Mohamed Chamseddine Habib Allah. Mª Ángeles Hernández Prados. Universidad de Murcia
Reconocemos como núcleos transversales en este trabajo dos planteamientos de partida. El primero de ellos, que la complejidad de la estructura y los dispositivos asistenciales de los cuidados paliativos requieren de un equipo multidisciplinar para poder atender las múltiples demandas, con el fin de lograr un servicio integral que abarca las necesidades de los pacientes, de las familias y de los propios profesionales. Y en segundo lugar, que la figura del Educador Social debería formar parte de dicho equipo aportando, no sólo su carácter mediador, dinamizador y experto en relaciones interpersonales, sino además, todo su conocimiento pedagógico para afrontar la muerte, ya que a morir también se aprende. Teniendo en cuenta lo anterior, comenzamos este trabajo con unas pinceladas sobre la percepción del hombre hacia la muerte. A continuación, mencionamos los antecedentes y la situación actual de los cuidados paliativos en España, para pasar a analizar las necesidades de los enfermos, de las familias, así como la situación y las actitudes de los profesionales ante los cuidados paliativos. Cerramos el mismo abordando las posibles actuaciones de los Educadores y Educadoras Sociales en relación a los tres agente implicados en dicho proceso, y lanzando una propuesta de formación específica para los Educadores Sociales que incluya aspectos sanitarios, que repercuten directamente u indirectamente en el proceso de los cuidados paliativos.
“La muerte tiene diez mil puertas distintas para que
cada hombre encuentre su salida” (John Webster)
La preocupación del ser humano por la muerte no es algo nuevo. La paleoantropología ha tratado de demostrar que ciertos cambios anatómicos, biológicos y conductuales contribuyen al desarrollo del cerebro, de ahí que “la conciencia de la muerte propia es un hecho (pre)histórico y antropológico que demuestra el salto cualitativo que se desarrolla a partir del advenimiento de Homo sapiens” (Abt, 2007:1). La práctica de rituales sobre la sepultura es una evidencia histórica de dicha conciencia. El hecho de que alguien entierre a un semejante siguiendo una serie de pautas implica la existencia de una mente simbólica. El posicionamiento del cuerpo, el nombramiento de dioses, la presencia o no de discursos, son algunos de los elementos diferenciadores de dichas prácticas que se transmiten culturalmente.
Desde siempre el ser humano ha luchado por garantizar su supervivencia, por mantenerse vivo ante las adversidades del contexto, tratando de superar sus limitaciones y evitar la muerte. En este sentido podría definirse la vida se define como la resistencia a la muerte. Nos aferramos a la vida, tratamos de contenernos a ella inmovilizando nuestro cuerpo e impidiendo el acercamiento a la muerte. Así lo manifiesta Freud en su obra Más Allá del Principio del Placer:
“Es también harto extraño que los instintos de vida sean los que con mayor intensidad registra nuestra percepción interna, dado que aparecen como perturbadores y traen incesantemente consigo tensiones cuya descarga es sentida como placer, mientras que los instintos de muerte parecen efectuar silenciosamente su labor” (Freud, 1988: 2541).
El dualismo entre el instinto de la vida entendido como conservador y unitivo, y el instinto de la muerte como separador y destructivo han estado presentes desde el principio en el ser humano, y más aún desde que se presentan como antagónicos claramente diferenciados, y con una predilección manifiesta cultural, social y personalmente por la vida. Sirva de ejemplo la filosofía de Spinosa entendida como una meditación a la vida y no de la muerte, ya que en lo que menos piensa el hombre libre es en la muerte, por el contrario toda su sabiduría se destina a la vida, a lo que tiene de positivo, a la propia felicidad (Domínguez, 2002).
De ahí que los esfuerzos humanos se destinen, principalmente a garantizar una vida digna, de calidad, durante el mayor tiempo posible. Para ello se construye:
“Todo el andamiaje teórico, toda invención de la cultura, emerge, de acuerdo con lo que se expone aquí, como solución frente al problema de la vida y la muerte. No importa si se trata de física cuántica o matemática pura, ingeniería o investigación social, literatura o cine, el amplio espectro de las producciones humanas tiene en común la pulsión de muerte” (Rodríguez, 2013: 58).
