Benet Gordaliza. Educador Social. Comunidad Infantil de Sant Andreu. DGAIA (Direcció General d’Atenció a la Infància i l’Adolescència. Departament de Benestar i Família. Generalitat de Catalunya).
¿Estamos preparados los educadores/as sociales para tratar a enfermos mentales? Técnicamente puede que sí, pero en nuestra práctica nos encontramos en situaciones donde si se hace difícil lo cotidiano sólo hace falta que añadamos una dificultad. En un centro hay una gran complejidad de casos y una amplitud de dificultades. No educamos a individuos aislados, sino en grupos heterogéneos y no siempre las condiciones que tenemos son ideales. Una enfermedad mental afecta al individuo que la sufre y a los que le rodean. Ante una dificultad así hemos de sacar nuestra capacidad de superación (calidad que parece innata a nuestra profesión) e ir aplicando lo que vamos aprendiendo en la convivencia.
Esta es mi experiencia como educador de un niño enfermo mental en un Centro Residencial de Acción Educativa.
En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como Don Quijote los vio, dijo a su escudero:
-[…] ves allí amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles la vida […]
– ¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.
– Aquellos que allí ves -respondió su amo- de los brazos largos […].
– Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento […].
– Bien parece -respondió Don Quijote- que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, […] que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento y no gigantes […]. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho…
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha
En nuestra formación como educadores y educadoras sociales podemos aprender qué es una enfermedad mental y qué tipos de enfermedades mentales hay. Tenemos la creencia que cuando aparecen los síntomas será un profesional de la salud mental (psicólogo/a y/o psiquiatra) el que los detectará, diagnosticará y hará un tratamiento; nos recetarán una medicación y nos darán una fórmula (mágica!) que nos dirá qué hemos de hacer ante la persona que presenta esta patología; pero la realidad no es así, al menos en mi experiencia.
Te encuentras ante alguien que ve molinos de viento allá donde tú no los ves y que cuando sale desesperado a luchar, no sólo no te escucha sino que, además, cree que los has puesto tú.
Aprendemos y sabemos sobre enfermedades mentales, pero debemos aprender a convivir con quien las sufre y descubrir cómo ayudarlo. La psicología y la psiquiatría nos darán sus herramientas para entenderlo, pero nosotros no podremos actuar desde esta disciplina. Nosotros debemos educar y, en este caso, hacerlo más que nunca en la individualidad. Debemos pensar que entramos en un laberinto, no conocemos la salida, pero no tenemos más remedio que tirar adelante.
La intervención educativa ante un enfermo mental debe basarse en la observación; hay que estar muy pendiente, es como una partida de ajedrez donde debes estar muy seguro de los movimientos que haces y, además, prever cómo moverá las fichas el otro y qué repercusiones tendrá esto, ya que alguna jugada puede ser irreversible.
Albert es un niño de 11 años que está en el Centro desde que tiene 4. A partir de los 7 comenzó a presentar una serie de síntomas que no dejaron dudas sobre su diagnóstico, todos lo tuvieron claro: Albert sufría una psicosis infantil.
Esto comporta dos cosas: cómo le afecta a él y cómo afecta al resto. Sus conductas imprevisibles y desorganizadas hacen que todos estemos pendientes de él, educadores/as y compañeros/as. Los otros niños y niñas no entienden qué es lo que le pasa. Un niño aparentemente normal pero que hace cosas extrañas: “no lo aguanto, abre la puerta y grita”, dice Judith, que es una de las que tiene que aguantarlo.
Albert está con nosotros, juega en el parque como el resto, se sienta en la mesa y come lo mismo, pero tiene cosas raras. De repente, parece estar en otro mundo. Cuando tenía 9 años durante una temporada protagonizó diversas escapadas; al cabo de una hora te telefoneaba un familiar para decirte que había ido en bicicleta hasta su casa (atravesando solo media Barcelona), o llamaba la Guardia Urbana de Sabadell diciendo que lo habían encontrado en el tren.
“Me pongo nervioso y por eso lo hago”, era y ha sido siempre su excusa. “Los nervios” lo han justificado siempre todo: agresiones a los adultos, destrozos del mobiliario, etc.
Pero con esto no hay suficiente para evitar el miedo del resto cuando asisten a sus crisis. Con el tiempo nos hemos ido acostumbrando a ver esto como algo normal, el convivir con él y con sus “nervios”. Ya no hacemos caso, tampoco, a su exhibicionismo, ni a sus provocaciones.
