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Juventud y emancipación. El rol de las y los educadores sociales. Una experiencia territorial en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina

Youth and emancipation. The role of social educators. A territorial experience in the City of Buenos Aires, Argentina

Autoría:

Luciana Chait, Doctoranda en Educación y Sociedad. Universitat de Barcelona

Resumen

Este artículo presenta una concepción de juventud a partir del abordaje teórico del concepto que aportan autores como Hannah Arendt, Pierre Bourdieu y Jens Qvortrup. Partiendo de esta re-significación del concepto de juventud, analiza ciertas características del rol de las y los educadores sociales, utilizando como lente la propuesta pedagógica de Paulo Freire. El trabajo de campo está situado en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina, y la población es un sector de la comunidad de habitantes de la Villa 31. El método incluye la investigación militante y la narración de la experiencia, ambas atravesadas por conceptos filosóficos que persiguen indagar en la reflexión para la transformación, desde un espacio de educación no formal.

Abstract

This article presents a conception of youth based on the theoretical approach of the concept contributed by authors such as Hannah Arendt, Pierre Bourdieu and Jens Qvortrup. Starting from this re-significance of the concept of youth, it analyzes certain characteristics of the role of social educators, using Paulo Freire’s pedagogical proposal as perspective. The field work is located in the City of Buenos Aires, Argentina, working with a sector of the community of inhabitants of Villa 31. The method is the militant research and the narration of the experience, both crossed by philosophical concepts that inquire about the reflection for the transformation, from a non-formal education space.

Introducción

En el presente artículo presento una experiencia de educación popular con niños y niñas de un barrio de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Para completar dicha experiencia, y con la lente  de las intelectuales que nos acompañan en este camino, como Hannah Arendt, Paulo Freire, Jans Qvortrup, y Pierre Bordieu, entre otras, trataré de reconstruir algunas de las responsabilidades del educador social y una construcción del sujeto juvenil en contexto de vulnerabilidad. Para esto, presentaré el entorno de dicha experiencia, trazaré las líneas generales del marco teórico, y relataré algunas experiencias narrativas que sirven a la reflexión sobre este rol, para concluir con una sugerencia respecto de la tarea de las y los educadores.

“Porque un puente, aunque se tenga el deseo de tenderlo y toda obra sea un puente hacia y desde algo, no es verdaderamente puente mientras los hombres no lo crucen. Un puente es un hombre cruzando un puente, che”. (Cortázar, 1973:13).

Contexto territorial – El Puente 5

El Puente 5 es una plataforma de la terminal de ómnibus de Retiro, la terminal más importante de la Ciudad de Buenos Aires. Ahí es donde todas las semanas las profesoras[1] de Aula Vereda[2] nos encontramos para entrar juntas al barrio.

Cuando decimos “barrio”, nos referimos a la Villa 31 y 31 bis, un asentamiento cuyas primeras viviendas se instalaron a comienzos de la década del 30, conocida en Argentina como la “Década Infame”, producto de la sucesión de golpes militares y del impacto de la crisis financiera internacional en América Latina. En ese momento, la que hoy conocemos como Villa 31 llevaba el nombre de “Villa Desocupación” (Villa 31, 2013).

Los primeros habitantes del barrio se instalaron en las cercanías del puerto, con el objetivo de encontrar trabajo en esa industria todavía activa. Más tarde, durante el primer gobierno de Perón, y con la instalación del ferrocarril, se dio un nuevo estallido demográfico en la zona.

La villa continuó y continúa creciendo hasta hoy, extendiéndose en el territorio, tiempo y espacio que ocupa. Está ubicada en un punto clave de la Ciudad, accesible desde las principales cabeceras de líneas ferroviarias, la estación de ómnibus de larga distancia, y decenas de colectivos que cruzan la Ciudad. Está a escasas cuadras de la zona bancaria, de la Casa de Gobierno, y de los barrios más adinerados de la Ciudad; entre Recoleta, Palermo y Puerto Madero. Encerrada entre las vías del ferrocarril y el Río de la Plata, por encima de la Villa, la autopista Illia cruza el cielo y la divide.

Accesible pero encerrada. La contradicción entre estas dos condiciones hace del puente un elemento clave en la historia del barrio. En palabras de Georg Simmel en su El individuo y la libertad. Ensayos de la Crítica de la Cultura: “Tanto práctica como lógicamente sería absurdo ligar lo que no estaba separado, más aún, lo que en algún sentido no sigue también permaneciendo separado” (Simmel, 1998:1). Y ahí están la villa y la resistencia a asumir lo separado como algo dado. La voluntad de los hombres y las mujeres de la historia por construir puentes, con la intención de conectar “lo distinto y separado”, tanto en el plano físico como simbólico. El puente conecta, según nos enseña Simmel, lo uno y lo otro, dos espacios finitos y delimitados como dos orillas de un río.

