Alejandro Martínez González, Centro Superior de Estudios Universitarios La Salle. Universidad Autónoma de Madrid
Este artículo aborda la dimensión de la infantilización masculina como un factor relacionado con el perfil de los hombres que maltratan y, por tanto, como una variable a considerar en la acción socioeducativa para la prevención primaria de la violencia de género. Explica para ello la precariedad psíquica que entraña dicha infantilización y expone las posibilidades que para su superación tiene la intervención profesional de la Educación Social en grupo. Se detiene particularmente en la descripción de tipologías y modos de orientar educativamente la prevención del maltrato, así como en el análisis de diversos tipos de masculinidad. Y concluye detallando la funcionalidad de una práctica educativa de éxito como las tertulias dialógicas pedagógicas o literarias para el propósito de superar posicionamientos masculinos dependientes y dañinos.
This article addresses the dimension of male infantilisation as a factor related to the profile of men who abuse and, therefore, as a variable to be considered in socio-educational action for the primary prevention of gender-based violence. It explains the psychic precariousness of infantilization and exposes the possibilities of professional intervention by Social Education in groups for their attention. The article focuses particularly on the description of typologies and ways of educational guidance for the prevention of abuse and analyses various types of masculinity. It concludes by detailing the functionality of a successful educational practice such as pedagogical or literary dialogical gatherings for the purpose of overcoming dependent and harmful male positions.
En abril de 2019 se contabilizó en España el asesinato número 1000 de mujeres víctimas de violencia de género. Una muerte de media cada semana desde que en enero de 2003 se comenzaron a contabilizar los datos de crímenes comeMasculinidadestidos por hombres contra mujeres que eran o habían sido sus parejas. ¿Qué hombres cometen estos crímenes y por qué? Múltiples investigaciones han procurado ahondar en esta cuestión y coinciden en subrayar tanto la heterogeneidad de la personalidad de quienes cometen estos actos como su convergencia sintomática en la falta de control de impulsos, la irritabilidad, la celotipia o la desresponsabilización (Echeburúa et al., 2009). En un interesante esfuerzo de sincretismo, la doctora María Castellano, después de más de 30 años estudiando este fenómeno, concluye que:
Hay un primer grupo de hombres agresores con una personalidad de rasgos neuróticos. Son muy sensibles, muy inmaduros, muy infantiles, que han estado muy protegidos muchas veces por la madre. Y con su mujer construyen un vínculo de dependencia, donde reclaman toda la atención. (…) Estos perfiles son los que matan a la mujer y luego se suicidan. Porque si su vida ya no les importa, pues no les importa llevarse por delante a la mujer y ahí se acaba todo. (Valle, 8 enero 2020)
Según el Informe del Observatorio contra la violencia doméstica y de género (2020), éstos constituirían el 21 % de los hombres que asesinan, a los que se podrían sumar el 11 % que después de hacerlo intentan suicidarse sin conseguirlo.
Del resto, del 21,2% que se entrega y del 46,4% que es detenido, habría que detraer, según Castellano, los que corresponderían a la segunda tipología que describe:
El otro perfil muy bien definido es el de la pareja inteligente con mucha autoestima, muy dominante, muy orgulloso, bien considerado socialmente, cuya mujer va ganando independencia en gustos y él no lo acepta. Si tienen un punto paranoide, piensan que ella le engaña cuando le dice que sale con las amigas a hacer senderismo. (Valle, 8 enero 2020)
Para este trabajo hemos querido detenernos en la variable del infantilismo que la autora atribuye al primer perfil de maltratadores y de la que, como intentaremos explicar más adelante, puede no estar exento el segundo. Y, según esta consideración, nos preguntamos:
¿Están los hombres en la sociedad del riesgo especialmente tentados de permanecer infantilizados? ¿Es eso lo que hace a algunos particularmente peligrosos? ¿Podemos contribuir más eficazmente a la superación del recurso masculino a la violencia si consideramos esta cuestión desde la acción social y educativa?
Abordar estas preguntas como hipótesis constituye el objeto del presente artículo. Y recurrimos para ello tanto a la exploración y la argumentación teórica, como a la consideración sistemática de la propia praxis. Una praxis de más de diez años investigando, formando parte de grupos de estudio sobre masculinidades, impartiendo formación y promoviendo recursos en la Universidad para la prevención y superación de la violencia de género.
