Inmaculada Pazo López. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga
El objetivo de este artículo es reflexionar sobre la importancia de potenciar la Inteligencia Emocional de los menores que se encuentran en acogimiento residencial en los Centros de Protección de Menores. Por esta razón, se plantean aspectos relativos a la educación emocional a través del arte: algunos de ellos relacionados con la evolución histórica y la importancia de las emociones y el arte, y otros vinculados con experiencias prácticas orientadas a educar las emociones mediante elementos artísticos. La revisión presentada resulta de haber realizado una investigación cualitativa a partir del estudio y análisis de publicaciones relevantes sobre la temática en cuestión. Como principales resultados, se destaca que los proyectos de educación emocional deben estar dirigidos a los menores en acogimiento residencial con objeto de lograr su bienestar personal y social, y evitar que se produzca un agravamiento de la problemática presentada en las áreas social y emocional de su personalidad. A partir de ello, se llega a la conclusión de que, para lograr tales objetivos, se ha de optar por la educación emocional a través del arte por ser una vía mediante la cual se les puede invitar a emprender un camino de autoconocimiento y crecimiento personal.
The objective of this article is to reflect on the importance of empowering Emotional Intelligence of minors who are in residential foster care in Child Protection Centers. For this reason, aspects related to emotional education through art are raised: some of them related to the historical evolution and the importance of emotions and art, and others related to practical experiences aimed at educating emotions through artistic elements. The presented review results from having carried out a qualitative research based on the study and analysis of relevant publications on the topic in question. As main results, it is emphasized that emotional education projects should be aimed at children in residential foster care in order to achieve their personal and social well-being, and to avoid that an aggravation of the problems presented in the social and emotional areas of their personality can be generated. From this, it is concluded that, to achieve such objectives, it is necessary to opt for emotional education through art as a way through which they can be invited to embark on a path of self-knowledge and personal growth.
El ser humano no es libre de elegir lo que le sucede, pero sí es libre de elegir actuar de una u otra forma ante aquello que le sucede (Savater, 2008). La mayoría de los menores en acogimiento residencial no pueden hacer desaparecer las situaciones dolorosas que han acontecido en sus vidas. No obstante, sí que pueden responder a ellas de una manera u otra. Tanto es así que, en no pocas ocasiones, actúan de una forma que les impide vivir plenamente, consecuencia que podrían evitar si atravesaran el puente que les conduce de la resistencia a la resiliencia.
La resistencia es recibir un golpe y enfrentarse a él. Al quedar atrapadas en las pantanosas lagunas de la resistencia, las personas tienen la convicción de superar los obstáculos con éxito al resistirse a lo que les sucede mediante el juicio mental y la negatividad emocional. Sin embargo, dicha forma de superarlos no les ayuda a desarrollarse de manera saludable. Esto se pone de manifiesto en el hecho de que no respiran profundamente, tienen tensiones musculares crónicas y un bajo nivel de Inteligencia Emocional (IE) (Melillo y Suárez, 2001; Cyrulnik, 2009). Son muchos los menores de los Centros de Protección de Menores (CPM) que realmente responden a este perfil. Debido a ello, surgen conflictos tanto en su mundo interno como en las relaciones que mantienen con otros menores así como con los profesionales con los que interactúan, siendo las actitudes pasivas o agresivas las que tienden a presentar para resolverlos como consecuencia de los problemas emocionales que padecen, lo que dificulta la consolidación de un clima positivo de convivencia en los centros.
Todas las situaciones que vivimos los seres humanos despiertan en nosotros emociones. “Las emociones se generan habitualmente como respuesta a un acontecimiento externo o interno” (Bisquerra, 2000: 61). Es por ello que son inherentes a la condición humana y determinan su existencia. Posibilitan nuestra supervivencia en tanto que facilitan nuestra adaptación al prepararnos para afrontar las demandas del medio en el que nos desenvolvemos (Limonero y Casacuberta, 2001). De hecho, también cumplen con una función motivadora, informativa y social, e incluso desempeñan una función relevante en lo referente al desarrollo personal (Bisquerra, 2000). Por este motivo, se estima preciso adquirir aprendizajes respecto al conocimiento, la expresión y la gestión de las mismas (Agullo, 2010).