En este sentido, el progreso científico y las nuevas tecnologías médicas, emplean técnicas que hacen posible curar muchas enfermedades antes incurables o letales, e incluso permiten prolongar la supervivencia de pacientes con una enfermedad crónico-degenerativa o que está en la fase final de la vida. Los avances en medicina han contribuido al cambio conceptual de la muerte, entendida en la cultura tradicional como un suceso inesperado, rápido, habitual e injusto, un castigo de los dioses, a ser considerado un proceso que se puede ver más o menos alargado según la enfermedad y los avances médicos para combatirla. En consecuencia, a los síntomas físicos de los enfermos terminales se les añade otros elementos de carácter psíquico, social y espiritual, cuyo impacto agudiza el sufrimiento tanto del paciente como de su propia familia.
De lo dicho se entiende que la unidad de cuidados paliativos en la salud pública no tiene únicamente que atender el sufrimiento y el cuidado de las personas enfermas que se encuentran en fase terminal de su vida, sino también su dimensión psicológica, así como ofrecer el apoyo a las familias y allegados para afrontar la pérdida inminente de sus seres queridos (Pessini y Bertachini, 2006). De hecho, una de las pioneras en el movimiento de cuidados paliativos, Kübler-Ross destacaba en su obra “La muerte, un amanecer” (1990), la importancia relevante que tiene la figura de la persona que acompaña al enfermo terminal, así como el apoyo tranquilizador a este, en estos momentos tan complicados como es su último viaje. Para ello, el acta de la XIX Conferencia Internacional sobre cuidados Paliativos (2005) señala al equipo multi e interdisciplinar de profesionales especialistas, con capacidades específicas como elemento esencial para aliviar a los pacientes y a sus familias de una gama extensa de síntomas de sufrimientos, de orden físico, psíquico, mental y espiritual.
Desde esta perspectiva, una de las voces autorizada en materia de la muerte, Kübler-Ross (1969) clarifica las cinco fases del modelo secuencial de la muerte: la negación frente al diagnóstico de la enfermedad y ante el pronóstico de muerte, la rabia cuando el paciente terminal se da cuenta de que su situación es realmente seria, la negociación cuando el enfermo intenta alterar de algún modo su condición por la vía de un acuerdo que, generalmente, se establece con Dios, la depresión cuando los acuerdos no alteran el panorama y las promesas no funcionan y finalmente, la aceptación cuando el paciente permanece enfermo durante largo tiempo, alcanzando la última fase. Se trata de aprender a vivir dignamente cuando se está al borde de la muerte y seguir viviendo. Como bien señalamos, no es algo natural, sino que es un aprendizaje y por lo tanto debe adquirirse.
En definitiva, la disposición de la persona hacia la muerte depende del conjunto de dimensiones subjetivas y emocionales que ha ido adquiriendo culturalmente a lo largo de su vida. En la mayoría de las sociedades, el concepto que se tiene del fenómeno de la muerte se encentra íntimamente vinculado a la dimensión simbólica de los sagrado. De modo que, el modo de concebir la muerte del cristianismo, concretamente, la muerte de Cristo, ha sido la base sobre la que se ha forjado el sistema simbólico de la muerte en nuestra sociedad.
Pese a vivir en una cultura en la que la eliminación de los incómodos llega a ser considerada un signo de progreso, la muerte no está de moda. El traslado masivo de las vivencias de enfermedad, fallecimiento y exequias desde los domicilios familiares a los hospitales y tanatorios ha contribuido a ello. Esta circunstancia, derivada de la moderna organización de la sanidad y los servicios funerarios, facilita el arrinconamiento social de la muerte. Precisamente por eso, consideramos que la muerte es objeto de educación y de interés social, se convierte en una cuestión educativa al tratarse de un tema tabú.
A lo anterior, se une, además, el convencimiento de que la educación es el mejor medio para desarrollar actitudes y valores que favorezcan vivir este proceso terminal, no desde el sufrimiento y anulación del ser humano, sino como una etapa vital, por la que más tarde o temprano debemos transitar. Teniendo en cuenta, por un lado, que las residencias y los centros hospitalarios, forman parte de los ámbitos de actuación de dicha figura profesional constituyendo el pilar fundamental en la prevención e intervención, y en el caso que nos ocupa, en el sufrimiento del enfermo terminal, y de su familia, así como el apoyo a los propios profesionales, y por otro, que el aprendizaje en las ciencias sociales se centra en tres apartados fundamentales como son los conocimientos, las habilidades y las actitudes, estos interaccionarán de manera dinámica en el momento del ejercicio profesional, queda más que justificada, tal y como reconoce García Molina (2003), la labor del Educador Social en los equipos multidisciplinares que abordan los Cuidados Paliativos, destacando que la Educación Social es tanto un servicio como un derecho social. La Educación Social en este ámbito, pretende compartir la preocupación de cómo preparar a los enfermos y a sus familias, ante situaciones terminales, así como, ofrecer apoyo a los distintos profesionales ante los cuidados paliativos.
