Raquel Cercós i Raichs. Licenciada en Pedagogía y profesional de la educación en el ámbito no formal
A través del estudio de la experiencia educativa que tuvo lugar en el Centro de Formación de Educadores Especializados de Barcelona (CFEEB) a principios de los años setenta, y gracias a las reflexiones aportadas por el que fuera uno de sus máximos responsables como director y formador, Toni Julià, nos permite afirmar que en el CFEEB se activaba, en lo que a la formación se refiere, la construcción del práctico reflexivo de orientación sociocrítica. A partir de esa premisa este escrito reflexiona sobre la actualidad de la formación universitaria del educador social y las relaciones que se establecen entre teoría y práctica desde un punto de vista académico y profesional.
En 1970 abre las puertas el Centro de Formación de Educadores Especializados de Barcelona (CFEEB). Doce alumnos y alumnas ávidos de conocimiento y con un sinfín de interrogantes esperan en la entrada de un local del Instituto GENUS situado en la calle Balmes de la ciudad Condal.
Por fin, veía la luz un proyecto que había empezado años atrás, una idea gestada por Toni Julià, considerado el promotor de la educación especial y creador de la primera escuela de educadores especiales en España, formado en la Escuela de Educadores Especializados de Saint-Simon durante los años 1964-1967. De hecho, sus contactos con el país galo se remontan a principios de los años sesenta, impulsado por su afán de saber y gracias a la relación mantenida con Ferran Patuel, tuvo la oportunidad de visitar el Institut Pedotechnique de Touluse y varios centros de la ciudad. Es en estas idas y venidas entre Catalunya y Francia cuando Julià decide formarse y ejercer la profesión de educador especial.
Una profesión que llevará a cabo en el Foyer des Marroniers de Versalles de París hasta el día en que Frederic Boix contacta con él. Había llegado el momento de poner en marcha el proyecto para formar gente que trabajara en el terreno de lo que hoy conocemos como educación social.
Como decíamos, el CFEEB (Centro de Formación de Educadores Especializados de Barcelona), con Toni Julià como director, empezó su actividad docente en el curso de 1969-1970 llevando a cabo una formación fruto del compromiso de tres Instituciones: IRES (Instituto de Reinserción Social), GENUS, y Ayuda al subnormal de Hospitalet de Llobregat. A todo ello no debemos olvidar el establecimiento de una red de contactos internacionales que vinculaba el CFEEB más allá de los Pirineos a través del AIEJI (Asociación Internacional de Jóvenes Inadaptados), la UNESCO y el BICE (Oficina Internacional Católica de la Infancia).
Desde sus inicios, las finalidades del centro fueron claras y concisas. En primer lugar esclarecer qué era la educación especial y consecuentemente qué significaba ser un educador especializado. Se trataba de un proceso de clarificación llevado a cabo por profesionales del campo de lo social que, en definitiva, no hacían otra cosa que conectar de manera constante la formación con la práctica profesional.
De hecho, en su memoria informativa del año 1978, el CFEEB da cuentas a quién va dirigida su labor: «a aquellos profesionales que carecen de la formación adecuada que se hallan trabajando en instituciones diversas. Este planteamiento, existente desde su comienzo se debe a una doble convicción; por una parte la necesidad de acoger a las personas que están trabajando sin preparación y en deficientes condiciones institucionales, bajo constantes preguntas sin respuesta elaborada y con poca posibilidad de reformular sobre su trabajo. Y por otra parte la necesidad de utilizar la práctica para su formación, a fin de superar el academicismo y esclarecer las ansiedades que conlleva el trabajo cotidiano» (Sabaté, 1982, pp. 401-402).
Se precisaba pues, dar respuesta a interrogantes, a preguntas planteadas a tenor de las necesidades que la sociedad de finales de los años sesenta demandaba. Había llegado el momento, después del ostracismo que la dictadura franquista había impuesto a todas aquellas iniciativas relacionadas con la profesionalización de los agentes sociales, de esclarecer qué era la educación especial y qué características conformaban al educador especializado.
Así, y para comprender la realidad de una profesión –el educador especializado– que se estaba gestando a principios de los setenta, creemos oportuno remontarnos a los difusos orígenes de lo que, a fecha de hoy, conocemos por educador social en nuestro país.
