Fernando Fantova, consultor social
El artículo comienza con un intento de resumen de lo que sabemos acerca de la manera en la que se configuran, histórica y socialmente, las actividades profesionales y las disciplinas científicas. Se identifica posteriormente el trabajo social, la educación social y la psicología de la intervención social como las grandes disciplinas y profesiones que configuran los servicios sociales y, también, la intervención social que se hace en otros ámbitos sectoriales en nuestro entorno. Se recogen posteriormente algunas claves que ayudan a analizar el contexto en el que se desenvuelven hoy los servicios sociales en España y algunas líneas de avance en procesos de diseño normativo y estratégico de sistemas públicos de servicios sociales en nuestro entorno. Se finaliza proponiendo algunas premisas, contenidos y procesos para la definición y posicionamiento de las profesiones de la intervención social, hoy y aquí. El artículo reelabora y remezcla fragmentos de textos anteriores del autor.
The article begins with an attempt to summarize what we know about the way in which professional activities and scientific disciplines are configured historically and socially. Social work, social education and the psychology of social intervention are subsequently identified as the great disciplines and professions that make up social services and, also, the social intervention that is done in other sectoral areas in our environment. Some keys are subsequently collected that help to analyze the context in which social services are developed today in Spain and some lines of progress in normative and strategic design processes of public social service systems in our environment. It ends by proposing some premises, content and processes for the definition and positioning of the social intervention professions, today and here. The article re-elaborates and remixes excerpts from the author’s previous texts.
Las profesiones son construcciones sociales e históricas, precipitados de conocimientos, prácticas, regulaciones e instrumentos, reconocidas por parte de sus destinatarias, de la sociedad y de las autoridades políticas (Urteaga, 2008: 175-176). Cabe entender las profesiones como instituciones que emergen en un campo de fuerzas en el que se relacionan entre sí diversos agentes y, al menos: las personas que se reclaman, en cada caso, como profesionales; las organizaciones capacitadas para formarlas y para acreditar su capacitación; y las organizaciones que encuadran o, en su caso, emplean a las profesionales.
Se diría que una actividad u ocupación humana es considerada como oficio cuando se incorpora al tráfico de las transacciones económicas y va siendo afectada por regulaciones públicas específicas; procesos mediante los cuales se van configurando los que cabe denominar ámbitos de actividad (o ramas sectoriales o sectores económicos), en los que determinadas profesiones pueden ser predominantes y que tienen sus correspondientes ramas o pilares (y órganos o departamentos) de política pública responsables. Parecería que, para que a un determinado oficio lo llamemos profesión, le pedimos un plus de conocimiento disciplinar y compromiso ético. Se diría que, idealmente, es profesional aquella persona que profesa, que (simbólicamente) hace unos votos, que adquiere un compromiso moral individual e intransferible, más allá, incluso de lo que le ordene su empleadora o las autoridades políticas (Bunge, 1999: 394).
Las profesiones y sus más o menos correspondientes disciplinas (entendidas como áreas de conocimiento científico o como áreas de conocimiento basadas en otras reconocidas como científicas) se construyen, en todo caso, en dinámicas de redes en las que pueden coexistir y dialogar diversos tipos de conocimiento (como: ético, científico, tecnológico y práctico) y en las que podrían ejercer colaboración y tracción entre sí, por ejemplo: las universidades, otros centros formativos, centros de investigación, instituciones reguladoras, prestadoras de servicio, institutos de evaluación, entidades acreditadoras o certificadoras, organizaciones profesionales y científicas, defensorías de derechos, agencias de difusión, consultoras, entidades asociativas ciudadanas, industrias auxiliares u otros agentes, en el marco, idealmente, de estrategias públicas, sectoriales e intersectoriales, de investigación, tecnología e innovación. La legitimidad de los diferentes tipos de conocimiento y agentes es subrayada cuando se señala que,
“el dilema del rigor o la relevancia puede ser resuelto si podemos desarrollar una epistemología de la práctica que sitúe la resolución técnica del problema dentro del contexto más amplio de una indagación reflexiva, muestre cómo la reflexión desde la acción puede ser rigurosa por propio derecho y vincule el arte de la práctica, en la incertidumbre y el carácter único, con el arte de la investigación del científico” (Schön, 1988: 73).
Se ha puesto el ejemplo de la medicina o la ingeniería como “sociotecnologías” altamente científicas, es decir, disciplinas orientadas a la acción (a la transformación de la realidad más que a su explicación) muy basadas en conocimiento científico (Bunge, 1999: 417).