Todas las semanas, con las profes de Aula Vereda, cruzamos el Puente 5, aquel que lleva de la existencia a la resistencia, y llegamos al barrio “Carlos Mugica”, “Villa Esperanza” o “Villa Desocupación”, como es más conocida, la Villa 31.

El Puente 5 separa, dentro de la Ciudad de Buenos Aires, una ciudad de otra. De un lado, la ciudad con transporte, vivienda y tendido de luz, supervisada por organismos de control gubernamental que, aunque corrompidos, cumplen mínimamente con los estándares de seguridad que impiden derrumbes, incendios y emergencias irreparables. La ciudad “de este lado”, donde los comercios pagan impuestos municipales y la conexión de gas es subterránea y organizada por la empresa privada que adquirió la concesión durante el neoliberalismo. La ciudad institucionalizada, con escuelas, hospitales y calles con veredas. Con semáforos y sendas peatonales.

De otro, la ciudad del Puente 5, una ciudad espontánea, con cables de luz cruzando el cielo en direcciones insospechadas, con garrafas de gas y escaleras caracol por fuera de edificios que llegan hasta los seis pisos de altura. Con las vías del tren y el río como margen. En obra, siempre en construcción. Siempre creciendo en distintas direcciones.

La ciudad del otro lado del puente tiene una segunda lengua no reconocida por la Constitución Nacional Argentina ni por el sistema educativo: el guaraní, cuyo canto misterioso se escucha en las casas y en la feria. La presencia de la comunidad paraguaya se da en un porcentaje altísimo que, por la falta de datos censales, no se puede determinar con seguridad. También, en menor medida, se destaca la migración peruana, boliviana y del norte argentino.[3]

Las puertas, a diferencia de los puentes, separan lo finito y delimitado del interior de la casa y lo propio, del exterior, lo infinito. Aíslan la privacidad del hogar y lo conocido de la diversidad de posibles caminos, también construidos por hombres y mujeres. En palabras de Simmel:

“La puerta une de nuevo la unidad finita a la que hemos ligado un trozo diseñado para nosotros del espacio infinito con este último; con la puerta hacen frontera entre sí lo limitado y lo ilimitado, pero no en la muerta forma geométrica de un mero muro divisorio, sino como la posibilidad de constante relación de intercambio (…)” (Simmel, 1998:3).

La villa no tiene una puerta mayor, como tenían las ciudades amuralladas de la edad media. La villa tiene casas y tiene puertas. Las posibilidades de intercambio y de libertad no se dan para los vecinos y vecinas al cruzar el puente hacia la ciudad del otro lado, sino al cruzar la puerta de sus propias casas, en el encuentro con el otro. Las puertas de las casas de la villa suelen estar abiertas, y en esa apertura se permiten los hombres y las mujeres que las habitan “superar esa frontera, situarse más allá” (Simmel, 1998: 3). Así es como se construye la comunidad de la Villa 31, en libertad y en relación. En la colectivización de las problemáticas que los y las atraviesan. En la organización del barrio alrededor de sus propias instituciones no estatales, en las fiestas populares, en los comedores del barrio, en las piletas de lona que los vecinos instalan en las calles angostas para afrontar el sol del verano atraído por la chapa y el hormigón. En la villa hay puertas, y gracias a esas puertas las profes de Aula Vereda nos sentimos bienvenidas al intercambio generoso y a la construcción colectiva de un camino de organización.

Tras algunos años de trabajo de alfabetización, pudiendo contar los resultados de alfabetizandos egresados del proceso con los dedos de una mano, nuestra tarea en el barrio cambió de rumbo. Cruzar el puente de lo uno a lo otro también implicó conocer y entender una realidad subalterna y compleja. Al vernos llegar cada sábado con cuadernos, videos, cartulinas de colores y propuestas didácticas se empezaron a acercar los niños y niñas al espacio de alfabetización. De los 70.000 habitantes de la Villa 31, la gran mayoría son niños y niñas. Así fue cómo se redefinió nuestra tarea: mientras algunas alfabetizábamos, otras organizábamos juegos, y algunas ayudábamos con las tareas escolares a los niños y niñas que venían con su cuaderno y alguna duda.

