Elisabeth Expósito Moreno, Educadora Social en CRAE Vilapicina (Barcelona) Núria Llopis Roca, Educadora Social en Centro Penitenciario Hombres Barcelona. Colaboradora docente en UNED y UOC
El artículo pretende dar una visión general de algunas de las posiciones que adopta el educador social cuando transita en un medio coercitivo como es el de la prisión. La aproximación a los diferentes posicionamientos, entre la línea del control y la trasgresión, posibilitan un tipo de relación educador-educando que persigue la consecución del deseado vínculo educativo. Paso previo a todo ello, es necesario conocer en qué momento histórico aparece la figura profesional del educador social en este ámbito, como se normativizan y regularizan en el tiempo, sus funciones y qué competencias se le atribuye y se le exige en este espacio. Teniendo en cuenta algunos de los factores facilitadores e inhibidores que influyen en la acción educativa, se propone el vínculo educativo como exigencia para la apropiación de los contenidos culturales y saberes seleccionados de acuerdo al modelo de sociedad actual y se plantea la ética de la trasgresión, bajo la herramienta de la educación, como la auténtica posibilidad de transformación para el sujeto.
El encargo institucional de los centros penitenciarios en el estado español viene definido en el propio articulado de la Constitución. Establece el art. 25.2 CE “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas a la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzosos”
Este encargo, sin hacer referencia expresa a la figura del educador/a, remite a la finalidad educativa de las penas a pesar que reeducación y reinserción no constituyan las únicas finalidades legítimas de éstas. No obstante, autores como Petrus y Lucio-Villegas opinan que “esto implica una determinada visión de la política social que prima acciones más cercanas a la socialización que a la represión”. (s.f: 158)
En el mismo sentido actúa la Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP) 1/1979, de 26 de septiembre, en los artículos 1 del Título I y 59 del Título III que ratifican el sentido de la pena de acuerdo con la Constitución Española en los términos de reeducación y de reinserción (art. 1). Se reitera, además, este carácter cuando se hace referencia al tratamiento penitenciario (art. 59) puesto que se concibe como “el conjunto de actividades encaminadas a la reeducación y la reinserción social de los condenados, mediante la utilización de los métodos científicos adecuados.” (Garrido, 1983: 188)
En el articulado de la LOGP que recoge el tratamiento se incide, según Moran (2004), en cinco principios rectores: el carácter dinámico y continuo, los ya citados principios de individualización y de programación, la relación entre un diagnóstico de personalidad criminal con un juicio de pronóstico inicial y, finalmente, a la reiteración en la condición científica del estudio de ”la constitución, el temperamento, el carácter, las aptitudes, las actitudes del sujeto que se ha de tratar, y también del sistema dinámico-motivacional y del aspecto evolutivo de la personalidad” (art. 62 LOGP). La LOGP recoge la complejidad de los métodos y el trabajo en una sola dirección. Se atribuye la potestad de los métodos a los usos médico-biológicos, psiquiátricos, psicológicos, pedagógicos y sociales y se conserva esta visión en la reforma de la LOGP del 1995 y su posterior revisión en el 2003. La educación se reconoce en el en el capítulo X de la LOGP bajo el título “Instrucción y Educación” y se concibe como educación reglada o formal.
Como ya se ha dicho, el carácter resocializador no es exclusivo. Tal y como establece Fernández (2005:10) no es el único fin de la pena privativa de libertad “ya que la retención y custodia en la prisión así como el resto de fines punitivos también tienen su presencia“. Se constata este hecho durante la celebración, en marzo de 2006, del Congreso Penitenciario Internacional. Fruto de este Congreso nace la Declaración de Barcelona en la que se reafirma la finalidad resocializadora de la pena y se proclama que “es necesario potenciar la función de reeducación y de reinserción social haciéndola compatible con la función de vigilancia y custodia” (Generalitat de Catalunya, 2006:11)
En el ámbito internacional, las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos, adoptadas por el Primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente (1977) y las Normas Penitenciarias Europeas (2006), hacen referencia a la importancia de un programa de educación física, de deporte y de actividades recreativas.