Si se está diciendo que los ámbitos de actividad y las profesiones y disciplinas que actúan en su seno son instituciones históricas y contingentes, cabe decir que especialmente históricas y contingentes, así como discutidas y conflictivas, son las fronteras entre unas y otras actividades, sectores, profesiones y disciplinas. Por ello se ha dicho, por ejemplo, que “toda disciplina científica inventada para llenar un hueco interdisciplinario agrava el problema de la interdisciplinariedad en justo una disciplina más” (Wagensberg, 2002: 74). Seguramente, si comparamos los procesos actuales de emergencia de actividades, sectores, profesiones y disciplinas con los acontecidos en otros momentos de la historia, cabe decir que se trata de procesos más dinámicos, más rápidos y más interactivos, porque, “aunque hay razones para mostrarse escépticos frente a los anuncios de cambios de época, al menos nadie discutirá que se observan cambios graduales en dirección a una centralidad del conocimiento en nuestras sociedades” (Innerarity, 2011: 56).
Si nos centramos en el ámbito de los servicios a las personas, a la hora de delimitar las fronteras entre las actividades profesionales, podríamos tomar como referencia las necesidades y capacidades individuales, entendidas como aquellas diferentes parcelas en las que cabe clasificar las relaciones que los seres humanos han de mantener con su entorno para vivir. Necesidades y capacidades y los correspondientes bienes (Donati, 2017: 8-9) que van desde la respiración a la movilización, desde la alimentación hasta la seguridad frente al daño físico, desde la conservación o recuperación de la salud hasta la incorporación de conocimientos o valores compartidos. El desarrollo social parece ir de la mano del surgimiento de servicios profesionales que contribuyen de diferentes maneras a que las personas podamos ejercer la capacidad de dar respuesta a dichas necesidades y la especialización sería el proceso social y cognoscitivo mediante el cual identificamos profesiones y profesionales adecuadas para cada una de las necesidades y capacidades que sentimos o tenemos.
La otra cara de la moneda del proceso de especialización es el de integración, pues tan necesario es que las personas que nos atiendan sepan cada vez más sobre aspectos parciales de nuestras necesidades y capacidades y de cómo abordarlas como que los servicios profesionales se organicen teniendo en cuenta que la persona portadora de las necesidades y capacidades es una, que las diferentes necesidades y capacidades están integradas en ese ser humano único. Ciertamente,
“toda actividad humana organizada (desde la formación de piezas de barro hasta el envío del hombre a la luna) plantea dos requisitos, a la vez fundamentales y opuestos: la división del trabajo en distintas tareas que deben desempeñarse y la coordinación de las mismas. La estructura de la organización puede definirse simplemente como el conjunto de todas las formas en que se divide el trabajo en tareas distintas, consiguiendo luego la coordinación de las mismas” (Mintzberg, 1991: 269).
Es esta necesidad de integración la que, a partir de los procesos operativos de servicio para dar satisfacción a necesidades individuales, va generando, por ejemplo, procesos de gestión y de gobierno y las correspondientes actividades administrativas o directivas, también de carácter profesional.
Como todo sistema social, esas instituciones que llamamos profesiones tienen y construyen autonomía, es decir, capacidad de darse normas y sostenerse en el tiempo. Sin embargo, lógicamente, se ven afectadas por cambios de todo tipo, pues “el cambio inherente a la vida profesional es multidireccional, discontinuo, endógeno, múltiple y difícilmente previsible” (Urteaga, 2008: 171). La ocupación de aguador fue perdiendo fuerza a medida que se extendieron los sistemas de abastecimiento de agua a las casas a través de tuberías. El oficio de linotipista va desapareciendo cuando, en las imprentas o los periódicos, lo hacen las máquinas que le dan nombre. Limitada pervivencia cabe prever, por ejemplo, para las profesiones que se basan en la traducción de un idioma a otro. Y así sucesivamente.
Cabe remitir a un artículo reciente (Fantova, 2018) para justificar la elección de denominar intervención social a la actividad definitoria que tiene lugar en el ámbito de actividad de los servicios sociales (aunque tenga lugar, como actividad auxiliar, en otros sectores económicos) y la identificación del trabajo social, la educación (y pedagogía) social y la psicología de la intervención social como las tres grandes disciplinas y profesiones de rango universitario que configuran y nutren hoy en España la realización de la intervención social y la prestación de servicios sociales.
Tampoco cabe extenderse aquí en la explicación de la manera en la que se llega a la comprensión propositiva de la intervención social como actividad (y los servicios sociales como ámbito de actividad) cuyo objeto es la protección y promoción de la interacción, entendida como el ajuste dinámico entre la autonomía funcional para las decisiones y actividades de la vida diaria y la integración relacional primaria de carácter familiar y comunitario. Según esta visión, la intervención social y los servicios sociales estarían llamados, necesariamente, a abandonar su posicionamiento residual según el cual podían hacerse cargo de muy diferentes necesidades individuales (desde alojamiento a alimentación, desde educación hasta salud) de personas excluidas por los sectores convencionales de abordaje de tales necesidades y orientarse, como intervenciones y servicios potencial o realmente universales, a esa parcela que se acaba de identificar, para todas las personas.
