Xavier Orteu. Director Técnico de Insercoop SCCL. Miembro del Grupo de Investigación en Educación Social (GRES).
En los últimos años se ha dado un aumento de demanda de atención de personas con algún trastorno mental grave en los dispositivos sociales y educativos. En muchos de estos casos, las personas no vienen derivadas de centros especializados de atención a enfermos mentales, sino que vienen por su cuenta o derivados de otros dispositivos asistenciales y/o sociales. Sabemos de las dificultades y también de las resistencias que este hecho produce en la propia institución y en sus profesionales.
El problema en estos dispositivos se plantea en la medida en que se da una situación no prevista. Son centros que tienen muy poca tradición en atender a este tipo de sujetos. Más allá de las causas del aumento de los trastornos mentales, es urgente que el mundo educativo se interrogue sobre qué está removiendo este hecho. Analizar esta circunstancia para ver si estas resistencias responden a un conocimiento de las posibilidades y límites del servicio o a un obstáculo del propio educador.
Insercoop es un servicio educativo ubicado en Barcelona destinado a dar apoyo a las personas que buscan trabajo. En él atendemos a personas que presentan dificultades varias, que habitualmente se etiquetan bajo “problemas sociales” o lo que está más de moda: “personas en riesgo de exclusión”. Los motivos pueden ser variados, pero podemos afirmar que es posible el trabajo educativo en este ámbito en la medida en que entendemos que algunas de las causas de su situación pueden ser reversibles, que tienen que ver con un destino que puede ser otro, que no está prefijado.
Hace algunos años que vemos cómo se da un incremento de personas que sufren un trastorno mental y las dificultades con las que nos hemos encontrado son varias. Primeramente, hay que señalar que la información sobre la enfermedad mental llega de manera desordenada. No es una derivación desde un dispositivo de salud mental. La mayoría de las veces llega a nuestro conocimiento a través de las propias narraciones del sujeto: hace referencia directamente a su diagnóstico; habla de algún ingreso hospitalario; hace mención del seguimiento que puede estar recibiendo desde el Centro de Salud Mental; por la medicación que toma, etc. Los educadores, al utilizar los procesos habituales de incorporación en el dispositivo, en seguida se dan cuenta de que si bien estos sujetos pueden cumplir con los requisitos de acceso, dan muestras de algo que vamos a nombrar como un cierto desajuste. Lo que el educador capta, en realidad, es un desajuste entre el usuario ideal del programa y el sujeto concreto que tiene delante. Desajuste del que no se dispone de un nombre que no sea el de “enfermo mental”.
La consulta con el centro de salud de referencia nos permite conocer las posibilidades laborales de estas personas. A pesar de que en muchos casos sea pertinente ayudarle a encontrar empleo, una de las cuestiones que se nos plantea es es la duda de si desde el dispositivo en que nos encontramos podremos actuar con este “tipo de personas”. Esta duda se presenta en forma de desconfianza en relación con aquello que el sujeto dice: “dice que quiere”, “dice que ha hecho”, “dice que quiere hacer”… Esta desconfianza no tiene que ver con el hecho de creer que el sujeto nos está engañando, sino en el hecho de no confiar en que el sujeto pueda hacerse cargo de lo que dice.
Más adelante, en su circulación cotidiana por el dispositivo, nos vamos a encontrar con situaciones que presentan otras importantes dificultades. Tienen que ver con la formalización de la demanda y con la ubicación en el plano temporal. Dificultades en concretar la demanda y en sostenerla a través del tiempo. A la hora de articular propuestas de trabajo se puede tener la sensación de estar empezando permanentemente; lo que ayer era válido hoy puede no serlo y el motivo de este cambio nos es inaccesible. Este aspecto tiene efectos claros en la planificación del proceso educativo y en la ubicación en él tanto del sujeto como del educador. Uno de estos efectos más habituales es que el sujeto no responde de una manera “previsible”. Sus respuestas son confusas o contradictorias en relación con lo previsto, lo planificado. Nuestra insistencia no va a cambiar este hecho y finalmente se remueven nuestros miedos a que si intentamos forzar la situación se pueda provocar un brote.
