Tania Barreiro Torregrosa, Educadora Social y Máster en Cooperación al Desarrollo, Gestión Pública y de las ONGDs
El presente artículo propone exponer cómo el nexo de unión existente entre la prejuiciosa separación de países, realizada en función del desarrollo económico, que atribuye a unos la seguridad, los avances y la tranquilidad, dejando para los otros la violencia, la deshumanización y la inseguridad, no es más que la vulneración de los derechos de las mujeres, estando extendida y arraigada de manera universal, independientemente de las fronteras y de cualquier condicionante. El precedente de esto radica en haber convivido durante tres meses con la realidad de un país Centroamericano, Honduras, junto con el apoyo de una ONG dedicada principalmente a la educación, y con el ensayo de haber intentado realizar un proyecto en materia de igualdad de género en terreno. Tras la experiencia, una revisión bibliográfica y el sometimiento del conjunto a una mirada retrospectiva, se propone una contextualización del sistema patriarcal para la redefinición de la propuesta socioeducativa inicial, encontrando su base en los principios de la Educación Social y empleando la metodología del Teatro del Oprimido.
Throughout this work, it is exposed how the violation of women’s rights is widespread and deeply rooted in a universal way, being the common nexus between the different countries, despite the fact that the prejudicial classification based on economic development, attributes to some security and advancement, leaving violence, dehumanization and insecurity to others. Concern for this issue arises during my experience in Honduras, where I was able to test a project on gender equality in the field with the support of an NGO dedicated to education. After three months of coexistence, an exhaustive bibliographic review (to deepen the theoretical level on gender issues, violence, sexual neocolonialism, institutional abuse at the hands of the State and the necessary social coeducation), and the submission of the whole to a retrospective look, it is proposed an improved socio-educational proposal. Placing its foundation in the principles of Social Education and using the methodology of the Theater of the Oppressed, it aims to promote critical thinking regarding sexist violence with a group of rural adolescents.
El presente artículo es una síntesis de la investigación realizada para Trabajo de Fin de Grado (TFG). Este, descansa en la experiencia previa de haber sido beneficiaria de la beca ofrecida por la Universidad de A Coruña, que me permitió llegar al centro del continente americano, de la mano de una ONG con la intención de realizar un proyecto en materia de igualdad de género.
Entendemos como competencia de la Educación Social, el cambio social por medio de la acción educativa, y concretamente, una acción que siguiendo la teoría freiriana, forme a personas críticas, pues únicamente partiendo del cambio de conciencia se logran cambios reales. Este adopta conllevar un cambio de visión, que no es posible sin la previa formulación de interrogantes acerca de la realidad.
El cambio de visión, en este caso, se produjo primeramente a nivel personal: la instaurada idea de que existían determinados condicionantes y detonantes que separaban en ciertos aspectos los países del Sur de las regiones occidentales, aun entendiendo la dominación de los segundos sobre los primeros, caminó hacia llevar la idea no a la distancia, sino al nexo de unión entre ambos (entre todos, de hecho), que es la dominación patriarcal. Esto, desarrollado teóricamente tras una revisión bibliográfica, se presenta como la base de la justificación del presente trabajo.
Dicha opresión nos sitúa ante la necesidad de cambio, pero primero, de conciencia. Fruto de esto, es el rediseño del proyecto inicial, debido a la previa redefinición de la realidad, así como la acción que se pretende alcanzar con el mismo. Aquel que en un principio proponía unas breves sesiones que, queriendo ser prácticas, acabaron por ser teóricas y también a un intento de Teatro del Oprimido, donde tanto el Teatro como la definición de un colectivo oprimido, cojearon.
Tras la experiencia, convivencia, participación, búsqueda de información y análisis de la misma intentando cohesionarla con la realidad, junto con las necesidades encontradas en lo que concierne al pensamiento instaurado desde el machismo, se redefinió el proyecto con el objetivo de adecuarlo a la realidad –valga la redundancia– real, de la situación de la mujer en Centroamérica, para que intente responder a las necesidades encontradas, no sólo a un nivel general tras la mirada y enriquecimiento retrospectivo, sino con una mirada más concreta, dirigiéndolo a un grupo de jóvenes adolescentes del ámbito rural, con quienes compartí tres semanas de convivencia. Mediante este, se busca contrarrestar el impacto que la legitimación machista tendrá en la vida de las menores por medio la Educación Social, por tanto; de un pensamiento crítico desarrollado con el diálogo, estando como acompañante del mismo la teoría feminista y la acción del Teatro del Oprimido. Esta teoría nos permite analizar aspectos que sin ella se escaparían de nuestra visión, que en conjunto con el TO permite ver, visualmente, la práctica de la teoría a la que nos ceñimos y llegar a una liberación: física al expresar la acción y los cambios por medio de nuestro cuerpo, y mental al cambiar la forma de ver nuestra realidad.
De forma introductoria, debemos aludir al fenómeno de la violencia que envuelve las sociedades latinoamericanas y caribeñas, para entenderlo como un hecho y proceso social donde se encuentran las más variadas formas de agresión, caracterizado por poseer un poderoso efecto multiplicador y expansivo cuyas consecuencias no sólo recaen sobre las víctimas directas, sino en el amplio conjunto de la sociedad. (Cortés, 2018)
Siguiendo a Iris Terán (2016, p.62), las posibles causas de la violencia se asocian “con inequidades sociales prevalentes, el desempleo, el aumento en la densidad de población y la segregación urbana, donde coexisten la riqueza y la pobreza extrema”. Se añaden otros factores tales como el crecimiento del narcotráfico y con él, del crimen organizado que alimentan –y se alimentan– de esta violencia, considerada por dicha autora como la nueva epidemia del siglo XXI, tal y como pueden ser las maras o pandillas.
Todos estos fenómenos asociados a las causas de la violencia están indudablemente presentes, aunque en unos países más que en otros, dentro del continente americano. La mayoría de los países que lo conforman, se han caracterizado desde hace décadas por unos altos índices de violencia en todas sus vertientes, de hecho, según Jiménez (2016), esta problemática nos puede transportar a la situación de las guerras civiles producidas en el pasado siglo, sin embargo, la diferencia es que, en este caso, no existe un conflicto armado que “justifique” dicha violencia.
No se produce de forma arbitraria: encuentra su raíz en una fértil cultura de conflictos, tanto familiares como sociales, económicos y políticos, sin olvidar las atroces embestidas de un sistema de consumo globalizado impuesto como modelo social. Todo esto desemboca en unas cifras que llegan a situar a Latinoamérica en la cima de los países con mayor número de muertes e índices de peligro, incluso por encima de aquellos en situación de conflicto armado. Se producen en ella, el 36% del total de los homicidios dolosos a nivel mundial, que representa aproximadamente 157.000 muertes (Solís y Cerna, 2014). De estos sucesos, existen denominadores comunes, como son un bajo nivel educativo y que se llevan a cabo principalmente en ciudades. Además, son producto, siguiendo a Terán (2016, p.62), de la “violencia interpersonal, no de guerras ni de conflictos armados; sino violencia cotidiana: es encontrarse con la muerte en la esquina de la casa”.