Es a finales del siglo XIX y en los primeros años del XX donde dos movimientos, dos sensibilidades determinaran el impulso definitivo para la aparición de educadores especializados en el ámbito de la educación no formal. Nos referimos por un lado a una nueva concepción de la infancia que gracias al desarrollo de la psicología evolutiva y a las tesis de la Escuela Nueva sitúan al niño como protagonista de la educación −a la que se le concedió por aquel entonces un verdadero poder de transformación y de corrección de las limitaciones tanto biológicas como sociales− y a los planteamientos higienistas avalados por los avances en medicina. Un cambio de paradigma responsable de una oleada de iniciativas destinadas al control social tanto en los ámbitos sanitarios, morales como educativos.
Se distinguen, al mismo tiempo, dos líneas de actuación: por un lado una de carácter institucional responsable, a lo largo del siglo XIX del desmantelamiento de todas aquellas instituciones de carácter generalista avalada por los discursos que, desde la psicología, la sociología, la pedagogía, propiciaron la paulatina diferenciación de los distintos colectivos y problemáticas. Un proceso que supuso la especialización pero al mismo tiempo la segregación de todos aquellos individuos que no seguían la “norma” social.
Por otro lado, podemos englobar todas aquellas acciones relacionadas con la educación del tiempo libre o lo que hoy en día denominaríamos Pedagogía del Ocio.
Porque es en las filas del «escultismo», el lugar dónde muchos autores también coinciden en situar a los primeros educadores sociales responsables de una paulatina incorporación en nuestro país de las técnicas de animación del que fuera llamado el pionero del movimiento escolta, Baden Powell. Concretamente en Cataluña, situaríamos los protorígenes de los “esplais” en la primera década del siglo XX. En estas asociaciones de carácter tanto laico como religioso empiezan a florecer nuevas iniciativas educativas que se alejan cada vez más del marco penitenciario que hasta entonces venia siendo el paradigma dominante respecto al trabajo social.
Nacidas a finales del siglo XIX, en Cataluña las colonias escolares, con una intención marcadamente beneficosanitaria, recibieron un impulso definitivo a partir de 1906, cuando el Ayuntamiento de Barcelona empezó a organizarlas para los niños y niñas a fin de contrarrestar la penosa situación sanitaria y escolar en la que se encontraban muchos de esos infantes. Se trataba de una actividad pensada para la mejora de la salud corporal. La organización de estas colonias corría a cargo de la Comisión de Higiene de la Infancia. De entre las múltiples colonias que se gestaron a lo largo del siglo XX destacaremos la de Vilamar en Calafell y la de Tossa de Mar. Las dos tuvieron como director al pedagogo Artur Martorell. Así, «La República d’Infants» de Vilamar era una colonia organizada como una ciudad ideal donde convivían trescientos niños y niñas con una veintena de maestros, en ella se pretendía el autogobierno de los infantes y la educación cívica dentro de una estructura jerárquica. Martorell cuando se refiere a la experiencia que tuvo lugar en esta colonia afirmará que era un lugar de trabajo, observación e investigación (González-Agàpito, 2002, p. 324).
Otro hito de especial relevancia y relacionado con las tesis correccionalistas, se refiere a la aprobación de la Ley de tribunales para niños el 15 de agosto de 1918 y el nombramiento Ramón Albó como juez y presidente del mismo. Más adelante, concretamente en 1930 estos tribunales pasaron a denominarse Tribunal Tutelar de Menores, responsables de un conjunto de iniciativas para el amparo, el control y la corrección de niños y jóvenes en situación de exclusión social.
Si ahondamos en las iniciativas de talante correccionalista tampoco debemos dejar de mencionar las Casas de Familia cuyos orígenes se remontan a los primeros años del siglo XX. Una iniciativa de carácter privado que según consta en el escrito de Sánchez-Valverde, La Junta de protecció a la infancia de Barcelona, sirvió como modelo y referente a la mayor parte de instituciones públicas y privadas. (Sánchez-Valverde, 2009, p.60).
