Fran Rojas. Educador Social, Supervisor de equipos, consultor y formador
Los profesionales de la educación social necesitamos revertir el discurso general sobre la adolescencia para transformarlo en un discurso en positivo. Hoy ya nadie se plantearía hablar mal de la infancia en público, o hacerlo como si fuera un problema. De la adolescencia, en cambio, lo seguimos haciendo e incluso está bien visto. Necesitamos una mirada en positivo, no ingenua, ni con pena, sobre esta etapa de la vida. Ya disponemos de suficiente conocimiento técnico para argumentar esta mirada. El cómo vemos, depende mucho de nuestras creencias. En ese sentido, el artículo aporta información para facilitar la aparición de nuevas creencias. Por un lado, sobre el funcionamiento del cerebro adolescente. Por otro, sobre las vivencias ajenas, pero también propias, de cuando éramos adolescentes. Por último, se aborda el uso del humor y de la creatividad por parte de las chicas y chicos como contribución a esa manera de verlos en positivo.
Social education professionals need to reverse the general discourse about adolescence to transform it into a positive discourse. Today, no one would consider speaking badly about childhood in public, or doing it as if it were a problem. In adolescence, we continue to do it and it is even well seen. We need a positive, not naive, or sad look on teens. We already have enough technical knowledge to argue this look. How we look depends a lot on our beliefs. In that sense, the article provides information to facilitate the emergence of new beliefs. On the one hand, about the functioning of the adolescent brain. On the other, about the experiences of others, but also our own, when we were teenagers. Finally, the use of humor and creativity by girls and boys as a contribution to that positive look is addressed.
La adolescencia es un problema. Basta con pasarse por cualquier librería especializada para darse cuenta. Los títulos suelen alertarnos de los peligros de la etapa. Acostumbran a ser del estilo “Peligro, un adolescente en casa”, “Padres en apuros”, “Guía para padres desesperados”, etc. Salvo contadas excepciones, la cosa va por aquí. Y es que es un buen chivo expiatorio para la sociedad, no el único, pero sí uno muy bueno. Si vemos un grupo de chavales en el espacio público nos ponemos tensos, porque algo estará haciendo o van a hacer. Son impulsivos, descontrolados, tienen las hormonas fuera de sí, están todo el día en el móvil, etc.
Un buen ejercicio para darnos cuenta de hasta qué punto es desacertada nuestra visión sobre el tema es extrapolar este estilo a otras realidades. ¿Se imaginan bibliografía hablando así sobre los octogenarios? “Peligro, un padre octogenario en casa”, “La insoportable lentitud de los octogenarios”, “Manual para hij@s de personas mayores” Como títulos, pueden ser divertidos. Reconozco que algunos son ingeniosos. Como propuesta para acercarse a una realidad no me lo parece tanto.
Como educadoras acostumbramos a usar una terminología que va en esta línea: adolescentes en riesgo, impulsivos, consumidores, de fracaso escolar, agresivos,…
Hacen falta propuestas en positivo, desde el conocimiento técnico y sin faltar a la verdad de la realidad, pero desde una mirada educativa en positivo, que creo que es la única manera educativa de mirar.
Hace mucho que conocemos el Efecto Pigmalion y, sin embargo, hace falta que nos lo recordemos a menudo: la mirada del adulto tiene un impacto en el rendimiento escolar de la niña y del niño. Eso venía a decir. Si lo hacemos con confianza, con fe, si creemos en la chica, en el chico, le irá mejor en la vida. En la mirada nos jugamos nuestro trabajo educativo. Y ésta tiene mucho de conocimiento técnico y de decisión personal. Nuestra manera de ver la realidad está condicionada por nuestras creencias y, claro, si creemos que la adolescencia es una etapa que hay que pasar, problemática, de transición, etc. así será nuestra manera de acercarnos a ell@s.
Necesitamos nuevas creencias. Creencias posibilitadoras, que nos permitan ver para educar, para acompañar. Proponemos algunas.
