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Un nuevo reto para la educación social: la acción integral para una madurez social

A new challenge for social education: the integral action for social maturity

Autoría:

Jaume Bellera Solà – Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y Be-oK, Social Innovation for All. Tanja Kolacny Arias – Be-oK, Social Innovation for All

Resumen

La situación actual de crisis pone de relieve la necesidad que la educación social replantee su papel en la sociedad, así como también las acciones de sus profesionales. Un concepto más amplio y global de la vulnerabilidad, el efecto reproductivo e ineficaz de las intervenciones actuales y el estado cambiante del campo social, son algunas de las consideraciones a tener en cuenta para afrontar los nuevos retos que se presentan. Por ello, se propone definir de nuevo lo social y, consecuentemente, la educación social desde una perspectiva holística e integral, y de este modo reubicar al profesional de la educación social para que sus acciones se desarrollen en toda la dimensión social, donde se incluirían también, por ejemplo, la dimensión política y la económica.

Abstract

The current crisis underscores the need for that social education rethink their role in society, as well as the actions of its professionals. A wider and more comprehensive concept of vulnerability, reproductive and inefficient effect of current interventions and the changing state of the social field, are some of the considerations to take into account to face the new challenges. Therefore, it is proposed to redefine the social and, consequently, social education from a holistic and integral perspective, and thus relocate social educator to develop their actions throughout the social dimension, where political and economic dimension are also included, as some examples.

Introducción.

No soplan vientos fuertes de recuperación. Todavía no, a pesar de lo que pretenden hacernos creer algunos discursos tallados con el patrón mercantil. Seguimos estando en tiempos de crisis, de rupturas y de cambios. Sin embargo, a todos se nos está pasando por alto el significado más relevante de una crisis, a saber, que cuando algo se nos rompe debemos preguntarnos por qué se ha roto. Y parece ser que a la educación social también se le ha pasado por alto esto, puesto que, a pesar de haber tenido una buena oportunidad para redefinir sus tendencias y elaborar una nueva concepción de la profesión, no la ha aprovechado. ¿Y por qué ha perdido o está perdiendo una buena oportunidad? Por una razón poderosísima: esta crisis en especial ha puesto de manifiesto algo que, hasta ahora, muchos nos negábamos a creer por el simple hecho de que la realidad no lo mostraba: que todos somos igualmente vulnerables. La vulnerabilidad humana es una concepción multidimensional y dinámica que no sabe de géneros, ni de clases, ni de números. No es un estado inamovible sino más bien un proceso (Castel, 1995). Ya sea en forma de dependencia –tal como expresa McIntyre–, entendida como fragilidad –según propone Martha Nussbaum–, vista como constitutiva de la propia identidad en la relación con los otros –a partir de las teorías del reconocimiento propuestas por Charles Taylor y Axel Honneth– o como la posibilidad de sufrir y hacer sufrir –tal como lo explica Paul Ricoeur– o, sencillamente, porque vivimos en sociedad y estamos permanentemente expuestos a los otros –siguiendo a Lévinas-,[1] la vulnerabilidad es un futuro que todos compartimos, y no tan lejano como pretendemos. A la vuelta de la esquina, en cualquiera de nuestras interacciones con la realidad, se nos puede presentar y de repente acaba con nuestro bienestar de un zarpazo. Es esta gran compañera de viaje la que da sentido (y debe dar sentido) a la educación social, pero lo debe hacer con ancho de miras.

El paisaje social de la crisis pone en cuestión nuestro papel

En línea con lo dicho hasta ahora, esta crisis ha impactado en el amplio espectro de la sociedad de otras formas bien conocidas, aunque todas ellas contribuyen de igual modo a entender la vulnerabilidad en su más amplia concepción: se han precarizado las condiciones de trabajo de tal modo que el panorama laboral que se puede dibujar hoy en día es muy desalentador, incluso para personas que se han formado a conciencia, que poseen amplia experiencia o que habían mantenido el estatus de trabajador toda su vida; el sueño de una vivienda en propiedad se ha convertido en una pesadilla para miles de familias que sufren un sobrendeudamiento para hacerle frente, o se ven inmersas en procesos judiciales y desahucios que condicionan enormemente hasta el más mínimo detalle; las incertezas económicas hacen peligrar la subsistencia de los fondos de pensiones, las reservas para las jubilaciones y las prestaciones, y los ahorros de toda la vida se esfuman en el consumo cotidiano. Todo esto y más, ha quedado como herencia de un proceso crítico que parece haber venido a instalarse de modo permanente en nuestra sociedad. Y lo más preocupante es que hoy forma parte de un paisaje que se nos antoja demasiado común.