Finalmente, la figura del educador/a social como profesional en los establecimientos penitenciarios tiene su aparición en el Reglamento Penitenciario (RD 190/196 de 9 de febrero) en el artículo 272 del RP que lo cita como uno de los posibles miembros de la Junta de Tratamiento y en el artículo 274 como miembro del equipo técnico. En los artículos 296-300 del RP se recogerán funciones específicas (art. 296), su posible colaboración con el profesor general de educación básica si la dirección del establecimiento lo considera oportuno (art. 297), la exclusión de las funciones de régimen interior mientras se desempeñen funciones socioeducativas (art. 298), la labor de información que debe realizar cada vez que un interno ingresa en prisión (art. 299) y la devolución de toda aquella información que recoge del interno a los funcionarios y a la figura unipersonal del Subdirector (art. 300).
A partir de su reconocimiento como figura profesional, el/la profesional de la educación social, que transita por los circuitos de la reinserción social, debe aprender a convivir con el objetivo de la custodia y la vigilancia en el ejercicio de sus funciones.
Tomando como referencia las funciones profesionales planteadas en los documentos profesionalizadores de ASEDES y de las Reflexiones Metodológicas de los Educadores Sociales de Centros Penitenciarios en la Atención Individualizada (2009)[1], se trata de encontrar lo específico de este cuerpo dentro de las responsabilidades generales educativas traducidas en acciones y actividades.
En un primer momento, es necesario entender cuáles son los contenidos de transmisión social en relación a las necesidades del otro. Esto supone la tarea de detectar los intereses del interno y saber cómo se combinan con las demandas sociales de inclusión. En los educadores sociales recae el firme compromiso del reciclaje y el estar atento para que los educandos logren apropiarse de los contenidos. Tales contenidos se encuentran en las propias normas de funcionamiento, en los módulos de convivencia por el que transita el interno, en la gama de actividades ofertadas, en la planificación personal del tiempo y en el acompañamiento del sujeto educando. En estas funciones entran en juego competencias y habilidades muy específicas de observación, reflexión y análisis por un lado y de escucha activa y comunicación por otro, con el fin de descubrir motivaciones, intereses y necesidades.
En segundo lugar, los educadores buscan la “consolidación de espacios y tiempos educativos” (ASEDES, 2007: 40) y la generación de redes sociales mediante acciones intencionadas. Estas actividades tienen lugar en espacios individualizados mediante la atención tutorial que se realiza en el interior del centro. En el exterior, se centran en las diferentes derivaciones a los servicios de la red comunitaria ya sean centros de atención a personas con problemas con drogodependencia, recursos de inserción, centros de tratamiento para personas con problemática relacionada con delitos de violencia, etc. En espacios grupales, son posibles gracias a la propuesta de las acciones que contienen los propios programas de intervención realizadas en el interior del centro penitenciario y, en el exterior, pueden darse en las diferentes salidas programadas, sean de tratamiento o bien motivacionales, que se realizan en los diferentes servicios, ofertas y recursos de la comunidad. Para las personas privadas de libertad, estas actividades grupales conllevan una elevada carga educativa puesto que se traducen en “acciones de acompañamiento en las que el educando se encuentra con contenidos culturales, otros sujetos o un lugar de valor social y educativo” (García Molina, en ASEDES, 2007:15) y que incentivan “la participación y el protagonismo activo de todos” (Caride, 2003:116). Los educadores sociales participan de su diseño, implementación y evaluación. Asimismo, estas acciones tienen implícitas la disposición de las competencias de planificación y gestión necesarias para diseñar un plan de acción. Esto es, determinar qué trabajar y cómo hacerlo: fijar unos objetivos, unas acciones que contemplen la innovación y la creatividad, unos tiempos y unas evaluaciones.