El máximo responsable fue Josep Pedragosa, del que sabemos que en el año 1906 ya convivía en su propio domicilio con jóvenes salidos de prisión. Lo que el religioso pretendía era ofrecerles oportunidades para un desarrollo personal y autónomo gracias a la convivencia en un grupo reducido con un trato con los adultos responsables que se asemejara a la relación parental. De hecho, Pedragosa ya habla de educadores cuando se refiere a los trabajadores que, a partir de 1908, y gracias a las actuaciones de la Junta de Protección a la Infancia, pudieron prestar sus servicios en estas instituciones que a partir de entonces empezaron a funcionar de un modo normalizado perdurando hasta nuestros días.
Luís María Folch y Torres, otro profesional responsable de la paulatina profesionalización de los educadores especializados. Este psicopedagogo autodidacta colaboró desde la primera década del siglo XX hasta 1930 en la sección de psicopedagogía del órgano del Tribunal Tutelar de Menores barcelonés, concretamente en el Laboratorio de Clasificación y Diagnóstico. Como autor prolífico nos legó obras de talante educativo como: «Un sistema educatiu a experimentar», «La rehabilitació dels infants perversos per l’educació de l’atenció voluntària» ambas publicadas en la revista Infantia Nostra en 1922, en ellas se explicita la necesidad de una educación especial para los infantes y la consiguiente formación del personal que debía atenderlos.
En tiempos de la Segunda República nos encontramos con uno de los ejemplos más interesantes de regulación profesional de la acción social en lo que a la infancia se refiere, se trata de la propuesta de creación del Instituto Pedagogía Especial a cargo de la JIPB. La propuesta planteaba la integración en un mismo plan pedagógico una serie de cursillos que ya se estaban llevando a cabo en distintos escenarios como el Seminario de Pedagogía de la Universidad de Barcelona, la Escuela de Asistencia Social, el Instituto Psicotécnico o la Escuela de Artes y Oficios.
El uno de febrero se publicó el anteproyecto del centro, en él constaban, entre otras, las siguientes propuestas: «(…) el Instituto expedirá dos diplomas: el de educadora, que habilitara para la educación de niños en su aspecto familiar o extraescolar, y el otro, que será válido para la enseñanza y educación de niños irregulares en el aspecto escolar y para la dirección de internados. Podrán aspirar a la obtención de este segundo diploma únicamente los maestros de ambos sexos» (Sánchez-Valverde, 2009, p.114-115)
Ya empezada la Guerra Civil, Frederic Godàs en el grupo benéfico Wad Ras, que en los años 1936-38 pasa a denominarse Institut Jean Jacques Rousseau, propició una serie de iniciativas las cuales tenían como principio el valor educativo del trabajo y de la función de la formación profesional. Al mismo tiempo sus planteamientos “normalizadores” de la acción socioeducativa con la infancia pueden considerarse como los pioneros en la llamada pedagogía comunitaria. Fue Godàs quien dirigió colonias infantiles con una clara influencia del que, Toni Julià denominara como unos de los precursores (sin saberlo) de la idea de la función acogedora o maternal y de la limitadora paternal, nos referimos al educador soviético Makarenko. (Sánchez-Valverde, 2000, p.15)
Tampoco podemos dejar de mencionar a Josep Joan Piquer i Jover. El que fuera Director del laboratorio Psicotécnico del Tribunal Tutelar de Menores desde el año 1939 hasta 1970, reclamó el establecimiento de una nueva profesión en el campo de lo social: un educador especializado. El motivo era bien claro, la formación específica que recibe el personal que trabaja en las instituciones de menores de post-guerra, proponiendo para tal fin, que dichos educadores tuvieran la capacidad de ejercer lo que él llamará el modelo paternalista: «el educador como padre nutricio o como sustituto de padres es indispensable en ese tipo de establecimientos. Ved, ahí, pues, como surge una nueva especialidad de trabajo, enraizada con la Pedagogía Social, que viene a sustituir y a superar los antiguos conceptos de vigilante, del celador o del ayo, no sólo en el sentido material de que a esta profesión le corresponde el cuidado de los niños fuera de las horas de clase y de taller, si no que, además, y principalmente, quienes aspiren a ella deben de asociarse de un modo activo a toda labor educadora, fuera y dentro de las horas de clase» (Planella, 2010, p.19).
