José Manuel Gutiérrez Bastida, Ingurugela – Centro de Educación e Investigación Didáctico Ambiental de la Comunidad Autónoma del País Vasco
La crisis civilizatoria que afecta al planeta, que incluso ha propiciado un cambio de era geológica al Antropoceno, nos dirige hacia el colapso. Las razones profundas de dicha problemática están enraizadas en una visión antropocéntrica del mundo.
Este trabajo caracteriza el antropocentrismo como causa de la crisis y apunta a una nueva ética ecosocial considerada clave para transitar en dirección a un porvenir ecológicamente equilibrado y socialmente justo. Una ética apoyada en los principios de ecodependencia e interdependencia de la existencia del ser humano que guie la superación de los problemas ecosociales del siglo XXI y el tránsito hacia otro futuro posible.
Esta transformación ecosocial será construida por personas educadas ecosocialmente, formadas en una ecociudadanía que permita, saliendo de su círculo de comodidad, poner las bases socio-políticas de una nueva sociedad más justa y bien relacionada con la naturaleza. Seres humanos satisfechos en este proceso de construcción.
The crisis of the civilization, which affects the planet has even promoted the change of the name of the geological era to Anthropocene. This crisis is leading us towards collapse. The profound reasons for this problem are rooted in an anthropocentric view of the world.
This paper characterizes anthropocentrism as the cause of the crisis and points to a new eco-social ethic that is considered key to turn towards an ecologically balanced and socially fair future.
It is an ethic based on the principles of eco-dependence and interdependence of human existence, that guides the overcome the eco-social problems of the 21st century and the transition to another possible future.
This ecosocial transformation will be built by eco-socially educated people, people skilled in an eco-citizenship that allows them, leaving their circle of comfort, to lay the socio-political foundations of a new fairer society well connected with nature Satisfied human beings in this process of construction.
Cualquier sistema que montéis sin nosotros / será derribado. / Ya os avisamos antes / y nada de lo que construisteis ha perdurado.
Cualquier sistema, de Leonard Cohen
El año de la reunión más famosa sobre medio ambiente, la Cumbre de la Tierra de Rio de Janeiro, 1992, fue también testigo de la Advertencia de los Científicos del Mundo a la Humanidad. Más de 1.700 miembros independientes del estamento científico, entre los que destacaban un centenar de Premios Nobel en Ciencias, redactaron un documento donde reclamaban la necesidad de poner freno a la destrucción ecológica y avisaban que “sería necesario un gran cambio en nuestra forma de cuidar la Tierra y la vida sobre ella, si quería evitarse una enorme miseria humana…” (UCS, 1992:21). Incluso apuntaban:
Se requiere una nueva ética, una nueva actitud hacia el cumplimiento de nuestra responsabilidad de cuidarnos a nosotros mismos y a la Tierra. (…) Esta ética debe motivar un gran movimiento, convencer a los líderes reacios, a los gobiernos reacios y a las personas reacias a efectuar los cambios necesarios. (UCS, 1992:1)
En marzo de 2009, en Ginebra, Ban Ki-Moon, secretario general de Naciones Unidas en aquel tiempo, ante 1.500 especialistas del cambio climático, señaló: “Tenemos el pie atorado en el acelerador y vamos hacia el abismo” (La aceleración del cambio climático, 2009). La expresión tiene implicaciones multidimensionales. Por una parte, la imagen de un pie en un acelerador nos lleva al ejercicio de conducción de un coche, uno de los emblemas más sólidos de la actual sociedad de consumo. Por otra, nos hace conscientes de que estamos inmersos en una vorágine de la que no podemos salir, en la que estamos atorados, en la que giramos sin tener opción a escapar del torbellino consumista. Y, finalmente, nos coloca al borde del abismo, ante una situación que nos acerca irremediablemente al colapso.
En diciembre de 2017, en el 25º aniversario de la Advertencia de 1992, 15.364 científicas y científicos de 184 países evaluaron la respuesta humana a dicho documento, concluyendo que:
“Desde 1992, con la excepción de que se ha estabilizado la capa de ozono, la humanidad no solo ha fracasado en abordar los principales desafíos ambientales enunciados sino que, de forma alarmante, en la mayoría de ellos estamos mucho peor que entonces” (Ripple et al., 2017:1.026).