Conocer el contexto social de la institución penitenciaria y ubicarse en él no es solo una función que implica una competencia institucional sino que supone un imperativo para cualquier profesional que trabaje en el ámbito puesto que “cada institución es una configuración personal de hábitos y costumbres, de normativas y reglamentaciones, de carácter explícito e implícito, que hacen relativamente resistente a los cambios pero, a la vez, inmersa en ellos” (Núñez, 1999: 58-59 en Generalitat de Catalunya 2009:14). La institución ordena los límites y las posibilidades de las acciones socioeducativas, posee sus dinámicas explícitas e implícitas, dispone de sus leyes generales y reglamentos de funcionamiento interno pero también de unas tradiciones, no siempre visibles, que conforman el espacio y delimitan ritmos institucionales. Los educadores deben saber conjugarlos para poder resituarse frente al otro y ofrecerle nuevos espacios donde construir recorridos educativos.
Finalmente, el educador se encarga, junto con el equipo multidisciplinar, de informar al juez sobre el recorrido del interno en la institución y lo hace mediante una serie de propuestas ya sean de clasificación, primeros permisos, informes conductuales, progresiones y regresiones de grado, etc. Para el cumplimiento de estas funciones despliega todo un repertorio de competencias. Por un lado, el trabajo dentro del equipo multidisciplinar implica una capacidad de coordinación y una renuncia de algo del terreno personal por una propuesta grupal favorecedora de las necesidades del interno. Por otro lado, la gestión de la información y el buen uso de la documentación con la que se trabaja, la confidencialidad de los datos, la objetividad, etc. favorecedores de la necesaria competencia sobre la gestión de la información, entendida como la obtención, priorización y comunicación, oral y/o escrita, de los datos con los que trabaja.
Los educadores sociales que trabajan en esta tipología de centros privativos de libertad se encuentran frente a diferentes factores que le limitan su capacidad de acción educativa.
La temporalidad en las prácticas, es un primer factor a tener en cuenta, ya que es el sistema judicial quien dictamina las medidas y los tiempos. El educador actúa condicionado a éstos puesto que no puede controlar los tempus de la relación educativa. Además, no siempre el tiempo requerido para la relación educativa y la deseable aparición del vínculo “coincide con el tiempo institucional” (Boó i Martínez, 2012:13). Dicha temporalidad puede llegar a repercutir tanto en el educador como en el interno convirtiendo esta relación en algo poco claro, forzado e interrumpido.
El consentimiento y la voluntariedad por parte del sujeto constituyen otras de las limitaciones a las que se deben hacer frente. Los educadores a través de su saber utilizan sus herramientas pedagógicas y educativas con el fin de obtener dicho consentimiento y ayudar al interno a que se convierta en un sujeto de la educación. Así, es esencial recibir “la voluntariedad del sujeto de la educación para participar en el proceso educativo” (Silva, 2012:16) puesto que la persona que se posiciona en frente se ubica desde la privación de libertad y desde la obligación.
El exceso de burocratización constituye un nuevo muro obstaculizante puesto que el trabajo educativo “queda cada vez más supeditado a la aplicación de protocolos que estandarizan tanto las tareas de gestión diferencial de las poblaciones como su evaluación” (Núñez y Tizio, 2010:16). En base a esto, puede llegar a convertirse en un gestor social en el momento en que acaba tramitando e implementando diversos documentos institucionales. Esta situación provoca la subordinación de parte de su tiempo a dicha gestión en detrimento del acompañamiento y la atención a los educandos.
