Cooperativa L’Olivera
A veces pensamos en L’Olivera como en un autobús. Desde el año 1974 somos un grupo de personas que ensayamos una experiencia cooperativa en el mundo rural, en Vallbona de la Monges (Lleida), en la Catalunya de secano. Con esta referencia al autobús queremos indicar que somos un grupo de gente que sube y baja, diferente, en movimiento. Parte de estas personas tienen algún carácter que la sociedad ha denominado “subnormal, deficiencia, discapacidad psíquica, discapacidad intelectual…” La mayoría de los que formamos parte de la cooperativa somos también socios. Actualmente somos más de 40. En Vallbona nos movemos habitualmente un grupo de 30 y todos vivimos en la zona. Nos anima también un proyecto económico y productivo alternativo en nuestro entorno, basado en la elaboración de productos propios de calidad. Desde hace años producimos y distribuimos vino, aceite y olivas. El nombre de L’Olivera lo pusimos porque el olivo (“olivera” en catalán) es el árbol de esta tierra, al que le cuesta hacer fruto, pero que arraiga y se hace centenario.
Como cualquier movimiento colectivo, nos es difícil señalar una fecha de inicio. Solemos marcarla en septiembre de 1974, fecha en que un escolapio y tres chicas estudiantes de Barcelona decidieron instalarse en Vallbona de les Monges (“establecimiento en Vallbona del equipo experimental”). Podemos decir que detrás de esta decisión se esconden anhelos, intuiciones, ingenuidad y locura. La base de la experiencia es la vida comunitaria en el pueblo, compartiendo “en lo posible y en todo momento” la vida, el trabajo, los bienes y la dimensión espiritual; ejes que poco a poco se van discutiendo, aclarando y poniendo por escrito. La acogida de los visitantes también es una realidad que marca esta época y que siempre estará presente. Estamos en una época histórica de búsqueda personal y colectiva y de experiencias innovadoras.
También desde los inicios está presente la voluntad de integrar a personas con deficiencia psíquica. Para el grupo inicial, “acoger al deficiente es proclamar bien alto los valores originales de las personas. […] No vivimos de ellos, ni para ellos, sino que convivimos con ellos”. Se incide en ello declarando que “todos somos deficientes. Esta afirmación no es teórica” o con la voluntad firme de “comprender y aceptar que realmente todos somos deficientes”. La acogida quiere responder también a la cuestión que plantea su tutela cuando falten los padres y hacer un hueco, preferentemente, a las personas con dificultades familiares.
Ubicarse en el mundo rural también responde a las inquietudes del grupo y Vallbona de les Monges se perfila como el lugar en el mundo. En Vallbona se puede “experimentar un proyecto de vida más comunitario y opuesto a la deshumanización de las grandes ciudades”. El pueblo tiene una dimensión especial por la presencia del monasterio y hay un deseo expreso de vincularse a la realidad rural, a los habitantes de Vallbona, de ofrecer algún servicio y ser algún tipo de alternativa, en un tiempo en que la población todavía emigra a los centros urbanos y la agricultura es muy precaria: “Vallbona de les Monges. […] Trozo de tierra de la Catalunya pobre, en el extremos de la Segarra, las Garrigues y Urgell. Tierra de olivos y almendros y poca cosa más. Pueblo vacío que podríamos volver a llenar con un nuevo espíritu: compartiendo […] y socializando tierras para sobrevivir. La población nos ha acogido generosamente […] y nosotros desearíamos asimilarnos un poco a ellos […]. Esto supone un esfuerzo para vivir la vida local y campesina.”
La forma cooperativa se acepta desde el principio como la figura jurídica que mejor responde a todas las inquietudes, pero con las reservas que supone cualquier funcionamiento normativizado (“L’Olivera […], antes de ser una cooperativa y un centro de deficientes es una realidad más extensa”). La cooperativa estará formada por “todos los que trabajen en ella sin discriminación de coeficiente intelectual”.