Para empeorar aún más las cosas, las respuestas políticas a esta situación no han ayudado en nada a mejorar las posibilidades de hacerle frente, puesto que el foco de atención de las imposiciones restrictivas del gobierno ha recaído principalmente en aquellos pilares que se presumían preservadores del estado del bienestar social. Estamos hablando de los,

“… sistemas de integración, tales como el mercado laboral, el sistema educativo, los servicios sociales, entidades de la sociedad civil y otros mecanismos sociales y económicos que en el pasado ayudaron a contrarrestar la marginación de familias, grupos y comunidades de una participación plena en la vida social” (Strier, 2013:47).

 Así, a golpe de recortes y políticas de austeridad, se ha visto cómo los mecanismos tradicionalmente sociales y socializadores han sido anulados o mermados o transformados en marginadores. Y además, por si fuera poco el sistema capitalista, que sigue regulando actualmente la mayoría de prácticas profesionales y dinámicas sociales, sigue aportando elementos desestabilizadores que justifican la existencia multidimensional y dinámica de la vulnerabilidad, tales como los discursos neoliberales estigmatizadores que favorecen la categorización, las propuestas higienizantes de la gubernamentalidad biopolítica (Foucault, 2008), o la fragmentación del paisaje social en individualismos y parcelas de intereses (Castel, 1995; Rose, 2007; Wacquant, 2010; Bellera, 2015), por poner algunos ejemplos.

A pocos se les escapa ya el hecho de que la vida, en todas sus formas y dimensiones, forma parte ineludible del juego del mercado. Un juego creciente y frenético que parece no haber encontrado todavía sus límites. Atados, pues, a las fluctuaciones del mercado, las dinámicas sociales acaban víctimas de un vaivén permanente que impide determinar con claridad su estado real y dificulta enormemente la búsqueda de hitos claros y concordantes a los que apuntar con precisión. De ahí que acabemos teniendo esa sensación de mareo por estar navegando en la “modernidad líquida” de Bauman sin rumbo fijo. Y la educación social no es una excepción; no sólo se ha desaprovechado una ocasión para mejorar la praxis profesional sino que se ha agudizado aún más, si cabe, su ineficacia y su desacierto en las intervenciones que se siguen diseñando desde la misma perspectiva neoliberal y que se siguen ejecutando de la misma forma intervencionista y reproductiva (Bellera, 2015). Lo que hemos hecho ha sido configurar nuestra profesión como garantes de este sistema neoliberal, aún sin saberlo a veces, reproduciendo exactamente los mismos patrones que nos han conducido a la crisis y con los que hemos acabado definiendo lo social. Nuestra retrospectiva como educadoras y educadores debería provocarnos, como mínimo, un ápice de desasosiego al vislumbrar nuestra connivencia con el mismo sistema para sobrellevar la verdadera magnitud de la tragedia, siguiendo siempre sus instrucciones, maquillando la realidad, actuando a modo de parches que no eliminan el problema sino que lo perpetúan y lo enquistan. La aspiración de nuestro trabajo es mantener y mejorar el estado del bienestar, y lo único que hacemos es dar una capa de pintura al barrio para que quede más bonito. Aspiramos a romper la fatalidad en la que se ven envueltos los destinos de nuestros usuarios, pero acabamos encerrándolos en un círculo vicioso.[2] Y este hecho constata una gran contradicción en nuestra praxis profesional que es de dominio público y que debería hacernos replantear toda la profesión de una vez por todas: estamos trabajando para un sistema que, a la vez, genera excluidos y los acoge para redimirlos. Estamos reeducando a los vulnerables para luego poderles culpar de su pobreza económica y de sus fracasos, y esto que no parece ni coherente ni socialmente educativo nos atrevemos a titularlo promoción de la autonomía. Los y las profesionales de la educación social deberíamos decir basta al descompromiso del Estado con lo social, a esa impasibilidad con todo lo que concierne a las garantías sociales y laborales que se están reduciendo peligrosamente (Wacquant, 2010). De otro modo, estamos alimentado esta contradicción y perjudicando el empeño del trabajo social y educativo.