A él, también le afecta su enfermedad e intenta explicarte qué es lo que le pasa. Escucha una voz, una voz que le dice lo que debe hacer, una voz de alguien que no conoce. Otras veces hay un grupo de gente que entra dentro del su cabeza y allí se instalan y lo controlan. Estas alucinaciones que tiene lo paralizan y lo atormentan hasta el punto de no desear quedarse solo en ningún momento. En alguna ocasión en que la actividad alucinatoria es alta, se va al lavabo con un walky-talky para poder estar en contacto contigo y avisarte si le pasa alguna cosa.
Otro tormento que padece son los fenómenos corporales: no quiere llevar calzado porque siente los pies atrapados y no soporta el contacto de según que tipo de tejidos con su cuerpo.
A todo esto hay que añadir, según Albert, que todos estamos en contra de él, todos le queremos hacer daño y hacemos las cosas para fastidiarle. Estas ideas paranoicas le hacen estar receloso de ti.
Como tutor de un enfermo mental a veces te encuentras que eres objeto de su ira porque eres quien le quiere controlar, otras veces eres a quien recurre para refugiarse de “la voz”; eres a quien odia y a quien quiere.
¿Cómo me siento yo ante él? Todo un cúmulo de sentimientos se ponen en juego: de estima cuando ves que hay reciprocidad; de odio cuando aboca en ti toda su violencia y te culpa de todos sus males; y de compasión cuando en medio de una crisis te pide ayuda o cuando piensas en su futuro. Pero con el paso del tiempo, cuando comienzas a entenderle dejas al margen todos los sentimientos más pasionales y lo racionalizas. Estableces un vínculo fruto del deseo de ayudarlo y de su necesidad de ayuda; tu vínculo y tu sentimiento responden a un proyecto profesional, a un proyecto educativo.
Cuando Albert está en un momento de crisis y es capaz de pedirte ayuda, cuando te explica que oye una voz y confía en ti, que le creerás y que lo ayudarás para que esta voz no le moleste, descubres que hay una transferencia, que has creado un vínculo que te pone en una situación privilegiada para ayudarlo. Es cuando tu intervención educativa llega a ser positivizadora y cuando ves que lo que te ha de mover es el proyecto que has empezado.
Por suerte este trabajo nuestro, una de las mejores cosas que tiene es el trabajo en grupo, no estás “solo ante el peligro”, tienes un grupo de gente que no sólo participa de este proyecto que es común, sino que te da ánimos y está a tu lado.
Construimos a su alrededor un andamio que lo sujetará: escuela especial, tratamiento psicológico, psiquiátrico, actividades especiales, etc., pero también intentamos no desvincularle del circuito normalizador: Albert va a un centro de recreo del barrio y participa en las actividades de vacaciones, también se desplaza solo por el barrio para ir a una actividad deportiva y a comprar (a pesar de creer que a veces alguien le sigue).
Cuando aparece la voz no puedes discutir con él si es real o no, él tiene la certeza, él la oye; lo que podemos hacer por él es ayudarle a cuestionar lo que le dice y si le debe hacer caso; debes ayudarle a contactar con la realidad, ayudarle a distinguir las fantasías de la televisión de las realidades.
Albert tiene dificultades para desenvolverse en la vida cotidiana, pide ayuda para todo, pero no debemos intentar hacerle dependendiente; de alguna manera debe ver sus dificultades y hacerse responsable (en cierta medida) de si mismo.
Hemos conseguido que encuentre su lugar en el Centro, buscando cosas que lo vinculen: es el encargado de las plantas, las va a comprar, las trasplanta y las riega; las plantas son su responsabilidad, una cosa que en sus manos va creciendo.
La asamblea de niños y niñas del Centro es un instrumento que regula su conducta, de manera contenida y entre iguales; él puede ver las molestias que sus actuaciones provocan y hacer propósitos de enmienda. La presión que el grupo ejerce también es una herramienta educativa.
Lo más importante para un educador/a ante un enfermo mental es observar y aprender. Ir probando cuáles son las cosas que le pueden ayudar, pero sobre todo las cosas que apaciguan sus inquietudes.
Cuando nos planteamos su Proyecto Educativo Individual (PEI), debemos hacerlo sobre todo pensando en las cosas que podemos rescatar, allá donde veamos una rendija por donde poder vislumbrar la luz.
Hay que darle seguridad, que él note que su mundo no se desmontará, que nosotros aguantaremos la estructura. Ser muy coherentes, mantener siempre las mismas rutinas y coordinar las intervenciones entre los educadores/as. Su alrededor debe estar siempre igual, los cambios deben hacerse con él; si movemos un mueble de lugar, él ha de participar. Su progreso dependerá del hecho que vayamos encontrando formas de estabilizarlo y de irlas aumentando.
No deberíamos discutirle si lo que ve son gigantes o molinos de viento, lo que debemos hacer es plantearle que no hace falta luchar contra ellos; lo mejor es continuar cabalgando.