En lo que concierne a esta violencia, se concentra más, si cabe, dentro del Triángulo Norte, conformado por Honduras, Guatemala y El Salvador. El primero de estos tres, ha sido calificado como el país más violento del mundo desde el año 2008, donde no ha hecho más que aumentar. Tienen especial importancia su situación geográfica en pleno centro del continente, que le otorga una (des)afortunada posición estratégica para funcionar como vía de recepción de droga por vía marítima y posterior emisión por el corredor mexicano hasta llegar a los EE. UU (Ransford, Decker, Cruz, Sánchez, y Slutkin, 2017).
Algunas de las causas de la violencia, como el desempleo, la segregación o la coexistencia entre la extrema pobreza y la riqueza, también son indicadores de sociedades vulnerables, que coincide, a su vez, con lo que hoy día se consideran, con un término erróneamente empleado, sociedades “subdesarrolladas”, esto es: “baja alfabetización, problemas de seguridad ciudadana, alta tasa de desempleo, grandes focos marginales de población, bajas tasas de producción y saldos negativos de muchas cuentas nacionales, entre otros” (Loría, 2002, p.103).
Este término, se emplea analógicamente al de desarrollo para establecer la posición relativa de un país con respecto a otro, basándose principalmente en elementos económicos. Está ínfimamente ligado con el bienestar de la población, en lo que concierne a salud, educación, placer y, en general, satisfacción de los individuos. A pesar de que algunos países que conforman la parte latina de América cuentan con un nivel superior de desarrollo, es común incluir al continente completo bajo el desacertado y obcecado vocablo de “subdesarrollado”: una gran parte de sus regiones se encuentran en una situación realmente desaventajada, expuestas en muchos aspectos a una vulnerabilidad económica, política y cultural, a las que podemos añadir también la natural (debido a los desastres que en innumerables ocasiones azotan el continente), psicológica y social. (Loría, 2002)
Todas esas sombras que parecen teñir los países del Sur, en su gran mayoría provienen del juego de luces que se pueden permitir los países “desarrollados”, que ostentan el poder sobre aquellos que han dispuesto tradicionalmente de una menor autonomía sobre sí. A simple vista, y considerando los datos generales, podemos pensar que el puente de unión que tenemos con dicho continente no es otro que el de la diferencia que otorga la deferencia al “desarrollado”, el nexo que une a un occidente opresor y el sur oprimido, el de las relaciones intercontinentales de cooperación para con los países en situaciones de conflicto social y un largo etcétera. Sin embargo, el nexo que realmente nos une es también el de la vulneración y la extrema violencia contra una población concreta; por encima del supuesto “desarrollo” y “seguridad” bajo los que nos encontramos amparados, nos iguala un déficit en el cumplimiento de los derechos de la mujer.
Este vínculo, descansa sobre una violencia que parece no estar vinculada a un occidente civilizado y sumamente avanzado que, en realidad, ha dejado en la “envidiable” Europa, unas alarmantes cifras de más de 25.000.000 de víctimas de violencia machista en los últimos años, de acuerdo a un estudio realizado para el diario Público (Tejada, 2015). Además, las cifras apuntan a que un 33% de la población femenina europea, ha sufrido algún tipo de violencia física y/o sexual desde los 15 años (López e Inglada, 2017). En España, y teniendo en cuenta que las cifras son muy relativas,[1] se cuentan desde el 2003 hasta el 2019, 1.003 muertes por violencia machista, siendo seguramente una cifra demasiado modesta, pues la totalidad de las mismas no se encontrará bajo registro.
Según un estudio de la ONU del año 2016, de los 24 países del mundo con las tasas más altas de muertes machistas, 14 de ellos pertenecían a América Latina (destacando de nuevo entre ellos, Honduras, El Salvador, Guatemala). A pesar de que los análisis que estudian estas muertes no brillan por la abundancia ni por la reciente actualización, siguiendo el estudio de Inés Pineda (2019), se pone en evidencia que, durante tan sólo seis años, se han registrado 7227 muertes [2] motivadas por el género, lo que equivale a 100 mujeres al mes y 3 al día, lo que se ha definido como “masacre por goteo”.
Estos asesinatos de los que venimos hablando, definidos, siguiendo a la misma autora, como:
[…] la muerte violenta de mujeres por razones de género, ya sea que tenga lugar dentro de la familia, unidad doméstica o en cualquier otra relación interpersonal, en la comunidad, por parte de cualquier persona, o que sea perpetrada o tolerada por el Estado y sus agentes, por acción u omisión; y el uso del concepto de femicidio/feminicidio y su diferencia con el homicidio permite visibilizar la expresión extrema de violencia resultante de la posición de subordinación, marginalidad y riesgo en el cual se encuentran las mujeres. (p.184)
Uno de los motivos que permite que el femicidio goce de tal ocurrencia, es la aceptación social, y consecuentemente, la permisividad que acaba dando lugar a una justificación de la misma. En reiteradas ocasiones, observamos que los medios de comunicación de masas acostumbran a presentar “muertes” y no asesinatos, restándole gravedad y, en muchos casos, dejando caer la responsabilidad del acontecimiento sobre la víctima y no sobre el agresor, actuando como defensa implícita del mismo. Tal y como explica la autora Natalia Gherardi (2016, p.132), ya se ha comenzado a denunciar la reproducción de la violencia sexista por parte de estos medios: “no solo reproducen las noticias de violencias, sino que además construyen un discurso que sostiene la naturalización del sometimiento femenino”.
A pesar de esta tendencia a negar tal evidencia, a difuminarla e invisibilizarla, el peso de la misma hace imposible ocultarla. Estos delitos implican la necesidad de un Estado protector, que ponga en marcha una serie de medidas concretas ante tal masacre, para garantizar el cumplimiento de los derechos humanos, entre las que se deberían contemplar: leyes contra la violencia de género, penas para los perpetradores y asesinos, así como la creación de unidades específicas que estudien la situación del femicidio, entre otras muchas posibilidades necesarias.
Como vemos, independientemente de esa equivocada y hasta cierto punto denigrante clasificación binaria, que se adopta hacer de los países, añadiendo a algunos una innumerable serie de características prejuiciosas sin ningún tipo de base lógica ni demostrable, la lacra que nos une es la violencia: el sistema patriarcal se instaura en todas las regiones existentes, sin entender de las fronteras, de avance o de retroceso económico.