Como etapa evolutiva, es el momento en el que el ser humano marcha de casa, de la tribu, de lo conocido. Eso nos permitió, como especie, mejorar nuestra genética. Es la etapa en la que aparece la posibilidad de reproducirnos. Relacionarnos dentro de la misma tribu, la endogamia, produce fallos genéticos. Marchar y relacionarnos fuera de nuestra tribu era clave para sobrevivir como especie. Ello también nos permitió colonizar nuevos lugares, adaptarnos a nuevas orografías, climas, contextos, fortaleciendo la especie. Sin adolescencia al igual no estaríamos aquí, o estaríamos de una manera más pobre, más precaria, menos capaz (Siegel, 2014)
“Al distanciar-nos de los adultos y frecuentar más a los que son como nosotros durante la adolescencia, podemos encontrar formas nuevas de movernos en el mundo y crear nuevas estrategias para vivir. Ante la realidad “adáptate o muere” de la evolución, los adolescentes son nuestra fuerza de adaptación” (Siegel, 2014:43)
Vista así, la adolescencia cobra otro sentido. Le debemos la vida. Es valiosa, nos ha permitido llegar a donde estamos. Aporta sentido a nuestra existencia. No es una época que hay que pasar para ser adultos.
Al igual que lo es la infancia. No decimos de la infancia que sea una fase que hay que pasar. Hoy sabemos que es fundamental en la construcción de nuestra personalidad y en la creación de un apego seguro, especialmente los primeros años de vida. Lo mismo sucede con la adolescencia, es una etapa fundamental, con entidad propia, que nos permite explorar, experimentar y ganar en autonomía.
¿Qué ocurre en el cerebro de las chicas y los chicos para impulsar esta marcha? Libera dopamina en grandes cantidades. La dopamina nos pone a la búsqueda de experiencias gratificantes y es la que permite que superemos los miedos para marchar de casa. Cantidades ingentes de dopamina en nuestro cerebro tiene consecuencias (Siegel, 2014):
¡Se van de noche y sin fuego! Cuando más peligros hay. Atraviesan la montaña, unos continúan el viaje, otros vuelven al día siguiente y cuentan lo que les ha ocurrido. Si hubieran hecho una lista con pros y contras y las hubieran dejado reposar unos días, no hubieran ido a ningún lado y, por ende, como especie, nosotros tampoco. Las y los adolescentes tienen mayor predisposición a la impulsividad, es una característica de la adolescencia que nos ha salvado la vida. Vista así deja de ser una tara, es una virtud.
Los solemos definir como impulsivos y lo hacemos con una connotación negativa. Es cierto, que nos incomoda como adultos tanta impulsividad, pero al igual que nos molesta el llanto de un bebé y ahora sabemos que es su manera de comunicar, que hay que prestar atención, que no lo hacen por hacernos pasar un mal rato, por muy molesto que pueda llegar a ser.
En este sentido, hablar de adolescentes impulsivos puede ser redundante, al igual que es lo hablar de bebés que lloran o de niñas y niños que les gusta tocar y experimentar con texturas, sonidos y colores. Son características propias de cada etapa.
Es cierto que a día de hoy no se van de casa con trece, catorce o quince años. Nuestra organización social es otra y las chicas y chicos no marchan de casa, no en ese sentido, pero sí que lo hacen de alguna manera:
“Craig Kielburger con tan sólo doce años inició una serie de acciones contra el trabajo infantil y terminó fundando su propia ONG. Todo empezó cuando Craig estaba ojeando un periódico en busca de cómics para leer y se topó con la historia de un niño pakistaní que de pequeño fue vendido como esclavo y acababa de morir asesinado por defender los derechos de los niños. Tenía la misma edad que Craig. Este, impactado, reunió a once compañeros de clase para luchar contra el trabajo infantil. La organización Free The Children había nacido. A día de hoy, esta ONG involucra a más de dos millones de personas y ha actuado en cuarenta y cinco países” (Marina, 2017:32-33)
Es en este momento que aparece el deseo de implicarse en el mundo y hacerlo de manera intensa, personal, poniendo en juego los niveles de autonomía que se van adquiriendo. Eso que voy ganando para mí, lo quiero poner al servicio de los otros, para un mundo más justo.
La implicación social es una característica de la adolescencia. Luchan por ganar autonomía y no siempre o no exclusivamente es en beneficio propio, sino que también aparece el deseo de poner esa autonomía al servicio de una sociedad mejor.
Tenemos los casos recientes y de resonancia mundial de Greta Thunberg o el de Craig Kielburger, pero no hace falta ir tan lejos, si miramos un poco a nuestras propias adolescencias, encontraremos la primera piedra de nuestro proyecto de ser educadoras. Fue entonces que soñamos con una sociedad más equitativa y que pensamos estudiar “algo social” como manera de contribuir a ello.