La no adquisición de tales aprendizajes emocionales puede provocar consecuencias negativas, tales como baja tolerancia a la frustración, falta de autocontrol y ejecución de conductas agresivas hacia nosotros mismos y las demás personas de nuestro entorno. A causa de ello se produce un incremento de las dificultades para construir y mantener relaciones sociales saludables, siendo el rechazo social lo que a su vez nos genera consecuencias emocionales perjudiciales relevantes (Trianes y García, 2002). Esto es lo que les ocurre a los menores de los CPM, quienes debido a las situaciones que han padecido y/o presenciado en su ambiente familiar, presentan problemas internalizados (tales como ansiedad intensa, impulsividad, pensamientos erróneos, etc.), que en muchas ocasiones les conducen a generar respuestas violentas incontroladas -verbales o físicas-, cuya base son los sentimientos de insatisfacción e inadaptación socioemocional que experimentan. Por este motivo, se les debe invitar a que se conviertan en personas resilientes, es decir, a que fomenten su capacidad de proyectarse en el futuro a pesar de las circunstancias de vida desestabilizadoras en las que han vivido (Manciaux, Vanistendael, Lecomte y Cyrulnik, 2001), siempre tomando en consideración la importancia de aprender de ellas y mejorar (Vaillant, 2004). Las personas resilientes gozan de buena salud emocional y son capaces de mantener relaciones interpersonales positivas. La clave mediante la cual logran tales beneficios se traduce en el alto nivel de IE que presentan como resultado de la confluencia de factores internos -autoestima positiva, asertividad, etc.- y externos -“tutores de resiliencia”, firmes sistemas de apoyo, etc.- (Ibarrola, 2006). En este sentido, promover actuaciones socioeducativas para contribuir al fomento de la IE de los menores en acogimiento residencial se constituye en un objetivo indispensable para su desarrollo integral.
De ahí la importancia de llevar a cabo proyectos de intervención orientados a fomentar la IE para promover el desarrollo integral de la sociedad en general, y más concretamente, de los menores en acogimiento residencial. Asimismo, es necesario poner un énfasis especial en que dicho objetivo sea alcanzado mediante una metodología basada en la educación emocional a través del arte, por ser éste nada menos que un vehículo de rehabilitación que ayuda a desarrollar y valorar favorablemente el autoconcepto, la autoestima, el bienestar personal y las relaciones interpersonales (López, 2004; Sánchez, 2011).
Las emociones están presentes en nuestras vidas desde que nacemos y se constituyen en la fuente primordial de las decisiones que tomamos a diario. De hecho, adquieren una gran relevancia en la configuración de nuestra personalidad e interacción social, puesto que intervienen en todos los procesos evolutivos: procesamiento de la información, conocimiento social, apego, desarrollo de la comunicación, desarrollo moral, etc. (López, 2005). Por tanto, el tratamiento de las mismas debería concebirse más como un modo de vida que como una moda que se integra en el desarrollo personal, puesto que, en última instancia, las emociones están relacionadas con nuestro bienestar y nuestra calidad de vida (Bisquerra, 2000; Bach y Darder, 2002).
A pesar de ello, no es hasta los años sesenta cuando se produce el estudio de las emociones y la entrada de la psicología cognitiva, al adoptarse planteamientos holísticos, morales y sintéticos con influencias de la Teoría General de Sistemas (TGS) (Ramírez, 1999).
No obstante, es preciso recalcar que el paradigma cognitivo tampoco supuso la entrada de las emociones en las investigaciones científicas (Bisquerra, 2000). Únicamente a mediados de los setenta, con el “segundo cognitivismo”, se comienza a prestar una atención especial al estudio de las emociones desde el punto de vista científico (Rosselló, 2005).
A partir de mediados de siglo, la psicología humanista, representada por Carl Rogers, pone un énfasis especial a las emociones, siendo a posteriori la terapia cognitiva la responsable de centrarse en el control racional de las mismas (Bisquerra, 2000). Sin embargo, no es hasta finales de los ochenta cuando tiene lugar el estudio exhaustivo de las emociones de tal forma que se puede hacer referencia a una revolución emocional. La importancia de las emociones se puso de manifiesto en la Teoría Ecológica, la cual plantea que existen varios sistemas (familia, escuela, trabajo, grupo de iguales, cultura, etc.), que tienen influencia en el desarrollo del individuo. Las personas y su entorno se influyen de forma bidireccional y transaccional, siendo los mecanismos biológicos, cognoscitivos, emocionales y de aprendizaje los que se activan dentro de tales interacciones (Bronfenbrenner, 2002).