Para este colectivo experto,
“la humanidad debe poner en práctica una forma de vida más sostenible ambientalmente que la actual (…) Pronto será demasiado tarde para cambiar el rumbo de la actual trayectoria que nos lleva al fracaso: nos estamos quedando sin tiempo” (Ripple et al., 2017:1.028).
Estos testimonios revelan que el modo de vida noroccidental presente nos absorbe de forma compulsiva y nos dirige al colapso de la civilización actual. Un modelo civilizatorio sostenido por una manera de entender nuestra relación con la biosfera, con otros seres vivos e, incluso, con otros seres humanos: el antropocentrismo.
El protagonismo de esta perspectiva en la crisis global incluso ha dado nombre a una nueva era geológica: el Antropoceno (Crutzen y Stoermer, 2000). Un período caracterizado por ser el primero en que las evidencias, residuos y consecuencias de la actividad humana dejan huella en los estratos geológicos (Fernández Durán, 2011). El aumento de CO2 atmosférico, las alteraciones en los porcentajes de isótopos radioactivos del carbono, los residuos de explosiones nucleares, etc. junto con los cambios en los usos del suelo, los residuos de la actividad industrial pesada, la acumulación de microplásticos, etc. caracterizan los nuevos sedimentos.
El Antropocentrismo es la nueva cosmovisión de la Edad Moderna. Opuesta al teocentrismo medieval precedente, reclama la superioridad absoluta de la especie Homo sapiens y su dominio sobre la naturaleza. Esto es, rechaza el carácter moral de las relaciones entre los humanos y el resto de los seres vivos (Marcos, 2001).
El antropocentrismo asigna valor a los elementos de la biosfera, pero lo reduce a su capacidad de respuesta a las necesidades humanas, es decir, a su valor monetario. Tan es así, que esta perspectiva adoptó desde sus primeros momentos un modelo económico que le avalase, el capitalismo. Un sistema asentado en la propiedad privada de los medios de producción, en la representación del capital como generador de riqueza y en la participación social en la riqueza a través del mercado. Para obtener beneficios económicos, se aprovechan los bienes comunes —recursos naturales, según este enfoque—. Y cuando esa actividad genera problemas ecológicos, léase desertificación, sobreexplotación minera o maderera, pérdida de biodiversidad, sobrepesca, degradación del suelo, contaminación, cambio climático… el capitalismo confía en las soluciones tecnológicas, presentes o futuras.
Sin embargo, más allá de la base económica, la naciente burguesía de la Modernidad requería otro fundamento de poder, de carácter más social, que justificase y legitimase su nueva manera de actuar. Se asienta así un pacto social renovado: el heteropatriarcado moderno. Una declaración e institucionalización de la autoridad masculina sobre el género femenino y los sucesores dentro de la familia y, por extensión, sobre todas las mujeres en la propia sociedad. Un predominio absoluto del hombre en la esfera pública, instituciones y gobierno.
Las consecuencias de esta convención se traducen en la absorción de la fuerza productiva y de la capacidad reproductora de la mujer, así como la opresión y la violencia de género, individual y colectiva.
El capitalismo y el heteropatriarcado moderno forman acciones sinérgicas desde sus inicios; en este sentido, Lener (1990) considera el establecimiento de la propiedad privada, del estado y del patriarcado como transformaciones económicas y simbólicas concurrentes que se refuerzan mutuamente. Esos preceptos conforman una nueva ideología política, el liberalismo. Pensamiento al que, en el siglo XVII, da cuerpo el filósofo inglés Locke fundamentando “los tres derechos naturales”: vida, libertad y propiedad privada.