Te propongo un viaje en el tiempo. Cierra los ojos y vuela con tu imaginación y tu memoria a los recuerdos de tu adolescencia. Qué te gustaba, con quien salías, qué hacías los domingos, qué música escuchabas, cómo vestías, cómo era tu calle, qué pasaba en tu barrio, qué te emocionaba, … en ese viaje es probable que re-descubras esos deseos de implicarte y cambiar el mundo. Visto desde quien eres hoy te pueden parecer un tanto ridículos o ingenuos. Esa es la mirada adulta que tiende a quitar valor a lo que les ocurre a los adolescentes, una mirada adultescente, a veces carente de pasión, con un exceso de sobriedad y pragmatismo. Pero si eres capaz de superar ese primer impulso de desvalorizar tu propia experiencia de aquella época, puede que seas capaz de conectar con tu yo adolescente. Quizás ello te permita conectar con los adolescentes de hoy, porque en lo que a pasión y deseo de un mundo mejor se refiere, no hay muchas diferencias. Desde ahí se puede mirar de manera posibilista, con confianza a la adolescencia. Porque no solo le debemos nuestra supervivencia, sino que es también el motor de arranque de la implicación social.
Suele ocurrir que por el medio se cruzan los miedos y reparos de los adultos: “eso es imposible”, “está bien, pero piensa en algo más concreto, más alcanzable”, “cumple primero con tus obligaciones”, etc.
Al igual, con un poco más de fe en sus propuestas tendríamos un mundo más justo, pero claro, para eso hace falta mirarlos desde un nuevo lugar, desde un sitio en el que pueden, en el que sus propuestas son válidas. Porque como exponíamos más arriba, uno de los resultados de ‘marchar de casa’ es que razonan con criterios propios.
Durante la adolescencia, el cerebro está inmerso en el proceso de Integración que nos capacita a tomar decisiones teniendo en cuenta todos los elementos del contexto o, al menos, teniendo en cuenta un mayor número de elementos atendiendo a la complejidad de una situación dada (Siegel, 2014).
Se pasa de ver el mundo de manera dicotómica, característica de la infancia, donde las cosas son buenas o malas, sin matices, sin grises, sin capacidad de análisis a un pensamiento más adulto, donde somos capaces de valorar la realidad atendiendo a su complejidad. En el mundo infantil las cosas se resuelven si quitamos al ‘malo’ de la película, si ponemos a alguien ‘bueno’. En el mundo adolescente, esto ya no es así. Comienzan a ser capaces de ver la realidad valorando la existencia de las estructuras, sistemas, modelos y relaciones que la componen y la envuelven. Y digo comienzan, porque este es un proceso que culmina al final de la etapa y con el que van conviviendo.
Por otro lado, en palabras de Marina (2017:134), “la capacidad de razonamiento y argumentación de los adolescentes es prácticamente igual a la de los adultos”. De hecho, nos anima a potenciarles el pensamiento crítico[2]. Eso ya implica “verlos” con capacidades: para responder, para articular discursos, para razonar, para responsabilizarse de sus decisiones, para debatir y rebatir lo que les decimos.
Son más capaces, están más preparadas y van adquiriendo mayor competencia analítica y crítica a cada día que pasa.
Hemos estado hablando de la adolescencia en general, pero si nos centramos en las chicas y chicos con los que solemos trabajar, podemos decir que se suelen mover en niveles de impulsividad elevados. Sin detenernos mucho en ello, ciertamente, si miramos hacia atrás en sus vidas puede que descubramos ambientes familiares de alta conflictividad y eso tiene un impacto sobre la impulsividad.
“Los niños que han crecido en ambientes de alta conflictividad, el cerebro se ha adaptado físicamente, a través de las conexiones que se establecen, a sobrevivir a las amenazas y peligros habituales y lo ha tenido que hacer limitando la capacidad reflexiva y la habilidad para controlar las emociones, para favorecer precisamente la impulsividad. En este caso es más adaptativo, es decir, favorece más la supervivencia ser impulsivo y dejar que las emociones campen mucho más libremente, que no controlarlas de manera reflexiva, a pesar de que nos lleven a la agresividad y el miedo” (Bueno, 2017:53)
Esa misma impulsividad tiene su vertiente positiva, la rapidez para las ocurrencias. Son rápidos para hacer bromas, para encontrar el lado humorístico de las situaciones, para darle la vuelta a una situación cotidiana. Es la impulsividad puesta a su favor.
El uso del humor como un sello de la adolescencia, como una capacidad para sacarle punta a todo, como una estrategia para continuar sin prestar mucha atención al dolor del presente o del pasado.
Podemos ver esa capacidad para reír, en ocasiones para reírse de nosotros, como una habilidad adolescente para afrontar la vida.