Finalmente, uno de los inhibidores más característicos es el síndrome de burn-out manifestado en forma de: “agotamiento emocional, sensación de no poder entregar más de sí mismo a los demás, desmotivación, reacción de cansancio excesivo (…), baja tolerancia a la frustración” (Sarrado y Fernández, citando a Guerrero, Poblete et al, 2012:142). El hecho de trabajar en un contexto donde impera una normativa rígida y un control continuo de los espacios puede ayudar a que este agotamiento aparezca derivado de situaciones molestas e incómodas que pueden proceder de la propia institución. En ocasiones, por la falta de reconocimiento y la desconfianza acerca de la eficacia de las acciones de tratamiento, otras veces por los miedos y reticencias que produce el mismo exterior. Ahora bien, estas limitaciones pueden reconvertirse en elementos favorecedores dependiendo de las competencias y/o capacidades que adoptan los educadores para hacerles frente y transformarlas.
El/la profesional de la educación social, mediante la relación educativa, trabaja con el objetivo de favorecer el pensamiento y el análisis sobre diferentes situaciones sociales fomentando la capacidad de concienciación de la realidad. Favorece la construcción de espacios de convivencia donde el interno le otorga su respeto y confianza. Tanto el/la educador/a como el interno llevan a cabo una acción educativa bidireccional donde las imposiciones no tienen cabida y donde se persigue la horizontalidad con el fin de promover una relación comunicativa. Visualiza al interno como sujeto de la educación, e identifica y trata de ahuyentar aquellos prejuicios o ideas preconcebidas que dificultan el desarrollo de la acción educativa. Así mismo, huye de procesos de moralización y orienta sus prácticas a partir de la individualidad mediante el sentido crítico ya que su trabajo “debe ser un instrumento para los que luchan, resisten y ya no soportan lo que existe” (Foucault, 1982:76).
Mediante el acompañamiento, es capaz de desarrollar la destreza de escuchar y llega a comprender la realidad del otro ya que “implica hacerse cercano y vulnerable a la persona que nos habla y a los problemas que le preocupan” (Madrid, 2005:377). En el momento en que el otro siente esta cercanía se impulsa un proceso de reconocimiento entre ambos, favoreciendo la creación de un espacio de confianza.
Las diferentes rutinas y hábitos que se imponen en prisión la convierten en un espacio totalizado y homogéneo que dictamina tareas al sujeto, impone recorridos sin valores y obliga a la propia institución a crear y ofrecer acciones pasa-tiempos para ocupar aquel tiempo que, en prisión, nunca pasa. Esta visión vinculada a la vigilancia y el control se opone radicalmente a la educación. Sin embargo, este es el punto de partida que va a tener que hacer frente y superar cualquier acción educativa que pretenda filtrarse por las grietas de los muros de prisión y que pretenda dar el salto de la toma de contacto a la apropiación y de la relación educativa al establecimiento de un vínculo.
A partir de allí, tres elementos entran en juego en cada acción: sujeto, educador/a y contenidos culturales.
Respecto al primero, el sujeto con el que trabaja el/la educador/a es un sujeto de recorridos sociales y de intereses que son un enigma. (Medel, 2005). El/la educador/a es responsable de detectar y captar ese interés con el objetivo de abrir nuevas vías socioeducativas. El interno “debe consentir o admitir una cierta violencia o coacción pedagógica (…) trabajar en contra de la naturaleza para inscribirse en la cultura de su época” (Gramsci, citado en Tizio 2005: 28) y “renunciar a ciertas cosas de placer, poder aplazarlo y aceptar desviarlo hacia fines socialmente aceptados o aceptables “ (García, 2003), dar el consentimiento a la oferta que le propone la institucióny, en función de este consentimiento, dirigir una demanda, teniendo en cuenta que para ello requiere de un tiempo y que este tiempo es individual.