El espacio educativo que construimos desde Aula Vereda es también una puerta. Tiene límites precisos que respetamos, respetándonos a nosotras como trabajadoras de la educación popular y a los niños y niñas del barrio. Es un espacio distinto a la escuela, aunque tiene mucho en común con ella. Sobre todo, porque asumimos en él la responsabilidad de tomar ciertos aspectos del mundo que consideramos interesantes y planificar de manera metódica una forma de “ponerlos sobre la mesa”. En palabras de Jorge Larrosa:

“Podríamos decir que, en el aula, el profesor pone su estudio sobre la mesa, es decir, de algún modo, lo muestra y lo hace público. Pero ese hacer público no es un dar algo ya preparado que el otro pueda recibir, sino una invitación o una convocatoria a la lectura y a la relectura de cada uno, esas que nadie puede ahorrarse” (Larrosa, 2019:114).

Consideramos que esa necesidad de conocer el mundo común es condición de necesidad para poder objetivarlo, entenderlo como creado y, por ende, plausible de ser transformado por los hombres y las mujeres que lo habitamos. Como nos enseñó Hannah Arendt:

“Es parte de la propia condición humana que cada generación crezca en un mundo viejo, de modo que prepararla para un mundo nuevo solo puede significar que se quiere quitar de las manos de los recién llegados su propia oportunidad ante lo nuevo” (Arendt, 2016:189).

En aquel mismo texto, Hannah Arendt nos introduce a un concepto que también toma Freire en la Pedagogía del Oprimido, el de “mundo común”. En sus palabras: “Con el pretexto de respetar la independencia del niño, se lo excluye del mundo de los mayores y se lo mantiene artificialmente en el suyo” (Arendt, 2016:195). El problema de esta premisa es pensar que existe realmente algo así como “un mundo de los niños” distinto al mundo. En esa distinción, se ubica a la educación como un proceso de participación simbólica, y no como un proceso real (Sirvent, 1998). Esa desconexión que se propone a los niños en un mundo creado no puede más que frustrar cualquier intento de construcción de conocimiento para el mundo real y compartido.

El “mundo común” de los habitantes de la Villa 31 es un mundo donde la desigualdad social se encuentra en carne viva: el de la precariedad de vivienda, la informalidad del trabajo, y la violencia institucional. Ese mundo común es el medio y la materia de estudio de nuestro proyecto pedagógico.

La juventud como fenómeno social

“Lewis Carroll escribió que el universo

consta de cosas que pueden ordenarse por clases,

y que una de estas es la clase de cosas imposibles.

Dio como ejemplo la clase de las cosas que pesan más de una tonelada

y que un niño es capaz de levantar.”

Borges (1998: 165)
Alicia es, en principio, un personaje de un cuento infantil. Jorge Luis Borges, en su prólogo de la edición completa de Alicia en el país de las maravillas nos dice que: “quien escribe para los niños corre el peligro de quedar contaminado de puerilidad. El autor se confunde con los oyentes” (Borges, 1998: 165). Esta visión instaurada socialmente de los niños y niñas como pueriles, indefensos o incapaces fue construida por la literatura y la historia, desde el feudalismo hasta la modernidad.

Distintos autores analizan este proceso de construcción de la infancia en sus dimensiones histórica y sociológica. No es un concepto fácil de definir porque, como nos enseña Jens Qvortrup en Nueve Tesis sobre la infancia como fenómeno social, que busca contraponer a la definición de niño/a aportada por la psicología otra que caracteriza el desarrollo del crecimiento a partir de conductas prefiguradas biológicamente hasta su inclusión en la sociedad. Qvortrup en su Tesis 4 señala que la niñez es una parte integrante de la sociedad y de la división del trabajo, y que por ende, es también considerada por el sistema capitalista como un engranaje más en la sociedad de consumo (Qvortrup, 1993).

Qvortrup, al analizar las medidas de ajuste aplicadas por el Fondo Monetario Internacional sobre los distintos países del denominado Tercer Mundo, concluye en que “los ajustes estructurales impiden, directa o indirectamente, la supervivencia de niños y niñas, la libertad de la infancia, el crecimiento económico, y limitan la atención de salud, nutrición adecuada, y urbanización equilibrada” (Qvortrup, 1993:201).