Las dificultades que encontramos se atribuyen a la existencia de algo diferencial en la persona. Lo diferencial siempre tiene como referente un estándar de normalidad. Se trata pues de una diferencia respecto a las otras personas que se atienden y que se suponen “normales” para el servicio. Pero la diferencia que se constata en ningún caso se plantea como una dificultad a resolver, como una dificultad que compete al trabajo educativo, sino que se ubica como una diferencia que se debe respetar (Bauman: b, 2003).
Es por eso, que tratar a estas personas como un colectivo diferente, alivia nuestra incertidumbre. Se toma lo imprevisto como relativo a la enfermedad mental y no a la educación. Esto puede acabar funcionando como un sistema para anticipar la valoración que se hace del caso. Puede darse por supuesto que el sujeto no va a responder a las demandas del programa por el hecho de ser un enfermo mental. La dimisión de la función educativa es clara y se hace en nombre del respeto a la supuesta identidad de ser enfermo mental. Se presupone que cualquier persona asignada al colectivo de enfermos mentales no va a poder formalizar ni sostener su demanda.
En esta lógica, se puede acabar contemplando como una mejora la “estabilidad” o la “continuidad” en el programa de inserción en el que se encuentre inscrita, prescindiendo de su aprovechamiento. Ante lo problemático de explicitar y de sostener una demanda, al sujeto no le queda otra posibilidad de articulación en el dispositivo que no pase por aceptar el lugar de quien no dispone de una demanda propia. Se borra a la persona como sujeto susceptible de un trabajo educativo.
En definitiva, se puede acabar entendiendo como normal que bajo la coartada de una determinada diferencia personal, evitemos el trabajo educativo de construcción de ofertas que hagan posible la articulación en lo social, certificando institucionalmente una exclusión dentro de los propios dispositivos que deberían servir para la inclusión (Karsz, 2004). El estatuto del sujeto dentro del servicio puede quedar finalmente condicionado a aquellas circunstancias en las que los técnicos pueden ubicarlo en la dinámica institucional y sólo en esas situaciones (el extremo de esta posición será el “activismo”; desarrollar sólo aquellas actividades en las que el educador se sienta cómodo porqué sabe ubicar al sujeto en ellas, independientemente del valor educativo que tengan). En este sentido, como vemos, la enfermedad mental es un significante que puede utilizarse para dejar relegados en un segundo plano otros aspectos que también tiene que ver con las circunstancias del sujeto y con sus posibilidades de circulación social.
Podemos encontramos pues con unos profesionales atrapados entre el encargo de la institución -ayudar a encontrar empleo- y las dificultades para atender a unas determinadas personas con trastorno mental. Los efectos de esta situación pueden recaer sobre los sujetos en forma de inhabilitación como sujetos de la educación. Las incorporaciones en los dispositivos son incorporaciones en las que se borra el peso de los contenidos del programa y se pone el énfasis en “acompañar” al sujeto, en hacerle compañía.
Es importante entonces revisar el lugar que ocupa el educador en esta situación. En primer lugar, un breve apunte sobre el contexto social en el que desarrollamos nuestra práctica.
El encargo institucional en los dispositivos de inserción y de orientación profesional es ofrecer un lugar en el que se construya una identidad laboral acorde con los nuevos tiempos y exigencias. En realidad, podemos decir, que el reto educativo es ofrecer la posibilidad de ocupar un lugar en lo social articulado a partir de la inserción laboral. Pero, tal y como nos muestra nuestra propia práctica, esta promesa de futuro ha quedado desbordada por las circunstancias. El mercado laboral actual se caracteriza por la desregularización de todo el sistema de acceso, circulación y promoción (Bauman, 2003:a; Cohen, 2001). Los requisitos que anteriormente podían asegurar un lugar en lo laboral se desvanecen. La constitución de redes ha permitido al mismo tiempo multiplicar por mil las posibilidades de interconexión de las personas o reducir su circulación al mínimo exponente en aquellas situaciones en que uno queda atrapado en un nudo sin conexión posible. Los dispositivos sociales corremos el peligro de ser un nudo de estas características. Un nudo en el que se suple el vínculo con lo social en lugar de articularlo, un nudo que puede generar guetos.