En la segunda década del siglo XXI, los análisis más recientes caracterizan el antropocentrismo por:
En 2011, la mitad de los bosques originales del planeta había desaparecido, más de 4.000 especies estaban en peligro de extinción, las plantaciones de palma para obtener aceite habían reducido a 7.000 los ejemplares de orangutanes y a 50 los rinocerontes de Java, el nivel de los océanos había subido 3 mm desde 1993, los casquetes polares tenían bastante menos superficie que cuando comenzaron sus estudios en 1979, etc. (Nathan, 2013). Por su parte, el Banco Mundial (2015) afirma que 1.000 millones de personas (una de cada siete) subsisten con menos de 1,25 dólares al día, 2.500 millones de personas (una de cada tres) no tiene acceso a cuentas bancarias, 1.400 millones de personas no tienen posibilidad de conexión eléctrica. Según el Programa Mundial de Alimentos (PMA, 2017), cerca de 795 millones de personas (una de cada diez) no tienen suficientes alimentos para una vida saludable y activa; la gran mayoría vive en países en desarrollo, donde el 13 % de la población muestra desnutrición y una de cada seis criaturas –unas 100 millones– tiene un peso inferior al normal. Además, se suman dos datos sangrantes (PMA, 2017): a) si las mujeres agricultoras tuvieran el mismo acceso a los recursos que los hombres, el hambre en el mundo podría reducirse hasta en 150 millones, b) el 0,7 % de la población mundial (34 millones de personas) acumula el 45,2 % de la riqueza mundial. Todo esto cuando, Crédit Suisse (2015) manifiesta que el 71 % (3 386 millones de personas) solo “gozan” del 3 % de la riqueza mundial.
El papa Francisco (2015:108) nos recuerda en su encíclica Laudato Si: “Todo está íntimamente relacionado (…) no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental”. Una crisis que convive en un contexto de “doctrina del shock”, el conjunto de procesos que durante las cuatro últimas décadas los grandes poderes económicos y agentes afines han alimentado y “explotado sistemáticamente para imponer políticas que enriquecen a una reducida élite: suprimiendo regulaciones, recortando el gasto social y forzando a privatizaciones a gran escala del sector público” (Klein, 2015:21).
La original crisis ecológica ha devenido en la crisis de la civilización, en un desequilibrio de los principios que fundamentan una manera de actuar y de entender nuestro “ser en el mundo” y nuestra relación con los demás seres, humanos y no humanos. En definitiva, el colapso es civilizatorio, la crisis es civilizatoria, una emergencia planetaria que nos aboca a un colapso ecológico y social inminente. Un desplome ecosocial que no resultará de la noche a la mañana. Nadie en el surtidor nos dirá: «No hay gasolina, ha llegado el colapso». En el Antropoceno, observamos el decrecimiento progresivo de elementos y materiales de uso cotidiano y de energía fósil. El cambio llegará queramos o no.
La crisis civilizatoria es una situación de emergencia planetaria (Bybee, 1991), congruentemente, es urgente actuar. Pero, ¿en qué sentido? Las tradicionales éticas antropocéntricas (utilitarismo, ética de la Tierra, el principio de responsabilidad o las éticas humanísticas católicas) perpetúan el antropocentrismo, causa profunda de la crisis. Por su parte, las éticas ambientalistas (biocentrismo, ecocentrismo o ética planetaria) ponen el foco en el valor moral de los seres vivos sin atender al origen de la crisis, ni cuestionar el modelo socio-económico (Gutiérrez Bastida, 2018).
Los efectos de la problemática ecosocial y la situación de urgencia exigen atender a la raíz de la crisis y, por tanto a:
Muchas referencias importantes trabajan en este sentido. Para Morin, en una sociedad, más complejidad conlleva mayor diversidad, mayor autonomía, mayor libertad y mayor riesgo de dispersión, de tal manera que la solidaridad, la amistad y el amor se convierten en los cimientos vitales de la complejidad humana. Según este filósofo, la “conciencia cívica terrenal” obliga a pensar en la humanidad como un destino planetario, una conciencia común a todas las personas, desprendida y solidaria que nos interconecta y que es parte indisociable de la biosfera (Morin, 2006). Otras referencias como puedan ser Williams (1977, 2010), Commoner (1971), Joan Kelly (1977), Deléage (1993), Gorz (2008, 2012), Bahro (1984), Maria Mies y Vandana Shiva (1997) hacen sus aportes desde la ecología social y la ecología política. Y también referencias más cercanas como Sacristán (1987, 2004), Martínez Alier (2002), Naredo (2006), Fernández Buey (2004), Riechmann (2012, 2018), Amaia Pérez Orozco (2015) o Yayo Herrero (2017).