En segundo lugar, el/la educador/a como mediador/a entre el sujeto y los contenidos educativos: conocimientos o recorridos sociales. Se encarga de transmitir el patrimonio cultural y de marcar ciertos límites. No pierde de vista que la relación con el interno nunca es de posesión y que el aprendizaje es voluntario y personal. Partiendo de esto, el interno puede empezar a apropiarse del tercer elemento: los bienes culturales traducidos en contenidos de la educación. Éstos ya están elegidos puesto que son los que la sociedad da por válidos y se consideran socialmente aceptados. El/la educador/a es el encargado de transmitirlos a través de la educación. Solo ésta permite el acceso de la persona a la cultura y posibilita puntos de encuentro. La contingencia de vínculo es el contacto con el saber, a través de la oferta de contenidos que realiza el/la educador/a. Es por ello que el vínculo no es solamente deseable sino que se convierte en una exigencia que posibilita “un tiempo nuevo, un tiempo otro: el de la libertad” (Núñez, citada en Tizio 2005: 39)
El/la educador/a social puede llegar a adoptar diferentes posiciones frente al otro durante el desarrollo de sus funciones, en función de las habilidades y competencias que haya adquirido durante su trayectoria profesional.
Las posiciones más importantes que adoptan los/las educadores/as sociales en espacios privativos de libertad quedan recogidas como:
POSICIÓN DE TUTOR |
Se transforma en el principal referente institucional del interno convirtiéndose en el interlocutor entre éste y la institución. Habilita espacios tutoriales favoreciendo el acompañamiento educativo a partir del reconocimiento del otro. Esta posición propicia la aparición de “una relación de escucha, soporte, consejo y ayuda mutua” (Planella, 2006:202) |
POSICIÓN DE CONTROL |
Resulta imperativo el hecho de establecer los límites necesarios para favorecer la buena convivencia en el centro. La posición de control induce a tener en cuenta la capacidad de observación, esto es, “saber percibir al otro, observar las conductas, notar cuándo hay una demanda de atención, descodificar los mensajes y remitirse a los hechos” (Sarrado y Fernández, citados en Planella 2006:110) |
POSICIÓN DE ACOGIDA |
En el momento en que un interno ingresa en el centro es esencial realizar su acogida, acompañándolo en la ubicación del nuevo contexto en el cual se encuentra e informándole respecto a los espacios por los que se moverá y los profesionales que formarán parte del proceso. Permite identificar al otro como persona cercana y no como agente de control |
POSICIÓN DE CANALIZACIÓN DE LAS DEMANDAS |
El/la educador/a se encuentra frente a diferentes requerimientos extrínsecos e intrínsecos derivados de las necesidades y características del interno. Estas demandas requieren de un conocimiento más profundo respecto la persona con la que se trabaja con el objetivo de atenderlas y canalizarlas. |
POSICIÓN MEDIADORA |
Aparecen diferentes tipos de mediación. Por un lado, la mediación entre iguales para la buena convivencia en el centro. Cuando se manifiesta una confrontación de intereses entre éstos es primordial la adquisición de pautas educativas que ayuden a resolver dichos conflictos. Por otro lado, la mediación entre el interno y la institución puesto que el interno ingresa en el centro contra su voluntad, sin que exista una demanda explícita. Se trabaja, entonces, a partir de “la inexistencia de demanda en sus encargos, es decir, articulan la intervención en la obligatoriedad” (Pié 2012:20). Esta posición mediadora favorece el acompañamiento durante su proceso de adaptación con el objetivo de adquirir herramientas que le ayuden a relacionarse y a saber convivir en un espacio de control. Finalmente, la mediación intrapersonal del interno puesto que cada historia de vida impacta en la forma de comportarse y actuar frente a la vida. El/la educador/a se apoya en una posición de escucha activa donde la palabra fluye para proporcionarle pautas alternativas a las vividas. |
POSICIÓN DINAMIZADORA |
Impulsa la transacción de elementos socioeducativos realizando una apuesta por la creatividad en el engranaje del diseño, creación y traspaso de los bienes culturales. Esta posición favorece que el interno constituya su tiempo institucional de manera productiva, formativa y educativa. |
POSICIÓN FORMATIVA |
El/la educador/a selecciona aquellos contenidos socioeducativos que considera necesarios y positivos para el interno, transfiriéndolos en los espacios no tan normalizados (comidas, momentos de ocio, desplazamientos entre otros) |
POSICIÓN EVALUADORA |
Mediante la recogida y valoración de información, la evaluación dota de coherencia, rigor y consistencia la acción educativa |
En definitiva, es importante que el/la educador/a social encuentre las posiciones adecuadas que posibiliten el reconocimiento del otro desde la singularidad como individuo con derechos a la vez que obligaciones.