También comienza a destacar a mediados de los noventa la Teoría de las Inteligencias Múltiples de Gardner (2011), quien considera las competencias cognitivas como un conjunto de habilidades en las que se distinguen distintos tipos de inteligencias. Basándonos en ella desde la perspectiva emocional, podemos resaltar tanto la Inteligencia Intrapersonal como la Interpersonal.
La Inteligencia Interpersonal es aquella configurada a partir de la habilidad para comprender y trabajar con los demás, es decir, para establecer diferenciaciones entre personas (distinguir variaciones en sus estados de ánimo, intenciones, motivaciones, etc.), estimular el sentimiento de empatía, y mantener relaciones sociales satisfactorias mediante el liderazgo, la resolución de conflicto y el análisis social.
La Inteligencia Intrapersonal hace alusión a la comprensión y el trabajo con uno mismo, al conocimiento de los aspectos internos de nuestra persona: acceso a la propia vida emocional, capacidad de reconocer y nombrar las propias emociones, capacidad de considerar las emociones para interpretar y reconducir la propia conducta, capacidad de gestionar las emociones y expresarlas de forma sana, etc. (Bisquerra, 2000; López, 2005). Regular las emociones adquiere una gran importancia. De hecho, existen evidencias de que las personas quieren tener control en la toma de decisiones de los sucesos que afectan a su vida, dado que control equivale a salud, y a la inversa, la carencia del mismo origina problemas (angustia, dolor, peligro, etc.). Por ello, la historia de la civilización se constituye en cierta manera en un proceso para controlar las emociones. Las primeras proclamaciones y leyes éticas tales como “Los Diez Mandamientos” o el “Código de Hamurabi” se conciben como intentos para domesticar la vida emocional. De igual modo, Aristóteles, en su Ética a Nicómano, realiza un discurso filosófico sobre la virtud y la buena vida haciendo referencia al reto de gestionar las emociones con inteligencia (Bisquerra, 2000).
Ambos tipos de inteligencias -la Intrapersonal y la Interpersonal- se enmarcan en la denominada Inteligencia Emocional, que, partiendo del modelo de inteligencia emocional de Goleman (1995), puede ser definida como “la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos y los de los demás, de motivarnos y de manejar adecuadamente las relaciones” (García y Giménez, 2010: 45). Implica la habilidad para percibir y conocer con exactitud las propias emociones y los estados de ánimo así como su efecto sobre los otros, regular las emociones, motivarse a sí mismo y persistir ante las frustraciones, reconocer las emociones de los personas del entorno y desarrollar habilidades sociales para establecer relaciones saludables. En resumen, se trata de una meta-habilidad que determina en qué medida podemos emplear adecuadamente nuestras habilidades personales y sociales (Mestre, 2007).
No obstante, atendiendo a la Enciclopedia de psicología aplicada (Spielberger, 2004), otros modelos teóricos de IE que adquieren gran relevancia son el modelo de BarOn (1997), que la describe como un conjunto de competencias y destrezas socioemocionales interrelacionadas que dan lugar a conductas inteligentes, así como también el modelo de Mayer y Salovey (1997), que la considera como la habilidad para percibir, utilizar, entender y gestionar las emociones a fin de facilitar el pensamiento.
Pese a la información constatada en tales estudios, a finales del siglo XX y principios del siglo XXI se han producido grandes avances en el ámbito tecnológico, pero en lo que respecta al ámbito emocional nos encontramos anquilosados. Por ello, no son pocos los casos de personas con un alto nivel de coeficiente intelectual que tienen una vida emocional deplorable (Bisquerra, 2013), poniéndose con ello de manifiesto que el manejo de las emociones es una labor de gran notoriedad en la vida humana.
El analfabetismo emocional presente en la sociedad globalizada actual se pone en evidencia en sus múltiples variantes: conflictos, confrontación, ansiedad, estrés, depresión, aislamiento, delincuencia, agresividad, etc. Dichas variantes influyen cada vez más en lo local hasta hacer estragos a nivel intrapersonal y en las relaciones sociales cotidianas (Aguilera, 2009; Steiner, 2011). De hecho, “Se puede afirmar que muchos de los problemas que afectan a la sociedad actual (consumo de drogas, violencia, prejuicios étnicos, etc.) tienen un fondo emocional” (Bisquerra, 2003: 12).