Ciertamente, interacción es un término central en el mundo del trabajo social, cuando se afirma, por ejemplo, que “el objeto de intervención del trabajo social es la interacción entre el sujeto en situación de necesidad y/o en situación-problema y su entorno social” (Aguilar, María José, 2013: 53). Mary Richmond, pionera del trabajo social, decía que
“el diagnóstico social, entonces, puede ser descrito como el intento de hacer una definición, lo más exacta posible, de la situación y personalidad de un ser humano con alguna necesidad social; de su situación y personalidad, esto es, en relación con otros seres humanos de los que de alguna manera depende, o los que de alguna manera dependen de él, y en relación también con las instituciones sociales de su comunidad” (Richmond, 1917: 357-358).
Se ha dicho, por otro lado, que
“la Psicología de la Intervención Social es un conjunto de saberes y prácticas fundamentadas en la ciencia del comportamiento humano que se aplican a las interacciones entre personas, grupos, organizaciones, comunidades, poblaciones específicas o la sociedad en general, con la finalidad de conseguir su empoderamiento, la mejora de su calidad de vida, una sociedad inclusiva, la reducción de las desigualdades y el cambio social. Todo esto mediante estrategias proactivas y preventivas que dinamizan y favorecen la participación de personas y comunidades y tienen en cuenta la diversidad humana” (López-Cabanas y otras, 2017: 10).
Por último, cabe recordar que, en la bibliografía sobre pedagogía y educación social se hace referencia a la dimensión “relacional, convivencial, comunitaria” de la “vida cotidiana” como “escenario” de la intervención (Caride, 2016: 101) y a la “acción sistemática que moviliza los recursos del entorno para favorecer el desarrollo de la sociabilidad del sujeto, promoviendo su autonomía y participación crítica en la sociedad” (Melendro, 2011, 198), recordando que las personas son “seres de necesidades, que deben satisfacerse en la interacción con otros” (Caride, 2016: 98) en un “marco sociocultural determinado” (Melendro, 2011: 199). Ciertamente, las tres disciplinas evocadas y sus profesionales constituyen y deben constituir comunidades de conocimiento y de práctica de la intervención social con otras áreas de conocimiento y profesiones, incluidas muchas de carácter técnico y auxiliar, necesarias todas ellas en los procesos de intervención social.
Se plantea, por tanto, una visión sectorial de los servicios sociales como aquellos que se especializan en unas determinadas necesidades y capacidades individuales universales, las que tienen que ver con los cuidados, apoyos y, en general, las intervenciones precisas para mejorar o complementar el ajuste entre nuestra capacidad para tomar decisiones y realizar actividades de la vida diaria y los soportes que en dicha convivencia cotidiana recibimos a través de nuestras relaciones primarias de carácter familiar y comunitario. La rama de los servicios sociales forma parte (junto con otros, como el sanitario o educativo) del conjunto de ámbitos de actividad que, convencionalmente, se consideran prioritarios para el bienestar de las personas, regulados por las políticas denominadas sociales. Sólo que ya no sería visto como un camión escoba residual subsidiario del resto de ramas (como las citadas u otras, dedicadas al empleo, al alojamiento o a la subsistencia material), sino un ámbito (o pilar) sectorial más, con su propia necesidad y capacidad específica de referencia.
Esta propuesta de objeto para los servicios sociales (que va siendo adoptada en algunos lugares) hunde sus raíces en una parte de la realidad actual de los servicios sociales y pretende ser una guía para su reconversión en el marco de un rediseño transformador del sistema de bienestar dentro de una dinámica exploratoria de construcción de renovados contratos sociales (en un contexto de crisis sistémica del contrato sociolaboral extractivo y patriarcal y su correspondiente Estado de bienestar). No es, desde luego, una apuesta segura, pero puede ser vista como una opción razonable. Fenómenos emergentes o resistentes como la crisis de los cuidados (especialmente de los prolongados y complejos), la soledad no deseada, la violencia de género, el maltrato intrafamiliar, la convivencia comunitaria conflictiva o la fecundidad inferior a la deseada invitan a valorar esta opción o apuesta como una de las posibles.