La intervención del Educador Social consiste, por tanto, en ayudar a razonar a los pacientes y a sus familiares para abandonar la visión dramática y percibir la muerte, como un hecho natural que forma parte de la vida como señala Kübler-Ross “Morir es tan natural como nacer y crecer, pero el materialismo de nuestra cultura ha convertido éste último acto de desarrollo en algo aterrador”. De la misma manera, la muerte es un fenómeno social donde el análisis de la mortalidad de una población se basa en conocer los componentes sociales de determinado grupo humano, y donde el fallecimiento revela la mayoría de los procesos sociales y de los valores culturales (Jiménez, 2003). Asimismo, cada cultura y cada étnica socializa a sus miembros a través de una serie de teorías sobre la muerte, basadas en creencias religiosas y/o tradicional mostrando diferentes formas de actuar acerca de la misma.
En definitiva, todo indica que la actuación del Educador Social como portador de herramientas pedagógicas está llamado a incorporarse a los equipos multidisciplinares e interdisciplinares, como profesional idóneo para introducir aspectos educativos en relación a la muerte, con capacidad de promover cambios a nivel cognitivo, emotivo y conductual en los enfermos moribundos, en sus allegados y en los propios profesionales.
Los llamados Hospicios o Calvarios fundados en Francia en 1842 por Mme. Jeanne Garnier, el Calvary Hospital de Nueva York en 1899 fundado por Anne Blunt Storrs, así como las casas protestantes de Londres fundadas en 1948, darán lugar a dos personajes claves en el surgimiento de esta ciencia que son Cicely Saunders y Elizabeth Kübler-Ross. Este denominado “movimiento hospice” será el referente de lo que hoy se conoce como “cuidados paliativos”, proporcionando atención total, activa y continuada de los pacientes y de sus familias por un equipo multidisciplinar, con la finalidad de mejorar su “calidad de vida” y cubrir todas sus necesidades durante el proceso. Así, en 1975 Penson y Fisher constituyen la primera “Unidad de Cuidados Paliativos” comenzando a funcionar el Macmillan Nursing Service para “Cuidados domiciliarios” (Home Care) y los “Equipos Soporte” (Support team) para los hospitales.
Será en 1980 cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS), incorpore oficialmente el concepto y el Programa de Cuidados Paliativos como parte del Programa del Control del Cáncer, aplicando los principios de los cuidados paliativos para los niños y sus familias, también a otros trastornos pediátricos crónicos. Esta misma organización internacional redefinirá el concepto de cuidados paliativos poniendo el énfasis en la prevención del sufrimiento y así señala:
“Cuidado activo e integral de pacientes cuya enfermedad no responde a terapéuticas curativas. Su fundamento es el alivio del dolor y otros síntomas acompañantes y la consideración de los problemas psicológicos, sociales y espirituales” (OMS, 2002: 17).
En lo que se refiere a España, la filosofía de la Medicina Paliativa se incorporará por primera vez en 1984 a través de la Sección de Oncología Médica del Hospital Universitario Valdecilla de Santander. A continuación, varios doctores de medicina interna y de oncología médica de Cataluña iniciarán un programa de Cuidados Paliativos con un equipo multidisciplinar y atención domiciliaria, bajo directrices del St. Cristopher´s Hospice de Londres.
Contando con el apoyo y el asesoramiento de diversos profesionales del ámbito sanitario, en 1992 se registrará en Madrid, la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL) que publica su primera guía en 1993 a través del Ministerio de Sanidad Pública y en los inicios de 1994 se lleva a cabo el I Congreso Internacional de Cuidados Paliativos en la Comunidad Autónoma de Madrid.