Hay que destacar, pues, que la concepción del campo social con la que trabajamos las y los educadores, por un lado, y la evolución expansiva y creciente de las condiciones de vulnerabilidad que se está produciendo a raíz de la crisis, por el otro, condicionan determinantemente la efectividad de nuestras intervenciones y el sentido último de la praxis profesional de la educación social. Y no podría ser de otro modo; conceptualización y práctica deben ir a la par en un terreno tan cambiante y dinámico. Y puesto que es bastante obvio deducir que a más vulnerabilidad más posibilidades de exclusión y precariedad, debemos entender que no podremos evitar las situaciones que conllevan la exclusión social si no modificamos la configuración de lo social. Es cierto que, con la crisis, hoy están apareciendo nuevas formas de gobernabilidad, algunas de ellas como resultado de nuevas formas de interpretar la cuestión social. Algún cambio parece que se está produciendo, aunque quizá no tan rápido ni de la forma cómo nos gustaría. Sin embargo, en lo que concierne al trabajo social y educativo, seguimos empeñados en las mismas maneras, las mismas teorías y los mismos protocolos. Ante este panorama de cambios es necesario que nos involucremos creativamente, que participemos todos en la crítica y en la redefinición de los conceptos, ofreciendo acciones y proyectos que respondan a estas nuevas perspectivas, ofreciendo también nuestra visión educativa y social sobre qué se debe cambiar, cómo se debe cambiar y en qué sentido.

Una nueva concepción de lo social

Aunque, a tenor de todo lo dicho hasta ahora podríamos llegar a pensar que lo social está agonizando (Baudrillard, 1987) víctima de sus propias contradicciones internas, nosotros nos resistimos a creerlo, porque de ser así también estaría agonizando el carácter social de la realidad, por lo que no tendrían sentido alguno ni las lecturas dialécticas de su interpretación ni las perspectivas intersubjetivas de su construcción que la hacen común y plural. Esto nos llevaría inevitablemente a la desaparición de esa naturaleza social del hombre (zoon politikon) que proclamaba Aristóteles,[3] y por consiguiente, al fin de toda conciencia social. ¿Dónde se podría situar el o la profesional de la educación social si no existiera su hábitat natural? ¿Dónde situar al ser humano? Esto no es ni puede ser, ni siquiera, una remota posibilidad. Lo social no está desapareciendo; simplemente, las cosas están cambiando: las relaciones se expresan en otros términos, los espacios se configuran de otro modo, las dinámicas colectivas fluctúan por otros senderos. Y éste no es el reflejo de la agonía, ni mucho menos, sino de la vitalidad, lo cual nos lleva a una relectura del espacio social y del enfoque de todas las prácticas que se ejercen en él.

Plantearse este nuevo enfoque implica, ante todo, redefinir el campo social: “Lo social no representa una esfera eterna y existente de la sociabilidad humana” (Rose, 2007:114). Es más bien el resultado de un pensar y reflexionar a partir de las experiencias vividas de modo colectivo. Así pues, no se trata de un mecanismo inalterable, impenetrable e ingobernable, que no nos atañe para nada y que nos viene dado a partir de un sinfín de normatividades disciplinarias; lo social es el reflejo de nuestra existencia común, y el resultado de nuestras propias vivencias compartidas. Hoy lo social se nos presenta con una concepción más plural y dinámica, donde se redimensiona su espacio como escenario vital repleto de infinitud de acciones relacionales, de vivencias y de vínculos que, todas ellas, se conjuran para configurar una identidad humana capaz de hacer frente a los embates de su propia vulnerabilidad. Y esta reconfiguración del territorio social tiene mucho que ver con el cambio en las formas de ser gobernados, con su deslocalización y desterritorialización más allá de la impresión que pueda conformar un estado o nación. También tiene que ver con la ausencia de espacio público, lo cual obliga a reconstruir y afianzar las identidades individuales y colectivas en lugares no-geográficos, en realidades virtuales y a través de redes de comunicación (Castells, 2006). Por supuesto, tiene que ver con las nuevas formas de ejercer el control y la gestión poblacional a partir de comunidades de poder etnográficas y religiosas, y con una diáspora de diversidades crecientes y multiculturalismos enfrentados en la incapacidad o dificultad para reconocerse y reconciliarse. Y también tiene que ver con las interconexiones e interacciones que se establecen entre personas y entre grupos, con un nuevo vocabulario y unas nuevas formas de relacionarse, y con una exigencia permanente a responsabilizarse de la autogestión de la propia vida como si de empresarios de uno mismo se tratase, esas lógicas colectivas que se articulan “con el ethos individualizado de la política neoliberal: elección, responsabilidad personal, control sobre el propio destino, autopromoción y autogobierno” (Rose, 2007:123). Todo ello configura el nuevo estatus del campo social, de una morfología frágil y variable que está perdiendo su espacio de escenificación y encuentro (Innerarity, 2006) y nos exige nuevas prácticas profesionales más allá de un simple rediseño de las intervenciones y los proyectos que venimos haciendo. No es suficiente con cambiar el camino que como educadores queremos recorrer hacia el usuario; el contexto cambiante en donde se desarrolla nos reclama una nueva visión de toda la cuestión social, empezando por el usuario mismo, que debe reformular su existencia ante múltiples y continuas posibilidades de vulnerabilidad si quiere adaptarse a los nuevos horizontes.