Parece claro que este giro percibido y planteado en los servicios sociales y la intervención social necesita y, a la vez, potencia, la profesionalización de las actividades y la construcción de conocimiento disciplinar. Porque el saber que no se produzca o valide en la dinámica de las comunidades y redes de conocimiento no puede, por definición, ser aportado o consensuado en procesos de asociacionismo profesional, gestión administrativa, gobernanza política o regulación jurídica. No cabe confundir procesos como la elaboración de un decreto, un manifiesto profesional, un programa político o un pliego de condiciones para un contrato (que se apoyan en el conocimiento, pero no se rigen por las reglas de la comunidad de conocimiento) con procesos de investigación científica, pilotaje de tecnologías, elaboración de guías de práctica clínica, sistematización de buenas prácticas, evaluación de programas, diseño de protocolos, transferencia de conocimiento o construcción de instrumentos de diagnóstico (propios de las redes de conocimiento).
Por otra parte, se ha de reconocer que el cuerpo de conocimiento y tecnología de las disciplinas y profesiones realmente operantes, hoy y aquí, en el ámbito de los servicios sociales y la intervención social aparece, como no podría ser de otra manera, notablemente fragmentado en función de los grandes colectivos poblacionales para los cuales se han organizado en las últimas décadas, en gran medida, los servicios sociales (como menores en riesgo o situación de desprotección, personas con discapacidad, personas mayores u otros). Sin embargo, estos colectivos clásicos, en el mejor de los casos, podían constituir una segmentación coherente con una asistencia social residual orientada al control social institucionalizado en una sociedad tradicional, pero resultan inadecuados y disfuncionales como criterio de segmentación para unos servicios sociales que pretendan proteger y promover la interacción de todas las personas en la sociedad actual.
La dinámica de especialización y de fragmentación de las cadenas de valor en eslabones (actividades y procesos, visibles o no para las personas destinatarias) es fundamental para la eficacia y eficiencia en cualquier ámbito sectorial y actividad profesional. Lógicamente, para que la historia de este renovado ámbito de actividad de los servicios sociales (y, en su seno, la de la intervención social) sea una historia de éxito, será necesario que se vayan configurando en su interior cadenas de renovados o nuevos apoyos y servicios que posibiliten itinerarios de consecución de resultados más valiosos para más personas. En esos itinerarios las personas destinatarias se irán encontrando con diferentes especialistas de distintas cualificaciones relacionadas con diversas áreas de conocimiento, entendiendo la especialización como la ampliación o profundización del conocimiento acerca de los diversos aspectos, dimensiones, dinámicas, perfiles o instrumentos a considerar en la realización de un proceso; en este caso, la intervención social (y no, por tanto, como pretendida especialización en supuestos colectivos poblacionales).
A la vez, como se decía antes, tan necesaria será la especialización de cada una de las profesiones y disciplinas, y en su interior, como la integración intra e interprofesional e interdisciplinar, tanto dentro de la rama de los servicios sociales como en los otros ámbitos de actividad en los que operan las profesiones de la intervención social. En las redes de práctica y conocimiento, las comunidades sectoriales (como la de los servicios sociales) son interprofesionales e interdisciplinares. A la vez cada una de las comunidades disciplinares y profesionales (las del trabajo social, la educación y pedagogía social y la psicología de la intervención social y general) es intersectorial (pues, aunque muchos profesionales estén en servicios sociales, también hay presencia en otros ámbitos de actividad).
En nuestro país, en todo caso, no es equivalente el grado de desarrollo del sector económico de los servicios sociales o, en su seno, el del sistema público de servicios sociales, con el que tienen otros de los considerados académica o legislativamente como fundamentales para el bienestar, como, por ejemplo, los sectores económicos de los servicios de salud o educación o sus correspondientes sistemas públicos. Una de las manifestaciones de este menor grado de desarrollo es, posiblemente, la existencia de diferentes maneras de denominar a los servicios sociales (y a partes de ellos) que encontramos en diferentes territorios y Administraciones o que, en éstas, frecuentemente, no los encontremos unidos organizativamente sino fragmentados y, a su vez, mezclados con otras actividades. De igual modo, daría cuenta de esta relativa inmadurez o fragilidad de nuestros servicios sociales la falta de delimitación terminológica e identidad técnica presente en la literatura al respecto (Fantova, 2017).
Así, como muestra de la confusión existente en torno a las necesidades objeto de los servicios sociales, cabe aportar los resultados de una reciente investigación sobre la comprensión de la situación problema en la práctica del trabajo social en los servicios sociales de atención primaria de Mallorca,
“señala que la comprensión de la situación problema se muestra superficial, con una baja práctica de criterios de intervención que evalúen significados, fortalezas, soluciones intentadas y sistemas implicados, no confía suficientemente en la aplicación de técnicas de análisis fundamentales y no considera en profundidad la puesta en juego de los conocimientos del propio profesional” (Cardona y otras, 2017: 149).