La estrategia más común en estos dispositivos para articular una propuesta de actuación es la construcción de un plan de trabajo a partir de la realización de una valoración inicial. En esta valoración, lo habitual es recoger aquella información útil que da cuenta del desajuste entre el sujeto ideal y el sujeto particular frente al que nos encontramos. Este desajuste, en el caso del acceso al trabajo, se mide en términos de “empleabilidad” u “ocupabilidad” (Serrano, 2001; Hirtt, 2003). Terminología que pretende medir objetivamente el trabajo a realizar con el sujeto. Este tipo de evaluación, busca la construcción de un plan de trabajo que se desarrolle a partir de un solo objetivo: la integración social por lo económico. Cómo es lógico, los pasos a realizar para conseguirla se basan en aquellos aspectos que se han considerado deficitarios. No sorprende la semejanza entre este enfoque y el que se da en los diversos manuales de desarrollo personal al uso. En ambos casos -en los planes de trabajo y en los manuales- el punto de partida es la determinación o la orientación en función de metas. Un reflejo más de la mercantilización de lo social. Pero al señalar una meta, la particularidad del sujeto se borra en nombre de aquello que finalmente se supone que le debe dar valor: su rendimiento. Pero la sorpresa es que estas propuestas acaban reflejando las mismas lógicas que desde el terreno económico explican las lógicas de exclusión.
Este desencuentro entre aquello que nos proponemos y los efectos de nuestra práctica se atribuyen al propio sujeto. En la explicación que da el educador no hay ningún tipo de duda: la imposibilidad de una oferta educativa tiene su causa en las dificultades del propio sujeto. El educador selecciona en sus quejas aquellas que encuentran un nexo con la realidad en las que certificarse (Merieu, 2001) ; aquella realidad que encaja con su posición de “no se puede hacer nada”. Quejas que certifican que aquella persona a la que están atendiendo, no responde al sujeto ideal del programa. Ideal que tiene que ver con un sujeto que se hace cargo de su déficit y sostiene un plan de trabajo que de manera progresiva va reduciendo el desajuste con relación al mercado de trabajo y a lo social. Como la causa de este imposible es que el sujeto no se puede hacer cargo de su propia situación, se le considera un sujeto no responsable.
El educador sostiene esta posición a partir de dos certezas. En la primera acepta como único objetivo posible conseguir que el sujeto sea productivo. En ella, integración social e inserción laboral se confunden. En la segunda entiende que el sujeto no puede tomar sus propias elecciones. Por este motivo entiende que su función educativa es decirle al sujeto qué es lo que debe hacer: acompañarlo en sus decisiones. Atribuye como demanda del sujeto aquello que el profesional considera que son sus necesidades.
En este movimiento desaparece la necesaria disponibilidad o consentimiento al trabajo educativo del sujeto de la educación (Núñez, 1999). El valor de aquello que se le pide va a dejar de estar en la adquisición de unos determinados contenidos y va a pasar a estar en su conducta. Se va a valorar por encima de otros aspectos aquello que tenga que ver con la asistencia al dispositivo y con la actitud que adopte en él. Esto no es extraño en la medida en que entendemos que el lenguaje de la potencialidad, aquel que está midiendo el déficit del sujeto en relación con aquellas metas que debe conseguir, asocia aptitud y actitud (Sennett, 2003); en este discurso la conducta ocupa el lugar que debería ocupar el saber.