Por consiguiente, si tenemos claro que el campo de la educación social es la vulnerabilidad en todas las formas que tiene de hacerse presente, entenderemos que la acción social educativa debe concentrar sus esfuerzos en que las personas recuperen (si se ha perdido) y consoliden su identidad en todos y cada uno de los circuitos de reconocimiento, y en todos y cada uno de los itinerarios de autoreconocimiento. Y puesto que todo espacio y lugar puede estar impregnado de vulnerabilidad y, por tanto, ser susceptible de erigirse como escenario de reafirmación identitaria, no podemos evitar deducir que cualquier espacio y lugar puede (y debe) ser auspiciado por el profesional de la educación social.

La humanidad progresa a golpe de revolución tecnológica; mientras, atrás van quedando más pobres cada vez más pobres, residuos sociales acumulados en auténticos vertederos, habitantes perdidos en la “periferia social” (Bellera, 2015). Una de las evidencias más claras de esto es la celeridad casi vertiginosa con que se renuevan aparatos, contenidos digitales y diseños; casi tan rápido como cambian de opinión y socio algunos dirigentes políticos. Esta situación tan fugaz sólo se puede digerir bien desde lo que se podría denominar la zona de “integración” (Castel, 1995), una zona expropiada y en creciente exclusividad, que parece tener poco de integración, cuyos habitantes cada vez son menos y más ricos, y cuya vida parece prosperar al margen de cualquier obstáculo que pueda devenir por los efectos de la vulnerabilidad. Sin embargo, y más allá de esta excepción, sabemos muy bien que estas mutaciones condicionan de un modo determinante los requerimientos de acceso y permanencia en todo el campo social, y son más perniciosas a medida que aumenta el rastro de lo vulnerable en las condiciones personales y familiares. No cabe duda de que los efectos de la vulnerabilidad van provocando fallos en los sistemas de integración que cada uno maneja día a día. Ante este contexto de crisis global, estos fallos han multiplicado exponencialmente su aparición. Sin duda cabe preguntarse cuál debe ser el papel del educador social, y la respuesta es apabullantemente sensata: hay que contrarrestar los efectos de la crisis en la población. Así de este modo, ante el,

“… aislamiento social, la dependencia, la deprivación múltiple y la opresión internalizada”, principales procesos de exclusión reactivados por esta crisis, cabe responder con estos cuatro principios metodológicos que se conciben como “práctica social inclusiva en un marco conceptual cuatridimensional: práctica involucrada (involvement), asociación igualitaria (partnership), abogacía social (social advocacy) y concienciación reflexiva” (Strier, 2013:48).