En la Argentina, la actual recesión económica, inflación descontrolada producto de la devaluación de la moneda y la especulación financiera, resultaron en una nueva llamada al Fondo Monetario Internacional, rememorando otros tiempos de nuestra historia. La receta del FMI resulta entonces conocida, y sus resultados ya visibles en el crecimiento de índices de pobreza y desocupación. Los niños y niñas no quedan por fuera del impacto de estas medidas, muy por el contrario, son los principales afectados, en palabras de Qvortrup, directa e indirectamente:

“La infancia, no solamente no está exenta de los embates del capitalismo, sino que ha sido históricamente una generación silenciada y sometida a las voluntades de los y las adultas. Niños y niñas de clase trabajadora están atravesados por una doble subsunción (de clase y generacional) que los pone en una situación de vulnerabilidad y exposición ante este tipo de retrocesos económicos, políticos y sociales.” (Chait & Shabel, 2018).

Durante los 90 del pasado siglo, Argentina incurrió en deudas con el Fondo Monetario Internacional. Según informes de UNICEF, la concentración de la riqueza y pérdida de los derechos laborales durante esos años produjo “una creciente desprotección de las familias, que erosionó sus capacidades para brindar condiciones básicas de desarrollo a niñas, niños y adolescentes” (Informe UNICEF y CEPAL, 2005).
 “Os señalo las tres transformaciones del espíritu: la del espíritu en camello, la del camello en león y la de león en niño.” Nietzsche (2018:13)
Pierre Bourdieu define a la juventud como “no más que una palabra” y al decir esto nos invita a pensarla como una construcción social y, como tal, plausible de ser relativizada y cuestionada a partir de los fines por los cuales fue definida (Quapper, 2015). La historia del sistema patriarcal, con la familia y la propiedad privada como base del social necesaria del sistema económico moderno (Engels, 2018) nos invita a pensar una niñez sumisa y dependiente de los mandatos patriarcales, al igual que el rol que se le otorga a la mujer en el mismo esquema de pensamiento.

Así es como las problemáticas de niños y niñas son subestimadas y consideradas como menos relevantes o dependientes de aquellas de los y las adultas. Este proceso es definido por algunos autores como “adultismo”. Según esta teoría, conceptualizada también por Max Weber, existen tres tipos de dominación legítima de los adultos sobre los niños y niñas: la forma de dominación legal-racional, la tradicional y la carismática (Weber, 2003). Estos tres tipos de dominación, que aplican como formas ideales en las que se construye la inferioridad de los niños respecto de los adultos en nuestro sistema económico, no se desprenden necesariamente de una definición filosófica de la niñez, sino más bien de una construcción política, necesaria para poder dar continuidad al sistema económico patriarcal.

Podríamos detallar cada una de esas formas de dominación que hacen a nuestras sociedades adultocéntricas a partir de diversos autores que tratan la problemática y distintas experiencias históricas de movimientos de niños y niñas, organizados para luchar contra este tipo de desigualdad, fruto del sistema capitalista. Sin embargo, basta con comprender que el concepto es una construcción social para saber que es por lo tanto como cualquier construcción humana: plausible de ser puesto sobre la mesa para su estudio y posible transformación. Basta saber que no siempre fue así, ni tiene por qué serlo. Es suficiente con leer a Nietzsche en la cita introductoria de este apartado para pensar la niñez, no como inferior a la adultez, sino como la fase más desarrollada del espíritu, por su capacidad de crear nuevos mundos. Alcanza con ver cómo es necesario repensar el rol de la niñez en los procesos de transformación social y ponerla en juego, arriesgarla. Si pensamos la niñez como esa débil e inacabada figura endeble dentro del tablero del mundo, arriesgarla sonará entonces como mala palabra. Si pensamos a los niños y niñas como hombres y mujeres responsables de compartir el mundo común, y hacerlo vivible hoy, arriesgarla se convierte en una necesidad.

El rol de las y los educadores

Pensar la niñez en clave política implica comprender ese sistema adultocéntrico en el que está inmersa, pero eso no significa que los adultos y adultas no cumplimos un rol en el proceso educativo de los niños y niñas. Paulo Freire en su obra analiza principalmente la tarea de las y los educadores populares en la alfabetización para adultos, sin embargo, su comprensión epistemológica y sobre todo su concepción ontológica del mundo son igual de aplicables al contexto de escolarización de niños y niñas. Sería facilista y erróneo resumir este apartado diciendo que las y los educadores tienen como objetivo principal educar. Sin embargo, Freire nos inserta en una encrucijada cuando dice que “Nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan entre sí, mediados por el mundo” (Freire, 2012, Cap. 2). Si nadie educa a nadie, entonces cuál es el rol de las y los educadores en el proceso educativo.