Iniciativas, propuestas que no llegaron a cuajar. Años de ostracismo. Una profesión básicamente extinguida y sin apenas apoyo ni relevancia social, esta era la realidad social que se encontró Toni Julià en el momento de inaugurar el Centro de Formación de Educadores Especializados.
La urgencia consistía, por tanto, en iniciar desde el mismo centro un lento trabajo que consistía en una investigación interna constante para dilucidar el significado de la educación especial a la vez que, y debido a los interrogantes que se iban planteando a lo largo del proceso constitutivo de la escuela, se iban sucediendo cambios y transformaciones en el currículo formativo. Por otro lado, y de cara al exterior, el trabajo del CFEEB residía en la inserción de esta nueva profesión (el educador especializado) en la sociedad y concretamente en el conjunto de instituciones dedicadas a la educación.
El Centro de Formación de Educadores funcionará ininterrumpidamente hasta el curso 1979-1980 contando, además, con la supervisión a cargo del Centro de Educadores Especializados de Tolosa y la Escuela de Educadores de Versalles.
En el año 1975 se incorpora Faustino Guerau y, dos años después, otro hito importante marcará el devenir del Centro. Nos referimos al encargo, por parte del Ayuntamiento de Barcelona, de la reforma de los Asilos Municipales Infantiles con la consiguiente firma de un convenio que dio origen a los Colectivos Infantiles. Cabe destacar que fue la propia Escuela de Educadores la encargada de la gestión de esos colectivos que contaban con más de cuatrocientos niños y niñas apoyados por más de un centenar de profesionales formados, en su mayoría, en el CFEEB. Empezaba así, un intercambio continuo de experiencias y conocimientos dando origen a una retroalimentación constante entre la teoría y la práctica educativas donde la utilización de la propia praxis profesional constituía tanto en el CFEEB como en los propios Colectivos Infantiles la referencia constante a la realidad en la que debía moverse el educador.
A fin de cuentas lo que se pretendía era aportar una visión crítica sobre la información teórica, partiendo de una reflexión permanente desde la práctica educativa e institucional. Considerando, asimismo, y en su vertiente metodológica, al alumno como un adulto, capaz de participación e implicación en su propia formación.
Haciendo referencia a los contenidos del currículum del CFEEB, cabe destacar la división de los mismos en tres grandes bloques: el sector teórico, el clínico y el práctico.
El sector teórico pretendía la asimilación en profundidad de los conceptos teóricos entendiendo por asimilación, la capacidad de expresión verbal, es decir, se instaba a que el propio estudiante dominara un lenguaje propio y funcional de los conceptos tratados. Para ello se impartían materias como sociología; comunicación; derecho; antropología cultural; evolución afectiva, somática, psicomotriz e intelectual; psicología de la inadaptación y psicopedagogía.
El sector clínico tenía como objetivo la adquisición de la sensibilidad necesaria para tener en cuenta en la relación educativa, el nivel anímico profundo en la compleja gama de relaciones y vínculos que conlleva la convivencia humana y la acción educativa y reeducativa concreta. Materias cómo el análisis institucional, la sensibilización dinámica, la comunicación verbal y no verbal y el análisis de la convivencia pretendían, en parte, un profundo autoconocimiento por parte del estudiante aunque eran conscientes que para ello no bastaba con programas concretos más o menos estructurados sino que era necesaria una visión más holística y comprehensiva (1).
Por último, y si nos centramos en la parte práctica, se deduce que lo que se pretendía era perfeccionar el análisis teórico y clínico mediante el adiestramiento en técnicas de animación y socio dinámicas y también a través de la realización de talleres de lenguaje, de expresión corporal, etc.
De todo lo planteado hasta el momento, concluimos que el elemento fundamental de la formación era la síntesis intelectual y vital de los conocimientos de los tres sectores. Para ello, tanto alumnos como profesores, realizaban sesiones de síntesis que invitaban a vivir la transferencia de los conocimientos y actividades. Siendo la dialéctica el mediador, el puente de unión entre teoría y práctica así como de las relaciones personales mantenidas entre docentes y alumnos y con la propia institución.
La escuela de educadores activaba, en lo que a la formación se refiere, la construcción de lo que llamamos un práctico reflexivo de orientación sociocrítica.