Usan el humor como una estrategia para convivir con el dolor. Algunos recurren a la agresividad, están enfadados con el mundo y tienen razones de peso para ello, pero la gran mayoría recurren a la broma, al chiste, a la risa constante. En realidad, siguen jugando, algo que es probable que en la infancia se les haya negado. Y el juego es probablemente su estrategia más adaptativa para afrontar la realidad. Pero claro, el mundo adulto quiere que se preparen para la vida, que hagan, que estudien, que… Y ahí nos perdemos, no en el objetivo, sino en la velocidad. El objetivo es loable, que se preparen porque el mundo les va a exigir, que se capaciten para poder formar parte del mundo adulto con garantías, de tal forma que esquiven la exclusión. El error de cálculo está en nuestras prisas que tienden a ver el humor como un elemento disruptivo. Nos llega a parecer molesto, porque “todo el rato” es agotador y además no nos permite “avanzar en nuestros objetivos”. Son las mismas prisas de la escolarización que los orilló, que no miró lo que ocurría emocionalmente, que no atendió lo que hay de vivo en cada una y cada uno. Está bien pararse, validar esa capacidad creativa, darle permiso al humor, relacionarse desde ahí para atender lo que está ocurriendo dentro y llegar así al objetivo.
El humor es un indicador de lo que está ocurriendo de puertas adentro y me parece que, en ese sentido, es una llamada de atención bastante adaptativa. El miedo adulto tiende a pensar que me la van a liar o que se están riendo de mí, pero si somos capaces de mirar desde otro lugar, ese miedo se transforma en confianza. Al igual descubrimos chavales resilientes, capaces de superar situaciones dolorosas y en ocasiones desgarradoramente violentas, sin devolver esa violencia recibida.
En el humor hay mucha creatividad. A nuestro cerebro le produce risa algo porque se sale de lo inesperado (Tamblyn, 2006). El pensamiento lógico, que, en oposición al pensamiento lateral, es el que más utilizamos (y el que se nos potencia en nuestro proceso de escolarización), nos dice que en una secuencia lógica, después del elemento uno y el dos, vendrá el tres. En cambio, cuando recurrimos al humor, el lugar del tres lo sustituimos por otro elemento inesperado o que no hace sentido y nos provoca la risa. El humor es salirse de lo establecido, de lo esperado y eso es en sí mismo la creatividad.
Son creativas. Su capacidad para salirse de la respuesta lógica, con las bromas, es una muestra importante. Solemos reducir la creatividad a la innovación, a lo llamativo, a lo que produce un impacto en el contexto. Sin embargo, en el lenguaje hay mucha creatividad y las respuestas ocurrentes son prueba de ello.
Más allá del lenguaje y el humor, la adolescencia es una fuente de creatividad en sí misma. Somos capaces de imaginar, de soñar, de proyectar nuevas realidades. No en vano, se dice que suelen tener pájaros en la cabeza. Y es que los cambios que se producen en el cerebro estimulan el pensamiento creativo y les animan a explorar el mundo con nuevas perspectivas (Siegel, 2014).
La creatividad va de la mano de la implicación de la que hablamos más arriba. En el deseo de cambiar el mundo sueñan cómo se puede emprender una empresa de tal calibre. En ese soñar entra en juego el pensamiento creativo, la posibilidad de imaginar otra manera de hacer las cosas, al igual sin mucha conciencia de todo lo que ello implica y, quizás por ello, con más libertad para la aparición de la creatividad. Es fácil verlo, si los comparamos con los adultos. A nosotros nos cuesta más validar nuestras ideas, porque siempre hay algo que dificulta ponerlas en marcha: “por el funcionamiento del equipo”, “porque toda la vida ha sido así”, “porque hace falta un tiempo que no tenemos”, etc. Nuestra experiencia, en ocasiones, pesa en exceso para sentirnos libres a la hora de imaginar sin complejos.
Sólo podemos construir aquello que podemos imaginar o que hemos imaginado antes. Por eso la adolescencia es la etapa de la implicación social, porque se sueña con mucha facilidad otros mundos, otras realidades, otras maneras de hacer y de estar.
Ocurrentes, ingeniosas, creativos, implicadas.
La adolescencia es una etapa con entidad propia, como lo es la infancia. Es el momento en que aparece el deseo de “marchar de casa” y ese es su propósito. El cerebro adolescente trabaja para ello, para que nos atrevamos a explorar nuevos territorios, a experimentar nuevas realidades, a transgredir el límite heredado de la infancia. En definitiva, para poder salir al mundo.