Ésta sería una buena respuesta ante una situación concreta, una intervención de emergencia a medida de las necesidades detectadas. Pero, a nuestro modo de ver, sería tan sólo una parte integral de la respuesta que debemos dar puesto que se trata de una intervención parcial ideada para resolver una cuestión determinada. Su enfoque es muy paramétrico y focal, como la gran mayoría de las intervenciones que venimos haciendo actualmente, muy a menudo de forma subcontratada y siempre interactuando únicamente con los grupos que acarrean las problemáticas: así por ejemplo, en el ámbito de la enseñanza, en programas de absentismo, en unidades de escolarización compartida, y en otros proyectos para eliminar el fracaso escolar; en la sanidad, realizando actividades en residencias de personas mayores o en centros residenciales de salud mental, generalmente con contratos precarios y mal remunerados; o en el ámbito laboral, en centros de trabajo para personas con discapacidad. El y la profesional de la educación social pueden (y deben) ir más allá: ¿Por qué trabajar sólo con los residuos sociales que genera el propio sistema? ¿Por qué limitarse a la “zona de exclusión”? (Castel, 1995). En una humanidad sin límites, no es suficiente con atajar las problemáticas puntuales a base de parches y cataplasmas, ni es suficiente con levantar puentes entre las distintas zonas para conectar las periferias sociales. Hay que tejer redes y consolidar vínculos realmente sociales que faciliten ese tránsito por el puente, que lo promuevan, que lo ensanchen. Una concepción holística e integral de la sociedad debe incluir todos los parámetros y todas las referencias que a lo social se refieran, posibilitando la identificación con el “otro”, la relación con el “otro” diferente, tareas inmensamente complejas en una sociedad de mercado donde todo es competitividad. Y una buena acción social educativa se debe cimentar en esta concepción holística e integral de la sociedad.

Reubicar la praxis profesional de la educación social

Hoy ya no dudamos del carácter económico representativo y casi único del neoliberalismo. A grandes rasgos podríamos decir que el poder político ha cedido su trono al poder económico, bien de forma espontánea y natural, como resultado de una especie de progreso enriquecimiento de la humanidad, o bien de forma más o menos intencionada y premeditada, como si se tratara de una especie de modelo o programa diseñado para hacer realidad la utopía de un mercado global, puro y perfecto (Bourdieu, 1998), en el que destaca “la recreación y redespliegue del Estado como la institución central que crea las subjetividades, las relaciones sociales y las representaciones colectivas adecuadas para hacer real y relevante la ficción de los mercados” (Wacquant, 2016:3). Podríamos poner en tela de juicio todos los debates económicos a que se refiere el neoliberalismo y sus diversas interpretaciones, pero lo que más nos interesa destacar de esta cuestión es que el Estado sustituye la lógica social por la económica en su papel de gobernante, y esto se traduce en su “retirada de muchas áreas de prestaciones” (Wacquant, 2016:4) y el descuido hacia los intereses sociales y culturales de su ciudadanía. Y a pesar de esto, el escenario que se nos muestra actualmente puede ser propicio para promover un salto cualitativo en la profesión de la educación social; de entrada, cabría incorporar la praxis socioeducativa en el proceso de generación y transformación social, en el núcleo mismo donde se gestan todas las propuestas y directrices, donde se piensan, se modelan y se gestionan, y no limitar su participación en el punto final, en las confluencias finalistas. Para ello es necesario integrar a la educadora o educador social en las mismas estructuras, como profesional que también participa en la elaboración de dichas directrices y propuestas, capaz de reavivar y dar fuerza a la lógica social perdida como base y fundamento de las políticas sociales y educativas; no en vano somos agentes transmisores de las políticas sociales y, a menudo, puente de interpretación de la realidad social. Esta meta ambiciosa no es casual; responde sin duda al mandato deontológico de obertura a nuevas posibilidades en la adquisición de bienes culturales, de ampliación de la perspectiva de la participación social y de multiplicación de las oportunidades de desarrollo de la sociabilidad y la circulación social (ASEDES, 2007). Para ello hace falta un paso decisivo y atrevido, cuyo objetivo inicial sería el de abandonar la exclusividad del espíritu asistencial que impera en la mayor parte de nuestras tareas y reforzar el profesional. Ya no vamos a definir intervenciones dirigidas únicamente a grupos en situación de exclusión social, porque ha quedado claro que actualmente todos somos vulnerables, sino que lo haremos pensando nuestra intervención también como una acción social enfocada a promover la maduración de toda la comunidad.