Porque se observa, que la formación que se impartía estaba estrechamente vinculada a una visión constructivista del aprendizaje, entendiendo que todo el conocimiento previo del alumno se encuentra organizado en esquemas o conjuntos significativos. Por tanto, los subsistemas de saberes que debía dominar tanto el formador como más adelante el alumno serían el pedagógico, el conocimiento disciplinar y contextual y por último, el conocimiento de si mismo.
De hecho, las actividades llevadas a cabo en la escuela estaban contextualizadas y apoyadas en las concepciones previas de los estudiantes, es decir, propiciaban la reflexión, la construcción puesto que, en definitiva, eran significativas.
Al abordar los contenidos, éstos se presentaban como problemas a resolver, esquemas a integrar, hipótesis a comprobar, elementos clave para la construcción reflexiva del conocimiento. Se asumía, de ese modo, el papel del formador como el de un investigador en la acción que reflexiona, elabora y diseña su propia práctica, poseedor de un saber práctico, de recursos metodológicos, habilidades sociales y deliberativas, y por último, un buen conocedor del contexto en el cual actúa siempre con madurez emocional y autoestima.
Desde esta orientación reflexiva, el formador y el alumno debían lidiar con situaciones problemáticas que se encontraban inseridas en un contexto particular, de ahí que se concibiera como necesario formar a profesionales capaces de tomar conciencia de cómo ellos mismos elaboran la información pedagógica, y cómo esta elaboración o procesamiento de la información se proyecta sobre la práctica, ya sea la formativa en el ámbito formal o no formal.
La función última del formador en el Centro era desarrollar un conocimiento práctico y experiencial basado en la reflexión. Fomentando el aprendizaje significativo que se traducía en una transformación de las estructuras de conocimiento y valores de sus alumnos.
Hablando de la reflexión sobre la práctica, se ponían en juego distintos modos de relacionarse con ella. Por un lado se instaba a que, tanto el educador, como posteriormente el alumno fueran capaces de pensar sobre una acción, tanto a posteriori como mientras se estaba realizando una tarea determinada, en el caso que nos concierne, estaríamos hablando de la propia docencia, así como en la práctica cotidiana que debía desempeñar un educador social.
Así, desde la reflexión en la acción, se instaba a pensar qué es lo que se hace en el mismo momento en que estamos realizando una actividad, posibilitando, de ese modo, la reorganización de todo aquello que se lleva a cabo en el mismo momento en el que lo estamos realizando, transformando y modificando nuestra comprensión de la situación problemática. Del mismo modo, también es posible pensar después, o bien, parar una acción concreta y razonar lo que acabamos de llevar a término, de tal modo que existe la posibilidad de volver a empezar de una manera diferente. (Schön, 1992, p. 56)
Si nos situamos en la reflexión sobre la reflexión en la acción, estamos hablando del análisis sobre la reflexión en la acción. Actividad que, sin duda, facilita la reconstrucción y comprensión a posteriori y de manera retrospectiva no sólo centrándose en las cuestiones problemáticas que hayan podido acontecer sino también en la manera cómo se ha entendido y formulado el problema sin descartar, en ningún momento, los valores, las teorías y el modo de comprender la realidad. A esos efectos cabe destacar la ingente labor que para el desarrollo de la reflexión sobre la acción llevó a cabo Toni Julià. Para este educador, era fundamental la supervisión, puesto que gracias a este dispositivo era posible «hacer la reflexión de la práctica para poder modificar permanentemente la práctica educativa y, por tanto el proyecto educativo (…) También la supervisión tiene que ver con la modificación de la estructura institucional en la que se realiza dicha práctica, por tanto, uno de los objetivos sería no tanto la renovación o modificación… pero sí analizar la dinámica institucional». (Julià)
En definitiva y tal y como argumenta Esteve (1989) se llevaba a cabo en CFEEB un aprendizaje que era instructivo en un primer momento, pero formativo a medida que los distintos saberes se iban interiorizando, y educativo una vez se podían llevar a la práctica.
Asimismo, y si nos centramos en la visión sociocrítica, la educación en el CFEEB era entendida como una actividad social, un quehacer político que pretendía, no sólo comprender el mundo, sino cambiarlo. Se trataba de una praxis emancipadora y concienciadora donde el formador y el alumno adquirían un bagaje principalmente social y político.
