y en primer lugar, quizás necesitamos explicitar la contradicción que se puede producir al intervenir en una institución con diversas y complejas funciones en relación a los individuos y al sistema social global (Fernández Enguita, 1998), criticada duramente por su función netamente conservadora, de reproducción social y cultural (Gimeno y Pérez, 2002).
Siguiendo unas reglas del juego muy diferentes a las definidas por los currículums escolares, la educación Social asume una opción educativa flexible, abierta, respetuosa, tolerante y estratégicamente personal. Profundiza su intervención desde el acompañamiento entendido como el “reconocimiento de la persona para facilitar su transformación, entendiendo la acción educativa como un proceso de cambio vinculado a los momentos de aprendizaje” (Maños y Lorente, 2003, 226-227).
Por este motivo, el carácter esencialmente educativo de la Educación Social (valga la redundancia), es uno de los aspectos más significativo de sus aportaciones al marco escolar. Es en este contexto interpretativo desde donde se pueden generar y, a nuestro parecer, donde hemos de ubicar y comprender el resto de sus funciones, y “seguramente una de las claves para entender su proceso de incorporación a los centros escolar “ (Castillo, 2012:80).
Sin lugar a dudas la Educación Social proporciona a la escuela una nueva manera de hacer y desarrollar las cosas, unida a una metodología y sensibilidad para interpretarlas y entenderlas. Sin descalificar las posibilidades educativas de muchos docentes, los educadores sociales reúnen un abanico de competencias más especializado, centrado en aspectos tan diversos como el seguimiento, la proximidad, la comunicación o la mediación. De entre ellas podemos destacar (Galán, Castillo y Pellissa, 2012:60):
Con estas premisas queda claro que la introducción de educadores y educadoras sociales en los centros escolares no se puede limitar a la solución de situaciones que el profesorado no sabe resolver por sí solo, sino que “debería de ofrecer nuevas posibilidades al sistema en su conjunto” (Molina y Blázquez, 2006:40). Un proceso que se configura como una oportunidad que va más allá de una simple colaboración técnica, y que como todo proceso de calado, “requiere su tiempo, pero en el que todos han de tener claro hacia dónde conducirlo” (Parcerisa, 2008:26)
Asumiendo esta perspectiva, la entrada de la educación social en el espacio escolar no debería de justificarse de manera exclusiva por una decisión política o contractual, sino ser resultado de una evolución y de un cambio en las sensibilidades. Todo ello nos conduce a dos resultados: la introducción de nuevas metodologías, dinámicas de trabajo y especialmente una pedagogía de naturaleza más social en la escuela, por un lado; y el enriquecimiento de los ámbitos de trabajo de la Educación Social, por el otro. De esta manera la escuela proporcionaría a los educador@s un nuevo espacio de intervención en que el que pueden “desarrollar estrategias y construir, quizás de manera diferente, la propia profesión” (Castillo, 2012:79).
Pero las connotaciones pedagógicas de esta elección, conllevan asimismo un cambio de centralidad en los objetivos y finalidades de la escuela. Es lo que llamamos “paso de una óptica curricular a una perspectiva socioeducativa en la escuela” (Castillo, 2008: 65). En otras palabras, ofrecer más protagonismo a los elementos socioeducativos y socializadores en la tarea docente, que a los planteamientos curriculares derivados de unos contenidos, aprendizajes y evaluaciones determinadas.
Llegados a este punto podemos concluir este primer apartado. A nuestro parecer, el reto de acoger a la Educación Social en la escuela no es ya una responsabilidad exclusiva de la primera, sino que la segunda también debe dar sus pasos y cumplir unas condiciones para hacerlo posible.
El éxito del proceso de incorporación de los educadores sociales a los centros escolares no está exento de riesgos. No solamente eso, sino que la falta de unas condiciones suficientes por parte del sistema escolar, pueden suponer la pérdida, o simplemente la ignorancia, de algunas de sus potencialidades.
Por eso, y en primer lugar, cada uno de los agentes y recursos educativos que intervienen en el espacio escolar, ha de ser conscientes y definir de manera clara cuál es el terreno natural que ocupa, y cuáles son las funciones que le corresponden desarrollar de la manera más idónea, “en el mejor de los casos buscando la complementariedad con el resto de profesionales” (Vilar, 2006:22).