Micael Kaufman (1987), en su ya clásico estudio sobre la violencia masculina, señalaba cómo ésta se estructuraba en una particular triada, constituida por la violencia que el hombre ejerce contra sí mismo, contra otros hombres y contra la mujer. Ninguna de las tres se libra de constituir un lamentable recurso para el logro de la autoafirmación masculina, que entraña como requisito el reconocimiento y la validación de otros hombres para adquirir, en palabras de Bourdieu “la pertenencia al grupo de los hombres auténticos” (2000, p.70).
Cuando un hombre pone en riesgo su salud (Courtenay, 2000) o su propia integridad física en una práctica cuyo único fin es su exhibición ante determinado grupo, como trepar peligrosamente por el tronco de un árbol, conducir un vehículo a gran velocidad, realizar una arriesgada acrobacia o lanzarse al agua desde un puente, parece estar buscando, entre otras cosas, este particular reconocimiento.
También cuando descalifica o agrede a otro hombre esa variable se pone en juego. El hombre que usa la violencia y alardea de ello para proteger su territorio o sus pertenencias -entre las que considera a su propia pareja-, o el que reivindica su valor y autenticidad a base de denigrar públicamente a quienes aparentan u optan por distanciarse de su propio estándar, parece estar convencido de que sólo así logrará también el reconocimiento de su condición de hombre.
Y, por supuesto, también cuando desprecia a las mujeres y lo que ellas pueden representar. Ya se sabe que la hombría entraña, en esta extendida concepción de la masculinidad, no ser sospechoso de asemejarse en nada al sexo opuesto (Kimmel, 1987). Denigrar a las mujeres es un modo de ofrecer una prueba de ello. De esta manera, incluso en los casos en los que supuestamente algunos hombres buscan acercarse a ellas, si están en compañía de otros hombres, no es infrecuente que lo hagan recurriendo a torpes y groseras increpaciones, en las que se confunde la seducción con la descalificación.
Esta dimensión adquiere la más despreciable de las formas cuando las pruebas de virilidad que exige el grupo llevan incluso a la participación en violaciones colectivas, a las que ya se refería el citado Bourdieu como habituales en entornos de prevalencia masculina como el ejército, y que situaba como “variante marginal de la visita colectiva al burdel, tan presente en las memorias de adolescentes burgueses, (que) tiene(n) por objetivo obligar a los que se ponen a prueba a afirmar delante de los demás su virilidad en su manifestación como violencia” (2000, p. 70). Una práctica ésta que, lamentablemente, lejos de desaparecer, parece estar ahora aumentando exponencialmente, como denuncian Kaplun y Roldán (2019).
Violentar a la mujer hasta este extremo lleva asociado, paradójicamente, incluso un relato de proeza masculina, de gesta, por lo que implica de triunfo sobre la voluntad de la víctima. Lo que conduce a algunos a investir de valor y sentido un acto de profunda cobardía, como es el de agredir y humillar a otro amparado por la superioridad física y el anonimato que otorga el grupo de iguales.
En el delirio de la práctica de estas acciones, no deja de llamar la atención el hecho de que haya hombres que sólo encuentren una forma de reivindicarse como tales en su envilecimiento. Amparados, eso sí, por un sistema patriarcal que se las apaña para relativizar y buscar frecuentemente justificación a la violencia que el hombre ejerce sobre la mujer. Algo que no hace más que contribuir a su propio debilitamiento, pues como afirma Hannah Arendt (2019), la violencia, y entendemos que su justificación, aparece como una manifestación de la pérdida de poder. Debilitamiento que se constata con la ruptura de una lógica vigente durante siglos, la de situar a los hombres como los garantes de protección y cuidado, como pater familias, y, por tanto, como figuras incuestionables de autoridad (Kaufman, 1997).
Desde luego, la pérdida de exclusividad en el papel del hombre como proveedor da cuenta ya de la emergencia de un nuevo paradigma que contempla la emancipación de la mujer como un principio identitario y ante el que hay quien parece quedar especialmente descolocado. Este sería el caso de aquellos para los que la emergencia de la mujer deseante resulta insoportable (Pereña, 2019), hasta el punto de considerar este hecho como una provocación intolerable que debe combatirse de cualquier modo. Actos como el atentado contra Malala cuando tenía 15 años por defender el acceso a la educación de las niñas, o los que pretenden amparar las prácticas de La Manada responsabilizando a la mujer de su propia denigración, constituyen el extremo de este pensar degradado.