Para poder salir al mundo, la impulsividad y el poner el peso en las ventajas de una acción más que en los riesgos, son fundamentales para dar el salto, para atrevernos. Son necesarios, por muy molestos que nos puedan parecer a los adultos. Igual de necesario que el llanto para un bebé.
Poner el peso en lo positivo supone que los adolescentes son capaces de ver las consecuencias negativas y los riesgos de una acción, pero su cerebro da más valor a las consecuencias positivas o beneficios posibles. No están locos, no son inconscientes, poner el foco en las posibilidades es lo que nos permite explorar, ir más allá, atreverse a salir. Es en parte lo que nos ha permitido sobrevivir como especie, al predisponernos para marchar de casa.
Ese “marchar de casa” se concreta en que:
Quieren salir al mundo y lo quieren hacer también para mejorarlo. Es en esta etapa que aparece la implicación social y el deseo de un mundo mejor. A diferencia de la infancia, aquí se hace ya de manera autónoma, con criterios propios y con capacidad para la acción. Y ello es posible gracias a que, en este momento vital, el cerebro está inmerso en el proceso de Integración, que los capacita para tomar decisiones teniendo en cuenta todos los elementos del contexto.
Si hablamos de los chicos y chicas con las que solemos trabajar desde la educación social, puede que descubramos chavales más impulsivos, motivado en parte por haber crecido en ambientes familiares de alta conflictividad. Es una impulsividad que también los vuelve más rápidos a la hora de hacer bromas, de no pensarse mucho lo que se dice. Ahí surge el humor y lo hace, no solo como fruto de la impulsividad, sino también como una estrategia resiliente de muchas adolescentes para afrontar o esquivar el dolor.
La adolescencia es una fuente de creatividad en sí misma. Es un momento de la vida donde crece la capacidad de soñar y de imaginar nuevas realidades posibles. Y es ahí donde la creatividad y la implicación social se retroalimentan.
Nuestra manera de verlos/as tiene un impacto importante sobre ellos/as. Necesitamos mirar con confianza, con amor, con optimismo y para ello hacen falta creencias posibilitadoras, fundamentadas en el conocimiento técnico. Aquí hemos aportado algunas:
Bueno, D. (2017). Neurociència per a educadors. Capellades: Rosa Sensat.
Faber, A., & Mazlish, E. (2014). Cómo hablar para que los adolescentes le escuchen y cómo escuchar para que los adolescentes le hablen. Barcelona: Medici.
Funes, J. (2016). Educar adolescents… sense perdre la calma. Vic: Eumo.
García Larrauri, B. (2010). Claves para aprender en un ambiente positivo y divertido. Madrid: Pirámide.
Gard, S.I. (2014). Chicos Malos. Barcelona: Ediciones Oblicuas.
Marina, J.A. (2017). El talento de los adolescentes. Barcelona: Ariel.
Núñez, V. (1999). Pedagogía Social: Cartas para navegar en el nuevo milenio. Buenos Aires: Santillana.
Peter Rygaard, N. (2008). El niño abandonado. Guía para el tratamiento de los trastornos del apego. Barcelona: Gedisa.
Sax, L. (2017). El colapso de la autoridad. Como no abdicar de la dictadura de las redes y de la presión social. Madrid: Palabra.
Siegel, D. J. (2014). Tormenta Cerebral. El poder y el propósito del cerebro adolescente. Barcelona: Alba.
Tamblyn, D. (2006). Reír y aprender. 95 técnicas para emplear el humor en la formación. Bilbao: Desclée de Brouwer.
Fran Rojas. Educador Social, Supervisor de equipos, consultor y formador. Colegiado 9793 (CEESC). Teléfono: 650.731.056 E-mail: fjrojasmorales@gmail.com. www.franrojas.es
[1] Se ha de tener en cuenta también la individualidad de cada joven y su historia de vida. Influyen en la impulsividad, factores de predisposición genética y, principalmente, el ambiente en el que se ha vivido de los 0 a los 3 años (Bueno, 2017)
[2] Con cuatro pasos: anímale a dar razones (¿qué te hace pensar que…), a evaluar si la razón que han dado es buena (¿por qué piensas que tu punto de vista es correcto), a definir los términos que emplea (cuando usas esa palabra, ¿qué quieres decir?), a sacar las consecuencias/conclusiones de lo que ha dicho (si haces eso, ¿qué crees que pasará?).