Jordi Navarro. Educador social.
A menudo, cuando los ciudadanos y los diferentes profesionales abordan la cuestión de los maltratos que sufren diferentes sujetos en nuestra sociedad, ponemos el acento en los maltratos infligidos directamente por unas personas sobre otras y obviamos, a mi parecer, los maltratos institucionales: un olvido de gran envergadura y gravedad.
Generalmente se asocia el maltrato con el contexto familiar y/o doméstico, pero es evidente que, además de este ámbito, los sujetos se desarrollan en diferentes ámbitos o espacios vitales. Es cierto que la incidencia y el predominio de maltratos son mayores en la familia y que la gravedad del daño es, igualmente más importante cuando tiene la familia como escenario. Sin embargo, eso no tiene que justificar el olvido o la falta de atención al maltrato sufrido, por ejemplo, en la escuela, en los centros sanitarios, en el juzgado o en la red de servicios sociales, aunque la responsabilidad es cualitativa y cuantitativamente diferente en estos casos.
Cuando el Estado, la Administración pública o cualquier institución asumen, de una forma o otra, la responsabilidad de una intervención con cualquier sujeto, implícitamente se está diciendo que se es capaz de atender mejor y respetando sus derechos. Por este motivo, las instituciones no pueden permitir el abuso y han de trabajar cotidianamente para evitar cualquier tipo de maltrato. Tanto es así que la eficacia en esta labor puede ser considerada como uno de los indicadores más poderosos de la calidad de la atención que la institución presta.
Se entiende por maltrato institucional cualquier legislación, programa, procedimiento o actuación por acción u omisión procedente de los poderes públicos, o bien, derivada de la actuación individual del profesional o funcionariado, que comporte abuso, negligencia, perjuicio de la salud, la seguridad, el estado emocional, el bienestar físico, la correcta maduración, o que vulnere los derechos básicos de las personas (Martínez Roig y Sánchez Marín, Barcelona, 1989).
Podemos decir que el maltrato institucional se produce cuando hay una acción derivada de la actuación individual del profesional o de las mismas normas de la institución, y que impide el mejor desarrollo del sujeto con el que interviene (condiciones de vida, necesidades y derechos). También se produce por omisión cuando, por falta de atenciones por parte de los profesionales o de las mismas instituciones de las que el sujeto depende para su desarrollo, existe cualquier deficiencia sobre sus condiciones de vida, necesidades y derechos.
En definitiva, podemos considerar que las instituciones también pueden ser agentes maltratadores si mediante nuestra actuación por acción o por omisión provocamos un daño significativo a un sujeto.
Si nos fijamos solo en la teoría, podemos pensar que el maltrato institucional es un concepto demasiado teórico y que difícilmente se produce en la práctica, en la realidad profesional cotidiana; pero, por desgracia, a menudo estamos más cerca de este tipo de maltrato de lo que creemos. Solo hace falta que leamos y reflexionemos con atención sobre algunas situaciones que exponemos a continuación:
Aunque, probablemente, cuando los profesionales lean estas situaciones, las consideren perjudiciales para el progreso integral de los sujetos a los que atienden, puede que otras personas puedan considerar que algunas de estas situaciones citadas no supongan un maltrato propiamente dicho, sino, simplemente, que no se llega al tratamiento óptimo, distinguiendo así, entre maltrato y el trato óptimo (ideal) y considerando que entre uno y otro hay muchas etapas intermedias.
Podríamos considerar atrevido decir si una u otra situación están más cerca del maltrato que del trato óptimo, ya que para ello se tendría que conocer la globalidad de los recursos y opinar sobre su distribución, momento en el que se iniciaría una discusión de opiniones variadas y diferentes, a menudo muy ideológica e impregnada de valores personales. Y eso debería quedarse en el ámbito de la reflexión, la ética y la conciencia de cada persona.
Estamos en una sociedad altamente tecnocrática, pragmática y mercantilista en que los servicios, también sociales, puedan llegar a ser un negocio. Desde esta perspectiva, el sujeto no es tanto una persona con necesidades como un cliente, una persona a la que se necesita para justificar la existencia de los mismos profesionales.
Según McKnight, J. (Barcelona, 1981), esta visión puede producir una serie de efectos incapacitantes:
Debemos ser muy conscientes de estos peligros para evitarlos y garantizar plenamente el derecho de los usuarios y no caer así en el maltrato institucional, porque, como apunta S. Barriga (1986) refiriéndose al profesional de la intervención social:
“Su labor exitosa concluye con la desaparición profesional. Es decir que su tarea debe ser considerada como provisional y supletoria de la autocapacitación del ciudadano para tomar las riendas de su destino, adoptando estilos de comportamiento saludables y solidarios”.