En la oposición sistemática a esta liberación de la mujer se sustenta también la airada descalificación del movimiento feminista y de todas aquellas iniciativas que amparan y dan cabida a sus reivindicaciones de igualdad y equidad, como la consideración de la perspectiva de género en el cuestionamiento de la atribución de roles por sexo, la aprobación de las leyes de Igualdad y de protección contra la violencia de género o las movilizaciones del 8 de marzo en conmemoración del Día de la Mujer.
Y así, quien encuentra cobijo sólo en las estructuras sociales y políticas de reparto de roles binarios más tradicionales y conservadores y las identifica como pilares de la propia identidad, lejos de poder acoger las reclamaciones y denuncias de inequidad, se defiende de ellas, las más de las veces, de modo profundamente reactivo. Para esas personas nada hay que pensar sobre los privilegios, nada sobre el abuso de poder, nada que tenga que ver con la propia responsabilidad. Si alguien está bajo sospecha, siempre será el otro, algo habrá hecho que justifique su padecimiento. Una doctrina que se aplica igualmente para quien es pobre, inmigrante, perteneciente a una minoría étnica o mujer.
La fría distancia que toma de la realidad quien solo es capaz de ver en un reclamo de justicia social un reproche, da cuenta paradójicamente de su propia precariedad, la de su incapacidad para el acogimiento, la de su narcisismo y la de su victimización. La precariedad de no encontrar otro modo de resolver la angustia de sentirse abandonado que no sea recurrir al uso de la violencia individual o colectiva. La precariedad, como veremos a continuación, propia de la infantilización.
La infantilización es la reproducción por parte de personas jóvenes o adultas de lógicas, actitudes o modos de comportamiento propios de la infancia. Una etapa vital, ésta, caracterizada fundamentalmente por la dependencia y la necesidad de reconocimiento de los otros, en la que se afronta un proceso de desarrollo encaminado a la adquisición de la propia autonomía.
En la infancia se espera que se pueda emprender, por tanto, una gradual separación de las figuras nutricias y de cuidado, en la que éstas mismas juegan un papel fundamental, como pudieron constatar los trabajos publicados en los años sesenta del pasado siglo de René Spitz (1993), Bowlby (1995, 1998) o Winnicott (2008), entre otros. La construcción de una identidad capaz de conducirse con criterio propio requerirá de la conformación de un sujeto diferenciado de quienes le acompañaron en sus primeros años de vida, lo que supone que pueda mantener cierta distancia física y emocional de ellos (Bowen, 1991). Un reto que está implícito en las propias labores de crianza y que no siempre es fácil de abordar.
Prácticas cotidianas como el uso de chupetes, muñecos de peluche o mantitas cumplen la función de ayudar a paliar la angustia infantil de separación, haciendo de muletas que permiten, de algún modo, conservar al otro en su ausencia (Winnicott, 2008). La misma acción del juego en solitario constituye un importante modo de crear un mundo propio que permite tomar distancia del mundo de quienes se depende, contribuyendo a la conformación de un yo dotado de sus particulares recursos. Y, cuando este proceso no encuentra excesivas trabas, poco a poco los niños y niñas pueden ir ganando en autonomía y despojándose de sus primarias dependencias. Algo que les permitirá superar el egocentrismo infantil, que se sustenta en la fantasía de sentirse el centro del mundo, y que conduce a tomar a los otros por objetos al servicio de la propia satisfacción. La superación de este tránsito podrá constatarse cuando la exigencia a los otros pueda encontrar un sustituto en la demanda (Pereña, 2013).
Entre tanto, el recurso al llanto y la pataleta, la reclamación de la presencia permanente de la madre o el padre, la propia idealización de estas figuras, la omnipotencia, los celos, la irritabilidad, la falta de responsabilidad o el reproche cuando el otro no da, serán las formas de expresión cotidianas, los modos en que la posición infantil se manifiesta para paliar la angustia que genera saberse dependiente del otro y sentirse abandonado en su ausencia o en su falta de complacencia. Rasgos, muchos de ellos, que ya vimos como forman parte de la descripción del carácter de los hombres que maltratan.
