Cosme Sánchez Alber, técnico en intervención social
En nuestras prácticas, tenemos diferentes exigencias y presiones: la demanda institucional, la evaluación, el empuje a la normalidad o el control poblacional son algunos de sus nombres. Los profesionales podemos quedar, en ocasiones, capturados por estos mandatos, identificados a una demanda institucional que, en nuestra época, tiene dificultades para acoger la diferencia y la diversidad. Propongo reivindicar lo colectivo y lo comunitario pero a condición de re-introducir lo singular como principio organizador de una práctica posible. La práctica que propongo es aquella que es capaz de interrogarse a sí misma y extraer sus consecuencias. Cada caso que atendemos encierra un saber, un enigma que hay que dilucidar en cada ocasión; poniéndolo al trabajo.
I propose to vindicate the collective and the community, but on the condition of re-introducing the singular as the organizing principle of a possible practice, as Ismael teaches us. The community becomes problematic if we do not contemplate the differences, the diversity. In other words, the collective must include the dimension of subjectivity in order to pierce any desire for homogenization or indoctrination. The practice that I propose is one that is capable of questioning itself, and extracting its consequences. Each case we attend contains knowledge, an enigma that must be elucidated on each occasion; putting it to work.
Etapa 7, Murcia, 12/mayo/2022 Centro Social Universitario. Universidad de Murcia Mesa Coloquio Las paradojas de la Educación Social y sus efectos |
Las paradojas conducen a un enigma irresoluble, sin solución. Es esta dimensión de enigma la que me interesa capturar y poner a trabajar en tanto que es reveladora de la complejidad de una práctica. Quedémonos por el momento con esta idea; un enigma sin solución.
Me propongo explorar la articulación compleja, siempre incompleta, entre la singularidad y las prácticas colectivas. Una articulación entre dos elementos que a veces se relacionan de manera problemática y excluyente. Lo singular y lo colectivo. A sabiendas de que las prácticas colectivas tienen una tendencia hacia la igualdad. El filósofo lo dice así: el capitalismo, como sistema por y para la producción, «expulsa todo lo distinto». El discurso de la época (y las instituciones no hacen excepción) propone «la proliferación de lo igual» como modo de producción de masas, siendo el correlato de prácticas segregativas ya que «lo igual» niega lo distinto, lo diferente, lo extranjero. Esto que queda fuera es lo que resta, lo que queda segregado tras la aplicación ciega de las normativas. Es decir, que la paradoja de la igualdad es el retorno de la norma para rechazar aquello que objeta por el bien común.
Violeta Núñez (2011) afirma que «El profesional es aquel que puede descifrar las prácticas hegemónicas; delinear alternativas previendo sus efectos; hacer sitio a los sujetos; dar valor a su palabra» (p.10). Es decir, que se trata de organizar una praxis que si bien esté orientada por una serie de ideales colectivos y compartidos (salud, vínculo social, prevención, etc.) sea capaz de poner cierta distancia entre su función ideal y la tarea de acompañar cada situación particular. En caso contrario, el profesional puede quedar identificado a una posición que impida la emergencia de un sujeto. Presento dos ejemplos de mi práctica de acompañamiento.
Aitor se encuentra muy angustiado desde que a dos de sus familiares les hayan diagnosticado Covid-19. Teme contagiarse y le cuesta mantener el confinamiento en el recurso residencial donde vive desde hace dos años. Una noche y ante la emergencia de la angustia decide salir del piso y dar un paseo. Cuando vuelve le dicen que está expulsado. Realiza, entonces, actos de violencia (me explica: «lo hice para que viniera la policía y tener un techo donde dormir, no quiero volver a las calles»). Pasa la noche en comisaría y a la mañana siguiente le recibimos en el centro de día. Se encuentra sin medicación psiquiátrica (la medicación está en el piso y no puede acceder a ella) y con ideaciones delirantes de contagio. Ni come, ni bebe ni va al baño por miedo al contacto con materiales, utensilios o recipientes que contengan el virus contaminante.
Este ejemplo me permite dar cuenta de los efectos, a veces paradójicos, de una expulsión, como recurso «educativo» en multitud de servicios de la red asistencial. ¿Qué ha pasado? El sujeto se ha quedado sin lugar en el Otro, sin asidero, y como resultado tenemos la respuesta violenta, paradójica, para ser re-alojado de nuevo (es un intento desesperado del sujeto para incluirse de nuevo en el Otro: «tener un techo donde dormir»). La consecuencia de haber quedado sin lugar, sin marco, produce la descompensación del sujeto. En lugar de escuchar a Aitor y adaptar la normativa a las circunstancias del caso, se recurre a la expulsión directa, sin explicaciones (¡es la normativa!). El sujeto queda así fijado a una posición de objeto excluido (echado) instalándose una desconfianza que arrasa todo el campo de su subjetividad.