Este sistema, hasta la fecha universal, concibe a la mujer como objeto sobre el cual el sistema masculino social y opresivo tiene el poder, debiendo ejercer opresión y dominio (Romeo y Aristázabal, 2019). Cumple la implícita norma de orden, de domesticación y amansamiento de la mitad de la población mundial, a la par que mantiene la supremacía masculina. El femicidio, no es más que el último escalón de la escalera de la vulneración de los derechos de la mujer, que se da a nivel mundial y representa tan sólo la parte más “visible”, o al menos, medible; pues finalmente, dar cifras, plasmar números de cadáveres que un sistema patriarcal ha dejado a su paso, se convierte para algunos en la única forma válida de demostrarlo.
Para entender esta punta del iceberg debemos aludir al género, que actúa como eje explicativo (Valcárcel, 2009). Pertenecer a un sexo u otro, nos otorga una normativa específica donde el género se convierte en un principio de jerarquización que, siguiendo a Rosa Cobo (2005), distribuye recursos y asigna espacios a varones y mujeres diferencialmente, creando así el sistema patriarcal.
Esta relación y diferenciación social varón-mujer, tiene un eje explicativo en el androcentrismo: considerar al varón como centro del universo. De hecho, es precisamente él, que representa la mitad de la humanidad, quien posee por encima de la otra mitad, la fuerza, la dominación y el poder. Basta con pensar en el protagonismo masculino dentro de los más significativos enclaves de poder: fuerzas del estado, política, economía, educación… (esos pilares sociales que marcan el rumbo de nuestra sociedad), así como dentro de la historia, filosofía, literatura o arte (esos pilares a raíz de los cuales podemos definirnos y consultar nuestro pasado social). En definitiva, la presencia masculina es prácticamente absoluta en todos esos escaños que dirigen el rumbo social. Se preserva dicho androcentrismo porque las propias mujeres participamos en este pensamiento (Moreno, 1993), que entra, en indivisible unión con el patriarcado.
Como recoge la autora Ana de Miguel (2015), desde el feminismo, se elaboró este concepto de patriarcado para hacer explícita la existencia de un sistema de dominación basado en el género y sexo. Este, brilla por su invisibilidad; se mantiene día a día, siglo a siglo, gracias al desconocimiento acerca de su presencia. Además, ha demostrado que se transforma y evoluciona, al igual que hace cualquier aspecto de la sociedad, adaptándose al cambio para seguir anclado en nuestra estructura social. Algunas autoras lo han llegado a definir, teniendo en cuenta esta invisibilidad –que hace que incluso muchas mujeres, víctimas del mismo, lo nieguen– como “una sociedad en que los hombres ofrecen protección a cambio de servicios domésticos y sexuales” (Miguel, 2015, p.31). Una seguridad proporcionada por parte de las mismas personas ante quienes debemos protegernos; no es más que una de las tantas premisas ilógicas que acompañan esta doctrina.
Siendo un sistema de dominación cuya identificación se torna complicada, reconocer la violencia de este se erige como una tarea realmente laboriosa, pudiendo fácilmente infravalorarlo bajo el carácter de “inofensivo”. Como vemos, está indudablemente presente en las cifras de femicidios, pero va acompañado de otros factores que hacen que la violencia, aun siendo explícita por su brutalidad en algunos casos, esté peligrosamente presente de una forma más “discreta”. Esto es gracias a: el proceso de socialización que lo respalda, hasta la fecha perfecto, mantiene la aceptación de sus valores, junto con el patrocinio de una historia a lo largo de la cual se ha mantenido incuestionable, producen que no necesite recurrir al uso explícito de la violencia para perdurar.
A pesar de esto y siguiendo a Kate Millet, como en cualquier otra ideología dominante, como podría ser el racismo o colonialismo, “la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente (…) de no contar con el apoyo de la fuerza, que no solo constituye una medida de emergencia, sino también un instrumento de intimidación constante” (1969, p.58).
Llegados a tal punto, podemos considerar que es un poco contradictorio que se presente un sistema de dominación tan “poco” violento, en relación directa con los asesinatos expuestos. Pero si estos existen en tal grande escala, es de entender que la agresión, se encuentra masivamente presente en múltiples eslabones sociales, ejercida de muchas maneras distintas antes de llegar al último escaño del odio machista.
En las explicaciones acerca de esta violencia destacan varios factores clave: dicha socialización diferenciada, que atiende a unos patrones de comportamiento, unas “pautas que guían el comportamiento de los individuos, sus actitudes y su manera de juzgar los hechos y los sucesos que les rodean” (Moreno, 1993, p.22). Determinando así, lo que se debe hacer, lo que está bien o mal, cómo actuar, etc… Funcionan como organizadores de nuestra acción, de nuestra vida. Asimismo, casa con el ideal social que entiende las relaciones entre géneros como relaciones de subordinación, donde son las mujeres quienes rinden una cierta sumisión. Bajo esta “lógica” relacional, será responsabilidad de ellas cualquier conflicto, dado que su única “función” es satisfacer las expectativas del varón. La violencia aparece como elemento de control social sobre el comportamiento de las mujeres, presentándose como transgresoras en caso de no servir adecuadamente a su compañero. (Miguel, 2015)
Siguiendo el razonamiento de este entramado, entra en juego la importancia de la violación como “parte de un sistema de control que afecta al comportamiento cotidiano de todas las mujeres” (Miguel, 2015, p.46). O sea, como un elemento clave de este orden para perpetuar su poder. El miedo que tal agresión produce en la vida de las mujeres conlleva a un meticuloso control de acciones y movimientos en su día a día. Ese temor, previa y minuciosamente instaurado desde la más tierna infancia por medio de la socialización, limita sus acciones, pensamientos, y frena sus aspiraciones. En definitiva, paraliza: “el miedo a la violación condiciona el comportamiento cotidiano de todas las mujeres, (…) en este sentido, todas son víctimas de la violación” (Miguel, 2015, p.260). Con esto, el régimen patriarcal se otorga el poder de poder culpabilizarlas en caso de que hayan sido violadas, pues, tras haber enseñado los “peligros”, deben ser “responsables” de evitaros. Se les hace entender con suficiente antelación que algunos sucesos, ocurren por el único hecho de ser mujer, como ser violadas y/o asesinadas.
Así y todo, la violencia contra las mujeres abandona la limitación entre “agresor y víctima” para abarcar una violencia estructural contra el colectivo femenino. Desde el feminismo, numerosas autoras han luchado para demostrar que no existe ningún tipo de naturaleza en la subordinación de las mujeres. Entre ellas, destacar a Almudena Hernando (2012), que desde una visión antropológica explica que desde los principios de la humanidad han existido grupos humanos caracterizados una división de funciones –destinada a la supervivencia-, por una cooperación, cohesión y complementariedad básica. Pero no por realizar una división del trabajo se asociaban unas u otras actividades con el poder, con superioridad o inferioridad. Si más adelante en la historia se comenzó a relacionar esto como subordinación, fue por unas razones concretas que llevaron a ello.