Podemos, por tanto, considerar que aquellos que se muestran tan intolerantes con los movimientos autónomos, individuales o colectivos, de las mujeres y recurren a la victimización, al chantaje o al uso de la violencia, no hacen más que reproducir precarias maniobras infantiles. La propia Doctora Castellano -a la que nos referíamos en la introducción- ya aludía explícitamente a este hecho, y lo identificaba como identitario de una tipología de hombres maltratadores, a los que distinguía como hombres de rasgos más neuróticos, dependientes e inmaduros. Junto a ellos, esta especialista daba cuenta de una segunda tipología, de rasgos más paranoides, capaz de hacer de la dominación un valor y que sitúa a la pareja siempre bajo sospecha. Una vez considerados los modos en los que la infantilización se presenta, entendemos que quienes se enmarcan en esta segunda tipología parecen cargar también con algunos de sus manejos, pues las acciones por las que se los identifica bien podrían estar hablándonos de la incapacidad de poder aceptar la posibilidad de que el otro no esté o de que quiera actuar desde su propio criterio.
Desde luego, este fenómeno tan pueril de dependencia, negación del conflicto y elusión de la responsabilidad, no creemos que atraviese únicamente la subjetividad de quienes pueden terminar maltratando o asesinando a las mujeres, sino que entendemos que llega a formar parte, en mayor o menor medida, del hacer de todos y cada uno de nosotros y nosotras, copartícipes y corresponsables como somos de un modelo de organización social que se nutre del rechazo a la renuncia, a la acción meditada, a la organización colectiva, a la reflexión y al cuestionamiento. Un modelo cuya vertiente patriarcal no deja de amparar y dar pábulo a ese pensar y actuar infantil, al conminar recurrentemente a los hombres jóvenes y adultos a creer en la preponderancia de su género y en su derecho al engañoso privilegio de ser cuidados y tratados como niños. Lo que parece, eso sí, conducir finalmente a algunos a sentirse legitimados para ejercer la violencia como modo de canalizar su ira (Murphy et al., 2007).
En resumen, entendemos por tanto que al referimos a la infantilización abordamos una circunstancia que, atravesando el fundamento de nuestro propio sistema socioeconómico, encuentra en las relaciones de género una particular y peligrosa dimensión, cuya máxima expresión queda representada en la precaria conducta de aquellos hombres que se victimizan, se vanaglorian de su hegemonía o recurren al uso de la violencia cada vez que se sienten afrentados o abandonados.
La preocupación por la dimensión que la violencia de género adquiere, tanto a nivel global como en lo que respecta a nuestra realidad local, ha conducido en las últimas décadas a desarrollar programas de intervención para hombres maltratadores (Geldschläger, 2010) así como a incorporar la prevención de la violencia como un propósito social que señala y sitúa a la educación en el punto de mira. En la medida en que se entiende, como sostiene Lorente (2007), que lo que está en su origen “son los valores culturales que han actuado sobre cada uno de los géneros y que han hecho de ellos un elemento de desigualdad sobre el que construir una posición de poder” (p. 22), la vía fundamental para su extinción se ha situado en interferir y modificar estos aprendizajes. Y en este nivel de prevención primaria es en el que convergen más frecuentemente buena parte de las iniciativas, programas y proyectos, que se destinan prioritariamente a la población infantil y juvenil.
El común denominador de estas actuaciones es, por tanto, el cuestionamiento de los valores culturales tradicionales que privilegian a los hombres y la denuncia del reparto dicotómico, biologicista, rígido y desigual de los roles masculino y femenino. También suelen prestar una particular atención a su reflejo en las relaciones afectivosexuales, pues es en ellas donde se pone especialmente en evidencia el daño y la descalificación que ampara el patriarcado, tanto para las mujeres y niñas, como para quienes transgreden la heteronormatividad.
De este modo, la inequidad de género, que viene denunciando el movimiento feminista en sus diversas olas, constituye el punto de mira de buena parte de las iniciativas que entienden que es en ella donde reside la causa de la violencia que padecen particularmente las mujeres, y que es por tanto en su superación donde hay que centrar todos los esfuerzos.
Por su parte, Crooks et al. (2019) en su interesante revisión sistemática sobre la evaluación de programas más efectivos en la prevención de la violencia de género en adolescentes y jóvenes, señalan la existencia de lagunas importantes a la hora de prevenirla eficazmente, aunque llegan a identificar algunas estrategias para la prevención primaria de ésta cuya eficacia se ha podido constatar. En concreto destacan, como ya lo hacen otros trabajos sobre la prevención de otras violencias -como la del acoso y ciberacoso escolar (Domínguez-Hernández et al., 2018)-, la importancia de implicar y movilizar a los espectadores o testigos, mejorando sus aptitudes para actuar con seguridad frente a la violencia entre pares. También se refieren a los programas de aprendizaje social y emocional que desarrollan la conciencia emocional, la toma de decisiones responsable, el manejo de la ira, el autocontrol y la autoconciencia. Y hacen una particular mención a los programas que se centran en prevenir la violencia en las citas y el noviazgo adolescente y que procuran la enseñanza de habilidades de relación.