Se instaba, entonces, a la construcción de teoría educativa, mediante la reflexión sobre los propios conocimientos prácticos. Pero, a mediados de los años setenta, y ya con Faustino Guerau como director, el centro empezó a abrir las puertas a alumnos que no trabajaban. La transformación del entorno social donde cada vez eran más los estudiantes que optaban por esa vía profesional una vez terminados sus estudios demandaba, que a partir de entonces, se empezara a minimizar la reflexión a partir de la práctica, hecho que propició un fortalecimiento del sector teórico de la formación.
En 1980, el CFEEB cierra sus puertas, pero es la nueva escuela Flor de Maig, dependiente de la Diputación de Barcelona, la que ofrece la oportunidad a todos aquellos educadores sociales de continuar su formación para una profesión que cada vez contaba con más adeptos y reconocimiento social, tanto es así que, en 1991 se aprobó el título universitario en forma de diplomatura de Educación Social.
Muchas son las voces que nos alertan, nos hacen ver cómo el proyecto universitario referente a la Educación Social se ha construido a espaldas a la realidad y demasiado ligado a algunas materias propias de la pedagogía o del magisterio pero que, desgraciadamente, no sustentan suficientemente la formación de los educadores sociales. Por así decirlo, parece como si hubiera habido un periodo de amnesia, en el cual se quedaron por el camino, incluso podríamos decir, se negaron, aquellos contenidos que, por ejemplo, y a nuestro entender muy acertadamente, aportaba el CFEEB propiciando la formación para devenir un profesional práctico reflexivo.
Lamentablemente hemos asistido a una progresiva desvinculación con la práctica, ahora en las facultades, quien forma a los educadores sociales, en la mayoría de los casos, no ejerce profesionalmente como educador social, y ni mucho menos es un práctico reflexivo, ni tan sólo en su tarea como docente.
Pero es bien sabido que en ningún caso se puede culpabilizar de “todos los males” a la universidad, de hecho, Toni Julià, también era consciente del papel que jugaron los propios educadores sociales a la hora de determinar cuáles eran los límites y características propias de su profesión, así como la desvinculación entre teoría y práctica. Sus palabras escritas en el libro de Planella y Vilar L’educació social: projectes, perspectives i camins, dan fe de ello: «Actualmente, algunos educadores sociales reivindican que su función no es la atención directa, sino la planificación, dirección y gestión de proyectos. La atención directa es asumida por otros profesionales, hecho que genera una escisión dentro del mismo colectivo. No se hubiera llegado de ninguna manera a esta situación si la reflexión y las elaboraciones conceptuales se hubieran enriquecido por la práctica de los profesionales quince años atrás, cuando se gestaba la diplomatura» (Planella, 2003, p.45).
Esta misma perspectiva crítica que apuntaba Julià sobre el papel de los profesionales, en la definición y la comprensión de su propia profesión también es planteada por Sáez: «Des del mundo de la experiencia, los propios educadores sociales (en otro tiempo educadores especializados, animadores, educadores de adultos) no han hecho mucho por comprender sólidamente su tarea (…) En esta labor podría haber colaborado la Universidad, el otro colectivo implicado, aunque más indirectamente implicado, en la expansión y legitimación de los educadores sociales. Pero no ha sido así o lo ha sido muy escasamente» (Sáez 1993, p.30).
Nos encontramos, pues, con una profesión, la del educador social, destinada a la acción, al contacto directo con las personas, que se desenvuelve en la complejidad de un mundo cambiante. Una profesión cuya formación no sólo debe legitimar su ejercicio profesional, sino que debe, y como ya hemos apuntado anteriormente, formar a prácticos reflexivos sociocríticos.
Por desgracia, la universidad, se encuentra todavía anclada en un paradigma formativo del que podríamos llamar técnico academicista. Desde este enfoque influenciado por la racionalidad técnica se fomenta un saber instrumental basado en la resolución de conflictos mediante el entrenamiento, de ahí que se apliquen conocimientos generales a casos particulares. El docente será, entonces, un técnico experto, un mero transmisor de conocimientos y, consecuentemente el alumno difícilmente llegará a poseer todas aquellas destrezas y habilidades, tanto prácticas como reflexivas, que le permitirán ejercer como es debido la compleja labor de educador social.