La sistemática negación de la mujer dentro de la vida pública, del trabajo remunerado y de por supuesto, las esferas de poder, en indivisible unión con una educación diferenciada, donde se escupe sobre ellas la importancia y lógica complementariedad existente entre las relaciones entre varones y mujer, es el preciso detonante de que, durante siglos la mujer, contemplada como el segundo sexo en palabras de Simone de Beauvoir (1949), se viera obligada a encerrar su vida en los sentimientos amorosos; negada por la sociedad, la única forma de “ser” parece poder alcanzarse por medio de las relaciones con el otro sexo.
A más inri, no puede olvidarse el factor de la dependencia económica, cuya “solución” se ha enfocado en el matrimonio. Pensadoras como Alejandra Kollontai, ya en el siglo XIX, veían en la mujer soltera un tipo de “heroína que trae sus propias exigencias con relación a la vida, que afirma su personalidad, que protesta contra la múltiple esclavitud de la mujer ajo el Estado, la familia, la sociedad, una clase de mujer que lucha por sus derechos y que representa a su propio sexo” (2015, p.71). Una visión donde una vida sin una relación heterosexual era ser vista como, prácticamente una “valiente semidiosa”.
Sin embargo, hicieron falta todavía muchas décadas para que la mujer pudiera librarse de la carga del matrimonio. Para más tarde, cargar la misma coacción y subordinación dentro del ámbito laboral, donde además de estar en una clara situación de desventaja con respecto a su compañero de raza, no se le ha permitido dejar la carga de lo privado, asumiendo la coerción de ambos ámbitos. De la misma forma que la incorporación al mercado laboral se ha naturalizado en incontables regiones, la rígida y tradicional distribución de funciones (varón-público, mujer-privado) se mantiene, donde las mujeres tienen día a día la subordinación a la autoridad del marido, junto con la importante dependencia económica que inevitablemente se produce cuando se niega la posibilidad de trabajo fuera del hogar.
Esta división de tareas da un paso más allá en el caso de Latinoamérica, pues podemos hablar de un importante flujo migratorio de mujeres, que abandonan sus familias y países, cruzando el mundo de sur a norte y de este a oeste para continuar realizando trabajos domésticos, pero ahora, de forma remunerada y para servir no al marido, sino a otras mujeres. Esto responde a la demanda de un alivio reproductivo-doméstico para con las mujeres de países principalmente occidentales, traspasándolos así, a otras mujeres, pero de distinta etnia y de menor capacidad económica. (Hondagneu, 2018).
El patriarcado se erige como causa estructural de la consecuencia de la que venimos hablando: la violencia contra las mujeres y la vulneración de los derechos propagada universalmente. Hablamos del femicidio como el final del camino, pero éste conforma múltiples eslabones entre los que se encuentran diversas caras de la misma moneda, como la violencia física, la violencia sexual o la psicológica. Si las dos primeras pueden llegar a ser peligrosamente implícitas, entendiendo que forman parte de todas las estructuras sociales, incrementando así su invisibilización y normalidad, en el caso de la psicológica, es todavía más “invisible”; debilita poco a poco la fuerza interna de la víctima, su autoimagen y autoestima, una vez creado el miedo y un quiebre psicológico, cualquier pequeña acción puede condicionar a la perjudicada (Romeo y Aristázabal, 2019). Otras violencias son el abuso sexual, la explotación, acoso sexual e intimidación en el trabajo, en el ámbito educativo y en cualquier otro lugar, la mutilación genital y otras prácticas tradicionales dañinas, el tráfico de mujeres, violación, prostitución y cualquier otro tipo de violencia perpetrada por el estado (García, 2000).
Al amplio abanico de vejaciones y discriminaciones por la única razón del género, debemos agregar la importancia que juegan la etnia y la clase social. Conciliadas para incrementar la discriminación y desventajas. Cuando ya existe uno de los ejes, los otros dos entran en juego para incrementar las dificultades: cualquier mujer, independientemente de otros condicionantes, se encontrará bajo el régimen patriarcal, pero si pertenece a una clase social baja, avivará la intensificación de la desigualdad que, asimismo, crecerá en caso de que no sea occidental.
Pensando en la mujer latinoamericana, estos factores entran en juego fácilmente; la vulnerabilidad de la pobreza[3], abre paso a la feminización de esta, donde el trabajo femenino destaca por encontrarse principalmente como mano de obra en los invisibles sectores agrarios, en las explotadoras maquilas y en el trabajo doméstico, que impide alcanzar la autonomía. A esto se añade que no se cuentan con los (desiguales y cuestionables) privilegios de pertenecer al mundo blanco occidental, pero sí con el peso de la presente memoria de haber sufrido durante siglos los golpes del colonialismo, que todavía hoy día mantiene algunas de sus raíces.
De acuerdo con un estudio realizado por CEPAL (Comisión Económica para América Latina y Caribe), los datos del último censo estiman que habitan en Latinoamérica 42 millones de personas indígenas, representando un 8,3% de la población total (2015). Con esto, es importante recordar que, en palabras de Araceli Serantes (2018, p.26), “en moitos países asesínanse mulleres porque nin tan siquiera son consideradas como ciutadáns, porque no están nos rexistros e isto se incrementa se pertenecen a pobos indíxenas: se nos existen, non hai delito”. [4]
Siendo paradójico que, al mismo tiempo que se produce este silencioso aniquilamiento, es en el ámbito rural donde las mujeres son responsables de controlar todas las fases del ciclo alimentario: en América Latina son ellas quienes producen más del 50% de los alimentos disponibles, cifra que en África asciende hasta el 80% (Varela, 2014).
Por esto, ya han sido miles las mujeres que se han unido para denunciar la presión de este sistema patriarcal, para seguir luchando con las presentes huellas del colonialismo, el racismo y toda una serie de desigualdades que, unidas al capitalismo, buscan despojarlas de aquello que daba cobijo. No hay más que pensar en las políticas de castellanización y aculturación de los pueblos indígenas, que con el fin de desindianizar, tienen graves consecuencias para la memoria histórica, la resistencia y para la lucha contra la sumisión, que desde siglos han desempeñado las indígenas. La autora mexicana Francesca Gargallo (2007) explica que, toda situación de conquista y dominación supone crear las condiciones para la apropiación sexual de las mujeres, perpetuando la violencia contra todas, pero en particular contra negras, indígenas y pobres. Aumenta así, la opresión que pertenece a una misma tecnología de jerarquización: otorga siempre a los mismos colectivos el lugar de “derrotados”, despojándolos su propia voz, de la posibilidad y capacidad de reconocerse.
Una de las mayores vejaciones que se producen cuando estos tres ismos del odio entran en contacto, es el tráfico de personas[5]: el negocio más rentable del mundo, sólo por detrás del tráfico de armas y drogas que, regido bajo los parámetros del sistema capitalista, se beneficia de la globalización y de la fácil circulación entre fronteras. Son precisamente la globalización, junto con el patriarcado y el capitalismo, los ejes edificadores del fenómeno de la trata.