Además de considerar estas aproximaciones, algunos trabajos, como los que se vienen promoviendo desde CREA Community of Research on Excellence for All (http://crea.ub.edu), han procurado sumar nuevas contribuciones en la orientación de dichas prácticas, ahondando en variables específicas en la comprensión del fenómeno concreto del recurso a la violencia contra las mujeres. Han centrado para ello su atención en situar su germen en la atracción hacia la violencia que se aprende en el proceso de socialización (Gómez, 2004). Desde esta perspectiva sostienen que el uso de la violencia está dotado de un particular atractivo, reforzado especialmente por los mensajes mediáticos y las producciones audiovisuales, que conduce a dotar de mayor relevancia, reconocimiento y admiración a los hombres que la ejercen. Los chicos malos se convierten así en los chicos deseables, dirán, y mientras esta lógica funcione la violencia en las relaciones de pareja estables o esporádicas corre el riesgo de no desaparecer. Son numerosas las publicaciones que han profundizado en esta particular cuestión (entre otras: Oliver y Valls, 2004; Flecha et al, 2005; Duque, 2006; Valls et al, 2008; Padrós, Aubert y Melgar, 2010; Elboj y Ruiz, 2010; Flecha, Pulido & Christou, 2011) y que vienen a incidir también en la necesidad de entender que tanto el amor, como el deseo y la atracción sexual son construcciones sociales y, en consecuencia, modificables, de modo que nadie está abocado a una elección que le daña porque no la puede cambiar.
Desde esta perspectiva, la propuesta que realizan como acción socioeducativa de prevención se centra en “contribuir a una socialización –resocialización– de nuestro concepto de amor, de los modelos amorosos que consideramos deseables -además de convenientes-, y de los modelos femeninos y masculinos que consideramos atractivos” (Flecha et al, 2005, p.108). Pone el foco en problematizar las elecciones y los gustos cuando se circunscriben a quienes se conducen con agresividad y desprecio. Y procura promover el cambio del lenguaje del deseo como vía para fomentar relaciones en las que prime la igualdad y la libertad (Ríos y Christou, 2010). A esta orientación socioeducativa la denominan socialización preventiva de la violencia de género.
En los trabajos en los que se fundamenta esta propuesta se ahonda también en la importancia de considerar cierta distinción entre tipologías de masculinidades, como la que realizan Flecha et al. (2013b). Estos autores distinguen entre dos modelos de masculinidad hegemónica: el que ejerce dominio y sumisión sobre las mujeres, al que denominan Masculinidad Tradicional Dominante (MTD); y el que, aun no siendo agresivo ni sexista, carece de atractivo y es oprimido por la MTD, al que denominarán Masculinidad Tradicional Oprimida (MTO). A estos dos modelos contraponen una nueva tipología de masculinidad, a la que se refieren como Nueva Masculinidad Alternativa (NAM), que se caracteriza por ser capaz de combinar atractivo e igualdad, y que está representada por aquellos hombres capaces de mostrarse seguros de sí mismos y comprometidos con la denuncia y superación del maltrato y la inequidad de género. Hombres, estos últimos que, en definitiva, no recurren a la violencia y que constituyen un referente alternativo a la masculinidad tradicional, “forjados en el deseo, la igualdad y la valentía” (Ríos, 2015, p.504). Y de este modo, vienen a dibujar un perfil de masculinidad, la NAM, cuya promoción sitúan como un nuevo reto en el avance hacia la superación de la violencia de género.
Este perfil de NAM es perfectamente equiparable al de aquellos hombres bien diferenciados y capaces de haber superado la infantilización que puede haber detrás de cualquier conducta violenta o sumisa. Por ello entendemos que a la tarea de la promoción social de su atractivo (Duque, 2016), puede sumarse el trabajo de apoyo a los chicos para que puedan afrontar y asimilar con entereza la pérdida que entraña la entrada al mundo adulto. Lo que implica la ruptura con la dependencia absoluta de las figuras iniciales de cuidado y la resolución del duelo por el distanciamiento de las mismas.