A nivel jurídico, en 1999 se insta en el Boletín Oficial de las Cortes Generales a la elaboración de un Plan Nacional de Cuidados Paliativos por parte de las diferentes comunidades autónomas donde se definen los cuidados paliativos, y la situación de enfermedad terminal. En relación a los cuidados paliativos se centran en la asistencia total, activa y continuada de los pacientes y de sus familias por un equipo multiprofesional, cuando la expectativa médica no es la curación, sino dar calidad de vida al paciente y a su familia sin intentar alargar la supervivencia, cubriendo las necesidades físicas, psicológicas, espirituales y sociales del paciente y sus familiares. Y en relación a la situación de enfermedad terminal se concibe como aquella enfermedad avanzada, incurable, progresiva, sin posibilidades razonables de respuesta al tratamiento específico, provocando problemas que se acentúan con la presencia de síntomas multifactoriales, intensos y cambiantes, así como con la existencia de un gran impacto emocional en enfermos, familiares y equipos, con un pronóstico de vida generalmente inferior a los seis meses, generando una gran demanda de atención, y siendo el objetivo fundamental la promoción del confort y la calidad de vida del enfermo y de la familia, basada en el control de síntomas, el soporte emocional y la comunicación.
De todo lo expuesto, el objetivo de estos espacios trata de responder de manera integral tanto a los pacientes como a sus propias familias, optimizando no sólo la autonomía del enfermo sino también facilitando la comprensión del diagnóstico de su enfermedad, y fomentando un ambiente hogareño de mayor confort y bienestar en su centro sanitario de referencia. Para ello, se consolidan equipos de profesionales capacitados y especializados en situaciones irreversibles, que no sólo cubren el sufrimiento físico sino que ofrecen respuestas a las necesidades y demandas de los pacientes de carácter espiritual, emocional y social y del mismo modo, evitan la claudicación familiar, así como los duelos crónicos después del fallecimiento.
La atención en cuanto a las demandas que surgen en el ámbito de los cuidados paliativos, la definen Fernández et al (2008) como un periodo que se caracteriza por la frecuente aparición de crisis de necesidades y situaciones reconocidas por su complejidad, organizadas en varias categorías entre ellas se encuentran las relacionadas con los pacientes, con las familias y con los propios profesionales. Dicho esto, es preciso identificar las necesidades, y para ello recurrimos a la clasificación que a continuación detallamos:
La jerarquía de las necesidades propuesta por Maslow (1943) defiende que conforme se satisfacen las necesidades más básicas referentes a la salud, los seres humanos desarrollan gradualmente necesidades y deseos más elevados. Desde esta vertiente, Maslow describe la escala de las necesidades del ser humano como una pirámide que consta de cinco niveles: fisiológicas, seguridad, afiliación, reconocimiento y autorrealización. En el caso del enfermo terminal, desde el momento que el paciente empieza a sospechar que está cerca de la muerte, experimenta nuevos cambios y múltiples necesidades que abarcan cuatro dimensiones interrelacionadas entre sí que a continuación mencionamos:
En primer lugar, aparecen las dimensiones físicas como las necesidades más radicales y más prioritarias en la intervención con el paciente. En este sentido, el dolor, la asfixia, la pérdida de la capacidad de comunicación o entendimiento, desolación, parálisis, deterioro evidente del estado físico, etc, son desequilibradores y tienden a producir cambios, capaces de alterar los comportamientos y relaciones sociales normales tanto con los profesionales como con la propia familia. Para ello, Baines (1990) resalta las consecuencias sociales y existenciales que provoca el dolor físico en el enfermo terminal.
En segundo lugar, brotan las dimensiones espirituales de carácter existencial una vez que el sufrimiento físico es aliviado y ahí donde el paciente comienza a realizar una lectura más profunda sobre el sentido de la vida, de la fe religiosa y de la propia muerte. Inmerso en sus averiguaciones, el paciente reclama la necesidad de un acompañamiento en dicho análisis para ayudarle a comprender esta última etapa de la vida o simplemente proporcionarle respuestas a sus preguntas existenciales. En este sentido, Villalba, Cots y Romero (2012) afirman la importancia de las creencias de la familia, su significado a la enfermedad y a la muerte puede ayudar al moribundo a afrontar su situación de manera más o menos fácil.