A raíz de lo explicitado hasta el momento, creemos revelador citar otra elocuente reflexión de Toni Julià que ejemplifica a la perfección su malestar ante los paradigmas científicos que orientan la práctica y la teoría de la Educación Social: «El orden, la reflexión y la búsqueda de referentes conceptuales no es arbitrario. En la formación de los educadores, como es un campo nuevo, es necesario reflexionar sobre lo que conlleva la práctica educativa, sin miedos ni vergüenzas de no cumplir con algunos referentes conceptuales que nos han impuesto sabios de ocasión o teóricos sin ninguna práctica, es decir, vacíos. Pero para eso se debe aceptar que todo lo que sucede a los educadores en su relación educativa difícilmente puede ser incluido en el paradigma científico que nos obliga que las cosas que descubrimos puedan ser generalizadas y que los conceptos puedan ser universales» (Cacho, 1998, p.13).
La pedagogía Social, queda en entredicho, las palabras de Julià ponen de manifiesto la desazón de un Educador social, ante lo que el considera una intromisión de esta rama de la Pedagogía cuya finalidad es el estudio de la Educación Social, aportando las bases teóricas que guiaran la práctica profesional.
Pero como es sabido, y de ello nos informan Planella, Villar (2003) y Sáez (2003), la Pedagogía Social y la Educación Social son construcciones históricas y, por tanto, resultado de los deseos e intereses del ser humano. Asimismo, la construcción de la Pedagogía Social ha sido diferente de la profesión de Educador Social, pero tal vez, se cuestionan estos autores, sea pertinente promover un encuentro, hacer un esfuerzo para que la reconstrucción en los últimos tiempos trate de responder a estos criterios de convergencia que implican a la Pedagogía Social como matriz y código disciplinar que desea recrear un campo de conocimiento y la Educación Social como profesión.
Es evidente que se precisa de nuevos aires, nuevas ideas, desde la ética, la estética y la política, aportaciones que deben guiar no solo la práctica docente sino también los contenidos, las relaciones con la teoría y la práctica.
Contamos desde el año 2004 con un código deontológico del Educador Social, redactado el por la Junta de Gobierno de ASEDES fundamentándose en la Constitución Española, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención Europea para la Salvaguardia de los Derechos de las Personas, la Carta Social Europea, y en la Convención sobre los Derechos de los Niños anunciados en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
En él se establece como un «conjunto de normas que orientan la acción y conducta profesional, que ayudan al educador y a la educadora en el ejercicio de su profesión y mejoran la calidad del trabajo que se ofrece a la ciudadanía» (ASEDES, 2004).
Pecaríamos de ilusos si consideráramos suficiente la existencia de unas normas para el desarrollo ético de una profesión. Del mismo modo nos preguntamos si en la universidad se prepara para reconocer los aspectos éticos del ejercicio profesional y para comprender las consecuencias sociales del trabajo en cuestión. Como ya hemos señalado en líneas anteriores, hasta ahora la formación universitaria de los educadores sociales ha sido meramente técnica, desdeñando las dimensiones éticas que tanto formadores como profesionales deberían poseer. Por ello, desde la universidad se debe contribuir a que los futuros educadores sociales desarrollen una visión y sentido moral que pueda guiar su práctica y refleje en sus acciones un conjunto de virtudes morales.
De ahí que urja fomentar en los alumnos el desarrollo de lo que Puig (1996) llama la personalidad moral mediante estrategias y prácticas capaces de desarrollar las distintas dimensiones de la personalidad moral.
Estas dimensiones las podríamos clasificar en:
Desde una perspectiva filosófica-hermenéutica tal y tal como apunta Cinthya Farina (2005, p. 125), podríamos hablar del cuidado de sí. Esta actividad trata básicamente de «preguntarse por las palabras y las cosas que el sujeto pone en relación y que dan sentido a su existencia» o en su caso a su quehacer profesional. Trata de preguntarse acerca de lo que le permiten, impiden y omiten esas relaciones. Por ello esa práctica de sí nos acerca a los pactos y elecciones que uno hace consigo mismo –en relación a los vínculos que establece con los demás- que la adhesión o cumplimiento de órdenes morales o deontológicas.
