Alberto Izquierdo Montero, Ayudante de Investigación en el Dpto. MIDE I de la UNED. Miembro del Grupo INTER de Investigación en Educación Intercultural
Desde el presente artículo realizamos una crítica a los discursos emitidos por las instituciones de gobierno de la Unión Europea en los que se alerta de un fenómeno de radicalización violenta de la juventud. Dichos discursos llaman nuestra atención porque están marcando las líneas prioritarias en programas europeos vinculados al ámbito educativo, de manera que dan lugar a la financiación de proyectos de investigación e intervención en nuestra área de interés, así como a cursos formativos destinados a trabajadoras y trabajadores en el ámbito de la juventud. Mediante este texto planteamos una serie de puntos problemáticos insertos en tales discursos que nos hacen reconocerlos como desacertadamente fundamentados e inadmisiblemente parciales. A partir de ello, realizaremos una invitación a la reapropiación colectiva y crítica de diferentes conceptos inherentemente ligados a la educación social, como son los valores comunes, lo radical, la juventud, la violencia y la ciudadanía, entre otros. Finalmente, lejos de terminar el artículo con unas conclusiones definidas, propondremos una serie de cuestiones que buscan seguir nutriendo la necesaria predisposición crítica con la que, según creemos, deberíamos recibir cualquier mandato que trate de orientar nuestra praxis socioeducativa en escenarios sociales caracterizados por la intersección de violencias.
Durante los últimos años estamos teniendo la oportunidad de observar cómo desde diferentes documentos elaborados por instituciones de gobierno de la Unión Europea (UE) proliferan los discursos que alertan sobre una supuesta radicalización violenta de la juventud, marcando las prioridades de programas estratégicos europeos que terminan materializándose en la financiación y aplicación de proyectos concretos de investigación e intervención en el ámbito educativo.
En relación a ello, podemos situar un primer hito en la llamada `Declaración de París´, del 17 de marzo de 2015, como producto de la reunión de trabajo celebrada entre ministras/os de educación de los Estados-miembro y representantes de la Comisión Europea en las áreas de educación, cultura, juventud y deporte. Dicho encuentro tuvo lugar como respuesta a los ataques terroristas sufridos a principios de ese año en distintos países de la UE y estableció líneas de acción estratégicas en el área educativa con la intención de proteger y promover los valores comunes europeos (Ministère de L´Éducation Nationale, de L´Énseignement Supérieur et de la Recherche, 2015).
Tales lineamientos han encontrado cabida prioritaria en el “Marco Estratégico Educación y Formación 2020” (ET2020)[1] y en el programa Erasmus+,[2] están siendo monitoreados por informes periódicos (European Commission, 2016), y han dado lugar a manuales orientados a trabajadoras/es en el ámbito de la juventud (European Union, 2017) y a cursos formativos específicos, como el desarrollado durante la primavera de este año 2018 por el Instituto de la Juventud (INJUVE) con la colaboración del Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado (CITCO), bajo el título “I Jornadas de formación a formadores y trabajadores juveniles sobre prevención de la radicalización”.[3]
Queda así sintéticamente evidenciado que desde las instituciones de gobierno de la UE se nos está haciendo un encargo específico en tanto que educadoras y educadores sociales, en tanto que, en muchos casos, trabajamos junto a personas jóvenes. Todo ello, a raíz de unos ataques terroristas que parecen ser motivo suficiente para hablar de un fenómeno de radicalización de la juventud, resultando curioso que estas acciones terroríficamente violentas que pueden acabar con la vida de cualquier ciudadano/a –y que, por supuesto, desde aquí rechazamos– sean las que hayan provocado la voz de alerta, aunque los actos violentos contra colectivos concretos no se hayan detenido en los últimos años.[4]
Consecuentemente, presentamos este artículo como una invitación a reflexionar sobre estos discursos que, según creemos, no deberíamos asumir de manera acrítica. Por el contrario, desde estas líneas apostamos por indagar en el lenguaje experto que a veces acompaña a los documentos oficiales, los cuales parecen ser más eficientes cuando nos hacen percibir sus directrices como “técnicas racionales y como soluciones `naturales´ para los problemas que enfrentamos, es decir, cuando logran desplazar el discurso a un registro que posiciona el debate fuera de la política” (Shore, 2010: 34).
