Carles Vila Mumbrú. Educador social, profesional de juventud y profesor de la Universidad de Barcelona
El concepto que los educadores y las educadoras tenemos de las personas jóvenes y de las juventudes que viven, el adulto-centrismo y el rol de poder de las instituciones y del lugar de trabajo, la distancia generacional actual, la mirada desde unos valores sólidos a una realidad líquida, cómo y desde dónde educadores y educadoras miramos y escuchamos a las personas jóvenes y el concepto de educación constituyen elementos que caracterizan y condicionan las relaciones (socio)educativas y los procesos de acompañamiento a las personas jóvenes. Los espacios de reflexión, el silencio y el autoconocimiento constituyen herramientas que contribuyen a tomar más consciencia de cuáles son esos elementos y a tener más criterio y más matices para decidir cuáles son los ingredientes que se aportan a una relación (socio)educativa y, también, para reconocer mejor los ingredientes que aporta el o la joven o grupo de jóvenes a la relación. Para comprender a las personas jóvenes y las juventudes que viven, con todas sus circunstancias personales y contextuales, con el fin de acompañarlas con plenitud y generosidad en un trayecto compartido, es necesario estar dispuestos y dispuestas y disponibles para conocer y formarse con una actitud crítica, de apertura y de lucha.
There are several elements that constitute, characterize and condition the (socio) educational relationships and processes of accompaniment of young people. Firstly, the idea that educators have about young people and “youths”, adult-centrism, role of power of institutions and jobs play a big role. Furthermore, the current generational gap, as well as the shift from solid values to a liquid reality have a significant impact. Moreover, how and from where educators look and listen to young people and the concept of education that is held by them are strong factors in this fundamental relationship. Spaces for reflection, silence and self-knowledge are tools that contribute to becoming more aware of what those elements are and to having more criteria and more nuances to decide what are the ingredients that educators contribute to an (socio) educational relationship and, also, to better recognize the ingredients that a young person or group of young people contribute to the relationship. To understand young people and “youths”, with all their personal and contextual circumstances, in order to accompany them fully and generously on a shared journey, it is necessary to be ready and available to knowledge and training with a critical, openness and struggle attitude.
Empezamos este artículo agradeciendo a la coordinación de la RES la invitación a participar en la edición de este monográfico sobre “Educación Social y Juventud”, por la confianza en aceptar el planteamiento y el texto introductorio de invitación a otros autores, y por la confianza por el encargo de un artículo marco, que nos ha ayudado a ordenar ciertas ideas desarrolladas en la práctica profesional, académica y formativa.
Por otro lado, celebramos la apuesta por un monográfico dedicado a la educación social y las personas jóvenes, porque, aunque somos conscientes que existe cierto rechazo en algunos sectores académicos y profesionales a segmentar la población, este caso por edades, cuando hablamos de educación social, estamos convencidos que las juventudes que viven los y las jóvenes en nuestra sociedad requieren de una mirada específica, y que por el hecho de ellos y ellas ser jóvenes y nosotros y nosotras adultos nuestra mirada nos sitúa en (o la realizamos desde) cierto lugar, profesional, institucional, al que hay que prestar atención. Todo ello, en beneficio de la propia práctica socioeducativa y, por tanto, de las personas jóvenes para, con y desde quienes trabajamos. No estamos de acuerdo en que focalizar la atención en esta franja de la población constituya una división social, sino que es la negación de la categoría juventud la que enmascara la sumisión de las personas jóvenes al mundo y las decisiones de las personas adultas (Comas, 2011).
Hemos aportado al artículo elementos a raíz de las reflexiones y conclusiones que hemos elaborado en los últimos años gracias al ejercicio de la propia profesión, entre la educación social y el trabajo con jóvenes en el marco de las políticas de juventud; así como de la ordenación de ideas y contenidos que hemos realizado para la docencia y para la formación de estudiantes de Educación Social, profesionales de la acción socioeducativa con jóvenes en distintos marcos institucionales y con distintos encargos: profesionales de las políticas de juventud, profesores de Secundaria y de Formación Profesional, etc… También, de los aprendizajes y conclusiones a raíz de participar en proyectos e investigaciones sobre los profesionales que trabajan con jóvenes, la participación juvenil y el empoderamiento juvenil. Y finalmente, de los aprendizajes que da la propia vida, a nivel personal y a nivel profesional, y en la retroalimentación de ambos ámbitos.[1]
Así, hemos aportado algunas referencias para ilustrar la concepción de las personas jóvenes que tenemos desde el mundo adulto, institucional, con visiones desde la antropología y la sociología.