Formar parte de las estructuras que conforman lo social es un claro ejercicio de responsabilidad política, que buena falta le hace a la profesión, pero en un sentido muy amplio y global. Por un lado, participando en la definición de este nuevo escenario que se nos muestra como espacio de manifestación de la diferencia y la pluralidad. El campo social debe seguir siendo el espacio de interacción comunitaria, el espacio dialógico de la realidad social, y para ello requiere de nuestras ingeniosas aportaciones y de nuestras mejores propuestas. Por otro lado, como respuesta al compromiso adquirido con la sociedad y con lo social en su conjunto, participando de manera vinculante y decisiva en la determinación y el diseño de las políticas sociales y educativas, impulsando, promoviendo y mejorando su desarrollo y su aplicación a tres niveles: micro, mezzo y macro. Y por el otro, como protesta por la instrumentalización que están sufriendo muchos de nuestros profesionales en el ejercicio de su trabajo, sometidos a protocolos e instrucciones institucionales sin sentido social alguno, que en nada ayudan a mejorar la situación sino todo lo contrario, acaban reproduciendo las mismas inercias y perpetuando los mismos problemas. Armonizar la responsabilidad política con el ejercicio de nuestra profesión es todavía hoy una asignatura pendiente, y no deja de sorprender. Porque, seguramente a todos nos parece preocupante que una sociedad que se hace llamar civilizada y avanzada contemple ni siquiera la posibilidad de incluir a algunos de sus miembros en una periferia que se reconoce fuera del sistema. Y probablemente nos parece más preocupante, y a la vez cínico, que esta sociedad utilice diseños de ingeniería sociopolítica para incorporar en sus circuitos establecidos y dar apariencia de normalidad a aquellos a los que expulsa del sistema. Y quizá nos parece aún más preocupante si cabe, y perverso a la vez, que esta misma sociedad envíe unos activos del sistema a gestionar dichos asentamientos periféricos con estrategias de control biopolítico y con el aparente encargo de mediar profesionalmente para eliminar la precariedad y la exclusión. Si esto nos preocupa, entonces ¿por qué seguimos dándole juego? Ya no podemos continuar aceptando estos encargos, porque efectuar intervenciones socioeducativas de esta índole nos convierte en el brazo derecho del estado neoliberal, ese brazo disciplinario y restrictivo que acaba promoviendo la criminalización de la pobreza, que “reserva al liberalismo y sus beneficios para los de arriba, mientras aplica el paternalismo punitivo sobre los de abajo” (Wacquant, 2016:10).

Pero aún hay otro elemento importante a destacar en esta reubicación del profesional de la educación social. Y es que, por el simple hecho de implicar nuestra actuación en las estructuras a modo de responsabilidad política, aparece de inmediato el requerimiento de atender a toda la ciudadanía en todos y cada uno de sus estratos, niveles o zonas. ¿Y por qué proponer esto cuando se sobreentiende que hay zonas o niveles que no requieren de la atención socioeducativa? Se nos ocurren al menos cinco razones para intervenir profesionalmente en este sentido:

  • El propósito de reinterpretación de lo social que nos exige la situación actual llevaría inevitablemente a entender una nueva definición de la educación social basada en el concepto de vulnerabilidad. Hasta ahora parece que la identidad profesional de la educación social se ha definido en términos de marginalidad, y sus funciones se han limitado a sufragar las miserias del mundo. Si definimos la profesión en términos de vulnerabilidad, no sólo la que se refiere a la zona de desestabilización donde se tambalean los referentes estables (Castel, 1995), sino vulnerabilidad como condición humana intrínseca, inherente a la fragilidad de nuestro ser, de repente emerge la posibilidad y la disponibilidad de operar en todo el espectro de escenarios donde se debate cualquier hecho relacionado con el ser social, y en medio del diálogo asimétrico entre diferentes situaciones de vulnerabilidad, entre diferentes oportunidades y posibilidades, en el papel de canal de mediación y conexión comunitaria para reducir al máximo –y a ser posible eliminar– el gran abismo que se cierne entre unos y otros a causa de las distinciones y las etiquetas.
  • No cabe duda de que la actuación de la educación social debe ser inclusiva y global para todas las personas, dentro de,

“… un marco del estado social democrático de derecho y no por razones de beneficencia o caridad”, y “siempre con el objetivo del desarrollo y el bienestar plenos e integrales de las personas, los grupos y la comunidad, interviniendo no sólo en las situaciones críticas, sino en la globalidad de la vida cotidiana” (ASEDES, 2007:22).