Los párrafos irán encaminados, precisamente, a aportar una humilde contribución en la necesaria reincorporación del lenguaje experto al debate político, resituándolo en el centro de nuestra atención, entendiendo que será así como nuestra práctica socioeducativa no se verá automáticamente manejada por los “hilos” de determinadas directrices institucionales. En este sentido, invitamos a realizar una recepción reflexiva de las mismas, apoyada en el diálogo crítico y colectivo en torno a aquello que se nos propone como educadoras y educadores que cuentan con un marcado compromiso por la transformación social, así como con unas personas y una orientación deontológica a las que responder, desde donde dar una respuesta propia y fundamentada ante los contextos violentos que nos envuelven y de los que formamos parte.
Este apartado recoge el núcleo de las inquietudes que la lectura crítica de los documentos mencionados nos ha inspirado, con la intención y la esperanza de que compartirlos con las y los colegas que leen esta revista sirva para nutrir posteriores debates y propuestas sobre la temática. Creemos importante atender a los documentos mencionados porque, como sabemos, el discurso tiene cierta trascendencia y performatividad que, a su vez, se ve influida por la posición en la jerarquía social de quien lo emite y por su capacidad para regular la circulación de otras producciones discursivas (Martín Rojo, 1997). Teniendo en cuenta esto, consideramos que los discursos que se construyen y emiten desde las instituciones de gobierno de la UE tienen un potencial de influencia para explicar lo que ocurre y cómo afrontarlo que no debería pasarse por alto.
En este sentido, presentamos a continuación una división del apartado en tres sub-epígrafes, tratando así de centrar la complejidad de las reflexiones en puntos concretos para facilitar su exposición, sin dejar de reconocer las estrechas interconexiones y articulaciones existentes entre los diferentes aspectos abordados.
Según los textos analizados, urge la necesidad de movilizarse para proteger los valores comunes de libertad, tolerancia y no discriminación, ya que el extremismo violento y los ataques terroristas están poniendo en riesgo la democracia, la igualdad, el respeto por la regla de la ley, los Derechos Humanos y la dignidad en Europa (Ministère de L´Éducation Nationale, de L´Énseignement Supérieur et de la Recherche, 2015; European Commission, 2016). Sin embargo, estos valores parecen no verse afectados por la externalización de las fronteras (Comisión Española de Ayuda al Refugiado, 2018), la situación carcelaria de los Centros de Internamiento de Extranjeros/as (MUGAK, 2011) o las políticas neoliberales y de austeridad impuestas para determinados grupos poblacionales (Navarro, 2015), entre un listado de situaciones que podríamos mencionar.
Nos encontramos, entonces, con una serie de valores que, según la situación, son puestos sobre la mesa o no, de manera que el mero hecho de nombrarlos y enfatizar su carácter compartido por el conjunto de la comunidad europea sirve para justificar unas acciones y no otras. Pero de tanto nombrarlos, a veces incluso en situaciones de evidente hipocresía corrosiva (Hedge y Mackenzie, 2015), corremos el riesgo de vaciarlos, cosificarlos y reificarlos,[5] dejando de reconocer que, al igual que ocurre a menudo con la palabra “cultura” (Diaz de Rada, 2011), los valores, así como la diversidad cultural, se manifiestan “en la relación, en la comunicación entre las personas, pues es ahí donde se da sentido a lo que nos sucede, a lo que pensamos. Es en esa relación personal donde construimos significados compartidos” (Aguado, 2017: 22).
Significados o valores que deben (re-)construirse y (re-)negociarse constantemente a través de prácticas cotidianas donde se pongan a prueba las limitaciones y los desafíos que la vida democrática supone para cada uno de los agentes sociales implicados. Además, los valores comunes, al igual que los Derechos Humanos, deberían emerger de un diálogo intercultural continuado, donde todos los grupos sociales, Estados nacionales y gobiernos transnacionales, reconozcan la incompletitud de sus planteamientos y visiones, y por tanto la necesidad de complementariedad e intercambio (De Sousa Santos, 2002).
