Fernando Gil Cantero, Universidad Complutense de Madrid
En este trabajo nos vamos a centrar en mostrar las peculiaridades de la perspectiva educativa por parte de los profesionales de la educación social dentro del ámbito penitenciario de nuestro país. Todas estas precisiones son necesarias ya que no vamos a hacer referencia a otros profesionales, tampoco a otros países, ni a otras perspectivas, dentro de la prisión. Es decir, el objetivo ulterior es definir la singularidad de la función laboral de la educación social en un centro penitenciario. Este objetivo tiene la dificultad de que, como es sabido, no se han abierto todavía las posibilidades laborales específicas para estos profesionales en el ámbito penitenciario. Nos vamos a centrar así en dos objetivos, por un lado, en indicar en primer lugar algunas de las razones que dificultan su en prisión y las gestiones administrativas realizadas para la inclusión de los mismos entre los técnicos de instituciones penitenciarias. Por otro lado, vamos a detallar algunos de los errores habituales que se puede cometer a la hora de perfilar la función educativa de la educación social en prisión. Esta parte la desarrollaremos en forma de un decálogo pedagógico.
El artículo se estructura en dos partes. En la primera, explicamos las razones de la ausencia de la educación social en el ámbito penitenciario. Recogeremos también aquí los últimos encuentros mantenidos con la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias. La segunda parte se centra en exponer un decálogo pedagógico del profesional de la educación social en prisión. No se trata de detallar sus funciones sino más bien el marco educativo del desarrollo de las mismas, evitando los posibles riesgos y errores.
Un primer aspecto que interesa resaltar es, precisamente, la ausencia de posibilidades de acceso laboral a las prisiones, mediante concurso-oposición, de los graduados en educación social.[1] Todos los gobiernos que han tenido responsabilidades penitenciarias de alcance nacional, tanto de derechas como de izquierdas, han rehusado por distintas razones incorporar a estos graduados a las funciones de educación recogidas en el Reglamento Penitenciario (RP), ejecutadas así por el profesional genéricamente denominado educador.
La primera razón es la predominancia clara de las políticas de retención y custodia en las prisiones de nuestro país frente a las políticas de rehabilitación y reeducación. La transformación de un funcionario de vigilancia en un educador, sin la exigencia de los requisitos legalmente establecidos de ámbito nacional para el ejercicio de esa profesión, muestra claramente que la función educativa trata de insertarse en el rol de vigilancia previa que ha tenido el funcionario. La idea de fondo es que educa mejor el que antes ha vigilado o, dicho de otro modo, no interesa en realidad que eduque y sí que continúe sobre todo vigilando bajo la apariencia de ser educador. En definitiva, existe un temor claro a incorporar educadores sociales formados directamente en nuestras facultades. En conversaciones informales, y en entrevistas con responsables del ámbito penitenciario que señalaremos posteriormente, se insiste veladamente en que para estar en el patio de la prisión -lugar habitual de los educadores- es necesario haber tenido una previa “socialización” en lo que significa trabajar en las mismas. Sin embargo, este mismo argumento no se aplica a otros profesionales. En efecto, ¿por qué sí se exige ser abogado, criminólogo, médico, y profesor para ejercer como tales en las prisiones y no para ser educador? ¿Es que acaso no le vendría también bien al abogado-criminólogo haber sido previamente funcionario de vigilancia?
Otra razón, apuntada continuamente por los responsables de instituciones penitenciarias es la escasez de recursos económicos. No merece la pena que nos detengamos en este punto dado que este argumento, planteado tanto antes como después de la crisis, no ha impedido que, sin embargo, se abran convocatorias para plazas de psicólogos, criminólogos-juristas, profesores y trabajadores sociales. Por otra parte, los recortes que ha habido en instituciones penitenciarias se han centrado sobre todo en frenar los planes de amortización de centros penitenciarios y menos en la contratación de personal (Del Pozo y Gil Cantero, 2013).