La construcción de la ética ecosocial se apoya sobre dos pilares o principios, aportados por el ecofeminismo, tan evidentes como insoslayables: el ser humano es interdependiente y ecodependiente.
La idea del humano como ser fundamentalmente ecodependiente, nos recuerda que es vida, que es naturaleza, reafirma el valor del contexto natural para su desarrollo vital (alimento y agua, energía, aire, minerales, cobijo y abrigo, disfrute…) y evoca la noción de una comunidad de intereses entre seres vivos dirigida al mantenimiento de la vida. Este principio nos advierte que nuestra presencia en el planeta es de impacto cero, ya que necesitamos cubrir unos requisitos mínimos para vivir. Pero, a su vez, reconoce la vida como valor inherente en la biosfera y la necesidad de articular y ajustar nuestra ecodependencia y nuestra actividad dentro de las leyes de la biosfera y de la sostenibilidad de la trama de la vida.
Por otra parte, el Homo sapiens es absolutamente interdependiente, precisa de los cuidados de otros seres humanos y de su comunidad para sobrevivir, especialmente en la infancia, en la enfermedad o en la senectud. Este concepto expresa las múltiples interacciones que se dan dentro de una familia, de una comunidad o entre comunidades, para poder vivir y desarrollarse. Además, nos acerca a la idea de comunidad de intereses entre humanos orientada al mantenimiento de la especie.
Los principios de interdependencia y ecodependencia son las bases donde cimentar una ética ecosocial. A su vez, orientan la acción humana hacia las urgencias sociales y ecológicas de acuerdo con valores y juicios en torno al uso y disfrute de bienes comunes tanto no renovables (combustibles fósiles, energía atómica, minerales…) como renovables (aire, agua, pensamiento…).
La ética ecosocial constituye un proyecto global, de autorrealización personal y de construcción social, de integración en el universo, que transforma nuestra relación con la biosfera, con los otros seres vivos y con los de nuestra misma especie.
La ética ecosocial es radical (en su sentido etimológico), guía hacia el origen de los problemas ecosociales y de la crisis global y propone alternativas que afectan a las causas. El tiempo de las soluciones parciales pasó. Hace tiempo que ya era hora de abordar las raíces del problema y de construir un nuevo paradigma ecosocial, una ecociudadanía, una nueva civilización. Para ello, la ética ecosocial se construye sobre las siguientes características propuestas a debate:
Este proceso de construcción ética necesita personas que, contradicciones al margen, se comprometan y sean capaces de afirmarse en sus principios y convicciones. Sujetos que se unen, que comparten principios de igual a igual, que discuten puntos de vista, toman acuerdos, se forman, se movilizan, actúan y son guía y ejemplo para otras personas y grupos. Esta ética ya se vislumbra en importantes segmentos de la sociedad, en la población indignada y en la indígena, en la que teje redes ciudadanas y movimientos sociales y culturales.
La transición ecosocial es un proceso de complejas dimensiones. Exige cuestionar las señas de identidad de la cultura predominante y objetar los modelos sociales que llevan al colapso a la Humanidad. Demanda reconsiderar la mayoría de nuestros vínculos con la biosfera y sus elementos, resignificar nuestras formas de organización social para provocar transformaciones que van mucho más allá de las superficiales medidas de los reajustes económicos y políticos previstos por instituciones, clase política tradicional y mercado. Además, también representa realizar cambios individuales y ceder en nuestra comodidad, riqueza o lujo.
Disponerse para la transición ecosocial es renunciar a parte de ese confort que nos es cotidiano y agradecemos, pero cuyas consecuencias ponen en riesgo la vida en el planeta. Estamos enfrentados a una crisis civilizatoria sin igual y esta exige cambios radicales en muchas esferas y a muchos niveles. Por ello, se hace imprescindible formar a quienes van a participar en la construcción de estas nuevas sociedades. Una tarea educativa fundamental a la que deben contribuir personas, colectivos, proyectos políticos, movimientos sociales, sistemas y centros educativos, enseñantes, sindicatos y, por supuesto, quienes aprenden. Necesitamos deshacer y rehacer, desaprender y reaprender, deconstruir y reconstruir. Para este fin, sin duda, la educación necesita sufrir un cambio sustancial, regenerarse con y desde los cambios sociales, políticos y económicos.