La experiencia está marcada por las dificultades de convivencia, la tensión entre definir la propia identidad y la libertad deseada (“el número de residentes varía porque no hay ningún tipo de compromiso más que el que deriva de la responsabilidad”), las dificultades económicas y de organización del trabajo. Se habla de L’Olivera como de “vida en construcción”: “el proyecto […] consiste en construir una vida de comunidad viviéndola con deficientes y compartiéndola con la gente de una comarca pobre del campo. […] Se irá construyendo […] a medida que cada uno piense en la liberación común. […] Quien construye partiendo de la pobreza acepta una larga y amplia limitación y un camino lento porque donde no hay, se tiene que crear con el esfuerzo personal.”
La comunidad-cooperativa continúa el itinerario con una realidad cambiante, de gente, de estilos. La casa se va configurando con la gente que hay. La tensión entre aquello a lo que se aspira (los planteamientos, sueños, utopías) y la realidad inmediata es una constante. Josep Maria, el primero que se instaló en Vallbona con las chicas, murió en 1978. También hay altas y bajas sucesivas y el grupo que vive en Vallbona va variando. Sin embargo, siempre tenemos un grupo de amigos y conocidos fieles que nos dan apoyo.
Junto con estos movimientos, poco a poco se va estabilizando un grupo de personas con discapacidad psíquica que viene de diferentes entornos de Catalunya, algunos con situaciones familiares muy difíciles: Joan, Jordi, Ramon, Alfons y otros que van llegando. Se van habituando a la casa y forman parte de ella. La búsqueda de empleo, ocupación y actividades didácticas va siendo otra constante, desde el ideario que inspira al grupo.
Nuestra propia historia, con todas las visitas y estancias, hace que L’Olivera sea de todos y no sea de nadie (seguramente hoy podríamos decir lo mismo). A pesar de todo, este itinerario intenso, doloroso a veces, y lleno de historias particulares llega a un punto decisivo en 1982, cuando después de diversas situaciones críticas se decide replantear la vida común: se mantendrá la cooperativa pero ya no viviremos todos juntos, los “chicos” se quedarán en la casa y buscaremos maneras de transformar el proyecto inicial en una historia viable (socialmente, económicamente, humanamente) con el grupo que somos y el entorno en que nos situamos.
A partir de entonces empieza una etapa de buscar cierta estabilidad, fidelidad y resistencia. La gente va configurando horarios e intentamos garantizar retribuciones mínimas. Aguantamos el trabajo en el campo planteándonos alternativas económicas más sólidas cuando la agricultura es precaria. Poco a poco van llegando ideas y proyectos. Va pasando gente, ya que los requerimos para tareas distintas: el campo, la casa. Aprendemos que en el mundo rural, además de aguantar, tendremos que ser creativos, no podremos asumir la realidad como inevitable. Nos continúa moviendo el ánimo de encontrar alternativas viables.
A mediados de los ochenta, diferentes casualidades e intuiciones nos llevan a plantearnos hacer vino con marca propia y comercializarlo. La viña es un cultivo de la zona, pero con la baja demografía y las políticas agrarias de los años ochenta, va desapareciendo del paisaje. La propuesta del vino nos podría permitir a los socios vivir de nuestro trabajo y que cada uno trabajara en función de sus capacidades. De nuevo, muchos amigos nos animan y nos ayudan en esta nueva aventura. Algunos habitantes del pueblo sospechan de nuestro intento y se nos acusa de competencia desleal. El conflicto está servido ya que la cooperativa también hace vino. Nosotros entendemos que nuestro producto quiere ser diferente: producir un vino de calidad, que se venda a buen precio en el mercado (en un momento en el que el vino está bastantes desprestigiado –a finales de los ochenta). Esto tiene una clara vertiente económica: el valor añadido del producto se lo quedarían los mismos productores… (lo habíamos oído en tantas charlas y debates, que lo queríamos poner en práctica). Por otro lado, hacer un producto muy especial con un grupo de personas de ritmos y capacidades tan diversos se convierte en una manera de darle valor, de intentar demostrar hasta dónde somos capaces de llegar, más allá de trabajos monótonos y que en Vallbona no habrían resultado.