Otra razón, probablemente la más escandalosa, es que no se considere relevante la perspectiva educativa en la prisión desde un punto de vista profesional. Es decir, que las tareas legalmente asignadas a los educadores actuales de prisiones no requieran para algunos una formación especializada, profesional y universitaria, y que puedan ser ejercidas por cualquier sujeto con un mínimo curso de formación y años de antigüedad en el cuerpo de vigilancia. La desprofesionalización de la perspectiva educativa en las prisiones es algo que nos debe preocupar a todos porque supone asumir e identificar a la educación a un rango de ejecución práctica asimilable a una conversación, un encuentro o una actividad, esto es, algo al alcance de cualquier sujeto. Es lamentable, como detallaremos más adelante, que la educación, la reeducación o resocialización no se considere todavía, a efectos penitenciarios, una acción susceptible de ser profesionalizada en su diagnóstico, ejecución y evaluación (Bermúdez y Cura, 2013; Lorenzo Moledo, Aroca y Alba, 2013; Sáez Carreras y Campillo, 2013; Vila Merino y Martín Solbes, 2013; Del Pozo y Gil Cantero, 2014; Juanas Oliva, 2014; Lorenzo Moledo y Varela, 2014), más allá de una buena voluntad que, sin lugar a dudas, influye decisivamente en los efectos educativos que logra. Una de las consecuencias de esa desprofesionalización de la perspectiva educativa en las prisiones es la progresiva ausencia de discursos educativos en torno a las diferentes actividades que se realizan en prisión, pasando a utilizarse los términos de terapia, talleres, entretenimiento, actividades culturales, trabajo ocupacional, trabajo productivo, etc.[2]
En un trabajo que presentamos en el XXV Seminario Interuniversitario de Pedagogía Social (Gil Cantero y Del Pozo, 2012), relatamos las últimas conversaciones institucionales mantenidas con la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, representada en ese momento por D. Javier Nistal, Subdirector General de Tratamiento y Gestión Penitenciaria, con la finalidad de incrementar la presencia de profesionales de la educación, pedagogos y educadores sociales, en el ámbito de las prisiones. Como es sabido, este subdirector es, en la actualidad, la mano derecha, ideológica y organizativa, de Ángel Yuste. Esta subdirección tiene además la responsabilidad en algunas de las funciones de nuestro interés al ocuparse de la observación, clasificación y tratamiento de los internos, del diseño, elaboración y ejecución de programas específicos de intervención y de la formación, educación y cualquier otra actividad tendente al desarrollo de la personalidad de los internos en centros penitenciarios, así como a la promoción de actividades culturales y deportivas.
Era un momento muy adecuado para este encuentro por dos razones principales. Por un lado, el nuevo Secretario General de Instituciones Penitenciarias acababa de tomar posesión de su cargo y, por tanto, de iniciar las nuevas líneas de política penitenciaria, lo que podría facilitar nuestra propuesta del ingreso de los profesionales de la educación social en los centros penitenciarios. El argumento principal que planteamos en el encuentro es que (junto con todos los papeles que le presentamos para mostrar la consolidación de los estudios académicos y su profesionalización colegiada y organizativa), el gobierno al que representaba podría ser el primero en la historia de nuestro sistema penitenciario en mostrar realmente su voluntad reinsertadora incluyendo la presencia de estos profesionales en los centros penitenciarios, lo que podría suponer para ellos un impacto mediático y una clara revalorización política en determinados sectores sociales habitualmente más propensos a apoyar en estos temas las ideologías de izquierda.
La otra razón que motivó el encuentro fue la publicación repentina del famoso Real Decreto-Ley 20/2011, de 30 de diciembre, de medidas urgentes en materia presupuestaria, tributaria y financiera para la corrección del déficit público ( BOE de 31 de diciembre). Pues bien, en la disposición final Decimoctava se propone la Modificación de la Ley 39/1970, de 22 de diciembre, sobre reestructuración de los Cuerpos Penitenciarios. Así se señala que,
“Con efectos desde el uno de enero de 2012 y vigencia indefinida, se introducen las siguientes modificaciones en la Ley 39/1970, de 22 de diciembre, sobre reestructuración de los Cuerpos Penitenciarios.
Uno. El artículo segundo queda redactado como sigue:
1. El personal funcionario del Cuerpo Superior de Técnicos de Instituciones Penitenciarias realizará las funciones de dirección e inspección de las instituciones, centros y servicios, así como las propias de su especialidad en materia de observación, clasificación y tratamiento de la población reclusa y aquellas otras que en el ámbito de la ejecución penal se determinen.
2. Las especialidades exigidas para el ingreso en este Cuerpo se encuadrarán dentro de las siguientes áreas: jurídica, de ciencias de la conducta y gerenciales.
3. Para el acceso a este Cuerpo se requerirá estar en posesión del título universitario de Grado de carácter oficial en las especialidades que reglamentariamente se determinen”.
Estábamos, pues, en un momento político y social propicio para conseguir que la educación social formase parte de las ciencias de la conducta y de las especialidades que reglamentariamente se pensaban determinar. Es decir, nuestro propósito era conseguir la inclusión de los titulados en los estudios de grado de educación social (Caride, 2008; Del Pozo y Añaños, 2013; Añaños y Yagüe, 2013) entre las especialidades de las ciencias de la conducta que reglamentariamente se determinen para incorporarse a trabajar como personal funcionario del Cuerpo Superior de Técnicos de Instituciones Penitenciarias.[3] En la comunicación señalada puede consultarse la exposición de motivos, así como el marco para la justificación de la incorporación de profesionales de la pedagogía y la educación social en la administración penitenciaria.