De acuerdo con un estudio de las Naciones Unidas, de la cifra aproximada de 150 mil millones que genera el tráfico humano, un 85% es resultado de la explotación sexual. De esta, cien mil personas son víctimas en América Latina, siendo un 71% de ellas mujeres y niñas. Al menos dos millones de estas son traídas a Europa, convirtiendo al continente en uno de los principales receptores (Cristiano y Moraes da Costa, 2019). A la hora de entender este fenómeno, podemos establecer una línea histórica a partir del tráfico de mujeres indígenas en la época colonial, cumpliendo con un triple objetivo: mano de obra gratuita, reproducción de nuevos esclavos y objetivación sexual (Chiarotti, 2003). La realidad entre los objetivos de este pasado y las relaciones actuales con los países colonizadores no es demasiado distante: mientras un primer momento, los colonos europeos se proclamaron superiores a los pueblos indígenas para justificar violencia, expolio y apropiación de los cuerpos sexuados, hoy día, dentro del neocolonialismo, los europeos se consideran como salvadores capaces de proporcionar progreso, desarrollo y oportunidades. En la actualidad, principalmente mediante organismos internacionales de ayuda humanitaria y cooperación, “imponen su dominación a través de la neocolonización de los cuerpos sexuados de las niñas y mujeres refugiadas, desplazadas y empobrecidas de los continentes y países devastados por la lógica colonial” (Pineda, 2018, par. 2), pudiendo hablar así de un neocolonialismo sexual. De acuerdo con las palabras más crudas de Despentes (2018, p.96), “se trata denigrantemente el cuerpo de las mujeres como el sangrado mapa africano; sin tener en cuenta las realidades del terreno, sino únicamente los intereses de los colonizadores”.
No debemos confundir la trata, con el tráfico o contrabando de migrantes, o la migración irregular, aunque es de destacar que también se vive de la manera más insegura, violenta y violentada por parte de las mujeres. Las migradas, condicionan su vida debido al racismo, clasismo, etnocentrismo, sexismo, machismo y falta de reconocimiento de ciudadanía plena, entre otros. El gran número de desplazamientos, se deben a la necesidad de huir de la violencia del lugar de origen, aun exponiéndose a la vulnerabilidad del trayecto.
Las principales causas que obligan al desplazamiento son la violencia social, donde encontramos no solo la violencia estructural contra la mujer, sino el contacto directo con otro tipo de amenazas, como la extorsión, vulnerabilidad de la maternidad y manutención de los hijos, junto con la violencia de pareja, son detonadores de la migración. Una vez iniciada, los principales peligros son el secuestro, la violencia sexual y la deportación, con la consecuente violencia institucional y vuelta al ciclo de la vulneración del desplazamiento (Willers, 2016).
La brutalidad de estos desplazamientos se refleja perfectamente en el escalofriante porcentaje de un 80% de violaciones a mujeres indocumentadas durante el mismo, llegando incluso a ser estas un “método de pago” por el cruce de fronteras. Siguiendo el estudio Las mujeres y la violencia en la era de la migración (Monzó y Mclarenm 2015), la violación es tan común que se “avisa” a las migrantes de la importancia de conseguir algún método anticonceptivo: es de “esperar” que sean violadas.
A la exposición a innumerables vulneraciones, debemos añadir el proceso de victimización secundaria: se presenta cuando una persona que ya ha sido víctima de otra violencia -la sexual, por ejemplo- se enfrenta al sistema de justicia, y a una nueva violación de los derechos más básicos (Romero y Aristázabal, 2019).
No solo es la ausencia de un estado protector que no niegue una obvia realidad, sino también, la presión de un terrorismo sistemático ejercido desde las propias instituciones destinadas a la protección. Esto es, la violencia ejercida sobre las mujeres de forma directa por los varones responde a una idea de superioridad y de pertenencia del cuerpo femenino, pero en una visión más “amplia”, esta violencia dentro del terrorismo de los estados cumple, una función domesticadora: la “ocupación” (violación, denigración, vejaciones…) del cuerpo femenino, se asemeja a las violentas ocupaciones de territorios enemigos. Mientas que para un hombre una violación supondría la pérdida de su masculinidad, para una mujer, representaba hasta hace pocos años, una pérdida de honestidad para con su familia (Sonderéguer, Correa, Cassino y González, 2010).
Esto es un claro ejemplo de que, para unos, la violencia es un asunto que trasciende en el ámbito personal, mientras que para las mujeres es una cuestión que viaja desde lo personal, hasta lo político y lo más general de las formas de organización social, tal y como explicó Kate Millet en Política Sexual, y su ilustrador análisis sobre las relaciones de poder y las políticas de los sexos.
Si esta violencia no se identificase con lo que realmente es, es decir, si sigue estando normalizada y sin ningún tipo de represalia, seguirá viviendo a las anchas de la supervivencia bajo la que desarrollan sus vidas muchas mujeres. Ante un estado ausente, la violencia se mantiene, pero es de destacar qué es lo que pasa cuando la intervención por parte de estado es también violencia.
Latinoamérica ha sido tierra de dictaduras y de intervenciones que brillaban por su ausencia de democracia, pero en el caso de los golpes de estado, y remitiéndonos en concreto al de Honduras del 2009, trajo consigo un 70% más de homicidios de varones, y una escalofriante cifra de un 264% más de femicidios. Entendemos, siguiendo a Montserrat Sagot (2019), que este tipo de políticas no se limitan a lo político estatal: tienen un claro objetivo de eliminar grupos enteros de la población, constituyéndose así, como una política letal para las mujeres.
Las cifras hablan por sí solas; la violencia genera violencia, la ausencia de un estado que castigue, mantiene la violencia, pero la presencia de un estado que desde los propios cimientos de la sociedad estructure la violencia, genera una subida de más de un 300% de los asesinatos, de los que más de la mitad son femicidios.
Debemos atender a cómo afecta este amplio recorrido de violencia machista en la infancia y la adolescencia. Se produce para con las mujeres desde la más tierna infancia, como hemos visto, desde el momento de la concepción, la visión de la futura persona no será la misma dependiendo de su sexo. Tendrá graves consecuencias la exposición directa con la que se ven relacionados muchos menores, viviendo y sufriendo la violencia de la madre dentro del ámbito más íntimo, llegando a la orfandad. La exposición puede desembocar en conductas agresivas y antisociales, una menor competencia social y rendimiento académico, además de promedios más elevados de ansiedad, depresión y síntomas traumáticos. A largo plazo, se constituye un modelo de aprendizaje de conductas violentas, junto con retrasos en el crecimiento. (Reyes, 2018)
Apenas existen datos concretos sobre el número de femicidios en adolescentes y en la población más joven, pero el impacto que tiene es indudablemente relevante, al que hay que añadir las características de una etapa vital en la que no se ha alcanzado la adultez, esto es, las personas menores de edad pertenecen a “una etapa social y evolutiva amplia en la que la dependencia de los adultos en los aspectos más importantes de la vida o es absoluta o muy grande” (Pantoja y Añaños, 2010, p.111). Este grado de dependencia supone una cierta indefensión, por lo que todos los menores son vulnerables; vulnerabilidad que puede aumentar drásticamente en función del contexto y de las situaciones a las que tenga que enfrentarse la persona. Fallando toda una serie de factores de protección, podemos hablar directamente de jóvenes vulnerados y no vulnerables. Así es como miles de jóvenes vulneradas, comienzan su vida adulta, construyendo su propia identidad con la base de unos “cimientos” dañados.