Se trata de hacer de nuestra actividad profesional algo bello, virtuoso, justo y en este punto es, sin lugar a dudas, donde interviene la palabra, el diálogo. Porque es a través de él que los sujetos hacen visible y comprensible la experiencia, y a través de las cuales se hacen visibles a sí mismos en el mundo. Porque nosotros, seres humanos, dependemos de los tipos de relaciones discursivas que manejamos, por ello «no es sujeto quien conduce el proceso de producción de sentido sobre lo que pasa en el mundo sino que son las asociaciones las que producen subjetividad» (Farina, 2005, p. 126).
Viviendo en el lenguaje, siendo lenguaje, dando la palabra al otro, recogiéndola, interpretándola y comprendiéndola, es así como, a la vez nos autocomprendemos. A tenor de los tiempos que nos ha tocado vivir, donde la razón científico técnica impera por doquier, emerge la hermenéutica, entendida como una teoría de la praxis, una especie de arte o técnica de la interpretación, que según las palabras de H.G. Gadamer desea descifrar el sentido de la creación cultural humana y que sin duda puede ser aplicada al aprendizaje humano.
Porque sólo con el ejercicio de la acción pedagógico-hermenéutica será posible entonces la emergencia del sujeto capaz de convertirse en agente consciente de interpretación, creación y transformación. (Esteban, 2002, p. 107)
Llegamos al punto de abordar, la que podríamos considerar como la vertiente más política. Sin duda debemos hacernos eco, tal y como lo hizo Toni Julià en su momento, de todas aquellas aportaciones que, desde la Pedagogía Institucional intentaron, desde la autogestión conseguir un cambio político. Estas propuestas consideraban la escuela como una institución social regida por normas, donde se confrontan dos tipos de instituciones: las instituciones internas (dimensión estructural de grupos, actividades, intercambios, etc.) y las instituciones externas (dirección, inspección, reglamentos, ministerios, etc). Solo será posible la autogestión, solo los alumnos gozarán de palabra si se desmontan las instituciones externas. Surgen así, las “contrainstituciones”, obligadas a cuestionar constantemente la obstaculización procedente de las instituciones externas. Este cuestionamiento da lugar al análisis institucional, objetivo prioritario y permanente de la autogestión pedagógica y, si recordamos también, parte clave en el currículo del CFEEB.
Pero cabe reconocer que uno de los errores que cometieron los institucionalistas, y también el Centro de Formación de Educadores especializados, y los Colectivos Infantiles (Sabaté, 1982), fue, sin duda, el menosprecio en el momento de valorar la fuerza de la institución externa a la cual querían confrontarse (Moreu, 2000, p.166).
Debemos ser conscientes de la fuerza de la pedagogía institucionalizada (que no institucional) (Farina, 2005), aquella que aspira a la sedimentación, a la permanencia y a la constitución de formas de dominio, luchas de poder cuyas consecuencias las encontramos, por ejemplo, en la permanencia o desaparición de asignaturas en el currículum universitario, de diferentes modos, técnicas o metodologías de generar nuevo conocimiento, de relacionarse con la teoría o la práctica educativa, etc.
¿Cómo combatirla? Quizás, y como nos sugiere Cinthya Farina, sea a través de estrategias que no pretendan ser perennes sino que sirvan como un artefacto estético-político y hermenéutico capaz de hacer visibles los regímenes de fuerza y del mismo modo hagan posible y potencien la diversidad, la heterogeneidad. Simplemente cabría reconocer unas prácticas pedagógicas que acepten la inestabilidad en su manera de hacer. No pretendamos vencer a la pedagogía institucionalizada. No caigamos en la misma trampa que Julià, o los impulsores de la Pedagogía Institucional, no podemos sustituir completamente las formas dominantes de lo pedagógico, actuemos pues para construir artefactos para poder deslizarnos sobre ellos. Unos artefactos que sin duda tiene nombre propio, entre ellos, estaría la supervisión. Una supervisión crítica, una supervisión hermenéutica.
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(1)- Las influencias que Julià recibió de Tosquelles y Oury, precursores de la Psicoterapia Institucional, quedan reflejadas en el currículo del CFEEB.