Como ya puede imaginarse ninguna de las razones ni la entrevista tuvieron resultados satisfactorios hasta la fecha. Las próximas elecciones generales serán, en cualquier caso, una nueva oportunidad para intentarlo. Sí nos gustaría volver a insistir en la idea de que detrás de esta propuesta no hay una mera intención gremialista ni corporativista No se trata tanto de defender un corporativismo funcionarial, sino de acentuar la perspectiva multidisciplinar, desde la fundamentación investigadora sobre la profesionalización educativa y su relación con las posibilidades de la reinserción. Este hecho debería llevarnos necesariamente a revalorizar la presencia de los profesionales de la educación en las prisiones (Sánchez Aguirre, 2009, 2013). Nos parece un contrasentido defender, por un lado, al decir de muchos, incluyendo políticos, que se debe incrementar la perspectiva educativa en el trato a los internos y, por otro, no considerar necesario la profesionalización del personal educador a partir de la especialización titulada.
Hay una modalidad de delimitar el papel profesional de la educación social en las prisiones consistente en indicar lo que podríamos considerar los posibles riesgos y errores de esa misma tarea. Esto es, planteamientos que surgidos muchas veces desde una buena intención, consideramos, sin embargo, por las razones que iremos apuntando en cada caso, que pueden dificultar o desdibujar su singularidad profesional en las prisiones. Para su exposición hemos considerado apropiado utilizar el formato de decálogo.
1. Si quieres ejercer como profesional de la educación social en la prisión sal del despacho.
Un primer error muy habitual es meterse en un despacho. El papel del educador social en las prisiones está en el patio, en los módulos y en todas las dependencias penitenciarias. “Con las botas y no las batas”. Ése es su sitio, su lugar de trabajo. Si lo abandona lo ocuparán otros profesionales. El ejercicio de las funciones singulares del profesional de la educación social pasa por el encuentro cotidiano, habitual, continuo con los internos y por el diseño, la realización y el acompañamiento en las actividades educativo-sociales (Vallés y Pérez, 2015). La burocracia desdibuja y aleja al educador social de lo que justifica su presencia en las prisiones. Por supuesto que tiene que realizar los informes preceptivos para un sinfín de reuniones, especialmente relevantes las de las juntas de tratamiento. Nuestra advertencia pasa, sin embargo, por no confundir, bien por comodidad, bien por falta de tiempo, la expresión burocrática pública de su trabajo -los informes- con la fuente de conocimiento práctico, real, que le proporciona la información educativa necesaria para realizar esos informes. La vida de la prisión, las experiencias educativas, los rostros que esperan una oportunidad para la reinserción están fuera de los despachos y es ahí donde tiene que estar el educador social. El profesional de la educación social que, por las razones que sean, termina por quedarse en el despacho apaga y oscurece sus posibilidades laborales y, sobre todo, apaga y oscurece las posibilidades de reeducación de los internos que están a su cargo. Sal de los despachos y ocupa el patio.[4]
Otro error habitual en el momento de especificar las funciones de la educación social en la prisión es identificarlas con referencias muy genéricas, muy generales, operativamente inalcanzables y superpuestas con el resto de funciones de otros profesionales. La causa del error pasa por considerar que el educador social se hace más necesario cuanto más tareas abarque y más generales. En efecto, en las asignaturas que impartimos referidas al ámbito penitenciario, dentro de los estudios conducentes al grado de educación social, en el tema referido al análisis de las funciones de los educadores contenidas en la actualidad en el RP y el necesario análisis crítico que requieren para la adaptación profesional a las competencias reales del educador social actual, es muy habitual encontrarnos con una referencia unánime, por parte de los estudiantes, a que el educador social se encarga de “mejorar la vida de los internos”, “educar a los internos” o “reinsertar o reeducar a los internos”, “hacer valer o defender los derechos de los presos”, “optimizar su calidad de vida”, etc.. La función de los profesionales de la educación social en las prisiones no se identifica ni con la vida, ni con la educación en general, ni con la reinserción o reeducación en general. Todos los profesionales que trabajan en el ámbito penitenciario deberían desarrollar sus funciones teniendo como perspectiva finalista la calidad de vida de los presos, su educación, su comportamiento, su personalidad y, por supuesto, su reinserción. Todos los profesionales que trabajan en el ámbito penitenciario participan de estos fines pero desde funciones diferentes. Por eso, cualquier trabajador o profesional que trate de apropiarse singularmente de estas perspectivas finalistas, en realidad no mejora sus funciones sino que, por el contrario, las desdibuja e incluso puede contribuir a que se le considere innecesario al duplicar o solaparse con otros profesionales con más tradición y aceptación. La educación social no es la única en ocuparse de los aspectos referidos a la vida, a la educación, a la reinserción de los presos. Los educadores sociales contribuyen específicamente a mejorar la dimensión comunitaria y social de los aprendizajes de los internos en orden a favorecer su reinserción y reeducación en la sociedad.[5] Sólo eso. Ni más ni menos. Esta función concreta -que, por supuesto, tiene que ver en su conceptualización y práctica con las finalidades genéricas de la calidad de vida, la educación, y la reinserción- es la que nos permite justificar la necesidad de su presencia en los ámbitos penitenciarios al ser una dimensión directamente relacionada con los fines penitenciarios y no ser cubierta en su especificidad por el resto de profesionales ya presentes. La educación social no se identifica con la vida.