Además, es precisamente durante esta etapa en la que comienzan las relaciones amorosas, donde la reproducción de esta dominación masculina se presenta como clave: además de formar parte de la norma cultural que existe alrededor del imaginario social del amor y de las relaciones afectivas/sexuales, también son caldo de cultivo de la violencia de género (Amurrio, Larrinaga, Usategui y Valle, 2010). Se presenta como etapa clave también por ser donde se desarrolla un pensamiento formal, y con este, mayor capacidad crítica para lograr un distanciamiento con la realidad más inmediata (Díaz, 2003). Estas relaciones, teniendo en cuenta lo anterior, se convierten fácilmente en caldo de cultivo de diversas agresiones, tanto psicológicas, como físicas y sexuales, consideradas en muchas ocasiones justificables o comunes por las propias víctimas y agresores de acuerdo a la normalización de las mismas, por tanto, no considerando la gravedad de las conductas. Algunos estudios confirmaron que la violencia dentro del noviazgo joven/adolescente, adopta ser de magnitud superior que, en las relaciones adultas, pero conllevando mayores e irreversibles consecuencias psicológicas (Sebastián, Ortiz, Gil, Gutiérrez, Hernáiz y Hernández, 2010).
Considerando necesaria una formación específica en género, la necesidad de la misma se intensifica en esta etapa vital, donde la vulnerabilidad de la adolescencia es mayor, siendo un momento clave para poder repensar los patrones ya adquiridos y reaprender la posibilidad de otros libres de subordinación, rompiendo con la normalización de conductas denigrantes y frenando la perpetuación de esta cadena.
Estas prácticas y políticas letales de las que venimos hablando, que atentan contra la mitad de la población de las formas más diversas y múltiples, requieren una intervención, también en múltiples dimensiones. Queda indudablemente clara la necesidad de denunciar la vulneración de los derechos de la mujer, así como la reivindicación de los mismos.
Después de poner en contexto la situación de Latinoamérica, es indiscutible la dificultad y el desafío que puede suponer el desempeño de la educación, donde las desigualdades se retroalimentan de las violentas injusticias. Entendiendo, además, que lo que se intente transmitir desde una educación “formal”, escolar, es posible que se desaprenda o choque en contacto con la realidad exterior, o con la propia realidad familiar.
Debemos aludir a las relaciones intercontinentales, destinadas a una supuesta cooperación, donde, entre otras causas, una significativa parte de ellas concierne a la educación. La ya citada asimetría, derivada de la prejuiciosa concepción instaurada, las tiñe de superioridad occidental y de paternalismo, siendo su máxima “reencarnación” el varón salvador blanco occidental. Se ha buscado en esta cooperación “dar” (recalcando de nuevo la equívoca visión y por ende, finalidad de la misma) aquello de lo que se carece, pero al mismo tiempo desde otra perspectiva, robar aquello que no poseemos. Por ello, la benevolencia de la que se jactan algunas regiones se erige a la par que se oculta la masacre, tanto aquella que se produce bajo responsabilidad de otros territorios, como la que en ellos florece.
No nos une la asimetría sino el mismo atraso en materia de cumplimiento de los derechos humanos. El desafío, no radica tanto en un cambio social partiendo de la educación únicamente en el continente vecino, sino en pensar cómo es posible que existan unas intervenciones externas, cuando en nuestro “mundo contrario” no existe el avance que se pretende instaurar. Si comenzar algo desde sus inicios es un reto, la necesidad de derrumbar un sistema de creencias que creció creyéndose correcto, se presenta como un doble desafío: no sólo es la necesidad de cambio educativo en terceros países y la relación cooperación-educativa que se levanta en los mismos, sino la necesidad de enfrentamiento ante un opresor sistema de creencias patriarcal universal, y para esto, irremediablemente se necesita un cambio en la educación.
Este sistema, cumple la función de mantener la binaria relación de opresor-oprimido, conservando privilegios obsoletos: tanto las que operan en la supremacía masculina, como hemos visto, universal, como aquellos que se reducen a un occidente-sur. Genera la necesidad de lucha, de cambio de pensamiento y una auténtica toma de conciencia sobre la realidad, independientemente de cuál sea, y también de resistencia ante este sistema de opresión que, ante la pérdida de privilegios, se opondrá al éxito del mismo.
Siguiendo la teoría freiriana, la liberadora es la única práctica educativa: su fin último es la formación de personas críticas, pues, únicamente partiendo del cambio de conciencia se logran los cambios necesarios para trascender hasta las estructuras sociales. Es así como se entiende la Educación Social: mediante su carácter pedagógico, busca producir contextos educativos y acciones mediadoras y formativas, para la incorporación de las personas a la diversidad de redes sociales, y promoción social y cultural (ASEDES, 2007).
Se convierten en competencias del profesional, el cambio social por medio de la acción educativa (Petrus, 1994). Se constituye, así, en agente de subversión social mediante una pedagogía trasgresora y crítica, que permita una nueva lectura visibilizando las realidades opresoras y de las personas oprimidas (Sánchez-Valverde, 2015), siendo para ello necesario el reconocimiento del género como generador de realidades opresivas, violentas y, en definitiva, feminicidas.
Una educación al servicio de la liberación tiene el compromiso de frenar esa instaurada reproducción del statu quo, de normas de género y de las desigualdades, que de la misma nacen. Citando de nuevo a Paulo Freire (1970, p. 19), “no es posible dar clases de democracia y al mismo tiempo considerar como absurda e inmoral la participación del pueblo en el poder”. Reposa en la Educación Social, el compromiso social, moral y profesional de frenar esta arcaica realidad. Esta necesidad se encuentra ínfimamente ligada a otras realidades donde se erige necesaria esta intervención del cambio social: junto con el actual neocolonialismo, la ecuménica subordinación de género, la desigualdad que la misma incrementa desde la clase social, etnia, y ubicación regional, destacando la importancia y extensión de lo rural en las Américas (siendo sobre todo en esas zonas, donde mujeres y niñas reciben una menor educación), recordando siempre que “nadie es si prohíbe que los otros sean” (Freire, 1969, p.15).
Se propone la Educación Social por medio del Teatro del Oprimido como vía para dar respuesta, a través del teatro, a la situación de violencia contra la mujer, previamente analizada, que, como se ha visto, aun siendo universal, se intensifica en contacto con la clase social y la etnia, existiendo una gran vulnerabilidad en el ámbito rural.