Esto se debe, en gran medida, a que la educación tradicional ha otorgado gran notoriedad a la inteligencia en lo referente a la capacidad para adquirir conocimientos y desarrollar tareas académicas, pero escasa o nula importancia a la capacidad para aprender a reconocer y gestionar las emociones propias y de los demás (López, 2005), cuando es precisamente el déficit de dichas habilidades emocionales y sociales la principal causa de un gran número de problemas de inadaptación social en la infancia y la adolescencia. Un gran número de jóvenes carecen de las herramientas socio-emocionales que les posibilitan ejecutar conductas adecuadas para resolver problemas y razonar con efectividad en sus experiencias de vida, motivo por el cual padecen frustraciones y problemas emocionales. Investigaciones recientes han descrito que los niños y adolescentes con un bajo nivel de IE tienen mayores dificultades de ajuste socioemocional en el contexto escolar y familiar (Extremera y Fernández, 2015). Por tanto, educarles sin promover la IE no es conveniente ni beneficioso para sus vidas. La frecuencia con la que reciben estímulos que les generan tensión emocional merece más atención preventiva de la que se está prestando en estos momentos (Bisquerra, 2000).
Actualmente, no se prepara a las generaciones futuras para enfrentarse con éxito a los retos que supone la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación, ni tampoco para afrontar los problemas de la vida pese a que van a vivir en una sociedad no exenta de conflictos (interpersonales, familiares, laborales, económicos, etc.) (Bisquerra, 2000).
Las relaciones pueden ser una fuente de conflictos, los cuales influyen en las emociones de tal modo que pueden desencadenar respuestas sumisas o reacciones violentas incontroladas. Por ello, “El conocimiento de las emociones, de qué situaciones las provocan y de cómo manejarlas, es muy necesario para aprender a resolver conflictos […]” (Marimón y Vilarrasa, 2003: 66).
En los CPM los conflictos acontecen con frecuencia debido al tipo de relaciones de los menores y las problemáticas que presentan los mismos. En determinadas circunstancias surgen inesperadamente desembocando en sucesos impetuosos en los que los menores presentan conductas agresivas y acaban dominando o doblegándose a los deseos de otros. En otras ocasiones, ante la presencia de los mismos, tienden a optar por ignorarse mutuamente. Las relaciones existentes entre ellos se encuentran en cierta forma contaminadas por sentimientos negativos generados en base a antiguos conflictos que se mantenían latentes, lo que produce que no sean pocas las veces en las que su grado de interacción se torna esquivo, despreciativo y limitado.
Esta dinámica relacional conflictiva tiene cabida dado que conciben los conflictos del mismo modo que lo hace el enfoque psicosociológico, es decir, como una lucha de intereses, como una vía para dominar y someter a las personas a sus voluntades o pretensiones, o para competir con ellas en aras a convertirse en los únicos beneficiados (Aguilera, 2009).
A ello hay que añadir que los menores en acogimiento residencial presentan conductas más problemáticas que aquellos que se encuentran en otras medidas de protección tales como el acogimiento o la adopción (Fernández, Del Valle, Fuentes, Bernedo y Bravo, 2011). Dichas conductas son originadas por el desorden emocional que padecen en base a las circunstancias familiares y sociales que les ha tocado vivir (Martínez, 2004). Las emociones dolorosas que experimentan debido a ello son tan intensas que, en su intento de reprimirlas por condicionamiento o por la creencia de la negatividad de manifestarlas, terminan quedándose bloqueados, derramando lágrimas o perdiendo el control. Los problemas de conducta de los menores que se encuentran en acogimiento residencial continúan constituyéndose, por tanto, en un asunto a abordar por parte de los profesionales de la educación de los CPM (Bravo y Del Valle, 2009).
Por todo ello, como complemento a la labor socioeducativa contenida en el Proyecto Educativo de Centro y en los Proyectos Educativos Individuales (P.E.I.) de cada menor, en los recursos institucionales de protección es necesario desarrollar, implementar y llevar a cabo programas y proyectos de intervención específicos sobre educación emocional para promover el fomento de la IE, un conjunto de habilidades que se pueden desarrollar y educar con los medios apropiados (Extremera y Fernández, 2015).
Atendiendo a Bisquerra (2000: 243), la educación emocional es:
“Un proceso educativo, continuo y permanente, que pretende potenciar el desarrollo emocional como complemento indispensable del desarrollo cognitivo, constituyendo ambos los elementos esenciales del desarrollo de la personalidad integral. Para ello se propone el desarrollo de conocimientos y habilidades sobre las emociones con objeto de capacitar al individuo para afrontar mejor los retos que se plantean en la vida cotidiana. Todo ello tiene como finalidad aumentar el bienestar personal y social”.