La cualificación profesional del/la educador/a social en prisiones no proviene únicamente de su praxis, su competencia técnica y el seguimiento de unos principios normativos contemplados en el Código Deontológico sino que demanda de una eticidad “que sea capaz de impregnar la acción humana en busca de resultados cuyas consecuencias pongan a prueba la responsabilidad social de los profesionales” [2] (García, 2015)
En las instituciones cerradas la ética profesional puede entrar en contradicción con la ética social. El/la educador/a tiene la obligación de cumplir con aquellos encargos que devienen de la propia normativa de la institución ya que “su trabajo se realiza en un contexto social que necesita leyes, normas y códigos que regulen las relaciones entre individuos” (Ronda, 2011: 55). Pero ante una situación concreta en la que debe responder puede optar entre la afirmación o la negación, pues toda acción socioeducativa posee altos niveles de subjetividad. Es aquí donde se abre la brecha por la que puede circular la trasgresión versus el control. Una especie de superpoder del lado del/la educador/a. García (op.cit., 2015) afirma que “es éste, tal vez, un poder, pero sobretodo se trata de un deber porque las trasgresiones de hoy pueden resultar principios y leyes de mañana”. Lo que no se pone en duda es que el/la educador/a social debe responder siempre con eticidad.
Las diferentes posibilidades y demandas que afectan en el quehacer de los/las educadores/as sitúan a éstos/éstas en una posición contradictoria al tener que superar objetivos de tendencia contrapuesta como la eficiencia de la institución frente a la socialización de los educandos a partir de la consigna de la reinserción. Objetivos que tienen lugar en una sociedad que conduce al sujeto “a la normalización y al control social con la intención de etiquetar y ordenar a las personas en función de una escala de valores, méritos y acreditaciones sociales“ (Caride, 2003 :110) Se suma a ello “un sistema de reglas que ahoga la propia calidad de la relación” (Gleiber y Hege 1997), más éstas ordenan conductas y condicionan espacios y tiempos de una relación educativa de naturaleza artificial, que tiende a la desaparición y que ubica a un/a educador/a y educando en un terreno de desigualdad. El/la educador/a posee cierta libertad de decisión para situarse ante acciones concretas. Pero ¿se acepta por parte de la institución todas las decisiones? Sáez (2011) opina que parte de los conflictos éticos actuales proceden de este hecho concreto.
El ámbito educativo es un ámbito vivo, dinámico, complejo y multiforme que invita a la trasgresión. Una acción educativa es siempre una acción transformadora. Por el contrario, el espacio institucional de la prisión es rígido, poco flexible, inamovible, determinado, objetivable y controlado. Trasgresión versus control. Se propone practicar una ética en la que se trasgreda algo que forma parte del espacio de control y algo que forma parte del tiempo ofreciendo una posibilidad para que se cuele la educación. Sólo la educación posibilita una ética para trasgredir. Sólo la educación “adquiere relevancia, no como proceso de sumisión a la autoridad, sino como desocultamiento del poder que la autoridad del educador pretende ejercer sobre los educandos” (Rebellato, 1997:16)
No hay una receta para la ética pues ésta no es estática. Las acciones a ensayar para que esto suceda pasan por aquello particular de cada educador/a. Por el reconocimiento al otro y a su diversidad, por la singularidad de la relación educativa y el vínculo que ambas partes estén dispuestas a alcanzar y mantener, la predisposición a la abertura hacia aquello indeterminable, complejo e incierto, por considerar al otro y respetar necesidades y por ganar el tiempo perdiéndolo- “una visión un tanto roussoniana de la educación”. (Campillo y Sáez, 2012:20)
El/la educador/a “lleva consigo su mundo ético que debe ser capaz de conocer y explicitar” (Ronda, 2011: 56) y tiene la obligación de medir y diferenciar su punto de intervención, reconocer como se posiciona su ética y qué ideología hay detrás de ella. Además, como trabajador que presta un servicio público debe adquirir un compromiso deontológico con su práctica profesional y la obligación de reciclaje profesional. Está obligado a conocer las responsabilidades de sus decisiones y qué modelo de participación ciudadana promueve. En este sentido debe inventar, en los servicios educativos, espacios políticos aun sabiendo que estos espacios son de participación limitada puesto que los educandos tienen acotado el poder para tomar una decisión libremente, pero que obligue a cosechar “un cultivo de la reflexión individual y grupal”. (Pantoja, 2011: 73) Pasa, además, por más de un principio como el del cuidado y la solicitud en el sentido que el otro sea consciente de él mismo, el principio de la autonomía y, finalmente, el de la equidad, que contempla evitar prejuicios en las evaluaciones y requiere que cada cual tenga bien presente lo que para él es intolerable.