Necesitamos recrear una educación ecosocial o ecociudadana que ayude a las personas a que, con su conocimiento y experiencia, contribuyan a cambiar la sociedad, a forjar un mundo mejor y a disfrutar el proceso. Es imprescindible una nueva educación ecociudadana en la que el fervor por la acumulación, el ansia de poder, los fanatismos religiosos y la resolución violenta de los conflictos se transformen en solidaridad, respeto al diferente, justicia y la paz.
La percepción de que el avance en ciencia y tecnología (antropocéntricas) genera progreso en el sistema económico está muy extendida. La educación también se aprecia como otra vía de garantizar este desarrollo. Así, la educación en ciencia y tecnología es activada por la rentabilidad de los valores y por la calidad y eficiencia del paradigma sociocultural industrial. La educación en ciencia y tecnología nos acerca al saber y a la comunicación del patrimonio cultural (conceptos, teorías, procesos, etc.), con lo que se cubre un aspecto fundamental de la educación.
Sin embargo, por sí sola, esta educación científica y tecnológica no es pertinente para otra función de la educación como pueda ser el autodesarrollo de la conciencia de la persona como ciudadana activa, participativa y creativa.
Hoy, la propia educación se ha convertido en un espinoso problema. Mercantilizada al servicio del pensamiento único del crecimiento económico y del consumismo, se enfoca al aprendizaje de los conocimientos, habilidades y actitudes dirigidas a la incorporación a la vida laboral. La nueva educación que ha de alumbrar la necesaria transformación ecosocial superará este enfoque instrumental neoliberal, el sistema competencial impuesto por la OCDE, el BM o el FMI, un ideario cada vez más alejado de las propuestas de la Unesco en los cuatro pilares de la educación del La Educación encierra un tesoro o Informe Delors (Delors et al., 1996) o en Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, de Morin (1999).
El Informe Delors (Delors et al, 1996) compendiaba la educación integral en cuatro aprendizajes básicos: aprender a aprender (a conocer y a obtener instrumentos para la comprensión del mundo), aprender a ser (a ser personas), aprender a hacer (a actuar e influir en el entorno) y aprender a convivir (a vivir juntos).
Por su parte, Morin (1999) apunta que los saberes necesarios para la educación del futuro son las cegueras del conocimiento (ante lo que es el conocimiento humano, sus disposiciones, sus imperfecciones, sus dificultades, sus tendencias tanto al error como a la ilusión, etc.), el conocimiento pertinente, enseñar la condición humana, enseñar la identidad terrenal, enfrentar las incertidumbres, enseñar la comprensión y la ética del género humano.
Aceptando ambos marcos de referencia, desde el punto de vista de la situación de emergencia planetaria que sufrimos la mayoría de los habitantes del planeta, desde la necesidad de cambiar esta realidad, y recogiendo el legado pedagógico de Paulo Freire (2001), la educación debe incorporar un aprendizaje más: aprender a pensar y a actuar para transformar la realidad. Esto es, debe fomentar un aprendizaje que encienda la indignación ante las expresiones de injusticia social y ecológica y que le oriente hacia la reflexión, la responsabilidad, el compromiso y la acción transformadora a favor de la justicia social y la sostenibilidad de la vida.
La inclusión de la ética ecosocial, como proceso de reflexión sobre la articulación de nuestra actividad en la biosfera, abre la puerta a la función educativa de autodesarrollo (emocional, competencial, físico…) y a la sensibilización ciudadana y la abstracción acerca de su papel activo, participativo y movilizador.
Una educación de corte ecosocial es un pilar en la cimentación de sociedades sustentables. “La educación ha de ser la piedra angular de la transición a una civilización postcapitalista” sentencia Díaz-Salazar (2016:22). El Homo sapiens no ha realizado todo el trayecto de su evolución con el fin de dedicar su tiempo al trabajo y al consumismo. Por el contrario, trata de desarrollar sus capacidades para vivir con plenitud consigo y con sus relaciones personales. Quizás se pueda buscar la felicidad y el bienestar acumulando bienes, no obstante, desde el momento en que somos capaces de advertir lo profundo de la crisis ecosocial y de las consecuencias de nuestro modo de vida, es imposible ser plenamente feliz.