Freire entiende la educación como la mediación entre la palabra y el mundo. El rol de las educadoras no es dar esa palabra, sino hacer que el mundo hable y que los niños y niñas puedan decir su palabra de manera colectiva, hacer hablar al mundo. En este concepto hay mucho por analizar. ¿A qué nos referimos por “el mundo”? ¿De quién es la palabra?

El sistema educativo, y la escuela como dispositivo estatal, están pensados por quienes diseñan los planes de estudio para responder a ciertos imperativos del sistema económico político en el que están inmersos. Como detallamos en el apartado anterior, la escuela está hoy sujeta a la configuración de una sociedad desigual, meritocrática y privatizada; inclusive la escuela pública. Si pensamos el rol de las y los educadores como un engranaje más de esta máquina, nuestra tarea sería la de reproducir los mandatos para reproducir el mundo. Pero preferimos que no sea tal. Nuestro rol como educadoras no puede ser dar herramientas a los niños y niñas para usar el mundo que ya está dado. Debería ser ofrecerles el mundo para que ellos mismos le pongan palabras a las cosas, lo miren sin necesidad de usarlo, en principio, y lean su propia voluntad de transformarlo.

Para nosotras, profes de Aula Vereda, el rol de las y los educadores tiene un componente fundamental: el respeto. Respetamos el espacio-tiempo en el que nos encontramos con los niños y niñas, ese tiempo que le ganamos al mundo para pensarlo, y que, a diferencia de la educación formal, elegimos y eligen compartirlo con nosotras. Ese espacio que le ganamos a las casas apiladas para armar un espacio cultural y convertirlo en aula. Por eso, por ese respeto por los niños y niñas, respeto por el barrio y por el mundo, planificamos minuciosamente los detalles de nuestra actividad de cada día. Elegimos un aspecto bello del mundo para mirar, lo estudiamos nosotras primero en profundidad, bajo la premisa de que siempre: “para los niños y niñas de la clase trabajadora, queremos la mejor educación posible”. Nuestro rol como educadoras populares es el respeto y el estudio.

Muchas veces las profes de Aula Vereda visitamos a las docentes de la educación formal, en nuestro afán por acompañar a los niños y niñas del barrio en su proceso de escolarización, un proceso complejo por las dificultades económicas de las madres, sin tiempo de revisar tareas; la malnutrición producto del aumento de la carne y la leche; los kilómetros de barro que caminan todos los días para llegar a la escuela (porque en el barrio no hay escuela, pero eso es otra historia). En esas visitas a las docentes y las escuelas nos ponemos a disposición, esa es otra de las tareas. Ponerse a disposición implica escuchar atentamente cómo podemos aprovechar el tiempo extra que compartimos con los niños y niñas para complementar el espacio escolar. Repasamos los temarios, consultamos sobre las necesidades específicas y dificultades de cada niño.

María Elisa es la maestra de tercer grado de la Escuela Núm. 1 del Distrito 1º de la Ciudad de Buenos Aires, o como le dicen los alumnos: “La Castelli”, por la calle en la que está ubicada. En el 2017 era maestra de tres niñas y niños que participaban de las actividades de Aula Vereda: Aldo, Pepita y Luna. Cuando la visitamos, nos encontramos ambas partes muy dispuestas. Nosotras a acompañarla para darle apoyo en la alfabetización de los niños y niñas, ella a compartirnos lo que cada uno de ellos estaba viviendo en la escuela.

Cuando entramos al aula nos atendió inmediatamente, mientras el bullicio iba subiendo lenta pero sostenidamente de volumen, como quien gira la rueda de un parlante. En las aulas de la escuela pública de la Ciudad de Buenos Aires hay más de 30 niños y niñas, los y las docentes se encuentran solos en ese contexto. Conocer a los y las estudiantes, saber lo que les pasa, lo que escuchan y lo que piensan, si tienen hambre o sueño, y si aprendieron las tablas es una tarea titánica. Las docentes no cuentan con horas de planificación ni tiempo para revisar los trabajos de sus alumnos. En general, realizan doble turno para poder alcanzar un salario digno, y en el horario de almuerzo calientan platos de comida apilados en un microondas, cortan milanesas en pedacitos, y no es de sorprender que eleven un poco la voz para ordenar el griterío. Los decibeles suben en el comedor a niveles insospechados. Los días de las docentes de la Argentina son largos y agotadores. Y muchas veces el cansancio se mezcla con la insatisfacción de la inseguridad del trabajo que no pudieron hacer como “les hubiera gustado”, así como dice Silvio Rodríguez, en La maza, se mezcla un amasijo de cuerdas y tendones, un revoltijo de carne con madera.