Hemos centrado el artículo en reflexionar sobre cómo miramos a las personas jóvenes con las que trabajamos, desde dónde las miramos, escuchamos y acompañamos, y en qué tenemos que estar preparados y preparadas y dispuestos y dispuestas para comprender, aceptar, no juzgar y acompañar mejor. El autoconocimiento y la formación se evidencian relevantes para no proyectar tanto o, por lo menos, para ser conscientes de ello y poder reducir las debilidades y las amenazas que conllevan esas proyecciones para la acción socioeducativa y para las propias personas jóvenes.
Existe una importante diversidad de profesionales que trabajan con jóvenes, con diferentes encargos o con funciones distintas, desde diferentes perspectivas y enfoques, desde diferentes disciplinas, que trabajan con metodologías diversas y en marcos organizacionales diferentes (Vila, 2017). Si algo tienen todos en común para poder realizar su función adecuadamente es la necesidad de conocer la realidad juvenil, que es cambiante, y comprenderla y aceptarla. Y, por otro lado, aquellos y aquellas que tienen contacto directo con jóvenes comparten la necesidad de establecer vínculo y de construir, con ellos y ellas, una relación (socio)educativa, cuestión de la cuál nos ocuparemos más adelante.
Cuando hablamos de trabajo con jóvenes o de acción socioeducativa con jóvenes a menudo se mezclan dos conceptos distintos, aunque estén relacionados: la adolescencia y la juventud. A veces, utilizamos uno u otro para referirnos a cuestiones distintas, pero, a veces, los utilizamos de manera indistinta para referirnos a lo mismo; por ejemplo, cuando nos referimos a las experiencias que viven chavales de 16 a 18 años. Incluso hay profesionales (educadores sociales, profesores de Secundaria…) que se refieren a ellos y ellas como niños y niñas, probablemente a raíz de la Convención sobre los Derechos del Niño (Naciones Unidas, 1989), que utiliza esos vocablos para referirse a las personas hasta que cumplen los 18 años. No utilizaremos aquí esos términos, ya que pensamos que infantilizan todavía más, con la estigmatización y dificultades que conlleva, a las personas de esas edades.
Tal y como argumenta Carlos Sánchez-Valverde (2016), el lenguaje no es neutro y el uso de un vocablo u otro no es banal y conlleva una manera de mirar el mundo y de hacer el mundo y, por tanto, en nuestro caso, puede conllevar una manera de mirar a las personas con las que trabajamos, y una manera de trabajar con ellas, con una determinada perspectiva u otra. Hablaremos de la mirada de las personas adultas a las personas adolescentes y jóvenes más adelante.
En ese sentido, nos referimos a adolescencias cuando hablamos de las experiencias vitales y los comportamientos y actitudes que tienen los chicos y las chicas en el periodo comprendido desde el momento en que se inicia la pubertad hasta aproximadamente la mayoría de edad o un poco más allá. No nos referiremos a la etapa de maduración total del cuerpo y de construcción del cerebro que la neurociencia nos dice que, de mediana, en ciertos aspectos como el área cerebral motivacional, dura hasta los 34 años (Bueno, 2017), ni al alargamiento de los comportamientos propios de la adolescencia que ocurren hasta una edad mucho más avanzada del fin de la pubertad,[2] probablemente a raíz de la falta de oportunidades, de la mirada adulta e institucional a las juventudes y de la sobreprotección de los y las adolescentes por parte de las personas adultas (Funes, 2016).
Y nos referimos a juventudes cuando hablamos de las experiencias que la gran diversidad de jóvenes de nuestro territorio tiene en el actual contexto social, cultural, económico e histórico, aceptando la categoría de joven como persona entre los 16 y los 29 años.[3]
Siendo conscientes de que, por un lado, la construcción de la categoría juventud conlleva una homogenización que oculta características como la clase, la etnia, el género, la orientación sexual o la religión (Sánchez y Hakim, 2014) y, por otro lado, que la negación de la juventud al considerarla sólo una etapa transitoria en la vida de las personas ha contribuido a limitar los derechos de ciudadanía activa de las personas jóvenes (Comas, 2011), optamos por referirnos a las juventudes, en plural, que viven las personas con quienes trabajamos, de aquello que caracteriza su generación, su época, sus prácticas afirmativas de su identidad individual, grupal y colectiva, de cómo viven sus transiciones emancipadoras y las dificultades que conllevan, de cómo ejercen o no su plena ciudadanía y de cuáles son las facilidades y las dificultades de ese ejercicio.