Consecuencia de ello y en segundo lugar, será especialmente provechosa la adopción de unas políticas educativas que planifiquen de manera coherente el abanico de recursos en los centros escolares. Una definición de competencias, funciones y ámbitos de intervención por parte de la administración educativa, ayudará a todos los profesionales a clarificar sus limitaciones y posibilidades. Permitirá, además, disponer de objetivos y contenidos propios, dándoles la capacidad de sistematizar sus propios procesos de actuación en función de las áreas de trabajo que se les ha asignado.
La tercera condición tiene que ver con la capacidad de adaptación de las estrategias propias de la Educación Social al marco escolar. La escuela ha sido, a menudo, un “contexto organizado y rígido, centro de múltiples inercias, y reacio a la introducción de cambios que cuestionen el papel predominante de la actividad académica y la función docente” (Castillo, Galán y Pellissa, 2012: 9). De ahí que este proceso ha de implicar concesiones por ambas partes. También la capacidad para compartir e incorporar las dinámicas ajenas, valorando lo positivo de cada uno así como la competencia en la fusión creativa de unas maneras de hacer con otras.
Estas opciones nos conducen, en cuarto lugar, a la conveniencia de establecer criterios de actuación, relacionados con el desarrollo de determinadas competencias. Nos referimos, por ejemplo al reconocimiento de los elementos que facilitan el trabajo interdisciplinar y cuáles son los que lo dificultan; a la capacidad de crear sinergias y promover el efecto multiplicador que ofrecen los proyectos educativos; y a la introducción de una pedagogía social fundamentada en el desarrollo integral de las competencias sociales, tanto en lo personal, grupal como en lo institucional. Unos criterios que nos han de poder conducir a:
Unas competencias y estrategias que, en quinto lugar, han de poder integrase de manera efectiva y definida en el marco de la organización escolar, y en cada una de sus instancias. Nos referimos especialmente a los equipos docentes, los equipos de tutores, y a los departamentos, los tres grandes ejes (el de los aprendizajes, el educativo y el curricular), sobre los que se fundamenta la intervención escolar.
De ahí que, en sexto y último lugar, los educadores sociales deberían de poder ser plenamente reconocidos, y sus funciones aceptadas por el profesorado y la organización escolar. La flexibilidad y la permeabilidad de su presencia, de sus movimientos y acciones al resto de equipos será, a nuestro parecer, una de las claves para el éxito de su trabajo y para el desarrollo de sus competencias.
Pero este reconocimiento requiere de la explicitación de su lugar en el mundo referenciado en los documentos institucionales de la escuela. Concretamente nos referimos al Proyecto de centro, al Reglamento de organización y funcionamiento, y al Plan anual de centro.
Si el Proyecto de Centro debería de contemplar de manera global las expectativas y aportaciones que los educador@s pueden realizar dentro del centro escolar; el Reglamento delimitaría sus funciones respecto al personal docente y la dinámica escolar; mientras que el Plan definiría los proyectos o espacios propios de su intervención des de una perspectiva temporal.
De este manera, en un contexto de diversidad de perfiles y formas en el funcionamiento de los centros escolares (Chozas, 2003), los educador@s podrían contribuir a “configurar el carácter singular de cada uno según sus características sociales, educativas, culturales y económicas” (Galán, Castillo y Pellissa, 2012:66).
Los educadores sociales están desarrollando de manera efectiva múltiples funciones en diversos espacios de las escuelas de Primaria y Secundaria. Atienden ámbitos tan diversos como la educación intercultural, la resolución de conflictos, el refuerzo de los aprendizajes, la atención a la diversidad, las relaciones con el entorno, la orientación o la articulación de mecanismos de participación de familias y alumnos en la escuela (Santibáñez, 2006, p. 16).
Las dificultades para poner en marcha todo este proceso, aun teniendo en cuenta la realidad peculiar de cada centro, han sido considerables. En cierta manera no se trataba solamente de asumir el ámbito de intervención con los alumnos de necesidades educativas especiales, sino de “integrarse en la vida de los equipos docentes vinculados a una dinámica más amplia donde también está presente el carácter académico” (Galán, 2008:70).