Mediante ella se les puede dotar a los menores de herramientas para que logren desenvolverse de forma positiva y constructiva en las distintas situaciones que acontecen en el discurrir de la vida cotidiana. Al educarles emocionalmente es posible proporcionarles estrategias que contribuyen al desarrollo de sus habilidades emocionales, gracias a lo cual pueden conseguir un mejor rendimiento académico (Extremera y Fernández, 2015), validar las emociones que sienten, quererse y aceptarse, tolerar la frustración y regular los impulsos, afrontar situaciones difíciles sin quedar superados por emociones desagradables y manteniendo en todo momento una visión realista de los sucesos, así como aproximar lo que quieren ser -desde una perspectiva ética- y lo que son -desde un punto de vista biológico- (López, 2005).
Asimismo, la puesta en práctica de actividades de educación emocional destinadas a los menores en centros de protección queda justificada por las dificultades que presentan en sus relaciones sociales (Martínez, 2004). En esta línea, los educadores sociales deben sacar partido de las situaciones conflictivas de gran valor psicopedagógico que se producen entre los menores para, intervenir directamente sobre las causas que las provocan, e invitarles al reconocimiento, la comprensión y la resolución de las mismas (Aguilera, 2009). Además de ello, deben proporcionarles recursos y herramientas así como también entrenarles en habilidades sociales suficientes y eficaces para que logren resolver los conflictos que tienen con las personas del entorno sin necesidad de sucumbir a conductas agresivas y violentas a causa de la frustración de no lograr lo que pretenden (Dibiase y Gibbs, 2010).
Para ello, es necesario recurrir al enfoque sociológico, el cual concibe los conflictos como instrumentos funcionales de la sociedad, de tal manera que el fin de la resolución de los mismos no se centra exclusivamente en eliminarlos, sino más bien en considerarlos como una oportunidad de poner en práctica habilidades de mediación, negociación y cooperación (Aguilera, 2009), todo ello mediante la ejecución de actitudes positivas tales como abrir la mente a otros puntos de vista, escuchar activamente, comunicarse de forma positiva, respetar a los demás, empatizar, cambiar percepciones, poner límites, y proponer estrategias para resolver problemas a fin de lograr llegar a acuerdos beneficiosos y favorables para ambas partes de forma asertiva y democrática (López, 2005). Se trata, en definitiva, de “desarrollar capacidades, habilidades y competencias a través del manejo de estrategias que permitan abordar los conflictos, cuando son sólo contradicciones e inicios de antagonismos, buscando una relación ganar- ganar” (Arellano, 2007: 32).
Una buena forma de educar en el manejo de habilidades emocionales es recurrir al arte como terapia, puesto que es un elemento fundamental para desarrollar habilidades de afrontamiento, comunicarse de forma positiva, valorar y construir relaciones sociales, adaptarse al ambiente, manejar el comportamiento, disminuir el estrés y afrontar momentos difíciles (Covarrubias, 2006; Sánchez, 2011). De hecho, desde los años 40, ha sido utilizado como un lenguaje que permite expresar lo que no se puede manifestar de otro modo (Nickerson, 2017).
En un principio, fue empleado para paliar el sufrimiento psicológico de las personas que se encontraban padeciendo la segunda guerra mundial, así como también para buscar el conocimiento del propio yo. En 1942, Adrián Hill, que permaneció enfermo en un sanatorio durante un largo tiempo, informó de que había observado tanto en su persona como en sus compañeros un aumento del bienestar emocional gracias a las actividades artísticas que realizaban (Fernández, 2003).
Además de lo constatado, fue Margaret Naumburg quien, en 1944, propuso teorías acerca del uso terapéutico del arte, concibiéndolo como un modo de expresión básica que debía estar presente en la educación. En 1950, Kramer fue testigo de las estrategias y terapias artísticas aplicadas con los niños que se hallaban en el campo de concentración de Terezín y a posteriori las pone en práctica en la Wiltwick School de Estados Unidos. Sin embargo, no fue hasta el año 1980 cuanto tuvo lugar un mayor reconocimiento de la Arteterapia como disciplina, lo cual facilitó el incremento de un mayor número de profesionales especializados que comenzaron a llevarla a cabo en diversos contextos (Martínez y López, 2004).