Sin embargo, María Elisa nos contó en detalle cómo iba cada quien: que Luna “duda de sí misma y tiene problemas de visión, pero es muy buena alumna”; que Aldo “es excelente en matemática pero le cuesta mucho lengua y tiene errores de ortografía”; que Pepita “no presta atención, y que no puede enseñarle a multiplicar porque todavía no tiene claras las sumas de dos cifras”.

Nosotras complementamos la visión de María Elisa con algunos datos que conocemos porque compartimos con esos niños y niñas años en el barrio. Luna duda de sí misma, es cierto, cuando empezó a venir a las actividades tenía 5 años y no se animaba a entrar al aula. Le llevábamos una hoja y crayones para dibujar y una de nosotras se quedaba en la puerta con ella. Se reían de ella porque usaba unos anteojos muy gruesos y tiene un ojo desviado. Su madre tenía menos de 20 años y parecía su hermana mayor, durante mucho tiempo pensamos que lo era. Su madre era la que la burlaba por su problema de visión. Es cierto, le dijimos a María Elisa. Luna duda de sí misma.

Aldo es bueno en matemática pero le cuesta mucho lengua. Y no nos sorprende. Aldo creció con sus hermanas, Rocío y Camila, la más grande tenía 11 años cuando su madre decidió irse sin aviso a Chile. Son cuatro hermanos que vienen hace años a Aula Vereda: Rocío, Camila, Aldo y Milan (este último, su hermano menor que en ese momento tenía 4 años, parecía un bebé, y desde que lo conocemos le decimos “el bebé” hasta que aprendimos su nombre). El padre de los cuatro trabajaba largas horas para poder dar sustento a los niños, y ellos se pasaban todo el día en las calles del barrio y turnándose para faltar a la escuela y de mala gana para cuidad “al bebé”. El lenguaje que había aprendido Aldo era el que conocían sus hermanas. No hablaba con ningún adulto más que con nosotras, las educadoras del barrio y su maestra. Su padre llegaba muy cansado para conversar. Sí, a Aldo le cuesta mucho lengua. Así podríamos continuar.

Palabras finales

A partir de estas reflexiones y relatos de experiencia, concluyo con algunas palabras para orientar el debate respecto del rol de las y los educadores sociales. Podríamos afirmar que dicho rol integra la responsabilidad, el estudio y la disposición. La responsabilidad, que en palabras de Hannah Arendt implica hacerse cargo de que hay un mundo, y entregárselo a los nuevos. El estudio, que nos implica conociendo en profundidad la materia de estudio que nos decidimos a poner sobre la mesa. La disposición para colectivizar ciertas problemáticas que parecen privadas a través de la educación, de hacerlas políticas. La responsabilidad también acompañar a otras educadoras, como María Elisa, en la lucha de los y las docentes por un salario digno, y a la vez hacer de su tarea en la escuela algo necesario, y fuera de ella, un espacio vivible.

La tarea de las y los educadores populares es, a través de estas y otras reflexiones, la de contribuir en el camino por desalojar la pedagogía del opresor, y darle a los niños y niñas la posibilidad de decir su palabra y construir su propia visión del mundo.

 


Bibliografía

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Shabel, P., & Chait, L. (2017). La revolución pedagógica. Cuadernos Marxistas, 13, 37-44. [Enlace]

Villa 31, (2013). La historia reciente de un país. Obtenido de Para todos todo: [Enlace]


Para contactar:

Luciana Chait, Email: lucianachait@gmail.com


[1] Se utilizará el genérico femenino en el texto para referirse al equipo docente.

[2] Aula Vereda nació hace seis años, y hoy se concibe como un proyecto político pedagógico donde conviven propuestas de acompañamiento escolar para todas las edades dos veces a la semana, un espacio de recreación para niños, niñas y adolescentes, talleres de producción de fotografía, música, artes plásticas y artes escénicas. Con cerca de 40 profes y más de 50 niños y niñas que participan cuatro días a la semana.

[3] Se trata de corrientes migratorias internas de América Latina, que fueron producto de las dictaduras militares de los años 70 y 80, y de los procesos neoliberales que devastaron la región y empujaron a cientos de miles de familias a buscar trabajo y techo en nuestro país.