Siguiendo con esta apertura en la visión, podemos ver cómo desde los discursos de la UE se señala una violencia concreta (la ejercida por las personas jóvenes radicalizadas, en este caso), olvidándose de la propuesta de Galtung (2003) en la que describe cómo la generación de la violencia en los conflictos sociales viene explicada por la interacción entre las violencias directas, estructurales y culturales.[6] Es decir, desde esta última perspectiva que hacemos nuestra, también se reconocería como violencia el mantenimiento de un sistema hegemónico que niega a gran parte de la población los Derechos Humanos –que precisamente ese mismo sistema enarbola–para dar continuidad a niveles de producción y consumo insostenibles (Taibo, 2011).
Sin embargo, aunque desde los documentos europeos se advierte que la marginación puede generar vulnerabilidades específicas que incrementen la susceptibilidad para la radicalización violenta (European Union, 2017), no se reconoce que la marginación,[7] es violenta en sí misma. Es decir, no se identifica la violencia estructural de la cual las instituciones de gobierno de la UE son proporcionalmente responsables.
Y no estamos queriendo decir que unas formas de violencia sean más o menos legítimas que otras, ni que estén justificadas o no, sino que quizá convendría comenzar a reconocer las responsabilidades compartidas en las situaciones violentas que, entre otras consecuencias, desgastan esos valores comunes, incluso por parte de
“las estructuras de gobernanza que a menudo están libres de cualquier escrutinio, que no son realmente públicas y que ocupan un mundo casi privado, en la sombra, para el que carecemos de canales autorizados de influencia. Son, desde el punto de vista de la representación, claramente deficientes y, además, tienen efectos injustos sobre la redistribución y el reconocimiento. En cualquiera de las tres dimensiones tenemos aquí temas de justicia o injusticia, pero se da por encima de todo el hecho de que estamos regularmente sujetos a poderes que imponen coercitivamente las normas básicas estructuradoras de la interacción” (Fraser, cit. en Valdivielso, 2007: 98).
2.2. La juventud como “cajón de sastre”.
Por su parte, la población más joven parece estar en el centro de la atención de estos discursos europeos. Ante ello, podríamos preguntarnos si la participación de algunas personas jóvenes en actos explícitamente violentos, como los señalados en los documentos que estamos abordando, son suficiente motivo para hablar con tanta seguridad de un “fenómeno de la radicalización que conlleva extremismos violentos” (European Union, 2017:8) entre la población juvenil en Europa ¿Qué investigación rigurosa respalda tales afirmaciones? En los informes no encontramos información alguna al respecto.
Sugerimos actuar con cautela si queremos evitar que –como ya nos advirtieron– algunos “pánicos morales y crisis construidas” lleven a generalizar creencias e ideas estereotipadas sobre la población más joven (Griffin, 1993, cit. en Casas, 2010: 16), llegando a limitar las investigaciones académicas y las intervenciones socioeducativas a unas pocas temáticas problemáticas en el ámbito de las ciencias sociales. Temáticas “miopes” que conllevan que las personas jóvenes aparezcan, de nuevo, como un grupo social al que responsabilizar, aleccionar e, incluso, temer (Martínez Reguera, 2008), sin querer decir con esto que no haya personas jóvenes involucradas activamente en acciones violentas, incluso en ocasiones motivadas por cuestiones de odio.
Podemos observar, además, que en estos manuales (European Union, 2017) se promueve una imagen de la juventud como un colectivo con una alta influenciabilidad como característica esencial (¿las personas adultas no lo somos?), alimentando en el imaginario compartido que las y los jóvenes “aún no son ni tan competentes, ni fiables, ni responsables como los adultos”, sin reconocer que “hay adultos poco fiables, poco responsables y poco competentes, al igual que hay niños/as (y jóvenes)[8] fiables, responsables y competentes” (Casas, 2010:20). De esta manera, convendría volver a preguntarse por la necesidad de establecer esta focalización categorizadora para hablar de sucesos de violencia directa en nuestro continente. A este respecto, a las personas adultas que han formado parte de los comités técnicos en la elaboración de tales informes pueden serles útiles las ideas de Abdallah-Pretceille recogidas por Aguado (2017) en lo relativo a retornar sobre uno/a mismo/a, ya que
“toda focalización excesiva sobre las características específicas del otro llevan a cierto exotismo así como a periodos de culturalismo, a través de una sobrevaloración de las diferencias culturales y de una acentuación, consciente o no, de los estereotipos e incluso de los prejuicios” (Aguado, 2017: 25).