No nos referimos al concepto de juventud de Paulo Freire basado en que somos jóvenes en la medida que luchando vamos superando prejuicios, vivimos profundamente los problemas en los que la experiencia social nos coloca y asumimos la dramatización de reinventar el mundo (Freire, 1997), es decir, a una actitud que no tiene por qué tener nada que ver con la edad o con cualquier categorización sociológica. Sí nos referiremos a ello más adelante en relación a la actitud.
Utilizaremos, pues, los términos según los matices expuestos, aunque nos permitiremos alguna licencia literaria para huir de la repetición y de la reiteración en algún caso, convencidos que no se alterará el significado del discurso ni llevará a confusión alguna.[4]
Por otro lado, cuando nos referimos a personas adultas nos referimos a personas a partir de media edad, a personas que notan el cambio generacional, que como diremos más adelante, se formaron y vivieron sus juventudes con valores propios de la modernidad sólida.
La calidad de nuestra práctica profesional estará, en parte, en función del conocimiento que tengamos de aquello que caracteriza las adolescencias y las juventudes de las personas con quienes trabajamos.
Y, también, de acuerdo con la concepción freireana de juventud que acabamos de mencionar, ahora sí en ese sentido, la calidad de nuestro trabajo (socio)educativo dependerá de cuánta más juventud tengamos, nosotros, nosotras y las personas jóvenes con las que trabajamos, ya que más posibilitará comunicarse con la juventud, y contribuirá a mantenerse joven (Freire, 1997).
Existen organismos que se dedican a recopilar y analizar datos sobre la juventud actual, por ejemplo, el Observatorio del Instituto de la Juventud de España (INJUVE),[5] que elabora el Informe de la Juventud en España y edita la Revista Estudios de Juventud, el Centro Reina Sofía sobre Adolescencia, a través del Proyecto Scopio,[6] o en Cataluña, el Observatorio Catalán de la Juventud,[7] que, entre otros estudios, elabora cada cinco años la Encuesta a la Juventud de Cataluña.[8] En éstas y en otras publicaciones, como señalábamos recientemente (Vila, 2019), podemos encontrar datos e interpretaciones sociológicas de esos datos que nos pueden ayudar a diseñar y desarrollar mejor nuestro trabajo con adolescentes y jóvenes.
Cuánto más conocimiento tengamos de las realidades y los contextos en los que viven las personas jóvenes con quienes trabajamos, mejor las comprenderemos y mejor las podremos acompañar. De la misma manera, también podremos ajustar mejor algunos aspectos de la acción socioeducativa y/o tendremos más herramientas para justificar la conveniencia de dedicar más recursos a trabajar ciertos aspectos de las personas jóvenes, sea la promoción de derechos, la cobertura de necesidades o el fomento de oportunidades, etc… O también, ampliar los recursos y centros existentes, y la red de los sistemas de atención y protección y mejorar las condiciones de las personas que trabajan en ello.
Cuando preguntamos qué caracteriza a las personas jóvenes podemos obtener respuestas de índole muy variada que evidencian que podemos poner el foco en distintos lugares y ello nos llevará a contemplar a las personas jóvenes, y a las juventudes que viven, de maneras distintas, aunque puedan ser complementarias. El foco, la mirada, marcará nuestra manera de trabajar y de estar con las personas jóvenes.
Hay algunas respuestas a esa pregunta que hacen referencia a una generación, a las generaciones, con cierta coincidencia con las décadas, poniendo énfasis en los consumos culturales, sobretodo musicales, y en las expresiones artísticas y estéticas que de ello se derivan, así como en los usos de las redes sociales y el vocabulario y otros parámetros que caracterizan alguna de ellas (millenials, generación Z, etc.) (Feixa, 2001; Feixa, Fernández-Planells y Figueras-Maz, 2016).
Otras ponen el foco en las transiciones, es decir, en la perspectiva tradicional sobre la línea emancipadora hacia la vida adulta, que concibe la juventud como el tramo biográfico que va desde la emergencia de la pubertad física hasta la adquisición de la emancipación familiar plena (Casal, García, Merino y Quesada, 2006). Es decir, la etapa de la vida caracterizada por la finalización de los estudios, encontrar un trabajo, emanciparse del domicilio familiar y crear una familia.
No obstante, la realidad social y económica actual ha llevado a desdibujar estas trayectorias emancipadoras juveniles más tradicionales, que se han convertido en más inestables y vulnerables (Merino, 2019), dibujándose actualmente no una sino ocho trayectorias distintas [9] (Serracant, 2018), hecho que debilita, también, las formas tradicionales de generar identidades colectivas (Soler, 2013).