Hay que notar, sea como fuere, que nuestros servicios sociales (públicos o financiados con fondos públicos, pues apenas hay servicios privados que se consideren a sí mismos como servicios sociales) todavía están posicionados, en buena medida, como encargados de referencia para una atención relativamente integral (o, en su defecto, para la entrega de dinero en el caso) de situaciones complejas de exclusión social o de riesgo de exclusión social. Así lo señala Manuel Aguilar cuando recuerda que “lo que llamamos servicios sociales son un híbrido, un campo en proceso de transformación desde el antiguo nivel de la beneficencia o la asistencia social hacia un nuevo sector o pilar del Estado de bienestar” (Aguilar, 2014: 19). Sin embargo hay tres importantes procesos de cambio social en curso que convierten en inviable, a corto plazo, este posicionamiento.
El primero es la ruptura digital del contrato sociolaboral de la sociedad industrial que garantizaba (o, al menos, prometía), a través del empleo remunerado y de la seguridad social contributiva, cierta satisfacción de necesidades de la clase trabajadora. Pensemos que la agenda en política social del gobierno de Zapatero, hace poco más de diez años, se pudo centrar, al menos por un tiempo, en los servicios sociales de prevención y atención a la dependencia funcional o en el cuidado infantil (con el cheque bebé), mientras que ahora se habla más prioritariamente de cuestiones que en aquellos momentos se creyeron relativamente encarriladas como las pensiones o ingresos mínimos o la vivienda. Síntoma, posiblemente, de que la precariedad laboral, residencial o económica es cada vez menos abordable como un fenómeno coyuntural y excepcional del que puede hacerse cargo una pretendida “última red” de protección social general.
En segundo lugar, nos hallamos en una crisis sistémica de la familia heteropatriarcal y extensa imbricada en comunidades homogéneas como red relacional primaria proveedora de cuidados (Pérez Orozco, 2014: 212-213) y acompañamiento, lo que se expresa en la fuerte emergencia de problemas sociales como la crisis de los cuidados (especialmente en las etapas iniciales y finales de la vida), el aislamiento relacional y la soldad no deseada, el maltrato y las violencias de género e intergeneracionales o las tensiones en la convivencia intercultural en el territorio (territorio, por otra parte, amenazado ambientalmente). Estos problemas, que eran abordados por los servicios sociales como situaciones propias de colectivos vulnerables o minorías excluidas adquieren ya una magnitud que puede llegar a afectar a nuestra propia configuración, identidad y dignidad como seres humanos interdependientes.
Por último, en tercer lugar, nos encontramos en una sociedad del conocimiento científico y la especialización tecnológica, en la que, cada vez más, las personas, organizaciones o instituciones son exitosas o se tornan obsoletas en función de su capacidad de innovación, entendida como destrucción creativa. En ese contexto, funciones como la asignación de dinero para la subsistencia y el control de las personas que lo reciben son vistas cada vez menos como correspondientes a profesionales y servicios de intervención social. A la vez, la ciudadanía aprende a distinguir para qué necesidades admite o desea una prescripción facultativa y una autoridad pública y para cuáles prefiere, más bien, ejercer su autonomía moral y capacidad de elección. Hoy por hoy, para muchas necesidades a las que pretenden dar respuesta los servicios sociales, gran parte de la población prefiere dinero en función de criterios fácilmente objetivables para pagar, por ejemplo, por servicio doméstico, alojamiento o determinados productos en lugar de servicios sociales bajo prescripción y seguimiento de profesionales de la intervención social.
Si estos tres procesos de cambio tienen la envergadura y el sentido indicados, los servicios sociales no están llamados a un crecimiento de sus actuales estructuras o a pequeñas reformas sino a una verdadera transformación y reinvención, a partir de apuestas estratégicas. Se puede utilizar la metáfora de la ciaboga para referirse al complejo proceso de transformación de la asistencia social residual en unos servicios sociales sectoriales y, por más que no pueda decirse que dicha maniobra esté completada, o siquiera enrutada, en nuestro entorno, no cabe duda de la apuesta expresa por la universalidad de los servicios sociales que ha realizado la comunidad de práctica y conocimiento y la normativa jurídica de los servicios sociales.
Quien tenga, hoy y aquí, la responsabilidad de legislar sobre servicios sociales ha de comprender que se encuentra, seguramente, ante la tercera política social en envergadura presupuestaria en nuestras comunidades autónomas, después de la sanitaria y la educativa, con la responsabilidad añadida de que no cuenta, como en esos dos casos, con una específica legislación básica de ámbito estatal en la que apoyarse.