El trabajo en servicios residenciales colectivos resulta extremadamente complejo, la convivencia diaria y las tensiones en lo cotidiano así como la falta de personal y de recursos, nuestra precariedad, pueden hacer que en muchos equipos se recurra con demasiada frecuencia a la expulsión como único modo de tratar la angustia y la impotencia de los equipos de intervención directa. Existe una tendencia a la normativización de estos espacios de convivencia de manera que el acompañamiento se reduce al cumplimiento de unas normas, también el acto profesional, clínico o educativo queda empobrecido y supeditado al cumplimiento de estas normativas que regulan, en buena medida, la totalidad de la relación profesional-sujeto. Por otra parte, estas prácticas evitan la conversación y, en consecuencia, hacen obstáculo al vínculo social. Lo que se desaloja es la palabra, que se ha convertido en un estorbo. La institución opera a partir de categorías y compartimentos estancos en cuyos intersticios los sujetos pierden su singularidad en favor de una representación social asociada a una problemática concreta y definida a priori. La palabra, en cambio, hace emerger algo de lo inclasificable de la vida humana.
Ismael, de 43 años, acude a solicitar plaza en el centro de día en el 2015. Vive en la calle desde su adolescencia. Cuando era niño y, tras la prematura muerte de su hermano, Ismael se fugó de casa y se hizo adicto a la heroína, estas fueron las respuestas del sujeto (la adicción y la errancia) frente al agujero abierto en lo real tras la muerte de su hermano. En nuestra primera conversación me dijo «Necesito un ordenador, quiero buscar mis principios para avanzar mi futuro, escribir mi libro. Mi vida es un caos, necesito orden». Yo le dije: «Usted busca un principio» y le propuse que los educadores del servicio pudieran facilitarle el uso de un ordenador y ayudarle con los procesadores de texto, «una colaboración». Ismael me responde «Si, una cadena».
Presento este ejemplo para que podamos advertir las diferencias, a veces sutiles, entre proponer un programa previo y predeterminado o, como este caso nos enseña, poder organizar un servicio en función de la demanda de un sujeto. Crear la institución a partir de la demanda de cada uno de los que solicitan un lugar en ella. Entonces, organizamos el servicio de manera tal que Ismael pudiera dedicar todo su tiempo, si lo deseaba, a la escritura. Es decir, dejando en suspenso su asistencia a las actividades y talleres que se proponen habitualmente desde este tipo de espacios. Un movimiento en el que la institución hace suyo el proyecto del sujeto.
Ismael ha escrito cuatro libros. En el primero de ellos, «vida de un toxicómano», narra su vida como adicto a la heroína. Justo antes de terminarlo incluye un cambio en el título, lo llamará vida de un ex-toxicómano. Tras escribirlo, Ismael abandonará el consumo de tóxicos y se pone a trabajar repartiendo periódicos y poemas que escribe. A partir de este momento, dice ser «escritor y poeta». Es decir, deja caer su identificación al ser-toxicómano y, frente al vacío que esta identificación deja viene otra en su auxilio, una palabra que le representa, una nominación particular: «Soy escritor y poeta».
En su segundo libro «El chico de la calle», Ismael relata sus viajes, su deambular y su vida en la calle. Tras publicarlo, Ismael accede a una casa de un proyecto de la Diputación, dejando su vida en la calle. He aquí el compromiso de este sujeto con su escritura. Un ordenador que introduce tres tiempos: «Parar, pensar, actuar. ¡Una cadena!» señala Ismael.
Su tercer libro lleva por título «Alma rota», allí sitúa con precisión la coyuntura de su desencadenamiento y los efectos en su cuerpo. «Alma rota» es el significante que el sujeto encontró (inventó) para nominar el efecto que produjo en su cuerpo la prematura muerte de su hermano, momento de desencadenamiento de Ismael. Al escribir sobre este acontecimiento, Ismael reintroduce en el discurso, en la cadena del lenguaje, aquello que fue rechazado y que quedó por fuera de la significación como un real traumático. Lo dice así: «Tengo impulsos automáticos, cuando menos me lo espero, no me avisan. Son temblores y dolor en todo el cuerpo. Rabia y ansia. El alma rota en el corazón. Se me queda la mente en blanco y no puedo pensar». Finalmente escribe el que, hasta la fecha, es su último libro «El comienzo».
La escritura es, para Ismael, un lugar que lo separa del caos del mundo y que le permite instaurar «una cadena» allí donde no la había, en el lenguaje. Un lugar a partir del cual inaugurar un nuevo orden y, en consecuencia, producir «un comienzo» (su último libro). Con su escritura, Ismael inventa una solución singular. Ismael me dice: «Escribir es una liberación, me libero de mi rabia, de mi ira, es como un imán, me pego a la silla y al ordenador y escribo para las futuras generaciones, para dar testimonio, es terapéutico, no sé por qué, pero me libera. Pasar del caos al orden». La escritura le ha servido para darse un nuevo nombre y un nuevo lazo social instaurándose una temporalidad que le permite reapropiarse de su propio cuerpo y comenzar.