Otra dimensión habitual del error anterior por parte de los estudiantes de grado de educación social es renegar o cuestionar cualquier lista de funciones que reglamentariamente se establezcan para el ejercicio de su trabajo en el ámbito penitenciario, alegando que su trabajo no puede circunscribirse ni limitarse a una lista de tareas. En este caso ya no se trata de defender erróneamente que las funciones de la educación social se vinculan con perspectivas finalistas relacionadas con la calidad de la vida en general, sino que se considera innecesario y hasta confuso el que se pretenda realizar cualquier tipo de lista o de delimitación de tareas, al considerar que el trabajo del educador social es absolutamente imprevisible, imposible de controlar o regular desde algún punto de vista. En esta ocasión, el error se produce al confundir la indeterminación existencialista del núcleo educativo por excelencia del cambio de los sujetos, esto es, la absoluta falta de previsión sobre el momento preciso del acontecimiento educativo del cambio personal con el ejercicio profesional necesario para que esa relación educativa, para que ese acontecimiento, para que ese cambio deseable (García Fernández y García Quismondo, 2013) en los sujetos acontezca. Dicho de otro modo, lo que es imprevisible e incontrolable y no sujeto a regulación lineal es la secuencia de progresión educativa-social de cambio por la que pasa un sujeto concreto en un contexto de vida concreto y para una reinserción concreta. Lo que sí es previsible, controlable y regulable son las funciones, que desde un ámbito profesional específico, se establecen para incrementar la probabilidad de la eficacia de esa línea progresiva de cambio educativo-social del sujeto. Si no aceptamos ni proponemos ni defendemos unas funciones específicas de trabajo profesional concreto en las prisiones, siempre se podrá justificar que la presencia de los educadores sociales es innecesaria ya que si todo depende solo de una relación humana de calidad, entonces esto lo pueden ofrecer también los voluntarios y además…gratuitamente. La profesionalización se expresa en una lista de funciones específicas.
Nuestro planteamiento en este caso pasa por considerar que estos profesionales deben mostrar y defender la especificidad de sus funciones frente a la tarea, legítima y necesaria, pero no profesional, de las ONGs. Como es sabido, la casi totalidad de las actividades culturales y de entretenimiento dentro de las prisiones las ponen en macha estas asociaciones que, sin especialización profesional reconocida en este contexto, colaboran con las instituciones penitenciarias (Gil Cantero, 2010). Son así, en casi todos los casos, actividades de ocupación del tiempo que permiten, por un lado, el mantenimiento de la propia asociación y, por otro, el entretenimiento, la distracción, de un pequeño grupo de presos para evitar los posibles incidentes regimentales. La tendencia estriba en pensar las actividades como talleres o espectáculos que se ofrecen, con la finalidad de estar, mirar, en algunos casos interactuar, llevadas a cabo por personal no profesional y con un planteamiento poco exigente en su diagnóstico, enfoque individualizado y seguimiento continuo. Estas actividades las cubren también diferentes órdenes religiosas, compañías o empresas de todo tipo (de cine, teatro, música, deporte, circo, magia, etc.), y estudiantes universitarios en prácticas.