Por eso, ante todo debemos ser coherentes con el discurso que proclamamos y no caer en contradicciones; de algún modo, las clasificaciones que hacemos de nuestras intervenciones y de los colectivos a los que van dirigidas son actos de discriminación que deberían cuestionar nuestro enfoque. No podemos hablar de transformación social y obviar una parte de la población; quizá creamos que se trate de una parte de la población que no necesita nada de nosotros, pero esta conclusión resuelta a la ligera no tiene ningún argumento que la sostenga ante un objetivo de tal envergadura. Hace falta la implicación de todos para conseguir un cambio en la sociedad, y quizá sea en esa parte de la sociedad que no incluimos en donde deberíamos aunar más nuestros esfuerzos para hacer pedagogía de conciencia social y contribuir a resquebrajar el discurso dominante para hacer aflorar posibilidades de cambio y transformación. Es más, y visto desde una perspectiva más generosa, esa parte de la sociedad que no tenemos en cuenta para nuestras actuaciones tiene más déficits socioeducativos que muchos de los colectivos a los que atendemos, puesto que ha olvidado los conceptos fundamentales que nos definen como seres humanos y sociales. Quizá va siendo hora de que se los recordemos para contribuir de un modo más intenso y específico “a generar una conciencia crítica sobre los problemas sociales y sus causas” (ASEDES, 2007:29).

  • No debemos olvidar que como personas y como profesionales hemos adquirido un compromiso firme con toda la humanidad. Como personas, porque la vulnerabilidad nos atañe a todos en un doble sentido: por estar expuestos a sufrirla pero también por estar expuestos a provocarla, puesto que toda acción humana puede suscitar vulnerabilidad ante la fragilidad natural de la vida (Jonas, 1995). Y como profesionales, porque la educación social se concibe como un derecho de toda la ciudadanía (ASEDES, 2007), sin distinción alguna.

  • Junto a la responsabilidad política, y no en menor medida, aparece la responsabilidad profesional. El código deontológico de la educación social (ASEDES, 2007) justifica dicha responsabilidad de forma muy extensa y sólida, y no cabe duda de que está muy presente en la mayor parte de las intervenciones y acciones que realizamos. Sin embargo, este binomio indivisible y casi consustancial de la práctica de toda profesión nos remite a una reflexión algo preocupante: la percepción de falta de reconocimiento. ¿Cómo es posible que, a pesar de tan magnífico fundamento y de tan magníficas intervenciones, nuestra profesión no goce del prestigio que se merece? Alguna cosa estamos dejando de lado cuando nuestro esfuerzo no se ve recompensado en este sentido. Posiblemente éste no sea el momento de indagar en las causas porque nos llevaría a un largo debate, pero sí podríamos apuntar algunas pistas que ayudarían a mejorarlo, atendiendo a la articulación de nuestra responsabilidad profesional con los valores de la profesión, y que responde no sólo a un saber y a un saber hacer, sino también y muy importante, a un saber estar. Primero, velar por una buena formación inicial y continuada, aunando esfuerzos en la creación de circuitos permanentes y dinámicos de aprendizaje experiencial, de reflexión de la praxis y de reelaboración de contenidos. Segundo, procurar un ejercicio competente de todos los profesionales, sostenido en el tiempo y en la intensidad. Tercero, tener un cuidado especial del prestigio social de la profesión, puesto que tenemos derecho al reconocimiento del valor que aporta nuestra profesión a la sociedad; para ello tenemos que ser los primeros en dar credibilidad e importancia al valor añadido de nuestras acciones. Cuarto, apostar por la investigación y el conocimiento añadido, aportando contenidos para la mejora de la profesión. Quinto, apoyar y fomentar con firmeza la ética de la profesión; la reflexión ética no lleva al límite sino más bien a la potenciación del valor de la actividad, a la alta calidad, es la garantía de calidad. Y, sexto y último, confiar en una asociación potente de los profesionales.
  • Por último, y en relación con la responsabilidad profesional, no podemos dejar de lado la ineficacia de los proyectos sociales y de las políticas de intervención que se pone en evidencia a menudo. Responder de ello nos lleva a pensar que los propios profesionales de lo social estamos desdibujando nuestro ámbito de actuación. Quizá una parte se deba a criterios de sostenibilidad económica del mismo sistema, porque no se quiere gastar más en la marginalidad o porque no es rentable apostar por la exclusión. Pero tal vez también responda a movimientos propios de un desarrollo social que requiera realojar a sus profesionales de lo social. Otros profesionales se están abriendo paso en ámbitos que hasta ahora eran propios de la educación social: integradores sociales, monitores, gerocultores, etc. No es descabellado pensar que nos hallamos ante un relevo, y esto nos empuja inevitablemente a reencontrar nuestro lugar óptimo “para satisfacer las demandas y las necesidades socioeducativas del conjunto de la ciudadanía” (ASEDES, 2007:33).