Si queremos prevenir el maltrato institucional, los educadores y educadoras sociales tenemos que asumir que hay diferentes niveles de responsabilidad; unos que dependen exclusivamente de nuestra intervención profesional y otros que dependen de la institución. En el primero de ellos es evidente que la responsabilidad de esta prevención y la posibilidad de evitar estos maltratos es absolutamente personal; en el segundo, tenemos que procurar incorporar, desde nuestras instituciones y en nuestra práctica profesional, diferentes mecanismos de prevención, como por ejemplo:
Una de las dificultades más importantes con relación al maltrato institucional es el hecho de que muchos profesionales viven estos déficits como algo normal, como un hecho cotidiano, y no se les otorga el valor que realmente tienen. Sin embargo, nosotros no podemos aceptar el conformismo en estas situaciones y si, a pesar de los mecanismos de prevención de los que acabamos de hablar, el maltrato institucional no se puede evitar, tenemos que implicarnos. No podemos mostrarnos pasivos, ya que también formaremos parte de este maltrato de forma encubierta (por omisión), estaremos llevando a cabo maltrato institucional y nos convertiremos en maltratadores de una forma u otra, evidentemente con diferentes grados de responsabilidad.
No se trata de angustiarnos, de dejar de trabajar o de sentirnos impotentes, se trata de informar adecuadamente a las instituciones para sensibilizarlas, hacer comentarios con los compañeros sin miedo, hacer patentes y públicas las anomalías a las entidades responsables desde la institución en la que trabajamos (reuniones, informes, memorias, etc.). Y si la importancia lo justifica y lo merece, tenemos que buscar los canales para que estos hechos trasciendan en el día a día, a través de estamentos como el mismo colegio profesional (tendría que dotarse de mecanismos para hacer frente a este tipo de maltrato), otros colectivos ciudadanos o informando a la opinión pública, pero evitando sensacionalismos que no ayudarán a resolver el problema.
Es en estos momentos cuando el educador social ha de ser consciente y hacer frente a situaciones en las que ha de abandonar su propio papel integrador y asumir como trabajo propio la protesta con propuesta (Pacheco, 1996) o la protesta fundamentada (Renes, 1988). Eso es, la denuncia acompañada de soluciones.
El realismo en la práctica del educador y de la educadora social se ha de entender como una búsqueda continua de alternativas y de soluciones reales, pero nunca como una aceptación ciega o resignación, y menos ante la detección y la práctica de un maltrato institucional. En este sentido, cualquier tipo de explotación, especialmente aquellas que la sociedad tradicionalmente ha considerado como “males menores” y que en mayor o menor grado ha permitido, es un área ante la cual ningún profesional debe quedarse callado.
¿Cómo actuar en defensa de los sujetos cuando somos conscientes de la existencia de un maltrato institucional? Incluso si la situación nos obliga, deberemos oponernos a la institución y tener claro que esta oposición es legítima y éticamente exigible; aún así, no tenemos que precipitarnos, actuar a la ligera o sin reflexionar. Hay algunas pistas que nos pueden orientar a la hora de discernir si la oposición a la institución o la denuncia pública son una buena herramienta.
Evidentemente, no hay que ser ingenuos: tenemos que ser conscientes de los riesgos profesionales y sociales que se asumen haciendo esto y tenemos que ser responsables de las consecuencias previstas e imprevistas que se deriven de nuestra actuación.
Una última reflexión. ¿Responde la Fiscalía con eficacia y agilidad en el abordaje de estos maltratos? ¿Existen antecedentes de actuación en el Ministerio Fiscal ante este tipo de maltratos? Quizás fuera necesario y conveniente que incluso hubiera una intervención de la justicia en todos estos temas que siempre partiera de una denuncia que habría que demostrar y fundamentar con pruebas y, esto, pasa muy pocas veces.
Puede ser que algún día lleguemos a ver una cosa parecida a la que existe en Puerto Rico, donde existe una Unidad de Maltrato Institucional que investiga y procesa criminalmente a cualquier persona adulta, trabajadora del Estado, a la cual se le impute la comisión de abuso físico, emocional, sexual y/o negligencia u omisión del cumplimiento de su deber. De todas maneras, antes de llegar hasta este punto, simplemente, trabajaremos para evitar el maltrato institucional.