En tercer lugar, surgen las dimensiones emocionales, teniendo en cuenta su impacto en el proceso de adaptación del enfermo y de su familia a la realidad de la enfermedad y a los futuros cambios después de la perdida (Mouren, 1987 y Parkes, 1980). Asimismo, los aspectos emocionales implican plantearse dilemas que abarcan características personales en el manejo de situaciones adversas, pensamientos, reacciones e interpretaciones, etc, que pueden aportar herramientas para poder recibir la muerte de una forma menos agresiva.
Y en cuarto lugar, se manifiestan las dimensiones sociales, que están vinculadas por un lado por la actitud de las personas que rodean al enfermo terminal y por otro, por la pérdida del status social del enfermo provocado por las consecuencias de la enfermedad. Este aislamiento social como bien indica Thomas (1976) conlleva que la persona enferma sufra una muerte social prematura antes de perder la vida.
La familia es la principal institución que representa la parte integral de la situación, ya que sirve como fuente y recurso con la que cuenta tanto el enfermo terminal como los propios profesionales sanitarios. De igual forma, la situación de la familia para manejar una experiencia tan abrumadora como la inminente pérdida de su ser querido, abarca una serie de elementos que pueden condicionar o dificultar su respuesta, además de afectan su estado emocional.
En el seno de este sufrimiento desgarrador, Luna (2008) indica diez elementos que repercuten directamente en la familia durante el proceso de la muerte, tales como la perspectiva de muerte, preocupaciones futuras, cambios en las actividades domésticas, subsistemas afectados -Subsistema conyugal, subsistema parental, subsistema filial, subsistema fraternal, cambios en la crianza y vigilancia de los hijos, trastornos del ritmo de vida familiar, mitos y creencias de la enfermedad, problemas financieros, conspiración del silencio y por último los cambios en la alimentación.
A estas dificultades intrafamiliares, cabe señalar el proceso del duelo, siendo una reacción normal ante la pérdida de un familiar, incluyendo componentes físicos, psicológicos y sociales que comienzan con la ansiedad y con los cambios actitudinales en los familiares. Para ello, Altarriba (1995) nos clarifica un poco más el proceso del duelo en las siguientes etapas: El embotamiento mental, caracterizado por la presencia de conductas automáticas y por la incapacidad de aceptar la realidad, El anhelo y búsqueda del referente perdido, desorganización y desesperación que suele aparecer una tendencia a abandonarse y a romper los esquemas del estilo de vida personal, y la última etapa que se caracteriza por la reorganización que de forma se van superando las fases poco a poco surge el afrontamiento y se reorganiza la propia existencia.
En este contexto desbordante, no es extraño que la mencionada institución padece una claudicación familiar como resultado de todo tipo de problemas o situaciones, que activa y agudiza aún más las dificultades en la relación terapéutica con las familias del paciente, entre sus propios miembros e incluso con los profesionales intervenientes en el proceso, como bien la definen:
Llegados a este punto, los expertos coinciden en proporcionar soporte emocional a la familia, como insisten (Parkes, 1987 y Sander, 1992), en la necesidad de la prevención del duelo patológico ofreciendo una atención a la familia antes y después de la pérdida del paciente, teniendo en cuenta, que de igual manera que se debe buscar el cuidado y el bienestar del paciente igualmente deberían ser cuidadas las familias (Barreto y Bayés, 1990). A nuestro entender, diríamos que la atención a las familias del paciente como institución insustituible debería cubrir las necesidades iniciales de información sobre la enfermedad del paciente, los servicios de asistencia médica, recursos existentes en el ámbito de cuidados paliativos, la red de apoyo disponible, la comunicación fluida y permanente sobre el estado del enfermo, las necesidades económicas en cuanto al coste de los medicamentos, la recuperación del funcionamiento y dinámica familiar, así como, la redistribución de roles, etc.
Los profesionales que trabajan con enfermos terminales, también se enfrentan no sólo con los miedos de los pacientes y de sus familias, sino con sus propios temores. Diversos factores pueden desencadenar impacto emocional en el equipo asistencial que atiende a los enfermos moribundos y a sus familiares y favorecer la aparición de estrés ocupacional. Basándonos principalmente en los trabajos de Vachon (1983, 1986 y 1987) éste divide en dos categorías las variables que suelen desencadenar impacto emocional en el equipo asistencial. La primera está relacionada con el ambiente de trabajo y con el rol ocupacional, es decir los problemas de comunicación entre profesionales, falta de apoyo mutuo, dificultades en lo que se refiere a la toma de decisiones, falta de estabilidad en el equipo, etc. y la segunda, está vinculada a las características de los pacientes y familiares en cuanto a la personalidad del enfermo y de la propia familia, ausencia de comunicación, problemas sociales o familiares previos, unido a las características y al tipo de enfermedad.