Aunque estas actividades son imprescindibles para el entretenimiento y, en su caso, educación informal de los internos, no llegan a cubrir el carácter profesionalizador de unas actividades educativas-sociales rigurosamente planificadas y evaluadas. El derecho que tienen los internos a la reeducación y reinserción reconocido en la Constitución, nos obliga a desarrollar por parte de profesionales de la educación social, diagnósticos rigurosos, que conecten la evaluación sistemática de carencias y necesidades individuales y sociales de los sujetos con las posibilidades formativas de las actividades en orden a mejorar la probabilidad de la reinserción a través del cambio de hábitos, actitudes y valores. Por eso, las actividades que organiza el voluntariado de las ONGs deberían estar controladas, en la mayoría de los casos, por parte de los mismos educadores sociales de las prisiones para garantizar una línea de actuación educativa coherente entre las actividades de entretenimiento y las actividades educativas o formativas. De hecho, cabe perfectamente y sería aconsejable que las actividades de entretenimiento supongan un proceso de descontextualización, acentuación y asimilación informal de los aprendizajes más sistemáticos elaborados por los educadores sociales. La educación social en las prisiones no es solo entretenimiento.
Cada vez se está extendiendo más un argumento-trampa, especialmente susceptible de agradar al colectivo de los educadores sociales, consistente en reivindicar la necesidad de humanizar la estancia de los internos en las cárceles, reduciendo esa expectativa de humanización a la mejora de las condiciones materiales y de entretenimiento en los centros penitenciarios. Es un argumento-trampa porque paulatinamente va sustituyendo la idea de educar por la de mejorar las condiciones materiales de la prisión.
Como hemos expuesto en otro lugar (Gil Cantero, 2010) no se ha dado suficiente importancia a que cuando se reformularon las conocidas Reglas Penitenciarias Europeas, en su redacción final, no se hace mención en ningún momento a la resocialización o a la reeducación dentro de las prisiones. Más bien se propone que los posibles tratamientos resocializadores, de carácter educativo, sean sustituidos por la diversidad de oferta de actividades organizadas por los diferentes servicios sociales de la comunidad o del voluntariado (Mapelli, 2006). El argumento que sostiene esta y otras propuestas parecidas es que lo importante es normalizar la estancia en prisión, humanizando el castigo a través de la normalización de actividades. Resulta curioso que el pesimismo reinante en la mayoría de los órdenes de la vida alcance aquí casi un optimismo angelical por el cual se piense que los presos van a cambiar por estar ocupados en diversas actividades de entretenimiento y diversión.
Es un argumento-trampa porque en el fondo lo que se sostiene es un escepticismo generalizado sobre las posibilidades de intervención educativa y de cambio en los presos, defendiendo, en consecuencia, que lo único que se puede hacer es mejorar las condiciones materiales de las prisiones: las celdas, la instalación de piscinas, televisiones, gimnasio, etc. Para favorecer los procesos de reinserción necesitamos, por supuesto, unas mínimas condiciones materiales de habitabilidad e higiene. Pero reeducar no es sinónimo de eso. Si lo que pretendemos es modificar al propio sujeto, entonces no es suficiente con humanizar el castigo ni la estancia en prisión. Será necesario también promover el principio de actividad en el mismo preso y extender la visión del cumplimiento de la condena como un tiempo de actividad muy controlado, desde una perspectiva educativa y social, exigente y eficaz (Gil Cantero, 2010). Educar en prisión no es mejorar las condiciones materiales de la prisión.
Los profesionales de la educación social tienen que tener claro el principio pedagógico de que lo que educa es la actividad favorecedora de despertar la conciencia de sí mismo hacia valores positivos de convivencia, de respeto al otro y la asimilación de hábitos saludables. La pasividad, la quietud, la inactividad, el estar tirado en el patio, aunque sea su derecho, despersonaliza a los sujetos convirtiéndoles en voluntades enajenadas, flojas, susceptibles de manipulación.
En ocasiones, tiende a predominar una perspectiva criminológica de las prisiones, según la cual, la finalidad de la estancia en prisión es el cumplimiento de la condena -privación de libertad- que le haya propuesto el juez en sentencia firme y que, por tanto, lo que debemos garantizar, como veíamos antes, es el nivel máximo de comodidades para cumplir esa condena. Desde la perspectiva criminológica tal vez quepa considerar así el cumplimiento de la condena, pues “(…) la necesidad de rechazar un tratamiento impuesto contra la voluntad del afectado se basa en que no cabe imponer una agravación de la condena que se le haya impuesto a un delincuente por exigencias de la resocialización” (Rueda Martín, 2007, 73). Si bien es un logro histórico indudable, frente a otros modelos del pasado, no añadir más condena que la propia privación de libertad, hay que reconocer también, al mismo tiempo, que hemos provocado en las prisiones un ambiente radicalmente deseducativo para los internos (Gil Cantero, 2010, 2012). La razón estriba en que a los presos, por lo menos en los sistemas penitenciarios que tratan de ser lo más democráticos y humanizadores posibles, se les da todo hecho para que su condena no sobrepase ni signifique nada diferente a estar privado de libertad durante el tiempo que el juez haya dictaminado. La consecuencia es que se priva a los sujetos del ejercicio de libertad cotidiano de mirar, de algún modo, por sus propias necesidades cotidianas, haciéndoles más dependientes, inútiles para la vida fuera de la prisión. Todo se les da hecho, no tienen que apagar ni las luces de sus celdas. La comida, el menú, el horario, los recorridos, las horas de visita, las actividades de todo tipo, etc., les vienen dadas en su origen y su desarrollo. El interno nada decide ni tampoco se le puede obligar a hacer nada.