En la actualidad, el arte continúa utilizándose como una herramienta tomada en consideración en el campo de la psicología y la educación para tratar dificultades y problemas psicológicos, afectivos y sociales (López, 2005; Klein, 2006).
El arte debe ser empleado para educar las emociones de la población infantil puesto que “[…] el desarrollo emocional de los niños, criados a través de estímulos de expresión creativa espontánea, motiva el mismo aprendizaje” (Fernández, 2003: 137). Es un instrumento clave para resolver conflictos, fomentar el autoconocimiento y la autoestima, desarrollar habilidades interpersonales y construir y mantener relaciones sociales (Sánchez, 2011).
Al estimular la parte derecha del cerebro -sintética, imaginativa, intuitiva, emocional, etc.-, brinda la posibilidad de expresar conflictos internos, sentimientos, temores, dudas, angustias, preocupaciones e inquietudes que se hallan en el inconsciente (Covarrubias, 2006; Romero, 2013). El significado de la obra artística no suele ser entendido por quien la realiza, lo que ayuda a que sea creada con mayor libertad y pueda proporcionar información valiosa sobre el mundo interior de la persona sin que dicha información sea reprimida por la mente consciente (López, 2005).
Los menores en acogimiento residencial padecen en su mayoría problemas psicológicos originados por experiencias dolorosas que se hallan en el inconsciente y no les permiten desarrollarse con normalidad al haberles generado retrasos en el desarrollo físico, intelectual y emocional. Debido a ello, o bien no expresan verbalmente lo que les ocurre por avergonzarse de su situación, por temor, o por sentirse amenazados o culpables, o bien tienden a tergiversar su relato respecto a los hechos traumáticos (López, 2005).
Sin embargo, haciéndoles partícipes de actividades artísticas, pueden expresar las emociones y los conflictos psicológicos bloqueados u ocultos -catarsis- como paso previo a reconocerlos, comprenderlos y aceptarlos. De esta forma, el arte ayuda a que puedan enfrentarse a ellos antes de que estén preparados para hablar de los mismos, reduciendo de esta forma su ansiedad (Covarrubias, 2006; Bassols, 2012). Es más, la mera manifestación de sus problemas, aunque sea de forma inconsciente, les puede producir alivio (López, 2005). “El arte intenta generar orden a partir del caos, no sólo el caos del mundo, sino el caos de nuestras propias sensaciones, sentimientos y de nuestras propias cromáticas” (Romero, 2013: 21).
Se constituye en este sentido en un vehículo de rehabilitación y sanación integral por medio de la creatividad que facilita la expresión directa de elementos internos que, de manera verbal, les resultaría complicado expresar, configurándose por tanto en un modo de comunicación rápido y transparente (Pierre, 2009). De esta manera, también evita que se corra el riesgo de caer en la manipulación que en muchas ocasiones presenta el lenguaje cuando es hablado y a priori pensado por los menores, puesto que los elementos artísticos alcanzan un nivel de penetración en la mente que sobrepasa el pensamiento discursivo (López, 2005; Covarrubias, 2006). “[…] El arte es utilizado como forma de comunicación no verbal, como medio de expresión consciente e inconsciente, al reconocer que los pensamientos se expresan con más facilidad en imágenes que con palabras” (Martínez y López, 2006: 9). En la misma línea, la Asociación Americana de Arteterapia establece la siguiente definición del término Arteterapia:
“Arteterapia proporciona la oportunidad de expresión y comunicación no verbal, por un lado mediante la implicación para solucionar conflictos emocionales como para fomentar la autoconciencia y desarrollo personal. Se trata de utilizar el arte como vehículo para la psicoterapia, ayudar al individuo a encontrar una relación más confortable entre el mundo interior y exterior” (Fernández, 2003: 140).
La falta de un permanente énfasis en manifestar los problemas oralmente ayuda a crear un clima relajado que facilita extraer aspectos de la energía creativa y la expresión más íntima del ser (Sánchez, 2011; Romero, 2013). Así es posible cambiar o aceptar aspectos de uno mismo que dificultan vivir una vida saludable, y por ende, prevenir trastornos emocionales futuros y garantizar el ajuste socioemocional (González, Reyna y Cano, 2009).