En segundo lugar, si asume la responsabilidad de normar los servicios sociales como derecho universal subjetivo y exigible, se encuentra, ineludiblemente, ante el reto de identificar el objeto y el perímetro de este derecho social universal, diferenciándolos del objeto y perímetro que tienen otros derechos sociales universales o, en todo caso, otros ámbitos de política pública claramente establecidos, como pueden ser el sanitario, el educativo, el de la garantía de ingresos para la subsistencia material, el de las políticas activas de empleo o el de la vivienda y el urbanismo. No se niega que los sistemas públicos de servicios sociales puedan, al menos por un tiempo o de forma subsidiaria o complementaria, seguir conteniendo prestaciones o servicios propios de esos otros ámbitos, pero parece claro que éstos no pueden formar parte definitoria o constitutiva del perímetro u objeto que es considerado propio de los servicios sociales y garantizado como derecho universal por su legislación.
Cabe decir, en tercer lugar, que no es fácil legislar sobre un ámbito de política pública en transición (o reconversión), como es el de los servicios sociales. En transición porque, por definición, ya no pueden seguir siendo la asistencia social o última red general que eran (puesto que se han declarado como pilar universal del sistema de bienestar), pero, a la vez, porque hemos de reconocer que no hay un conocimiento y consenso suficientes para saber a dónde lleva esa reconversión ni en qué medida está en marcha. Aquí, entonces, aparece el concepto de maniobrabilidad, es decir, de hacer leyes sencillas que den margen de maniobra a los gobiernos y a los ecosistemas de agentes para avanzar, sobre la base del conocimiento y el consenso, hacia ese nuevo modelo inédito de servicios sociales.
En todo caso, y en cuarto lugar, lo que sí parece necesario que garanticen las leyes de servicios sociales es un conjunto de apoyos que claramente pertenecen a este ámbito (con su correspondiente prescripción facultativa por parte de profesionales de la intervención social), un modelo de integración vertical (es decir, de superación de la fragmentación y disfunciones entre niveles institucionales) (Ortún-Rubio y López-Casasnovas, 2002: 7), un planteamiento de la integración horizontal (es decir, de suficiente simetría entre los diferentes pilares del sistema de bienestar, en el territorio y la comunidad), un sistema de gobernanza compleja (es decir, de sinergia entre los diversos agentes que tienen algo que decir en este ámbito), una solución de financiación (que acabe con el efecto disuasorio que el actual copago representa para el ejercicio del derecho que se declara) y, especialmente, una articulación de la gestión del conocimiento, la tecnología y la innovación, piedra angular imprescindible para el éxito de la operación de construcción de este nuevo pilar del sistema de bienestar. Rick Muir y Harry Quilter-Pinner, por ejemplo, señalan que
“el desarrollo comunitario basado en activos es un modelo (…) que se basa en los activos que ya se encuentran en la comunidad y moviliza a individuos, asociaciones e instituciones para que se reúnan para lograr objetivos compartidos. El objetivo es ayudar a las personas en el momento adecuado, comenzando con recursos basados en la comunidad, en lugar de esperar hasta que una persona termine con necesidades graves y accediendo a servicios como los de atención de emergencia o residencial, generalmente a un alto costo” (Muir y Quilter-Pinner, 2015: 28).
Por último, quien legisla sobre servicios sociales hoy y aquí debe lograr que la representación institucional de los diferentes colectivos poblacionales, profesionales, empresariales o de otra índole interesados en los servicios sociales sean suficientemente flexibles y comprendan que, sólo si todos ellos se replantean algunas de sus conquistas o pretensiones, es posible construir los nuevos servicios sociales que necesitamos.
Partimos, entonces, de una mirada sobre nuestros servicios sociales como un ámbito de actividad sometido a restricciones y demandas contradictorias. Posiblemente los servicios sociales de responsabilidad pública tienen un posicionamiento difícilmente sostenible y crecientemente ineficiente, en la medida en que están formateados, en buena medida, para racionar dinero para la subsistencia a personas en situación de emergencia económica y para hacerse cargo globalmente o casi globalmente de la vida de personas cuyas limitaciones funcionales y de relaciones primarias compromete su supervivencia (mayoritariamente mediante asistencia directa por parte de personal de baja cualificación).
Sea como fuere, necesariamente, estamos ante la necesidad de una estrategia de reconversión que necesita apoyarse en el conocimiento y la innovación. Al modo de las personas con responsabilidad política que lideraron el proceso que condujo a llevar los primeros astronautas a la Luna (Mazzucato, 2016), se propone la audacia política de entender que la misión de construir unos servicios sociales públicos que traten la interacción de todas las personas como un bien público justifica la implicación de los poderes públicos en la creación del conocimiento y el impulso a la innovación que necesitamos para dichos servicios sociales, pues no sabemos todavía lo suficiente como para tener dichos servicios sociales (aunque les dedicáramos mucho más dinero del que ahora les dedicamos).