Al final hemos logrado una maquinaria penitenciaria perfecta, totalitaria, un proceso de prisionalización sin fisuras, lleno de comodidades, de cuidados tramposos, de reconocimiento del derecho a la total pasividad, con estrategias dirigidas a evitar los conflictos mediante la paulatina supresión de la voluntad de los sujetos. ¿Acaso, no parece extraño que las cárceles se hayan terminado por convertir en bálsamos de aceite sin apenas conflictos reseñables, intentos de fuga, etc.?
Para favorecer la reeducación del sujeto, frente al discurso legalista y criminológico del derecho a no hacer nada, los profesionales de la educación social deben reivindicar la necesidad de diseñar actividades de ocupación exigentes favorecedoras del cambio personal y social, tanto en actitudes como en valores. El logro de la condición de agente en los sujetos y, por tanto, la posibilidad de una reeducación personalizada con horizontes deseosos de cambio personal, pasan inexcusablemente por la realización de actividades. Todas las políticas penitenciarias que incrementan solo los tiempos de mero entretenimiento y de comodidades materiales están, en el fondo, violando sistemáticamente la dignidad del sujeto privándole de las posibilidades de cambio a través de las actividades y de hacerse cargo, paulatinamente, de mayores iniciativas de participación en el mantenimiento y orientación de su propia vida en prisión. Actividades, en fin, propuestas desde una perspectiva reeducativa profesional (Garrido Genovés y Gómez, 1995) capaz de determinar, para cada caso, qué acciones pueden ayudar a los presos a ser más dueños de sí mismos, criticando éticamente su vida pasada y explicitando los valores adecuados para llevar una vida alejada de la delincuencia. Ward y Stewart, tal vez, hayan planteado el interrogante radical de la reeducación del preso: “¿cómo puedo yo vivir mi vida de un modo diferente?” (2003: 143; Barlow, 2007). Sin actividad ni participación no hay educación social.
Es interesante observar cómo el incremento de intervenciones especializadas en las prisiones se demanda en función del escándalo del delito y su narrativa de comportamiento “anormal”, “enfermizo”, que implica así un tratamiento en las áreas clínicas, psicológicas o psiquiátricas (Gil Cantero, 2010). El discurso clínico-patológico asociado a determinados delitos proporciona, en efecto, cierta tranquilidad a la sociedad e incrementa el número de plazas de psicólogos y psiquiatras en las prisiones, pero puede llegar a irresponsabilizar a los propios reclusos al extender ideas irracionales e invasivas en torno a una impulsividad incontrolable de origen caracterial, genético o psiquiátrico. La tendencia a “terapeutizar”, “medicalizar” o “psiquiatrizar” la acción delictiva, excluye la intervención educativamente especializada porque se deja de considerar la voluntad de cambio de vida del sujeto y la relevancia de la relación educativa que ha de impulsar ese cambio (Gil Cantero, 2010). Es especialmente llamativo cómo el tratamiento de las drogodependencias en prisión está siendo unilateralmente considerado desde una perspectiva médica, excluyendo en casi todos los casos, la perspectiva educativa-social. El sistema penitenciario “medicaliza” la causa de casi todos los delitos para quitarse de encima el reto y la envergadura que supone recurrir a la condición de agente de los sujetos, favoreciendo así una perspectiva de sujetos pacientes, libres de culpa y dependientes de la especialización farmacológica del sistema. Las medicinas no educan.
Como hemos explicado en otro momento (Gil Cantero, 2010) hay que reconocer que todavía la tarea educativa es vista, por muchos, con una áurea de romanticismo exacerbado, rousseauniano, o en clave más moderna, foucaultaniano, por la que tienden a aproximarse con entusiasmo al mundo de las prisiones pero desde posiciones tan críticas, de “deconstruccionismo penitenciario”, de “violencia estructural”, de “dispositivos disciplinares”, de “dominancia de género” que terminan por favorecer, en muchas ocasiones, al mismo sistema penitenciario y no a los internos.