Del mismo modo, Escribá y Bernabé (2002) mencionan como factores relacionados con las características organizacionales del hospital, la sobrecarga laboral provocada por la reducción de la plantilla, añadido a otros elementos estresantes como el contacto diario con el sufrimiento del paciente, los sentimientos de responsabilidad de la vida humana, así como, las relaciones interpersonales en el ambiente laboral, la incertidumbre en el diagnóstico del paciente y sobre todo, la comunicación de malas noticias a los enfermos. Otro autor también añade a estos factores aspectos que refieren a la relación entre los profesionales y la familia o el propio enfermo, afirmando que el equipo terapéutico deja de ser eficiente y padece su propio sufrimiento, cuando se establece una excesiva implicación afectiva con la familia o con el propio enfermo (Parkes, 1980).
Otras variables a tener en cuenta, como señala Schaerer (1993) son las principales manifestaciones físicas, psicológicas y conductuales derivadas del estrés profesional que padecen los profesionales sanitarios que atienden a este perfil de enfermos y a sus familias, señalando la fatiga constante, dolores de cabeza, dolores musculares, problemas relacionados con la alimentación, problemas gastrointestinales, insomnio, hipertensión, conflictos en el quehacer diario, interferencias hogar-trabajo, etc. Por otra parte, el estudio realizado por Ullrich y Fitzgerald (1990), con 57 médicos oncólogos, se observó que la comunicación del diagnóstico al paciente y a su familia es la mayor fuente generadora de estrés. Y Para Comas (1991) la escasa preparación del equipo o de algunos de sus miembros como una variable a tener en cuenta, ya que provoca el estrés profesional.
Esta amplia gama de reacciones emocionales de los profesionales peligra su bienestar y genera un desgaste profesional. En relación a esto, Maslach (1982) menciona tres componentes secuenciales que provocan desgaste profesional del equipo terapéutico como son el desgaste emocional, despersonalización y reducida realización personal. De este modo, Mc Donald (1993) resalta que la mejora de la comunicación, el cuidado de los profesionales, así como la especificidad del rol profesional juegan un papel fundamental en la reducción del estrés profesional. En la misma línea argumentar, Montgomery (1999) plantea la prevención e intervención en este grupo de profesionales ha de estar por tanto orientada hacia los grupos de apoyo para prevenir no sólo el desgaste profesional en este grupo de profesionales, sino también el aislamiento y la desmoralización.
En este sentido, Yancik (1984) recomienda el uso de dos tipos de estrategias de afrontamiento del estrés emocional, una de carácter interno en relación a la autoestima y a la profesionalización y la otra de carácter externo, sujeta al apoyo y la cooperación entre los diferentes miembros del equipo asistencial.
Teniendo en cuenta lo anteriormente expuesto, dada la importancia de responder a cada una de las necesidades y demandas referidas en relación a los pacientes, familiares y profesionales, es preciso abordarlas siempre desde una vertiente integral y transversal, ya que solo así entendemos podremos cubrir los objetivos marcados y tratar de reducir el sufrimiento desgarrador que el proceso de la muerte conlleva.
Conviene recordar que cada persona vive su enfermedad según su percepción de la vida y su educación anterior, que una vez conocida su muerte anunciada, se activan una serie de mecanismos de defensa para enfrentarse a esa nueva realidad. Pero si nos detenemos en analizar la educación que hemos recibido, lo más probable es que nos enfrentemos con elementos influyentes de carácter familiar, cultural y educativo que se han ocupado de manera sistemática de desvincularse de la educación para la muerte, poniendo énfasis en aspectos relacionados con la calidad de vida, y generando procesos y actitudes de negación y de temor. Así lo expresan González y De la Herrán (2010:129), “una de las consecuencias del miedo cotidiano es rechazar la idea de que una Educación para la Muerte pueda ayudarnos a disolverlo y mejorar” .