Se dirige a un grupo de mujeres jóvenes que residen en una casa de protección de la ONG ACOES, en el ámbito rural. En tanto que propuesta socioeducativa, pretende el desarrollo de un pensamiento crítico conforme a la vida cotidiana de las destinatarias, así como a la realidad global femenina; a la vez que se promueven y ponen en marcha estrategias y acciones de afrontamiento de conflictos y situaciones de opresión, vinculadas a la violencia de género.
Aun previendo un cronograma flexible, se planifican diez sesiones, en las que dos educadoras sociales, con el apoyo de la propia ONG, irán cediendo protagonismo a las destinatarias a medida que el proyecto avance, siendo éstas las responsables de la propuesta final de teatro del oprimido, que llevarán a cabo con otro grupo de adolescentes. Se empleará, para ello, una metodología participativa y vivencial, a la vez que dialógica y reflexiva.
Se formulan como objetivos generales y específicos del proyecto, los siguientes:
En cuanto a los contenidos, se abordarán los siguientes:
3.2. Propuesta metodológica
La metodología del Teatro del Oprimido (TO) es inherente a principios metodológicos que asumimos como propios: el diálogo, la participación, el aprendizaje vivencial y el principio de reciprocidad. Se presenta como un medio idóneo para plantear problemas de origen social, con el objetivo final de lograr el cambio, siendo necesario para ello la acción colectiva (Boal, 2001). Coincide con la teoría freiriana en que el punto de partida del movimiento radica en las propias personas: para ser, tienen que estar siendo, rehaciéndose constantemente, y de forma simultánea, la praxis y las escenas. En este sentido, el TO promueve que cada persona construya su propio conocimiento con libertad, autonomía y con un método abierto, definiendo su propio camino (Barauna, 2009).
El TO emplea una metodología participativa. Con el objetivo de practicar y hacer práctica la democracia, permite que cada cual comparta y exprese los conocimientos que tiene del mundo, reflexionando posteriormente, y de forma conjunta, a futuras alternativas a los problemas planteados (Ganuza, Olivari, Paño, Buitrago y Lorenzana, 2010). Conforma también, una metodología vivencial, basada en aprender haciendo, por medio de la acción; es aprender con todos los sentidos. (Ramos, 2016)
Estos dos principios, se unen a la reflexión para promover verdadera concienciación, y no una mera toma de conciencia (Freire, 1969). La reflexión se promueve a través del diálogo, uno de los vehículos conductores del teatro, y por tanto de una parte muy significativa de las actividades propuestas para este proyecto.
E diálogo, “si es verdadera reflexión, conduce a la práctica” (Freire, 1970, p.54), abriendo de esta forma la posibilidad de llevar a cabo cambios reales y efectivos que conduzcan a la transformación. El teatro, entendido como “el lenguaje apto para ser utilizado por cualquier persona tenga o no, aptitudes artísticas” (Boal, 1980, p.17), convierte a los actores en sujetos transformadores. La orientación a la transformación se relaciona directamente la reciprocidad, donde están presentes el dar y el recibir (como arma a disposición del pueblo, quien puede y debe emplearla para lograr el cambio social). Sin la que las relaciones se volverían de dependencia, paternalismo y desvaloración; convirtiendo a las personas en espectadores pasivos.
El presente proyecto se organiza en diez sesiones, en las que se irá avanzando en los contenidos a través del Teatro del Oprimido y del diálogo reflexivo sobre conceptos y realidades. Cada sesión durará aproximadamente una hora y se articulará siguiendo una estructura similar: comenzarán con ejercicios y juegos de desmecanización (o calentamiento), se abordará el contenido y dinámica específico para esa sesión, acompañado siempre del diálogo, y acabaremos con una evaluación figuroanalógica. Con esta dinámica de evaluación se pretende poner en práctica capacidades de valoración de los contenidos y actividades desarrolladas, a la par que se incide en el acceso a la cultura mediante las “figuras” (en este caso obras de arte) empleadas para evaluar. Es importante destacar que estas figuras están basadas en obras de arte, principalmente de autoras latinoamericanas, siendo una parte de ellas de procedencia hondureña. Por ello, se dedicará un pequeño margen de tiempo a hablar brevemente sobre ellas, homenajeando su biografía en caso de que no se conozca, así como el origen/significado de sus obras, incidiendo tanto en el conocimiento de las artistas nativas, como en el reconocimiento de las autoras latinas.
La primera evaluación realizada ha sido en modo diagnóstico para conocer las necesidades del colectivo. Se ha realizado durante la propia estadía en terreno, principalmente mediante la observación participante y conversaciones informales, convivencia con las adolescentes, interacción con otras personas cooperantes del proyecto, etc.
Al margen de esto, se llevará a cabo una evaluación inicial en la primera sesión del proyecto, para intentar conocer de una forma más precisa las ideas y las nociones de punto de partida de las adolescentes que participan respecto de los temas que se van a abordar.
Una vez empezado el proyecto, se evaluará su proceso y evolución, que permitirá efectuar, en caso de ser necesario, pequeñas modificaciones en las siguientes actividades planteadas. Realizaremos una evaluación continua, concretamente, la ya citada figuroanalógica[6], que implica una mayor participación de las usuarias.
Además, al estar basado el proyecto en el diálogo y en el teatro, una gran parte del feedback lo recibiremos a través de la observación de cada una de las sesiones, escuchando las reflexiones de las participantes y sus formas de actuar/representar a medida que avanzan.
En terreno, cuando se llevó a cabo el proyecto diseñado, entre el guion del proyecto a seguir, junto con el apoyo de la ONG y el indudable aliado que supone en esas situaciones el idioma, el camino y las funciones parecían sencillas y lineales. Sin embargo, este estaba previamente diseñado en una realidad ajena a aquella donde debía desempeñarse, y en este caso, por una persona sintetizada ante las ideas imperantes en su lugar de origen. Esto es, sin “conocer”; sin ver, sin haber visto, sin saber, sin haber escuchado, sin entender… Hasta lo que parecía más básico y universal desde una visión que, aun intentando caminar libre de prejuicios, se movía en un camino cimentado sobre un pensamiento occidentalizado, chocaba con la realidad imperante.
Por esto, tras el “choque” vivido, el cambio de ideas y de nuevo, la necesidad de una redefinición de la realidad, el proceso a seguir para la elaboración de este trabajo parecía estar arropado en la experiencia. Ahora, a posteriori del diseño de la nueva propuesta, de nuevo y de otras formas, volvieron a aparecer errores: aun estando destinada a promover una concienciación en un colectivo oprimido, se proponía dejando, inconscientemente, poco margen para la participación activa de las destinatarias y demasiado espacio y protagonismo en las personas encargadas del mismo.