En definitiva, el resultado es que el educador hace una lectura de su encargo en la que entiende que su función es decirle al sujeto qué es aquello que debe hacer para ser productivo. En este tipo de planteamiento se niega la posibilidad de instaurar un trabajo educativo en la medida en que se niega la palabra al sujeto. Se niega en nombre de su rendimiento. Se niega la palabra que debería dar cuenta de cómo él se ve en esta situación de paro. Es el “malestar de la productividad” en el que tanto los sujetos como los educadores quedan inmersos. Los unos por no disponer de la oportunidad de ser nada más allá de aquello que tiene valor para el mercado y los otros por la incapacidad de apostar para que el sujeto pueda ocupar un lugar distinto al que parece estar predestinado.
Una vía para acceder a alternativas va a ser no ubicar en el sujeto las dificultades que el profesional tiene en su práctica. Esto puede permitir que el educador se interrogue sobre el caso desde otra posición. Ahora bien, esta operación tiene un coste: mantener un cierto interrogante con relación al sujeto. En general, esto supone una cierta incomodidad ya que no podemos anticipar una lógica del caso. Afirmar la existencia de esta incógnita que es el sujeto con relación al futuro, hace referencia a la propia ética del educador. El educador debe saber que al dejar abierto un futuro incierto para el sujeto puede tener la sensación de no saber cuál es su lugar. Enfrentándose a la propia incertidumbre de su tarea que es una incertidumbre en relación con el sujeto (qué es aquello que lo mueve) y una incertidumbre en relación con la oferta educativa (qué es aquello que puede dar otro valor, que le permite ocupar otro lugar).
Para concluir, pues, podemos decir que a partir de la constatación de ciertas advertencias con relación a la incidencia de la enfermedad mental en el sujeto, hay dos posiciones posibles del educador ante las dificultades que presenta su práctica. La revisión de estas dos alternativas nos abre a la reflexión sobre nuestra ética profesional en la medida en que vemos cómo cada una de estas dos opciones en realidad no nos están hablando de diferentes estrategias con relación a los sujetos, sino que nos indican dos posiciones del educador ante su práctica. Una primera posición es la de “no se puede hacer nada”. En ella el educador cierra las posibilidades de actuación y lo justifica en muchos de los casos por las características de los sujetos, por las condiciones del servicio, por la falta de recursos, etc., es decir, a través de la queja. Y una segunda posición que es la de “no sé qué hacer”. En ella el educador puede interrogarse sobre qué hacer, qué puede hacer ante la situación con la que se encuentra. En esta posición, evidentemente, deberá asumir el riesgo de que aquello que se propone puede ser que no lo consiga. Pero esta posición, sin duda, apunta a una cierta apuesta a este nivel.
Para evitar la posición de queja, la formulación del problema debe plantearse con relación a cómo cada sujeto se enfrenta a su situación de estar en paro. Cada uno está en paro de manera diferente, en función de sus particularidades y la enfermedad mental no resuelve este punto. En este sentido Campanella en la película Luna de Avellaneda (2004) nos muestra cómo la alternativa a lo incierto en el devenir del sujeto que ha supuesto la mercantilización de todos los espacios sociales, puede construirse a partir del momento en que el sujeto es capaz de tomar la palabra en nombre propio y explicarse, “leerse” en el propio contexto. Si bien esto no cambia el escenario, sí que transforma el papel del sujeto en él. El educador debe tener en cuenta que justamente la diferencia entre el sujeto ideal y el sujeto particular es la que se niega en los programas que actúan bajo la lógica del discurso único, los que borran la particularidad en nombre de un resultado final que puntúa en términos de rendimiento o productividad. Planteamiento que hace obstáculo para el trabajo educativo.