La recomendación del Consejo de Europa del Comité de Ministros (2003), afirma que los gobiernos deberían garantizar el acceso al servicio de los cuidados paliativos a todas las personas que los necesiten, desarrollando un marco político nacional coherente e integral con principios basados en la educación y la formación entre otros. Por otro lado, el Plan Integral de Cuidados Paliativos del Servicio Murciano de Salud (2006-2009), señala que “el trabajo con las personas y sus familias en el final de la vida, el apoyo y servicio al resto de profesionales del sistema de salud y las habilidades y destrezas para la formación, docencia e investigación; requiere de un profesional que sea competente no solo en conocimientos académicos y técnicos, precisa de la competencia en una serie de habilidades, actitudes, valores y sentimientos que hagan de dicho cuidado una atención integral, abarcando las necesidades de los implicados de una manera holística e incluyendo el nivel físico, intelectual, emocional y espiritual de los mismos”.
La incorporación del Educador Social al equipo interdisciplinar de cuidados paliativos requiere de una formación específica adecuada a su perfil profesional y adaptada al contexto de los cuidados paliativos convencidos de que la aportación de dicha figura profesional a los equipos multidisciplinares e interdisciplinares, constituye el pilar fundamental en la Atención Primaria, siendo el cimiento que sustenta la prevención primaria, como la cuaternaria o prevención del sufrimiento del enfermo terminal, y de su familia.
Para ello, se constata que el Educador Social debería contar con preparación específica que incluya aspectos sanitarios, ya que repercuten directamente u indirectamente en el proceso de los cuidados paliativos. Según el Plan Nacional de Cuidados Paliativos (2000) la formación abarca los tres diferentes niveles: El nivel básico, cuyo objetivo principal son las actitudes y conocimientos generales, el nivel intermedio, que aborda la resolución de problemas comunes, en relación a los profesionales y el nivel avanzado, que trata de responder a situaciones complejas de atención. Por su parte, el Plan Regional de Cuidados Paliativos de la Región de Murcia (2009) añade que los distintos niveles mencionados anteriormente vienen reflejados con sus objetivos, contenidos, métodos y distintas prioridades, siendo el objetivo global mejorar el nivel de competencia de los profesionales para la asistencia a las personas que precisan de cuidados paliativos, y con ello mejorar la calidad y grado de satisfacción de los mismos.
Además de la importancia de conocer la organización de los distintos servicios y recursos que ofrecen los cuidados paliativos en su municipio y/o Comunidad Autónoma de referencia, así como las funciones y las especificidades de cada miembro del equipo multidisciplinar que interviene con el paciente y con la familia, el Educador Social debería familiarizarse con las terminologías y mecanismos empleados en el contexto de los cuidados paliativos, así como, conocer las nociones básicas sobre los síntomas múltiples, multifactoriales y cambiantes que condicionan la inestabilidad evolutiva del paciente, conocer los impactos del dolor, los diferentes tratamientos que recibe el paciente terminal reconociendo los signos y síntomas de una muerte inminente, etc. Todo ello, será clave en todo el proceso de intervención educativa del Educador y Educadora Social.
Otro aspecto a considerar en la formación es la delimitación de las funciones y tareas que el Educador Social puede desempeñar en todo el proceso de atención a los pacientes de enfermedad terminal, teniendo en cuenta que las residencias y los centros hospitalarios, forman parte de su ámbito de actuación, asi como su dominio en el conocimiento de estrategias y habilidades de comunicación interpersonal en distintos contextos sociales y educativos, el trabajo en equipo, etc. De modo que, las actuaciones del Educador y la Educadora social van más allá de gestionar recursos y tramitar documentación, ya que su cometido se centrará en ofrecer todos los apoyos educativos de carácter pedagógico al paciente como protagonista principal, a capacitar a la familia para cuidar al enfermo y autocuidarse y a facilitar a los profesionales las herramientas adecuadas para evitar su desgaste profesional.