Históricamente, para este trayecto de diferenciación las sociedades se dotaron de mecanismos comunitarios de ayuda mutua (Kropotkin, 2016), así como de rituales de paso que favorecían la separación de las figuras primigenias de cuidado y el acceso al mundo adulto (Byung-Hun Chan, 2020). Sin embargo, nuestro sistema socioeconómico no ha dejado de erosionar y procurar la extinción de estos recursos, conminándonos cada vez más a permanecer en un hacer egoísta, irreflexivo y resignado. Una posibilidad radicaría, por tanto, en procurar emprender procesos capaces de subvertir esta tendencia, para lo cual es fundamental abordar la revisión y la puesta en duda de las propias actitudes y posicionamientos, así como potenciar la asunción de ideales reguladores, como la solidaridad y el cuidado, que impulsen la transformación y la mejora de la sociedad.
Curiosamente, en la redacción de las propias leyes de referencia para la acción socioeducativa frente a la violencia de género, como son la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (2013), la Ley Orgánica para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres (2007) o la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (2004), ya se alude precisamente a aspectos vinculados con dichos procesos. De hecho, hacen especial hincapié en la necesaria formación de sujetos reflexivos, críticos e igualitarios como vía para paliar los desmanes que las fundamentan.
Es, por tanto, en la atención a ese propósito donde entendemos que la Educación Social y el Trabajo Social, entre otras profesiones vinculadas a las Ciencias Sociales, ponen su crédito en juego. El de demostrar su capacidad de abordarlo con eficacia. Para lo cual, junto al qué trabajar, al que nos venimos refiriendo, es clave también acertar en el cómo.
En este sentido, ambas profesiones incorporaron hace décadas el trabajo en grupo (Rossell, 1997; Zamanillo, 2008) como una vía cada vez más refrendada por su eficacia para la generación de aprendizajes y transformaciones individuales y sociales. Una eficacia que radica en las oportunidades de interacción, cooperación y diálogo que aporta el encuentro premeditado y bien conducido de un conjunto de personas cuando es convocado para la resolución de una tarea. Así lo han venido constatando Mead (1973), Vygotsky (1978), Freire (1970), Bruner (2012), Rogoff (1993), Wells (2001) o Mercer (2000), que vienen a coincidir en subrayar el papel trascendental del razonamiento colectivo para la adquisición de conocimiento.
Precisamente en la solidez de esta evidencia se fundamenta el concepto de aprendizaje dialógico, que incorpora también la perspectiva de la acción comunicativa de Habermas (2001) para apostar por las prácticas educativas en las que priman las interacciones igualitarias heterogéneas y solidarias (Aubert et al., 2008). Investigaciones de alto rango como el INCLUD-ED (2012) identifican esta dimensión como trascendental para el éxito educativo.
Basándonos en estas consideraciones, el modo de garantizar mayor efectividad para abordar la prevención primaria de la violencia de género sería procurando intervenciones ajustadas a las siguientes premisas:
Todo ello al servicio de emprender una labor de acompañamiento, que reivindica Mosteiro (2015) para la Educación Social y que, en el caso del abordaje de la señalada infantilización masculina, podría ir dirigida tanto a hombres jóvenes como a adultos y tendría como objeto ayudar a romper con la fragilidad que declara el narcisismo infantil. Una fragilidad que se manifiesta en el odio a la vida en el otro y el miedo a su pérdida (Pereña, 2013) y cuya ruptura pasa por la transición del sujeto dependiente al sujeto individuado (Bowen, 1991).
La elaboración de la pérdida del lugar de la inocencia será, en este proceso, la que dé pie a poder acoger y tolerar el propio sufrimiento, prescindiendo del rencor y el resentimiento. A partir de lo cual se abre la posibilidad de que quien hasta entonces no podía, sea capaz de dar cabida en su vida a un otro con su singularidad, sin necesitarle sumiso ni exigirle obediencia.
Las evaluaciones de dos programas de investigación de dimensión europea: INCLUD-ED, Strategies for inclusión and social cohesion in Europe from education, desarrollado entre 2006 y 2011; e IMPACT-EV, Evaluating the impact and outcomes of EU SSH researh, llevado a cabo entre 2014 y 2017; han podido identificar un conjunto de prácticas denominadas Actuaciones Educativas de Éxito (AEE), cuya principal característica es que se trata de prácticas acreditadas por su impacto social en la reducción de las desigualdades y la mejora de los niveles educativos allí donde se han desarrollado (Flecha y Molina, 2015).