Culturalismo intergeneracional que podría estar recayendo sobre las personas más jóvenes en este caso, tratando de explicar un problema de violencias generalizadas mediante la focalización exclusiva en una insuficientemente contrastada teoría sobre la radicalización violenta de la juventud. Grupo de edad, el juvenil, en el que por otra parte, y de manera paradójica, se pone constantemente gran parte de la esperanza para alcanzar un “mundo mejor”, reconociéndoles como los seres educables por excelencia y, por tanto, portadores de un potencial destacado para aprender y ejercitar las competencias necesarias para ser las y los embajadores presentes y futuros de esos valores comunes, volviendo a alejar ciertas responsabilidades de las personas adultas y dejando de lado la idea de que la ciudadanía es un aprendizaje que se da a lo largo de la vida (Abril, 2012; Mata, Ballesteros y Gil Jaurena, 2014; Arraiz, Sabirón y Azpillaga, 2016), no sólo en la etapa infanto-juvenil.
Pasando ahora a prestar atención a lo que se entiende por radicalización en estos discursos, encontramos la siguiente definición en el manual dedicado a ofrecer pautas a trabajadoras/es en el ámbito de la juventud:
“Radicalism is the advocacy of, and commitment to, sweeping change and restructuring of political and social institutions which involves the wish to do away with traditional and procedural restrictions which support the status quo” (European Commission, 2017: 12).[9]
Nos encontramos entonces con que la búsqueda de una transformación profunda del status quo será tildada de radical. Afirmación de la que pueden emerger varias cuestiones: ¿Quién define lo que es radical y lo que no? ¿Cuáles son los límites de la ciudadanía europea bajo este enfoque? ¿Será radical la educación social, en tanto que emerge como una disciplina con vocación transformadora? ¿Qué implicaciones tiene que algo o alguien sea adjetivado como radical?
Conectando con esta última cuestión, desde nuestro punto de vista, el adjetivo radical debería significar que quien recibe esta calificación es porque hace un análisis profundo de las situaciones sociales, dirigiendo consecuentemente las acciones resolutivas hacia las causas originarias que ha identificado, es decir, que focaliza su atención en la raíz. En nuestro ámbito profesional, una educación social que se reconociese como radical quedaría entregada al asistencialismo y dedicada a parchear el status quo. De hecho, la propia UE aclara que las ideas radicales no son problemáticas en sí mismas, pero sí cuando tales ideas dan lugar a extremismos violentos (European Union, 2017). Sin embargo, no puede negarse que el término “radical” no contenga en sí mismo, por las maneras de utilizarlo y alertar sobre él, implicaciones alarmistas y peyorativas. De no ser así, no podría entenderse que prevenir la radicalización –a secas, sin tan siquiera hacer uso del adjetivo “violenta”– sea el objetivo central de las anteriormente mencionadas jornadas formativas desarrolladas desde el INJUVE:
“El principal objetivo de esta actividad formativa es dotar de herramientas a los trabajadores en el ámbito de la juventud para poder detectar conductas que impliquen una tendencia a la radicalización en los jóvenes y saber encauzarlos[10] en función del riesgo detectado o existente” (INJUVE, 2018: 1).
Para ello, desde el manual de herramientas prácticas para trabajadoras y trabajadores en el ámbito de la juventud, se proponen intervenciones enmarcadas en tres niveles de prevención (primaria, secundaria y terciaria, yendo de lo general a lo específico) que promuevan, principalmente, la ´ciudadanía activa´ (participación en los ámbitos económicos, sociales, políticos y culturales), el pensamiento crítico frente a la “propaganda” (entendida como información engañosa destinada a convencer a la población acerca de una causa política o punto de vista) y la “resiliencia democrática” (habilidad para ver diferentes puntos de vista, sentir solidaridad e identificación con personas de diferentes orígenes, negociar la búsqueda de sentido en el “mundo moderno”…) (European Union, 2017), en tanto que tareas a desarrollar también desde la educación social. Además, se insta a los y las responsables políticos a poner los medios y favorecer las conexiones intersectoriales necesarias para facilitar dicho trabajo socioeducativo.