¿Cómo podría ser esa reconversión basada en el conocimiento? En nuestros servicios sociales predomina el saber práctico o saber hacer y ello es en parte lógico pues cualquier servicio profesional es en buena medida saber práctico, saber hacer o saber experto. Hay también una buena dosis de saber ético (saber filosófico, saber ideológico, saber normativo, saber político). Sin embargo, cabe decir que en ese cóctel faltan en buena medida otros dos ingredientes: el saber científico y el saber técnico (tecnología). Comparativamente, podemos decir que nuestra intervención social está poco basada en la evidencia y es poco intensiva en tecnología. La tarea sería, entonces, sin perder y potenciando el saber práctico y el ético, incrementar la proporción y el impacto de la ciencia y la tecnología en el ámbito de los servicios sociales.
Pues bien, posiblemente, el mayor problema que tenemos en este momento para ello es la fragmentación del ecosistema de agentes, de la (deseable) comunidad de conocimiento para los servicios sociales. Dicha fragmentación es, como hemos dicho, una fragmentación o separación del conocimiento en función de los colectivos poblacionales en los que tradicionalmente (y, en buena medida, actualmente) se ha estructurado la atención de los servicios sociales, segmentos de población que estructuran buena parte de la prestación de servicios sociales, especialmente en las organizaciones del tercer sector y las privadas. Pero también es una fragmentación o separación entre las disciplinas o áreas de conocimiento en las que se forman las profesionales que trabajan en los servicios sociales: entre las grandes disciplinas presentes en la universidad (trabajo social, educación social y psicología), entre la formación universitaria y la formación que se obtiene en otras instituciones; entre las comunidades (colegios) profesionales, entre las asociaciones científicas y así sucesivamente.
Frente a los agentes que tienen incentivos o inercias para mantener la fragmentación, es débil la acción de agentes que, como determinados Departamentos (o partes) de instituciones públicas, ciertas organizaciones dedicadas al conocimiento (observatorios, centros de estudios, consultoras o divulgadoras) u otras, sí toman el conjunto del ámbito como referencia. Además, aquí se produce el problema de la ambigüedad o confusión en cuanto al perímetro de actividad que se identifica (a veces más amplio, a veces más restringido, a veces sesgado, por la polisemia de la palabra “social”) y también las confusiones o ambigüedades en lo que tiene que ver con la distinción y conexión entre el conocimiento sobre la cadena básica de valor o actividad operativa (intervención social), sobre la gestión y sobre el gobierno (y las disciplinas correspondientes). En este contexto, algunas propuestas estratégicas para avanzar podrían ser:
1. Potenciar en las personas con responsabilidad política en materia de servicios sociales la conciencia de la necesaria reconversión tecnológica con base científica de los servicios sociales.
2. Priorizar la investigación, diagnóstico, estratificación y evaluación que ayude a identificar las necesidades, recursos, capacidades y efectos que corresponden al objeto específico de los servicios sociales (no cabe integración horizontal si previamente no hay identidad como rama).
3. Apoyar la innovación tecnológica y social que permita visualizar y visibilizar los servicios sociales como rama, su impacto preventivo y su integración horizontal con otros ámbitos de actividad (singularmente vivienda/urbanismo y salud) en la comunidad y el territorio.
4. Favorecer los espacios de encuentro y colaboración entre referentes y productoras de conocimiento de las distintas disciplinas/profesiones y colectivos poblacionales.
5. Impulsar dinámicas tripartitas en las que participen proveedoras, instituciones políticas y agentes especializados en conocimiento.
5. Conectar las dinámicas locales de investigación, desarrollo e innovación en servicios sociales con las dinámicas internacionales generales de ciencia y tecnología desde apuestas de país.
La alternativa a unos servicios sociales como rama especializada en un objeto (necesidades y capacidades) de valor universal y de alto valor añadido sobre la base del conocimiento científico y la innovación tecnológica es, posiblemente, su disgregación en y la absorción o subordinación de diferentes partes de los actuales servicios sociales con predominio, posiblemente, del racionamiento de prestaciones económicas (para la subsistencia material, para el alojamiento o para los cuidados primarios o profesionales, fundamentalmente) basadas en criterios administrativamente objetivables (sin mediar, por tanto, diagnóstico o evaluación ni prescripción facultativa).
En este marco, a la hora de aportar algunas propuestas a las tres grandes comunidades y redes profesionales y disciplinares que se han identificado (trabajo social, educación social y psicología de la intervención social), se parte de las siguientes premisas, obviamente discutibles y que, simplemente, se enunciarán:
Ninguna de las tres disciplinas y profesiones está en condiciones de conseguir una posición de hegemonía frente a las otras en el ámbito de los servicios sociales y en la práctica de la intervención social.