Además, es en ese proceso de expresar sentimientos, emociones y pensamientos de forma espontánea cuando se incrementa la seguridad y la confianza de los menores, siendo esto importante dado que no son pocos los desequilibrios afectivos y/o mentales que les conducen a carecer de las mismas (López, 2005).
Mediante la elaboración de trabajos artísticos también se favorece la relajación, el descubrimiento del mundo interno y externo así como el establecimiento de una relación entre ambos, la disminución del dolor, la concentración, la percepción, la organización espacio-tiempo, el aumento de la capacidad intelectual, el incremento de las posibilidades de éxito en los procesos de enseñanza-aprendizaje, y el desarrollo de aptitudes positivas como el respeto y la comprensión hacia uno mismo y hacia los demás (Nickerson, 2017; Polo, 2003; Romero, 2013).
En base a tales consideraciones, resulta fundamental la puesta en práctica de proyectos de intervención socioeducativos encaminados a educar las emociones mediante el arte para lograr el fomento de la IE de los menores en acogimiento residencial, puesto que si bien los aspectos emocionales adquieren importancia en las diferentes etapas del desarrollo y constituyen la base o condición necesaria para la formación de la personalidad, el periodo infantil se constituye en un momento crucial en el desarrollo de la misma (Renom, 2011). Esto se explica por el hecho de que los niños saben discriminar las emociones antes de nombrarlas y comienzan a reconocer emociones positivas y negativas desde los primeros meses de vida (Aresté, 2015).
Los múltiples beneficios que reporta fomentar la IE de los menores en acogimiento residencial, recurriendo a la educación de las emociones mediante actividades artísticas, ha propiciado la puesta en práctica de proyectos y programas de educación emocional a través del arte en CPM. Algunos de los que se han diseñado y/o llevado a cabo a nivel nacional en diferentes localidades y Comunidades Autónomas del territorio español son los que se proceden a exponer a continuación:
Mediante el desarrollo de estos y otros proyectos y programas sobre el desarrollo de las habilidades emocionales y sociales se puede contribuir a la mejora de la calidad de vida de niños y adolescentes que están bajo la protección del Estado. Esto es posible dado que, mediante la ejecución de los mismos se incrementan enormemente las posibilidades de favorecer y completar la atención integral de los menores así como de brindarles herramientas psicológicas que acompañen y enriquezcan su proceso educativo y desarrollo personal.
Numerosas investigaciones ponen de manifiesto que los menores con mayores niveles de IE, dirigen la atención hacia aquello que es importante, planifican actividades para la consecución de objetivos, tienen mayor capacidad para mantener un esfuerzo sostenido y automotivarse en el estudio, y presentan mejor autoestima, menor número de síntomas físicos, y menores niveles de malestar, desesperanza, estrés, ansiedad, depresión e intentos suicidas. Además, presentan mayor capacidad de resiliencia, empatía y sensibilidad interpersonal, mayor calidad en sus relaciones sociales, mayor empleo de habilidades de afrontamiento activo para solucionar sus problemas, mayor propensión a comportamientos adaptativos y prosociales, y mayores niveles de satisfacción ante la vida, de bienestar y de felicidad (Extremera y Fernández, 2015).
Hoy en día se exige al ser humano desarrollar capacidades emocionales y sociales que le permiten desarrollarse de forma integral para vivir en una sociedad cada vez más cambiante. Por esta razón es fundamental educar a los niños en el fomento de tales capacidades, dado que su modo de actuar optimizaría los recursos personales en pro del establecimiento de conductas adecuadas que nos aproximarían a conseguir una convivencia cuanto menos positiva y democrática (Martínez, 2005).
Por todo ello, desarrollar proyectos y programas para educar las emociones a través de actividades artísticas en los CPM supone invertir en la profesionalidad y la calidad del servicio que se presta, puesto que ayudaría a potenciar la IE de los menores, y por consiguiente, a prevenir el surgimiento de conflictos y a disminuir la manifestación de los mismos mediante conductas disruptivas y problemas de convivencia (Goleman, 2012). En definitiva, es una demanda socioeducativa a la que se ha de dar respuesta para que los menores abandonen los recursos institucionales siendo personas resilientes con las adecuadas capacidades y habilidades para vivir una vida autónoma e independiente con madurez y sentido de la responsabilidad, valores educativos, tolerancia y respeto hacia sí mismos y hacia las demás personas (Mangrulkar, Whitman y Poner, 2001).
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Inmaculada Pazo López: inmapazolopez@gmail.com