Aunque la implantación más significativa de todas ellas ha sido evaluada en el ámbito escolar, muy particularmente en los centros educativos que forman parte de la red de Comunidades de Aprendizaje (http://comunidadesdeaprendizaje.net), podemos señalar que para la intervención socioeducativa en otros contextos merece una especial atención una de ellas: las Tertulias Dialógicas Literarias o Pedagógicas. Esta actuación, basada en la construcción dialógica del conocimiento (Aubert et al., 2008), consiste en la lectura y debate en grupo de textos clásicos de la literatura universal o de trabajos científicos, mediante la realización de una ronda en la que cada participante comparte sus párrafos escogidos explicando el motivo de su elección (Pulido y Zepa, 2010). Quien coordina el diálogo, inicialmente el educador o la educadora, ha de velar por garantizar que se respete el turno de palabra, que todas las personas participantes tengan ocasión de pronunciarse y que nadie monopolice la conversación.
La eficiencia de este método de trabajo en entornos pedagógicos no escolares ha sido puesta en evidencia, por ejemplo, por: Alonso et al. (2008) en los programas de alfabetización de personas adultas; Aguilar et al. (2010) en la promoción de la participación comunitaria de familiares y otros agentes de la comunidad educativa; Flecha et al. (2013a) y Álvarez et al. (2018) en el trabajo de reinserción social en instituciones penitenciarias; Foncillas & Laorden (2014) y Bonell et al. (2019) en la formación de alumnado universitario de Educación Social y Trabajo Social; Roca & Campos (2016) en la formación continua de profesorado de Educación Infantil, Educación Primaria y Educación Secundaria; García Yeste et al. (2017) en la construcción de espacios de apoyo y cuidado del bienestar emocional de niñas y niños residentes en centros de protección de menores; y García-Carrión et al. (2020) en la atención a niños y niñas en riesgo de marginación y exclusión.
Pero, si cabe, la faceta que más nos lleva a detenernos particularmente en esta actuación tiene que ver con los resultados de los trabajos que han indagado particularmente en sus posibilidades para la prevención de la violencia de género. En concreto, por un lado, las investigaciones de Puigvert (2016), Rodríguez (2017) y Racionero-Plaza et al. (2018), que han puesto en evidencia como la participación en tertulias dialógicas centradas en el análisis de textos científicos sobre masculinidades produjo en las mujeres participantes significativas transformaciones, tanto en su percepción de la violencia, como en sus deseos y en sus nuevas elecciones de parejas esporádicas o estables. Unas nuevas elecciones en las que pasó a primar el hecho de que estuvieran libres de violencia. Y, por otro lado, la investigación de López de Aguileta et al. (2020) realizada con alumnado escolar de sexto curso de Educación Primaria participante en un espacio de tertulia literaria, que ofrece nuevas evidencias de cómo esta actuación ha promovido el abandono entre sus participantes del lenguaje coercitivo que promueve el atractivo de la violencia y ha contribuido a reforzar el atractivo de quienes se conducen con valores positivos.
El hecho de constatar el potencial movilizador y transformador de esta actuación nos conduce a recomendar su toma en consideración a la hora de diseñar actuaciones que estén en la esfera de la práctica de la Educación Social y el Trabajo Social y, muy particularmente, en aquellas destinadas a la prevención de la violencia de género. En concreto, en las que desde este trabajo invitamos a implementar con grupos de hombres, jóvenes o adultos, considerando la variable de la superación de la infantilización masculina.
Algunas recomendaciones de lecturas que se nos ocurren útiles para este propósito podrían ser: las aportaciones iniciales de Connell (1987) o de Kimmel (1987) sobre el concepto de masculinidad; la perspectiva antropológica de la masculinidad de Gilmore (1994); el análisis del poder y la sumisión que abordan Kaufman (1997) o Bourdieu (2000); o la socialización preventiva que promueve Gómez Alonso (2004). El trabajo en tertulia dialógica pedagógica sobre cada una de ellas puede ofrecer una oportunidad para cuestionar el modo supuestamente masculino de conducirse, promovido y reforzado social y mediáticamente, o el reconocimiento del uso de la fuerza y la descalificación como gesto de hombría, por ejemplo.