Al fijarnos en los presos concretos y sus necesidades es cuando reconocemos el error de partir de constructos teóricos invasivos. Las prisiones no pueden ser concebidas, desde la educación social, como un espacio de experimentación teórico-especulativa que con una buena voluntad –nadie lo duda- de empeños emancipatorios, pasamos a volcar en ellas todo el arsenal reflexivo de las nuevas tendencias académicas. Al igual que ciertos arquitectos de moda experimentan con dinero público sus visiones estéticas de la nueva arquitectura para construir casas de protección oficial –que, por cierto, nunca harían para sí mismos, ni vivirían en ellas-, nos encontramos con académicos funcionarios que, también con dinero público, proyectan contra las prisiones sus visiones totalizadoras de la realidad, sus ideales de transformación radical del mundo, sus arcadias felices donde, si se hace lo que ellos proponen, reinarán finalmente la paz y el amor. En otras ocasiones, la tendencia especulativa consiste en poner condiciones imposibles de partida, entre ellas, cerrar las prisiones, con lo que el resto del análisis nada tiene que ver ya con la realidad concreta de los centros penitenciarios. En otras, muy dominantes en educación, se postula que sin libertad no hay educación, con lo que se suprime de un plumazo toda posibilidad de reinserción o reeducación en prisión. Todos estos discursos me recuerdan a colegas míos, profesores quejicosos que solo ponen una condición para ser buenos profesores: “si yo tuviese excelentes estudiantes…”.
No cabe duda que es absolutamente imprescindible denunciar el efecto perverso de los sistemas sociales con relación al tipo de población penitenciaria que ingresa en las prisiones. No cabe duda también que es imprescindible establecer categorías conceptuales para que generen cambios críticos frente a todo lo que pueda atentar contra el desarrollo personal y social de los sujetos. Pero el cambio crítico no viene de la apropiación reflexiva o especulativa del concepto sino de su aplicación práctica, dinámica, a las circunstancias y necesidades concretas de los internos.[6] Es aquí donde no llega la filosofía, precisamente la fuente especulativa en la que se basan muchas de las corrientes de educación social deconstruccionistas. La educación es una acción y como tal es absolutamente inabarcable desde la fijeza de ningún concepto o categoría mientras no se inserte en un juicio prudencial, práxico, circunstanciado y atento a la preeminencia de los bienes superiores del sujeto y sus circunstancias concretas. Por eso hay que tener cuidado y evitar caer en planteamientos tan teóricamente formales y cerrados que terminemos salvando los conceptos (libertad, género, deconstrucción, dispositivo, violencia estructural) a costa de olvidarnos de los sujetos. Fíjate más en las personas que en las teorías.
El marco institucional de la prisión exige ser escrupulosamente quisquillosos con el cumplimiento de los derechos de los internos (Gil Cantero, 2013b). El problema surge cuando no se observa con detenimiento que la aspiración a la reeducación y reinserción no es solo una variable dependiente de ese reconocimiento de derechos. Es algo más.
Probablemente la reeducación o reinserción social se produzca en las instituciones penitenciarias cuando el interno establece una relación de formación exigente consigo mismo a través del conocimiento de alguien (Gil Cantero, 2013b). La perspectiva educativa cuando se tiene se estructura en torno a una intención ética de cuidado y desarrollo personal. Esta perspectiva nos enseña, en el ámbito penitenciario, el carácter insuficiente del enfoque jurídico para tratar las posibilidades de cambio en los internos. Lo que un preso puede esperar de mí, de los educadores sociales en prisión, es algo más que un mero cumplimiento legal de nuestras obligaciones. O dicho de otro modo, puedo ser moralmente injusto, desde un punto de vista educativo, y sin embargo estar cumpliendo escrupulosamente lo que la ley me obliga. Lo que el interno necesita es una experiencia de acogimiento y esto significa iniciar una relación de interés por su persona. El mero afán de cumplimiento legal de los derechos de los internos nos sitúa, en principio, adecuadamente en esta perspectiva pero no nos permite llegar a ella si no modificamos las intenciones últimas. Lo que un sujeto puede esperar de nosotros es algo más que el cumplimiento de una carta de derechos, bien el RP, o bien la Constitución. Desde un punto de vista educativo, lo que un sujeto, que se encuentra en prisión, espera de nosotros es que nos pongamos en su lugar y seamos capaces de entender y comprenderle desde su propio punto de vista, no para justificar sus acciones, sino para ayudar a construir un futuro alejado de la delincuencia. La educación social en prisiones es una misión ética.