¿Qué se espera entonces de la educación social a partir de estas directrices? ¿Por qué desde INJUVE se lleva a cabo un curso para trabajadoras/es en el ámbito de la juventud junto al Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado? ¿Supone esto un paso más allá del “policía-tutor/a” hacia los/as “educadores/as-policías”? Esperamos que no y, de hecho, valoramos la mayoría de las indicaciones recogidas en el manual como de innegable utilidad, pero plantea aspectos sobre la relación educativa (diálogo, confianza, colaboración intersectorial…) que no deberíamos incorporar o reforzar para detectar situaciones de radicalización, sino porque, justamente, forman parte de nuestro quehacer y deontología profesionales.
Es decir, a pesar de valorar muy positivamente la mayoría de las indicaciones insertas en el manual, creemos que se pone el punto de mira en un grupo poblacional concreto bajo el reconocimiento de un fenómeno de radicalización violenta dudoso, haciendo para ello uso de una retórica experta que puede hacer pasarse por neutral, aunque –según tememos– esté lejos de serlo, ya que no hay reconocimiento de las violencias, así en plural. Quizás sería más conveniente que el manual solo compartiera reflexiones sobre cómo prevenir la marginación y cómo trabajar en contextos sociales marginales (y también en aquellos otros que, por elitistas, parecen no configurarse como escenarios apropiados para el trabajo socioeducativo), abordando críticamente esta cuestión de la radicalización y asumiendo la parte proporcional de responsabilidad política que en materia de violencia(s) corresponde a los gobiernos y a otros agentes sociales (ej.: grandes corporaciones) que actúan en los niveles transnacionales, estatales, regionales y locales, a la hora de explicar íntegramente los problemas sociales.
Porque, aun reconociendo la valía de investigaciones que ahonden en el complejo entramado entre marginación, radicalismo ideológico-político, violencia y terrorismo, desde enfoques psicosociales (Torres-Marín, Navarro-Carrillo, Dono y Trujillo, 2017), no podemos perder de vista que, entre otras cosas, la marginación no solo ha de preocuparnos por los comportamientos que puede generar en las personas marginadas, ni que lo que llamamos radicalismo ideológico-político o extremismo está condicionado por la aceptación acrítica de situar los Estados capitalistas occidentales como modelos de sociedades neutrales, cuyos estilos de vida y valores marcan la normalidad, la centralidad admisible que sirve para comparar, valorar y deslegitimizar otras formas organizativas de la convivencia.
De esta forma, no basta con una ciudadanía activa que participe en los cauces democráticos prefijados, sino también crítica en un sentido amplio, es decir, no exclusivamente con la “propaganda” proveniente de ciertos grupos y colectivos sectarios, sino también con otros elementos como, por ejemplo, el racismo institucional,[11] o los posos neoliberales, neocolonialistas y patriarcales de muchas de las propuestas educativas en las que somos partícipes (Torres, 2017).
No es difícil estar de acuerdo con muchas de las propuestas ofrecidas desde los documentos europeos, sobre todo las relativas a promover acciones socioeducativas que inciten a la reflexión y puesta en práctica de valores para el ejercicio de una ciudadanía activa y crítica en el marco de sociedades democráticas. Ya dijimos que nos parece de una pertinencia innegable. Sobre todo reconociendo una preocupante tendencia tecnicista y competitiva en los sistemas educativos (Torres, 2017), que si
“… se prolonga, las naciones de todo el mundo en breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias, en lugar de ciudadanos (y ciudadanas)[12] cabales con la capacidad de pensar por sí mismos, poseer una mirada crítica sobre las tradiciones y comprender la importancia de los logros y los sufrimientos ajenos” (Nussbaum, 2011: 17).
Sin embargo, valoramos como insuficiente y desacertado el análisis de las situaciones sociales que se plasma desde la UE en tales documentos y, consecuentemente, vemos la necesidad de abrir un debate en torno a ello como algo preferible a situar la problemática en un supuesto auge de la radicalización violenta en la juventud y actuar en consecuencia (recordemos que este planteamiento está sirviendo como prioridad en programas como Erasmus+ y está guiando cursos formativos destinados a profesionales en el ámbito de la juventud, entre los que las educadoras y los educadores sociales nos encontramos).