Bauman, en Los retos de la educación en la Modernidad Líquida (2007), nos ayuda a repensar la vida en esta sociedad, en estos tiempos llenos de incertidumbres. Las paredes de los centros educativos se han visto traspasados por los deseos individuales y colectivos, de carácter inmediato e impreciso, que ha fraguado la comunidad. Así, la educación ha pasado a ser un producto efímero y ajustado al uso instantáneo, “una cosa que se consigue completa y terminada” (Bauman, 2007:24).
Desde siempre, la educación ha ofrecido muchas formas y ha demostrado ser capaz de ajustarse a las cambiantes circunstancias, fijándose nuevos objetivos y diseñando nuevas estrategias. Pero, el cambio actual no es como los cambios de pasado. En ningún otro punto de inflexión de la historia humana las y los educadores debieron afrontar un desafío comparable, nunca antes estuvimos en una situación de similar complejidad (social, económica, tecnológica…) y extensión (planetaria). Debemos aprender el arte de vivir en un mundo sobresaturado de información. También hemos de aprender el aún más difícil arte de preparar a las próximas generaciones para vivir en semejante mundo futuro (Bauman, 2007).
La educación ecociudadana de ámbito formal trata el modelo consumista con perspectiva ecosistémica; lucha contra la destrucción de la naturaleza y los conflictos bélicos; alimenta la cultura de la sostenibilidad; contesta la violación de los derechos humanos, la desigualdad y el empobrecimiento; analiza la discriminación por género, discapacidad, identidad, origen, edad, religión o cultura e impulsa el ideal de emancipación y de empoderamiento de la infancia; erradica la indiferencia y provocar la indignación; desnuda el capitalismo explotador, la precariedad laboral, las migraciones forzadas y las crisis de los cuidados, etc.
En una sociedad en transición, un currículo ecosocial ofrece cobijo a las invisibilidades del currículo oficial (mujeres, personas migrantes, causas de la crisis, consecuencias del modelo social, crisis ecológica, etc.). Organiza los contenidos en torno a la crisis global y los problemas ecosociales como los objetos de estudio a desarrollar con el alumnado. Metodológicamente, cualquier proceso de enseñanza-aprendizaje sobre las problemáticas ecosociales parte de los conocimientos y concepciones previas de los y las estudiantes, de sus representaciones sociales o del conocimiento cotidiano descubierto en sus aprendizajes. La interdisciplinariedad y transdisciplinariedad, la necesaria contextualización, la visión holística y el enfoque sistémico, la cooperación y el trabajo colectivo, la orientación del aprendizaje a la acción, el principio de precaución, el azar y la incertidumbre, la participación, el protagonismo del alumnado y su pensamiento crítico son elementos básicos del desarrollo curricular. Un currículo para la ecociudadanía propone al alumnado una perspectiva compartida del mundo y del lugar del ser humano en él, una cosmovisión cuyos pilares son la justicia ecosocial y la sostenibilidad de la trama de la vida, el desarrollo de capacidades innovadoras con el fin de actuar e interactuar en el contexto social y, finalmente, acercarse a la indignación y el activismo social.
Por otra parte, atender a las necesidades e intereses de quien aprende obliga a enseñar a pensar acerca de su persona y sobre las demás. Con ello favorecemos su capacitación para relacionarse con otras personas y con su entorno social y ecológico, su empatía con los problemas ecosociales y situarse en el lugar de los otros. Consecuentemente, estamos preparando a quien aprende al objeto de pensar y actuar en el mundo y con el mundo, para transformarlo en uno mejor.
En definitiva, la nueva educación que necesita el ser humano, que necesita la vida del planeta, es una educación implicada en la transformación ecosocial que ayuda a revelar una renovada cosmovisión del universo y una ética ecosocial donde las personas desarrollan sus capacidades y aptitudes plenamente, viven armónicamente en y con la biosfera, cuidan los vínculos con las demás personas y seres vivos, todo lo cual da acceso al fin último de la educación: ser felices.
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