Esto dos pequeñas grandes “grietas”, que se presentaron cuando parecía que todos los cambios necesarios estaban ya realizados, no son más que el ejemplo de la necesidad de redefinición constante de la realidad –que se encuentra en imparable cambio–, para poder pensar al margen de los códigos culturales que nos dominan: sólo así se podrá llegar a la reflexión, y por esta vía, a la acción –praxis, en la totalidad del proceso– , conllevando un camino de liberación y siendo el fin y el medio de la acción educativa.
Teniendo en cuenta que el educador social, en tanto que agente de cambio, “se encuentra inmerso en un contexto cultural y socioeducativo en constante cambio que le requiere actualizarse, perfeccionarse y reflexionar sobre sí mismo y su práctica” (Sánchez-Valverde, 2011, p. 8). Se puede considerar que esto muestra la necesidad de adaptación constante a la que debemos someternos, tanto a nosotras mismas como personas (y más aún, como responsables de la Educación Social), como a nuestra realidad. Analógicamente que se ha hecho a lo largo del presente trabajo, la transitividad nunca termina, pues como hemos visto, los sistemas de dominación adoptan diversas formas para poder adaptarse a los cambios sociales.
Autoras como Celia Amorós (como se cita en Miguel, 2015), recalcan la importancia de la teoría, cuyo erigen etimológico radica en el griego “ver”, siendo este el fin de toda teoría; proporcionar una visión alternativa, la misma que el feminismo ofrece en cuanto a la situación de las mujeres. Desde la redefinición de la propuesta, se buscó, se busca y se buscará la capacidad de redefinición de la realidad de las destinatarias, para lo que el TO se presentó, como la forma óptima de acción colectiva, posibilitando la creación de uniones entre las mismas. De esta forma, se sigue el implícito proceso de ver, pensar y actuar. Ver con el trasfondo de la teoría, cambiar nuestro pensamiento, posibilitando una manera de actuar –por tanto, de ser–, distinta a la anterior.
Teniendo este gran poder la teoría, estratégicamente se ha borrado de la historia a las mujeres, arrojándolas a la inexistencia: lo que no se puede recordar, es como si nunca hubiera existido. Durante la revisión bibliográfica, este fue uno de los factores que más acompañó: la dificultad de encontrar información sobre las dispares consecuencias, sin que se redujeran únicamente a cifras de asesinatos, probablemente con cuestionables errores.
Se presenta pues, como necesario, no sólo el salir de este sistema, sino también el compromiso con nuestra historia, con las personas que no han salido del mismo. Fue precisamente en la justificación, donde afloró la importancia de la misma, así como captar lo maltratada que había sido a lo largo de nuestra historia sin historia en cuanto a las mujeres. Por ejemplo, con respecto a la violencia contra las mujeres indígenas, encontrar información que no se reduzca al escalofriante y reciente asesinato de la activista Berta Cáceres fue bastante laborioso si se relaciona directamente con la brutalidad con la que se desempeña. Al igual que la muerte de esta activista, a quien le podemos poner nombre, apellidos y rostro, ha logrado movilizar, concienciar y hacer actuar a miles de personas, tenemos también el compromiso moral, ético e histórico de no olvidar a otras víctimas tanto presentes como pasadas que, aunque no podamos recordar porque han sido borradas, también han estado ahí. Por esto, aunque las dimensiones son inabarcables, tanto, que sus propios números deshumanizan, nuestro compromiso deberá de estar a la altura de los mismos.
Con el objetivo de poner algunos ejemplos, aparte de lo ya explicado a lo largo del trabajo, de concretizar, en la medida de lo abarcable algunas de las causas más directas, que no son sólo asesinatos “físicos”, para poder encuadrar en un lugar, un momento, una causa, se citan: son entre 1.500.000 y 3.000.000 de mujeres y niñas que pierden la vida (Miguel, 2015), pero también fueron (y son) casi 300.000 mujeres campesinas esterilizadas contra su voluntad en Perú (Ballón, 2014), los ya incontables en tanto que invisibles femicidios indígenas, es el tráfico ilegal de mujeres y niñas que encuentra su causa en la feminización de la pobreza, las 100.000.000 de niñas sometidas a la Mutilación Genital Femenina (OMS, 2020), y un largo etcétera, que conlleva unos números tan elevados que incluso parece dificultar el pensar acerca de su magnitud.
La propia magnitud es un factor más de deshumanización, pero lo peor de esto, sería reducirlo al asombro, a la pasividad, al olvido. El compromiso ético moral, también reside en no olvidar la lucha que se ha realizado a lo largo de las generaciones contra la misma causa, la resistencia y persistencia para el cambio, los movimientos sociales y la fuerza de la acción colectiva unida por y para el cambio social, que podemos encontrar por ejemplo, en: las manifestaciones en Perú contra dichas esterilizaciones, el movimiento Chipko en la India, las mareas verdes luchando por el aborto, el reciente movimiento Me Too, la erradicación de la Mutilación Genital Femenina en múltiples regiones, y otro largo etcétera que alienta la necesidad de concienciación, basada en teoría que nos permita ver con claridad y realidad, para llegar a auténticos cambios.
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Tania Barreiro Torregrosa, email: taniabarreiro1@hotmail.es
[1] Pues hasta el 2004 no contamos con una Ley Integral contra la violencia de género, para posteriormente asistir a un retroceso en materia de género (estudios, investigaciones, recursos…) a partir del 2009, con motivo de la crisis económica.
[2] Sin tener en cuenta aquellas que no se han registrado o aquellas que, seguramente, se han tildado bajo otra causa que no haya sido la violencia machista, vuelve a ser, por ende, una cifra modesta.
[3] Gracias a Adela Cortina hoy día le podemos poner nombre al odio irracional contra las personas en situación de pobreza: la aporofobia, entendida como “odio, repugnancia y hostilidad hacia el pobre, el sin recursos, el desamparado”. (Cortina, 2000)
[4] Traducción “En muchos países se asesina a las mujeres porque no se les considera ciudadanos, porque no están en los registros, y esto aumenta si pertenecen a pueblo indígenas: si no existen, no hay delito”.
[5] Entendiendo este como “el reclutamiento, el transporte, la transferencia, el alojamiento o la acogida de personas, recurriendo a la amenaza o el uso de la fuerza u otras formas de coacción, el rapto, el fraude, el engaño, al abuso de autoridad o a la situación de vulnerabilidad o a la entrega o aceptación de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra para fines de explotación. La explotación incluirá al menos tres aspectos: I) la explotación de la prostitución de otro u otras formas de explotación sexual, II) el trabajo o servicios forzados, esclavitud o prácticas similares a la esclavitud, la servidumbre, y III) la remoción de órganos”. (Cristiano y Moraes da Costa, 2019, p.247)
[6]Entendiendo la evaluación figuroanalógica como un procedimiento en el que se emplean figuras, imágenes y representaciones (como animales, plantas, música, juegos, bailes…), para que los sujetos del aprendizaje las relacionen con posturas, logros o nivel de desempeño en la realización de alguna actividad o establezcan una analogía con su desempeño de la misma. (Blanco y Arias, 2007)