Si por una parte esta opción ha permitido a los educadores constituirse en profesionales con identidad propia en la escuela, por otra los ha inmerso en un proceso de evolución continua, obligándoles regularmente a encajar una multitud de responsabilidades y tareas. A ello hay que sumar las difíciles y nada claras relaciones contractuales con la administración educativa en muchas Comunidades Autónomas, unidas a las sustanciales diferencias de las condiciones laborales de los educador@s respecto al personal docente.
Así, la ambigüedad y la multiplicidad de sus funciones, la versatilidad y complejidad de los espacios de trabajo, unida a una cierta sensación de soledad institucional, están convirtiendo la incorporación de los educadores sociales en los centros escolares en un reto difícil de afrontar.
Una consecuencia de ello es que este proceso no ha estado ni está exento de contradicciones. En ellas subyacen metodologías de trabajo y visiones de la intervención muy diversas a la de la escuela. Unos marcos pedagógicos de referencia, que en su aplicación manifiestan objetivos, contenidos y asumen formas muy diferentes.
Sin embargo a una escuela en crisis le faltan nuevos impulsos que le ayuden a superar las necesidades y demandas que le plantea una sociedad en profundo cambio y transformación. La unión de las acciones de los profesionales de la educación formal y no formal, le permitiría plantearse seriamente la solución de los problemas “desde la raíz y el contexto donde nacen: familia, escuela y comunidad, elaborando programas y proyectos específicos” (Laorden, Prado y Royo, 2006:92).
Por todo ello, y en primer lugar, el proceso de concreción de estas funciones y de cómo se incardinan en el conjunto del centro será una cuestión clave. Según cuál sea el resultado y los acuerdos adoptados, nos encontramos ante una oportunidad para que la institución escolar se adecue mejor a las nuevas realidades sociales o, por el contrario, “refuerce una visión tradicional de la escuela que no es capaz de repensarse a sí misma” (Parcerisa, 2008:25).
Por ello, las administraciones educativas han de realizar un esfuerzo para modelar, cambiar, concretar y dar más coherencia a estas funciones, teniendo en cuenta las expectativas que están puestas en ellas. Un proceso que además, se ha de dotar de recursos materiales propios, de dedicaciones suficientes, y de una voluntad de mejora global de la acción educativa en la escuela.
Una definición de funciones que nos conduce, en segundo lugar, a la conveniencia por parte de la administración de especificar y priorizar las competencias que respondan mejor a la formación de los educador@s y a sus posibilidades, ofreciendo una cierta coherencia al perfil profesional. Si esto no ocurre, muchos de los profesionales que ya intervienen en centros, tendrán “problemas para encontrar su espacio y disponer del apoyo institucional suficiente para hacer su intervención” (Castillo, Galán y Pellissa, 2012:20).
El futuro de la Educación Social en la escuela está por escribir, y me atrevería a afirmar que por hacer. Y es que los educadores y las educadoras sociales no son elementos extraños al sistema educativo, nos especialistas que a modo de cirujanos intervienen para operar problemáticas y resolver enfermedades. Son algo más que eso. Son posibilidad de cambio y renovación de un sistema que a día de hoy, sufre graves carencias tanto en su sentido como en su capacidad para entomar y resolver los retos que la sociedad le plantea (Núñez, 1995).
Cerramos este escrito citando unas palabras de Flor Hoyos. Nos brinda una excelente reflexión que ayuda a sintetizar algunas de las afirmaciones y dificultades planteadas en este artículo. A nuestro parecer sirven para contextualizar muchas de las situaciones con que se encuentran los educador@s en los centros escolares. También para interpretar, entender y ubicar su labor no siempre fácil ni comprendida.
“Espero que los educadores sepamos finalmente superar la tendencia de actuar de eternos apaga fuegos, ambulancias de las urgencias. Espero que levantemos la vista del caso, de los comportamientos disruptivos. Espero que aspiremos decididamente a trabajar con todos, a trabajar finalmente desde la prevención, con programas abiertos y globales, a trabajar por el cambio, desde nuestra valiosa proximidad y en clave comunitaria. Sueño con una relación futura de igualdad entre las profesiones que se configuran como agentes educativos, donde todos seamos mahomas y montañas.” (Hoyos, 2006:23).
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1.- Psicopedagogo en el IES Pere Alsius (Banyoles, Girona). Consultor de los estudios de Grado de Educación Social de la Universitat Oberta de Catalunya. Correo electrónico: mi.castilloc@ceesc.cat