Porque la crisis de los llamados valores comunes es abiertamente reconocida,[13] pero parece que no todas las partes implicadas están dispuestas a identificar su responsabilidad. Desde luego, situar en el centro de la cuestión al colectivo juvenil no nos parece lo más acertado, especialmente en un momento en que es evidente la forma en que las y los “jóvenes, especialmente de bajos ingresos y jóvenes pobres que pertenecen a minorías, se les niega cada vez más un lugar en un orden social ya debilitado” (Giroux, 2015: 19).
Consideramos, entonces, más oportuno preguntarnos qué hacer desde la educación social cuando el sistema económico capitalista declara fuera de su orden a grandes masas de personas, como ya anticipó Núñez (2002). Es obvio que no tenemos la solución, ni siquiera una respuesta aproximada, pero sí algunas cuestiones que pueden seguir alimentando esta búsqueda colectiva de formas convivenciales menos violentas. Nos despedimos con ellas, con el ánimo de que los interrogantes sean quienes queden dando vueltas en nuestro pensamiento al finalizar la lectura de este artículo.
En primer lugar nos preguntamos cómo podemos reivindicar y recuperar socialmente el adjetivo “radical”, rescatando su significado vinculado a prestar atención a la raíz de las cosas para comprenderlas en profundidad y así poder transformarlas. El uso en negativo que se realiza de esta palabra desde algunas instituciones quizás esté tratando de tergiversar su significado, haciendo que entre en el juego de tramas discursivas hegemónicas, tratando así de poner a funcionar el discurso a favor del mantenimiento del status quo y, además, desautorizando y deslegitimando, con el uso de este (des-)calificativo, otros discursos alternativos. Recurrimos a Freire en un primer intento por rescatar la palabra radical como adjetivo que creemos necesariamente inherente a nuestras prácticas educativas:
“La sectarización es siempre castradora por el fanatismo que la nutre. La radicalización, por el contrario, es siempre creadora, dada la criticidad que la alimenta. En tanto la sectarización es mítica, y por ende alienante, la radicalización es crítica y, por ende, liberadora. Liberadora ya que, al implicar el enraizamiento de los hombres[14] en la opción realizada, los compromete cada vez más en el esfuerzo de transformación de la realidad concreta” (Freire, 2009: 20).
Una reapropiación de ciertos conceptos puede contribuir también a lo que parece otra posible necesidad: reconstruir unos valores comunes desde un enfoque inclusivo y crítico que les dote de cierta legitimidad generalizada entre las poblaciones que habitan el continente europeo como respaldo vivo de las democracias, y no sólo como meras palabras manidas. Valores compartidos que pasan por identificar las violencias que los niegan en la práctica y asumir/exigir responsabilidades al respecto. En este sentido, necesitamos recordar que estos valores, al igual que otras palabras que tendemos a utilizar como sustantivos –como, por ejemplo: educación–, tienen más de verbo, en el sentido de que “requieren de constantes esfuerzos, luchas y acciones organizadas y personales” (Apple, 2015: 81).
Desafíos, todos ellos, en los que, desde nuestro punto de vista, el colectivo juvenil jugará un papel esencial, pero sin la necesidad de cargar con más responsabilidad que otros grupos de edad. La utilización discursiva que se ha hecho de este colectivo como chivo expiatorio para explicar situaciones sociales conflictivas es injusta y estereotipada (Casas, 2010). Además, no tiene demasiado sentido seguir orientando las iniciativas de formación ciudadana solo a este grupo de edad, sobre todo sabiendo que la ciudadanía se aprende en, desde y durante la propia práctica a lo largo de los distintos escenarios sociales que nos va planteando la vida. Por tanto, reivindicamos desde aquí un enfoque intergeneracional de los programas europeos en el ámbito de la educación y la formación.