Este caso excepcional y único nos enseña a confiar en las soluciones que el sujeto trae consigo, allí está el comienzo de un nuevo anudamiento y lazo social. Estar atento a los dichos del sujeto – aprender a hablar su lengua – tomarlos como referencia y guía aunque no los entendamos, de hecho, no se trata de comprender, la vía del sentido nos conduce en no pocas ocasiones a un callejón sin salida. En todo caso, es a posteriori que uno puede comprender en parte, siempre parcialmente, los efectos de una escritura.
Ismael nos enseña que, para construir un lugar en el mundo, cada uno de nosotros nos vemos confrontados a inventar una manera propia, por fuera de las normas y las soluciones prêt-à-porter. El profesional bien podrá acompañarlas en esta tarea, descompletando su propio saber y favoreciendo las invenciones de cada sujeto implicado. Este ejemplo nos anima a seguir explorando las relaciones entre la singularidad y el lazo social. Una práctica orientada por la singularidad es aquella que no confía demasiado en las soluciones del lado de los universales, los manuales de la normalidad o las exigencias de adaptación.
En el interior de la relación asistencial concurren multitud de paradojas y contradicciones que nos interesa conocer y para ello es necesario que los educadores sociales no renuncien a lo que llamaré una posición «éxtima», es decir, que es íntima y externa al mismo tiempo. Externa porque nuestra función se incluye en un marco de trabajo, en un programa, en una demanda institucional que nos precede. Íntima porque cada persona que atendemos nos convoca a un enigma irresoluble que nos confronta con nuestra propia diferencia, es decir, con aquello que cojea en cada uno de nosotros.
Esta posición éxtima nos permitirá leer algunas de las contradicciones de la red asistencial, no para oponernos a ellas o para quejarnos, sino para saber hacer con ellas, que no es lo mismo, por ejemplo proponiendo otras maneras de hacer. Una orientación es, también, un límite a la demanda, a veces, imposible del programa institucional, de lo contrario corremos el riesgo de quedar absorbidos, aspirados, por el discurso hegemónico, la rutina o el aburrimiento.
Propongo entonces reivindicar lo colectivo y lo comunitario pero a condición de re-introducir lo singular como principio organizador de una práctica posible, como nos enseña Ismael. Lo comunitario se vuelve problemático si no contemplamos las diferencias, la diversidad. Es decir, que lo colectivo debe incluir la dimensión de la subjetividad para agujerear cualquier voluntad de homogeneización o adoctrinamiento. Cada caso que atendemos encierra un saber, un enigma que hay que dilucidar en cada ocasión; poniéndolo al trabajo.
No se trata de renunciar a los protocolos ni a los programas de intervención que bien usados permiten regular las redes asistenciales así como dotar de un marco, y de unas funciones, a los diversos profesionales, disciplinas y saberes que interactuamos en red, sino más bien poder situar algunos de sus límites y de los excesos que se derivan del abuso de los procedimientos de evaluación y burocracia en nuestras prácticas.
Del lado de la institución, propongo no tanto la proliferación de prácticas y servicios normativizados sino de prácticas reguladas que permitan alojar las invenciones, el saber y la palabra, de cada sujeto. Una práctica regulada es aquella capaz de ordenar un espacio, un campo y una atmósfera a partir de los cuerpos, la presencia y la palabra de todos y cada uno de los que se inscriben en dicho espacio. Y para ello, es imprescindible que el profesional se coloque en una posición de no-saber. ¡Hay que decirlo! ¡Hay que aprender a no saber! Es decir, no taponar con nuestras ideas (ideales, prejuicios, suposiciones) ni con nuestros conocimientos (programas, teorías, modelos) la falla por la que cada sujeto está habitado y que supone la puerta de entrada a su propio saber, un saber ignorado pero que está allí, esperando. Un saber pendiente de elaboración.
La localización del saber ha sido uno de los aspectos decisivos en la base de la fundación de la Antenne, institución dedicada al autismo y a la psicosis en la infancia. Antonio Di Ciaccia, fundador de esta institución, advirtió que esos niños llamados psicóticos se dirigían más gustosamente a la mujer de la limpieza o al cocinero, es decir, a personas no implicadas en el trabajo clínico, y cuya tarea concernía a las más humildes necesidades y cuidados. Así dedujo que estos niños buscan un partenaire que no es o que no está puesto en posición de saber. El no-saber en el lugar del Otro (en la institución) es la condición previa para que estos sujetos salgan de su repliegue y se arriesguen a incluirnos en sus operaciones. Este es el tipo de institución que podemos, no sin dificultades, proponer e inventar entre todos. Y cuando digo «todos» me refiero a los técnicos, a los representantes institucionales, a los académicos y a los diferentes agentes de la red asistencial.
Han, B. (2017). La expulsión de lo distinto. Barcelona: Herder.
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Núñez, V. (2011). Reflexiones acerca del lugar de la teoría en educación social, hoy. RES revista de Educación Social, número 13.
Sennet, R. (2006). La cultura del nuevo capitalismo. Barcelona: Anagrama.
Cosme Sánchez Alber. cosmesan@hotmail.com