La propuesta entonces no puede ser otra: dar la oportunidad a que el sujeto, enfermo mental o no, tome la palabra en nombre propio. Pero para que sea posible habrá que saber cómo responder al discurso “desbordante” que puede tener el sujeto. El educador deberá poder contener este discurso para que pueda emerger el sujeto de la educación, aquel sujeto que se hace cargo. Contrariamente a lo que podríamos creer, no se contiene al sujeto, sino que es el propio profesional el que debe contenerse ante el sujeto. Este es uno de los límites de nuestra función. El educador debe contenerse de no quedar enganchado a este discurso, para poder apuntar otra cosa. Para mantener aquello que tiene que ver con lo que el sujeto puede desear. Es justamente gracias a este límite por el que es posible pensar en una práctica educativa con enfermos mentales. Es el propio límite que nos ponemos como agentes educativos el que permite trabajar con la demanda del sujeto y con su responsabilidad en lugar de hacerlo con la enfermedad mental. En definitiva esto es lo que llamamos apuesta educativa. Apuesta que no puede hacerse desde la certeza del “no se puede hacer nada”, ni desde el desconocimiento de los efectos que en los individuos puede tener la enfermedad mental.
Se trata de una apuesta que puede darse porque se respeta al sujeto de la educación como incógnita (Núnez, 1999). Una incógnita a la que no responder a través de la enfermedad. El tema pues, no será sólo la existencia de unos determinados aspectos particulares relativos a la enfermedad mental, sino qué lugar se les da. La apuesta en definitiva tiene que ver con el lugar que toma el educador ante el sujeto.
Un señor que atendimos hace varios meses, demandó que le ayudáramos a encontrar un trabajo de fotógrafo. Hicimos un itinerario en el que concretamos objetivos y tareas a desarrollar. En cada revisión del plan se constataba que iba cambiando de manera frecuente de objetivo laboral, sin tener en cuenta el plan de actuación que habíamos pactado. Daba otra orientación a la inicialmente pactada, iba cambiando de manera cíclica. Ante esto, cuando le comentamos el tema, el único efecto fue escucharnos y finalmente nos respondió “quiero encontrar trabajo de fotógrafo”.
Esta secuencia se repitió varias veces a lo largo de un cierto periodo de tiempo. La revisión del caso nos permitió pensar en nuestra oferta de otra manera. Hasta el momento la preocupación se centraba en buscar ofertas de trabajo de fotógrafo, hacer un currículum vitae adaptado a esas ofertas, preparar las entrevistas… y el resultado fue que parte importante del tiempo nos lo pasábamos “persiguiendo” al sujeto.
Nos planteamos buscar la manera de ofertar un lugar en el que no se diera esta reiteración. Había que pensar, pues, un lugar más allá de las demandas cambiantes para que esta persona pudiera disponer de oportunidades de “aprender”, de adquirir nuevos conocimientos. Es decir, ofrecer la posibilidad de venir a Insercoop con la demanda de encontrar un lugar de trabajo, aunque esta demanda fuera cambiando.
Cualquier educador que trabaja en el campo de la inserción laboral, sabe que el primer aspecto a clarificar es el objetivo laboral que se persigue. En este sentido, es fácil entender la complejidad de una propuesta de estas características. El esfuerzo del equipo tuvo que dirigirse a estar menos “atentos” a los cambios de objetivo laboral del sujeto y por lo tanto a los motivos que los causaban y prestar más atención a la oferta que le hacíamos y a las posibles articulaciones que podían darse. Esto se tradujo en ofertar la participación en los diferentes talleres y recoger a posteriori la significación particular que le otorgaba a lo allí trabajado.
Sin negar aquello de su subjetividad que emerge como una dificultad, en este caso: los cambios continuos de objetivo; pudimos atender a otras posibilidades en las que puntualmente este sujeto tenía cabida: participar en diferentes espacios y sacar sus propias conclusiones. Cabe decir, que esta persona empezó a circular por los diferentes espacios institucionales de manera cada vez más fluida. Además ha encontrado otros trabajos, aunque no el de fotógrafo, que sigue buscando.