Por último, nos preguntamos qué hacer cuando desde las instituciones gubernamentales se están promoviendo lenguajes y enfoques con los que estamos sustancialmente en desacuerdo. ¿Basta con utilizar el mismo lenguaje para poder optar a financiaciones de proyectos socioeducativos que de otra manera serían inviables o, por el contrario, es necesario visibilizar, de alguna manera, ese desacuerdo como parte de nuestro compromiso con la deontología profesional y, sobre todo, con las personas junto a quienes trabajamos y vivimos? La pregunta queda abierta, a pesar de que estas páginas han buscado servir como un intento de contribuir a esa última opción recogida en la pregunta anterior, asumiendo críticamente la (pre-)ocupación y el compromiso correspondientes en la lucha contra los terrorismos y las violencias, así en plural, desde una educación social radical que se atreva a indagar en las raíces de las problemáticas sociales para desarrollar respuestas educativas lo más coherente e íntegramente fundamentadas posible.
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Alberto Izquierdo Montero: aizquierdo@edu.uned.es
[1] ET2020 busca afianzar la cooperación europea en los ámbitos de la educación y la formación, dirigiendo e impulsando iniciativas, así como evaluando sus procesos y resultados: Enlace
[2] Erasmus+ es el programa europeo en los ámbitos de la educación, la formación, la juventud y el deporte para el periodo 2014-2020. Trata de impulsar las perspectivas laborales y el desarrollo personal, además de ayudar a los sistemas europeos de educación, formación y juventud a proporcionar una enseñanza y un aprendizaje que doten a las personas de las capacidades necesarias para el mercado laboral y la sociedad actual y futura: Enlace
[4] Véase, por ejemplo: “HATENTO. Observatorio de Delitos de Odio contra las Personas Sin Hogar” (Enlace); “Movimiento contra la Intolerancia” (Enlace) o el “Observatorio Español contra la LGBTfobia” (Enlace).
[5] Es decir, presentarlos como entes independientes de la práctica contextualizada. Como algo que está ahí arriba, como un ente que tiene poco que ver con lo que hacemos cotidianamente.
[6] Apoyándonos en esta diferenciación hecha por el autor, consideramos oportuno atender a la violencia ampliamente, donde sus formas manifiestas (directas) y latentes (estructurales y culturales) sean identificadas y denunciadas, como primer paso para la emancipación de las personas y los colectivos –así como de otros seres vivos y espacios naturales– que sufren la agresión, la exclusión y el sometimiento, de una manera u otra.
[7] En el manual dedicado a profesionales que trabajan en el ámbito de la juventud y a responsables de políticas públicas (European Union, 2017), la palabra marginalisation aparece en dieciocho ocasiones: trece veces inmediatamente antes de (potentially radicalisation) o violent radicalisation; tres veces como “risk of marginalisation”; una como “prevention of marginalisation” y otra para ser definida como “the process whereby people or groups of people are pushed to the margins of a given society due to poverty, disability, lack of education, also by racism or discrimination due to origin, ethnicity, religion, sexual orientation” (ibidem: 14). Podríamos traducir esto último como el proceso por el cual personas o grupos son empujados a los márgenes de una sociedad dada debido a la pobreza, la discapacidad, la falta de educación, también por racismo o discriminación por origen, etnia, religión, orientación sexual. Es decir, en la mayoría de los casos se atiende a la marginación como un proceso a prevenir en aras de evitar la radicalización potencial que incluye, a la vez que se la define como la consecuencia de una serie de condiciones, como la pobreza, que no son causas, sino precisamente también condiciones de unos planteamientos sociales desiguales y que no se mencionan en ningún momento.
[8] El paréntesis es nuestro.
[9] El manual se encuentra en proceso de traducción por el Instituto de Juventud (INJUVE), por lo que nos arriesgamos a traducir por nuestra cuenta el término `radicalismo´ como “la defensa de, y el compromiso con, el cambio profundo y la reestructuración de las instituciones políticas y sociales que implica el deseo de deshacerse de las restricciones tradicionales y procedimentales que sostienen el status quo”.
[10] Al hilo de este “encauzarlos” recordamos la siguiente frase atribuida a Bertolt Brecht: “Al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime”.
[11] En este sentido es encomiable la labor de SOS Racismo, aquí dejamos el enlace a su web madrileña: Enlace
[12] El paréntesis es nuestro.
[13] Aunque, pensándolo bien, ¿cuándo no ha sido así?
[14] Uso poco inclusivo del lenguaje desde el enfoque de género, que Freire reconocería posteriormente en su obra “Pedagogía de la esperanza”.