La capacidad de los textos clásicos de la literatura universal para dar cuenta de los dilemas transcendentales de la vida en sociedad los sitúa también como idóneos para su lectura en tertulia dialógica y para repensar la forma de conducirse de los hombres. Las historias que narra cada uno de estos textos abren siempre la puerta a ahondar en el mundo de las relaciones y elecciones de pareja que reflejan, en los modelos y roles masculinos y femeninos que reproducen o en el recurso a la violencia y el atractivo hacia la misma que en ocasiones representan. Podemos citar, a modo de ejemplo, episodios como el rapto y la toma como botín de guerra de Criseida y Briseida, narrado en La Ilíada, que da cuenta del trato que han recibido históricamente las mujeres como objetos de uso y cambio; el capítulo de la matanza de los pretendientes de Penélope por parte de Ulises, que se relata en La Odisea, como reflejo de la admiración que despierta quien recurre a la violencia para solventar las afrentas que cree padecer; o la descripción del proceder autodestructivo de Ayax narrado por Sófocles, como respuesta del guerrero a su propia fragilidad.
Las múltiples ocasiones en las que hemos tenido ocasión de promover y participar en ambas modalidades de tertulias dialógicas, tanto las literarias como las pedagógico-científicas, nos han hecho constatar la sorprendente capacidad movilizadora de los diálogos que en ellas surgen, aunque en ocasiones cuesta describir con palabras cómo se logra en ellas conectar con la subjetividad de cada participante. En su desarrollo, rara es la ocasión en que no haya quien se encuentra o encuentra a alguien de su entorno reflejado en el texto leído, quien comparte una duda y quien se ofrece para resolverla, quien dice haber descubierto algo de sí mismo y quien no deja de descubrir cosas de los demás. Y, en ese proceso, la vivencia permite que se de precisamente aquello que entendemos que más contribuye a la superación de la infantilización: la posibilidad de abrir una ventana al reconocimiento de los otros y a la aceptación de su diferencia.
Si retomamos ahora las preguntas que situábamos como hipótesis al comienzo de este trabajo, tras lo descrito podríamos aventurarnos a proponer algunas respuestas. Por ejemplo, ante la cuestión de si están los hombres en la sociedad del riesgo especialmente tentados de permanecer infantilizados, es difícil no convenir que sí, tanto como las mujeres podríamos llegar a decir, si nos ceñimos sólo a la cuestión de que ambos son copartícipes del sostenimiento de esta sociedad de consumo y autodestrucción. Pero no cabe duda, sin embargo, de que la dimensión patriarcal del capitalismo les otorga además a ellos un relevante plus de justificación de los actos de abuso y alienación que pudieran cometer, especialmente contra las mujeres, que promueve, ampara y da cobijo al hacer dependiente, agresivo y egocéntrico propio del infantilismo.
Sobre la segunda cuestión, la de si dicho infantilismo llega a hacer a algunos particularmente peligrosos, solo cabe remitirnos a las cifras de maltrato y al perfil de precariedad psíquica que hemos podido describir de buena parte de quienes lo cometen para corroborarlo.
Por último, sobre la posibilidad de que desde la acción social y educativa se pueda contribuir eficazmente a la superación del recurso masculino a la violencia incorporando el abordaje de la infantilización masculina, no disponemos aún de evidencias específicas que lo constaten. A pesar de lo cual, las bases teóricas e investigaciones a las que nos hemos referido a lo largo de este trabajo nos invitan a pensar que podría ser una vía muy factible para la consecución del reto al que se refieren Jewkes & Morrell (2017) de construir masculinidades más prosociales, equitativas y no violentas.
Un reto frente al que, como hemos visto, la Educación Social y el Trabajo Social, entre otras de las disciplinas que se pueden ver interpeladas por el mismo, disponen de un recurso ampliamente acreditado como es el del trabajo en grupo (Martínez, 2018). Capaz como pocos de abrir una puerta a la promoción y asunción de ideales reguladores trascendentales como la solidaridad, el compañerismo, la paz o la justica. Lo que contribuye a reducir el posible desplazamiento del conflicto interno de los sujetos hacia delirios individuales y colectivos de victimización y exclusión, como los que llevan a considerar a las mujeres que pretenden vivir en igualdad y con autonomía una amenaza y un enemigo a batir.
Finalmente, nos atrevemos a sugerir que, de entre el conjunto de encuadres metodológicos posibles dentro de la acción grupal socioeducativa, merecen una especial atención las tertulias dialógicas literarias o pedagógicas. Su fiabilidad constatada para favorecer diálogos transformadores entendemos que es particularmente útil en la tarea de repensar la masculinidad propia y ajena, así como en la promoción del cuestionamiento y el cambio que se precisan cuando de lo que se trata es de quebrar con eficacia la infantilización que conduce al maltrato.
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Alejandro Martínez González. Email: alejandromg@lasallecampus.es