Si no nos hemos equivocado en la suma, para que sea un decálogo tenemos que terminar. Y, en esta ocasión, sí nos gustaría hacerlo con la sugerencia más importante:
Añaños, F.T. y Yagüe, C. (2013). “Presentación. Educación social en prisiones. Planteamientos iniciales y políticas encaminadas hacia la reinserción desde la perspectiva de género”. En Pedagogía Social. Revista Interuniversitaria, vol. 22, págs. 7-12.
Barlow, S. (2007). “The Good Lives Model”. Paper presentado en European Prison Education Association Conference, Learning for Liberation, Dublin, June.
Bermúdez, Mª. T. y Cura, Y. del (2013). “Taller de arte contemporáneo como herramienta de trabajo para educadores sociales con personas privadas de libertad”. En Aula de Encuentro, vol. 15, núm. 15, págs. 17-26.
Caride, J. A. (2008). “El grado en Educación Social en la construcción del Espacio Europeo de Educación Superior”. Educación XX1. págs. 103-131.
Caride, J.A. y Gradaílle, R. (2013). “Educar en las cárceles: nuevos desafíos para la educación social en las instituciones penitenciarias”. En Revista de Educación, núm. 360 (En línea) (21 de septiembre de 2015).
Caride, J.A.; Gradaílle, R. y Caballo, Mª. B. (2015). De la pedagogía social como educación, a la educación social como Pedagogía. En Perfiles Educativos, vol. 37, núm. 148, págs. 4-11.
Del Pozo, F.J. y Añaños, F. (2013). “La Educación Social Penitenciaria ¿De dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos?”. En Revista Complutense de Educación, vol. 24, núm. 1, págs. 47-68.
Del Pozo, F.J. y Gil Cantero, F. y (2013). “Conocimiento pedagógico y crisis social. Los efectos de la crisis en las prisiones”. En Mª C. Fernández et al. (eds.) La crisis social y el Estado de Bienestar: las respuestas de la Pedagogía social, págs. 65-71. Oviedo, Universidad de Oviedo.
Del Pozo, F.J. y Gil Cantero, F. (2014). “A Educación como eixe vertebrador do tratamento penitenciario”. En Revista Galega de Educación, núm. 59, págs. 15-18.
García Fernández, D.; y García-Quismondo, J.J. (2014). “¿Puede existir un cambio deseable en las personas reclusas? Análisis cualitativo de las últimas declaraciones en el corredor de la muerte (Texas)”. En Del Pozo. F.J. y Peláez-Paz, C. (2014). Educación Social en situaciones de riesgo y conflicto en Iberoamérica, págs. 138-150. Madrid: Universidad Complutense de Madrid. Departamento de Teoría e Historia de la Educación
García Molina, J. (2013). “Indisciplinar la Pedagogía Social. Virtualidades y obstáculos”. En Educatio Siglo XXI, vol. 31, núm. 2, págs. 35-56.
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[1] El caso particular de Cataluña puede consultarse en Moran Vega (2001, 2004).
[2] Todo lo referente al trabajo productivo, terapéutico, formativo u ocupacional; todo lo referente al tratamiento de toxicomanías; todo lo referente a las actividades de ocupación y entretenimiento de carácter cultural se encuentran así sin un discurso educativo que las fundamente y apoye. Sobre la confusión añadida además entre instrucción y educación en prisiones véase: Caride y Gradaílle (2013).
[3] No podemos ocuparnos de este asunto con detalle, pero es necesario mantenernos alerta con respecto a los núcleos duros de conocimiento y reflexión que precisa la formación universitaria de los educadores sociales (Núñez, 2014).
[4] Sí hay que salir del despacho pero nunca de las bibliotecas, tanto para leer ensayos como experiencias. Léase el interesante capítulo de Jaume Trilla (2010).
[5] Un análisis detallado e interesante de lo específico de la educación social puede leerse en Caride, Gradaílle y Caballo, 2015, págs. 7-8 y en Ruiz-Corbella, M. et al, 2015, págs.16-17.
[6] García Molina al tratar de “descargar de muros epistemológicos, doctrinarios y profesionalizadores” a la pedagogía y educación social hace esta interesante reflexión: “El ejercicio desdisciplinar piensa las cuestiones a indagar como campos de problemas (no como objetos de estudio o puro conocimiento) (…) El trabajo en campos de problemas implica pensar problemáticamente, lo que nos lleva a pensar puntos relevantes que operen descentramientos y conexiones no esperadas antes que trabajar desde sistemas teóricos que operan como ejes centrales (…) Pensar problemáticamente, renunciar a la cristalización teórica que genera cuerpos doctrinarios, no puede sino componerse gradualmente a partir del trabajo de elucidación y experimentación en situaciones contingentes específicas” (García Molina, 2013:47; cursivas en el original).