Dar importancia al trabajo que se empieza y hacer un producto relevante es una manera de elevar la autoestima de todo el grupo y de demostrar que en esta tierra árida es posible seguir imaginando una alternativa “colectiva y socializadora”. Iniciamos la aventura de los vinos y nos lanzamos; en 1989 sacamos al mercado las primeras botellas. Hacemos venir a gente a impartirnos cursos de viña y vino a todos los socios, algunos amigos del mundo del vino nos acompañan de cerca en la primera cosecha, y todos juntos vamos entrando en la lógica de ser productores, elaboradores y vendedores. La venta nos cuesta mucho, ya que, al principio, pesa más la ilusión y rápidamente nos damos cuenta de que tendremos que quemar coches para distribuir el vino, que precisamente no nos lo quitan de las manos. Llegan los años en que la lógica de consolidar un proyecto económico es prioritaria, con las dificultades que esto supone, a causa de nuestra fragilidad y los distintos frentes abiertos. Poco a poco hacemos un esfuerzo serio con la viña, el vino, invertimos en tecnología, formación, diseño. Todo esto nos suena extraño a menudo y lo asumimos como parte de la decisión que hemos tomado. No nos podemos quedar a medias, atemorizados. Ahora tenemos que ser fieles y creativos. Las personas con discapacidad también entran en esta lógica, van asumiendo el trabajo y sus exigencias. Cuando salimos en los periódicos, vamos al café del pueblo a enseñarlo a los vecinos que habían dudado. En el mundo rural aprendemos a hablar con el lenguaje de los hechos e intentamos dejar de lado los comentarios. Es un aprendizaje a menudo doloroso. Después de más de 10 años entrando en el mundo tan especial y a veces vistoso del vino y de los productos de calidad, los productos que fabricamos van encontrando su espacio en el mercado. Empezamos a respirar. El equipo humano se estabiliza. Llegamos a un presente con nuevos retos.
Cuando ya tenemos en marcha la movida del vino y se va confirmando que la apuesta se va situando, el equipo humano también va evolucionando. Algunos de nuestros trabajadores van envejeciendo, algunos, prematuramente. Es una situación nueva para nosotros. En el Centro Especial de Empleo (CEE) que formalizamos con el proyecto del vino, y donde hay siete trabajadores integrados (tenemos tres en régimen “transitorio”), las fuerzas van desfalleciendo, y el envejecimiento de los que llegaron jóvenes es evidente. De nuevo, la intensidad de las decisiones y la realidad nos hacen responder. Decidimos que la gente tenga derecho a quedarse en la casa, que aquellos que van envejeciendo puedan hacerlo en L’Olivera. Abrimos el Centro Ocupacional (CO) para ocho personas y nos planteamos construir un nuevo hogar-residencia que acoja a este nuevo grupo que se transforma: a los que envejecen y a la gente que va entrando nueva a trabajar, que son cada vez más, así como un nuevo espacio para la producción, ya que en las instalaciones antiguas ya no cabemos. Así, nos ponemos en marcha para diseñar una nueva casa, tras casi treinta años viviendo en la que estamos ahora. Volvemos a movernos para buscar complicidades en un proyecto que, al ser rural y minúsculo, no llama nada la atención de los responsables de las administraciones. Por suerte, el tiempo y el desplazamiento hasta Vallbona (¡ha costado 30 años!) hace que toda esta gente se dé cuenta de las características propias de la “aventura”. Si con la metáfora del autobús nos aproximábamos, la metáfora de Astérix y su poblado también hablaría bastante bien de nuestro intento de salir adelante, con todos los impedimentos que nos pone el “imperio”.