Una acción integral que promueva la madurez social

Por todo ello, pensar una actuación socioeducativa a todos los niveles de la sociedad no es idear una intervención para atajar una problemática, sino concebir una acción global de madurez social. Se trata de provocar una tendencia crítica y transformadora con la implicación en grados e intensidades distintas de todos los agentes sociales y de todos los seres sociales. En este sentido, la incorporación del profesional en las estructuras sociales repercute en la redimensión de todo el espectro de posibles escenarios de actuación, por lo que nuestras acciones deberían responder a criterios sumamente sensibles de alcance holístico, de un nivel más cercano a la complejidad de la realidad, como por ejemplo a los procesos de socialización global, al análisis de las intersecciones sociales y las relaciones individuales, a los movimientos desencadenados por las fluctuaciones de colectivos y los indicadores generales de convivencia, a los cambios en la concepción de los espacios públicos, al seguimiento de las repercusiones socioeconómicas de las políticas sociales y educativas, o a los efectos de las prácticas laborales y empresariales en los contextos circundantes y en el territorio. En relación con este último, tendría mucho sentido incorporarse en el ámbito empresarial, por ejemplo, como actores y promotores de la responsabilidad social corporativa o impulsores de la transformación real de las acciones empresariales. Hoy deberíamos tener claro que la economía no puede ir a su aire, sino que necesita normas estrictas que regulen su relación con las personas si no queremos seguir siendo simples espectadores de lo que acaece. Las empresas deben comprometerse con la prosperidad de sus clientes y del territorio de su influencia, por lo que no sólo tienen responsabilidades económicas sino también sociales. ¿Quién mejor que la educadora o el educador social para promoverlas y desarrollarlas?

Creemos que lo que ahora se nos pide a los educadores sociales es que estemos a la altura de las circunstancias y tomemos las riendas del ámbito social en toda su extensión, abarcando todas sus dimensiones. Porque la función de la educación social debería penetrar por todos los resquicios de la sociedad, empapando todos y cada uno de sus rincones en un ejercicio de auténtica liquidez. Éste es el alcance que debería configurar como base de nuestra tarea profesional, un reto exigente por el que la ciudadanía nos interpela y al que debemos dar respuesta como profesionales expertos en el campo de lo social. Estamos en condiciones de afirmar, en teoría, que,

“… el educador social es un profesional capacitado para responder, desde diferentes estrategias relacionales y educativas, a aquellos encargos sociales que las nuevas configuraciones y lógicas sociales, políticas y económicas plantean a los individuos, a los colectivos y a la sociedad en su conjunto” (ASEDES, 2007:33)

Ahora tan sólo falta descubrir si estamos preparados para llevarlo a la práctica. No olvidemos que nuestra acción social y educativa sigue teniendo un referente muy claro y conciso: el ser social que somos todos.

Bibliografía

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Datos de contacto

Jaume Bellera Solà: jaume.bellera@gmail.com

Tanja Kolacny Arias: tanja.kolacny@gmail.com

[1]. Aportamos aquí, de modo muy resumido, algunas de las visiones filosóficas más conocidas y actuales del concepto de vulnerabilidad.

[2]. La afirmación no es gratuita. Según los últimos informes publicados, la pobreza y la desigualdad siguen aumentando en España y alcanzan cifras récord. Para más información se pueden consultar los siguientes enlaces: VII Informe sobre exclusión y desarrollo social en España 2014 de Foessa y Cáritas [Enlace], Informe sobre la vulnerabilidad social 2014 de Cruz Roja española [Enlace], y El estado de la pobreza. 5º informe: Seguimiento del indicador de riesgo de pobreza y exclusión social en España de EAPN España 2009-2014 [Enlace].

[3]. Política, I, 1252b / 1253a

Fecha de recepción del artículo: 27/02/2018
Fecha de aceptación del artículo: 28/06/2018