En relación al paciente, el Educador Social proporcionará una atención integral desde una perspectiva educativa que permita ofrecer el confort global al enfermo, haciendo lo menos traumática posible su muerte anunciada, minimizando de esta manera su impacto emocional, teniendo en cuenta en todo momento, la diferencia entre las emociones que afloran por la muerte ajena y las reacciones desencadenadas por la propia muerte. Dicho esto, la aportación del elemento educativo a sus necesidades espirituales, emocionales y sociales que no está presente en los equipos interdisciplinares de los cuidados paliativos, trata de incidir en actitudes y habilidades mediante aspectos pedagógicos frente a ideas preconcebidas sobre la muerte, con la finalidad de favorecer la madurez personal en relación al hecho de la finitud, disminuyendo la negación y el temor asociado a la muerte desde una perspectiva integradora dentro del ciclo vital. Del mismo modo, se pretende fortalecer el rol educativo estableciendo conversaciones relacionadas con la muerte, dando respuesta a las preocupaciones de los pacientes y desarrollando actitudes de aceptación de esta última etapa de la vida que siguiendo las indicaciones de Bregel (2004) se trata de compartir los sentimientos, pensamientos y emociones que genera la propia muerte, identificando los propios miedos y superarlos. En definitiva, y a modo de resumen, el objetivo principal de esta intervención social es que el paciente puede aceptar el hecho de la muerte, el poder despedirse y cerrar aquellos asuntos que se encuentren pendientes con las personas próximas, el compartir conocimientos de la posibilidad de supervivencia de la consciencia, y fundamentalmente el poder explicar las experiencias transcendentales que pueden acontecer durante los últimos momentos y primeros instantes del proceso del tránsito.
En cuanto a la familia, no cabe duda que el acompañamiento a una muerte anunciada de un ser querido no es tarea fácil teniendo en cuenta los retos que superar. Constituye una aventura que le coloca en una posición de cierta vulnerabilidad, ya que necesita estar preparado para afrontar las diferentes etapas del proceso del acto de morir. Es por ello, que tiene necesidad de recibir una atención especifica que le guiará en esta tarea tan delicada, cuyas estrategias serán adaptadas a las necesidades de cada familia. Desde esta perspectiva, el Educador Social velará por el bienestar de las familias minimizando el impacto de los factores potencialmente estresantes de carácter personal que pueden favorecen la aparición de la claudicación familiar y del duelo crónico. Asimismo, modificar y normalizar la percepción sobre la muerte a través de la educación. Del mismo modo, desarrollará habilidades empáticas para fomentar una comunicación fluida entre la familia y el enfermo y entre éstos y el equipo de profesionales.
En lo que se refiere al equipo interdisciplinar, la aportación del Educador Social facilitará a los profesionales herramientas pedagógicas para afrontar su función y competencias con enfermos que se encuentren en fase terminal y con sus allegados, teniendo en cuenta que el contacto con estas realidades tan difíciles, requieren una preparación específica, ya que el acto asistencial no se limita en curar, sino también consiste en aliviar, consolar, rehabilitar y educar. De igual forma, el Educador Social actuará como apoyo pedagógico con carácter mediador en el entorno laboral del equipo interdisciplinar, fomentando el reconocimiento y el respeto a la especificidad y complementariedad de de las diferentes disciplinas, con el fin de crear un espíritu de cooperación en situaciones desbordantes en el quehacer diario. Desde esta perspectiva, compartimos las palabras de Barreto, Díaz, Pérez y Saavedra (2013: 17) “Es necesaria la presencia de un equipo interdisciplinar coordinado, preparado, solidario, tolerante y capaz de hacer frente al difícil y duro clima del trabajo continuo en circunstancias de alto estrés y sufrimiento ajeno y propio”. Del mismo modo, Fayot opina (1989), que la estrecha relación entre la comunicación y el clima del equipo de trabajo produce el reconocimiento mutuo y un grado de confianza reciproco.
Otro elemento a considerar, es la tarea de facilitar información a los profesionales sobre las necesidades particulares de pacientes procedentes de otras etnias, culturas y/o creencias religiosas en relación a la percepción de la muerte, el procedimiento a seguir, etc., para desarrollar una intervención planificada desde el respeto y la tolerancia a otras creencias, y determinar así el proceso a seguir en función de las mismas.
Estamos convencidos que la incorporación de esta figura profesional en las unidades de cuidado paliativos contribuye a ofrecer una mejora de la calidad del servicio y de la atención que se presta a pacientes, familias y a la comunidad, así como una mejora de los procedimientos internos del equipo multidisciplinar, actuando de puente mediador entre instituciones sanitarias y asistenciales, entre instituciones y familia, entre otros aspectos.
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