Decidimos construir la nueva residencia para 16 personas, con el mismo funcionamiento de la casa actual. Será la “casa grande”, donde también se encontrarán los espacios de la parte productiva, un comedor lo bastante grande como para comer mucha gente y una gran cocina. Otra vez, aquella acogida de la que se hablaba en los inicios, se integra de manera natural en el ritmo de la casa. Construir la casa nueva es un gran esfuerzo, la financiación es muy compleja y el diseño también. Por otro lado, después de unos años ajustándonos al máximo a la parte social, la “casa grande” supone un esfuerzo al darle centralidad. Vivimos siempre entre muchas aguas y esperamos no cansarnos de ello.
En estos últimos años se nos vuelven a abrir perspectivas productivas… ¡La vida no para nunca!
Ahora ya sabéis de dónde venimos. Dónde estamos, lo podemos resumir brevemente. Ya os hemos avanzando que continuamos funcionando como cooperativa. Celebramos reuniones mensuales con todos los socios para comunicarnos cómo funciona el grupo y tomar las decisiones importantes. Las personas con discapacidad tienen un seguimiento de grupo e individual. Una vez al año celebramos la Asamblea General, con padres y amigos. Estamos federados a la cooperativas de trabajo y dentro de la sectorial de iniciativa social (la nueva ley nos ha permitido encajar mejor nuestra realidad especial: ahora podemos hacer entender mejor qué quiere decir sin ánimo de lucro, puede haber socios no trabajadores, el papel de los voluntarios queda más claro, etc.). Somos más de 45 socios, 30 de los cuales nos movemos habitualmente en la cooperativa y 15 dan apoyo a nuestro trabajo desde la distancia. Las personas con deficiencias también son socias. Formamos un equipo de trabajo mixto, con hombres y mujeres y, en general, se trata de un trabajo estable. Las actividades que nos configuran e “integran” son: la producción, elaboración y distribución de vinos, aceite y olivas (el CEE); las actividades del CO (huerto biológico, elaboración de olivas, hipoterapia); y llevar la casa, que hace relativamente poco tiempo pasó de 10 a 16 plazas en régimen hogar-residencia. A veces vienen temporalmente voluntarios y, últimamente, han ido viniendo estudiantes del ámbito agrario o del social a estarse una temporada en la casa.
Un aspecto importante en este itinerario, y que ahora nos ayuda a afrontar las nuevas situaciones, es ir creando una “red de complicidades” amplia que nos alimenta de otras experiencias similares (en todo el mundo hay gente interesante, ¿no?), nos ayuda a relativizar la propia realidad y fortalece un grupo de amistades que ayuden a hacernos sentir parte de muchas iniciativas “en movimiento”. Desde nuestra propuesta no podemos hacernos los sordos ante las voces que en el mundo rural se levantan para reclamar justicia y otro papel de la agricultura; no podemos girar la cara a las experiencias que prueban proyectos similares por todo el mundo; intentamos tener una visión abierta y cómplice con aquellos que viven con la inquietud de cambiar el ritmo natural de las cosas. Coordinar un proyecto europeo entre 1999 y 2000 nos ayuda a conseguirlo. Esta red se extiende por Catalunya, Valencia, Madrid, País Vasco, Aragón, Portugal, Francia, Italia, Bélgica, Costa de Marfil, Senegal y Méjico. Paralelamente, se da la circunstancia de que a menudo nuestros clientes, procedentes de todas partes, se convierten en amigos de la casa.
Parece ser que el futuro se está dibujando y la consolidación de L’Olivera le abre puertas para reproducir un modelo similar al de otros contextos. Con la casa nueva en marcha estamos pensando en adaptar la vieja para acoger a grupos, turismo rural, etc. Queremos consolidar la producción de vinos y empezar a producir vinos tintos, elaborar nuestro propio aceite, mejorar en general los procesos productivos. A veces parece que “casi todo está por hacer”.
Nos anima este estado de sentirnos vivos y de no renunciar, junto con mucha gente, a querer un ”mundo donde quepan todos los mundos”. Que hablen los hechos. Y nosotros, mientras tanto, seguiremos trabajando con aquel ritmo lento del que os hablábamos.
(1) Las anotaciones entre comillas reproducen fragmentos de los escritos iniciales de L’Olivera y las cartas que enviábamos a las personas y familias vinculadas al proyecto.