No hay otra alternativa: el/la educador/a o “asume, con todas las consecuencias, la implicación ética de su cometido, o se convierte en un instrumento, más o menos consciente, de poder que lo utiliza para la consecución de su propio proyecto de hombre y de sociedad”. (Cordero, 1986: 473, en Ruiz Corbella, sf: 3)
La ética de la trasgresión como posibilidad y la trasgresión mediante la educación como compromiso ético por parte del/la educador/a
Los/las educadores/as sociales parten de un contexto de trabajo específico en el que impera una normativa interna rígida con el fin de favorecer la buena convivencia del centro. Este factor desencadena que muchos de los espacios del centro se transformen en espacios de control y supervisión en el momento en que la actividad y los movimientos del interno son controlados y observados por los profesionales. Sin duda, este contexto privativo de libertad desencadena en el/la educador/a diferentes elementos inhibidores en el momento de desarrollar sus funciones que pueden afectar al establecimiento del vínculo educativo con el interno. Se halla frente a factores como la temporalidad, el consentimiento del interno, el exceso de burocratización en detrimento del acompañamiento educativo, el burn-out o estado de agotamiento emocional derivado de las coacciones institucionales. No obstante, estas mismas limitaciones pueden transformarse en elementos favorecedores si el/la educador/a social dispone de las competencias y habilidades necesarias para llegar a transformarlas y/o modificarlas.
Las diferentes posiciones que adopte el/la educador/a dependerá de su ética, de sus valores y de sus principios. Cada profesional dispone de unos valores y unos principios que encaminan su saber hacer y su saber estar. De hecho es primordial el conocimiento por parte del/la educador/a de la normativa institucional en la que encuadra sus prácticas, pero la manera de ejercer y transmitir educación vendrá representada por la ética que lo guía y orienta. Valores y principios que se actualizan y modifican y que, con el devenir del tiempo, llenan la mochila del profesional determinando la manera de posicionarse frente al otro. En este sentido se apuesta por una posición trasgresora ya que “toda institución tiene fisuras que permiten practicar la transgresión y, con esto, la educación” (Bretones, 2012:90). Es imprescindible que el/la educador/a social delibere sobre sus posiciones, sus actuaciones, sobre la manera como él/ella interpreta la práctica educativa dentro de este contexto. El acto de pararse y reflexionar sobre cómo se desarrollan las prácticas es esencial ya que posibilita al educador/a la adopción de una posición reflexiva y deliberativa sobre lo que hace y cómo lo hace. En definitiva, es necesario favorecer una posición la cual descubra a la persona que se ubica enfrente, huyendo de procesos de etiquetaje y clasificación que sitúa al otro en una posición de inferioridad ocasionándole un mero estado pasivo-receptivo, y obstaculizando, así, la emergencia del vínculo educativo.
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