1. Ninguna de las tres disciplinas y profesiones puede renunciar a su papel en los grandes subprocesos del proceso de intervención social, tales como el diagnóstico, la prescripción facultativa, la planificación participativa, la ejecución de la intervención o la evaluación de la intervención.
2. Ninguna de las tres profesiones y disciplinas puede aceptar una posición subordinada a otra de ellas.
3. Ninguna de las tres disciplinas y profesiones puede renunciar ni a la dimensión individual ni a la dimensión colectiva de la intervención social.
4. Ninguna de las tres disciplinas o profesiones puede considerar las actividades de gestión o gobierno (o, dicho de otra manera, las actividades administrativas o directivas), tales como dar información, registrar información, transmitir información o coordinar a personas, como propias o características de su actividad profesional de intervención social.
5. Ninguna de las tres disciplinas y profesiones puede renunciar a ningún segmento poblacional destinatario, se defina como se defina (por edad, por capacidad funcional, por grado de inclusión relacional o por otro criterio).
A partir de estas premisas, parece destinada al fracaso cualquier estrategia basada en repartir entre las tres profesiones o disciplinas las actuales operaciones realizadas en los servicios sociales o en los procesos de intervención social realmente existentes. Más bien se trataría de explorar y explotar oportunidades en el proceso de construcción de unos nuevos servicios sociales y una nueva intervención social, cada vez más basadas en el conocimiento y de mayor valor añadido universal. Si se acepta la metáfora de la ciaboga, es decir, si se entiende que la intervención social y los servicios sociales estarían transformándose desde su condición residual a un posicionamiento sectorial, la innovación en la intervención social y los servicios sociales es, en buena medida, un proceso de redefinición del perímetro sectorial y por tanto de las fronteras de los servicios sociales (donde las profesiones y disciplinas de la intervención social son predominantes) con otros sectores de actividad (en los que también están presentes).
La propuesta tentativa, entonces, sería que cada una de las tres profesiones y disciplinas trabajara más en alguna de las interfaces en las que se produce la redefinición de ese perímetro: así, por ejemplo, el trabajo social podría investigar, desarrollar e innovar más cerca de la frontera con los sectores de la vivienda y de la garantía de ingresos para la subsistencia material; la educación (y la pedagogía) social podría explorar alternativas de intervención más cerca de la frontera con empleo y educación; y la psicología podría desplegar su capacidad de creación e impulso, por ejemplo, más cerca de la frontera con los servicios sanitarios. Ello podría, por cierto, contribuir a un debate al interior de cada comunidad disciplinar y profesional, dado que, por ejemplo, en el seno de la educación social se discutiría qué funciones de las educadoras y educadores sociales pueden realizarse en el sector de servicios sociales y cuales en el sector educativo. Lo mismo valdría para las otras disciplinas y profesiones.
Algunos posibles ejemplos de servicios e intervenciones que podrían desarrollarse y en las que se podría innovar en una estrategia como la que se está planteando podrían ser:
Sea como fuere, lo necesario ahora no sería tanto formular los contenidos y trazar las fronteras de o entre las diversas profesiones y disciplinas de la intervención social como impulsar procesos crecientemente colaborativos en su interior y entre ellas. Al interior de cada comunidad disciplinar y profesional, se trataría de activar y dinamizar a los diferentes tipos de agentes portadores de los distintos tipos de conocimiento que antes se han mencionado. A su vez, la apuesta de esas comunidades profesionales y disciplinares por el ámbito sectorial de los servicios sociales debiera contribuir al encuentro entre ellas y a la colaboración interdisciplinar e interprofesional.
En todo caso, si se analizan los posicionamientos actuales de los diversos agentes, no parece haber duda de que van a ser las necesarias importantes renuncias en todos ellos. Las maneras en la que actualmente se autoconciben las diferentes disciplinas y pretenden posicionarse las distintas profesiones en los servicios sociales y en la intervención social distan, seguramente, de ser compatibles entre sí, en la medida en que pueden ser calificadas, en alguna medida y al menos en algunos casos, de idealizadas y expansivas. Seguramente será difícil, para cualquiera de las tres, aceptar que ninguna de las tres puede reclamarse como más social que las otras. O que ninguna puede presentarse como más clínica, terapéutica, relacional, integrada o transformadora. O que ni siquiera ninguna de las tres puede reclamar en mayor medida la dimensión asistencial, educativa, o psíquica de la intervención social y sus efectos. Dichas renuncias, seguramente, solo podrán ser planteadas y asumidas con éxito en una dinámica de mejora, innovación y construcción de la intervención social y los servicios sociales en las que todas las disciplinas, profesiones y agentes puedan salir beneficiadas y, especialmente, sea beneficiada la ciudadanía destinataria a cuyo servicio estamos.
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