Otras respuestas hacen referencia a cuestiones que contemplan la juventud como una etapa plena de la vida, con una mirada positiva hacia todo aquello que tienen las personas jóvenes y no una mirada negativa hacia aquello que (todavía) no tienen, es decir, ponen el foco en la experimentación, las expresiones culturales y artísticas, los consumos, etc. (Llopart y Serracant, 2004).
Hace unos años, Domingo Comas criticaba aquello que se pedía a la gente joven al considerar que no se les consideraba ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho:
“Visto en perspectiva y a lo largo de tres décadas, en casi toda Europa y de una forma muy concreta en España, se les ha pedido a los jóvenes que no asuman alternativas y proyectos sociales y políticos propios, que se sacrifiquen y que esperen a ser mayores (personas emancipadas, con autonomía personal y en España con piso en propiedad) para, entonces, convertirse en adultos activos. Una emancipación idealizada que en la práctica no siempre se alcanza y que cuando se consigue se procura mantener rehuyendo el compromiso social. En compensación y quizá a cambio de posponer este objetivo, a cambio de esta sumisión, se les ha ofrecido a los jóvenes (desde las familias y desde las instituciones) una gran libertad y oportunidades para el ocio, los viajes, la diversión, las diversas opciones sexuales y el consumo” (Comas, 2011:14).
Y seguía:
“Aunque es cierto que un segmento social de jóvenes mostraba crecientes dificultades para seguir el trayecto, para la mayoría el problema ha sido otro: se trataba de un trayecto que no habían elegido, que se les imponía de forma rígida y sin alternativas, en pos de un objetivo que suscitaba crecientes dudas. Porque no es fácil mantener la confianza, la motivación y el esfuerzo permanente para llegar a un lugar providencial, en el cual, tras inmolar la condición juvenil, se supone que se hace la promesa de plena ciudadanía” (Comas, 2011:16).
A principios de siglo XXI, desde el mundo académico, desde la esfera política y desde las instituciones y algunas organizaciones, se puso el foco en contemplar a la juventud como plena ciudadanía, es decir, se optó por contemplar a las personas jóvenes como personas que adquieren y ponen en práctica sus derechos y sus deberes sociales y acceden a los recursos sociales, políticos, económicos y culturales para ejercer la ciudadanía (Llopart y Serracant, 2004; Comas, 2011; Agudo y Albornà, 2011; Planas-Lladó, Soler-Masó y Feixa-Pàmpols, 2014).
Aún así, esa perspectiva de la juventud no se ha traducido en la práctica en programas y políticas efectivas, a causa de las contradicciones entre el discurso y la práctica de quién tenía que implementarla (Montes, 2011) y, a causa, a nivel estructural, de las políticas de austeridad que se iniciaron a finales de la primera década del siglo XXI (Planas-Lladó, Soler-Masó y Feixa-Pàmpols, 2014).
Encontramos muchos ejemplos de programas y de políticas de juventud, diseñadas desde el mundo de las personas adultas, que no encajan y no encajarán en el mundo actual de las personas jóvenes (Comas, 2011; Montes, 2011; y Planas-Lladó, Soler-Masó y Feixa-Pàmpols, 2014). Podríamos llevar el debate a la eficiencia o ineficiencia de ciertas políticas públicas, pero no lo desarrollaremos aquí, ya que nos interesa centrarnos en aquello relacionado con la mirada de las personas adultas a las personas jóvenes y, por tanto, en cómo nos situamos en la relación socioeducativa, en cómo trabajamos con ellos y ellas como educadores sociales.
Como hemos dicho, se ha realizado un esfuerzo para considerar y reconocer a las personas jóvenes como ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho, pero la traducción en políticas públicas efectivas no ha sido exitosa, de manera que podríamos decir que desde las instituciones no se está favoreciendo el ejercicio de ciudadanía de las personas jóvenes como se argumenta que se debería. No se reconoce, por tanto, de manera efectiva, la ciudadanía de las personas jóvenes; nos interesa hacer énfasis en esa mirada de falta de reconocimiento. Y ello está relacionado con que se trata de una mirada que tiene el centro en el mundo de las personas adultas y no en las personas jóvenes.
Manuel Protto (2014) argumenta que una de las causas del adulto-centrismo, cuando hablamos de la relación de las personas jóvenes con la administración, con el Estado, es la homogenización de la juventud como categoría, que no permite garantizar intervenciones que reconozcan todos los sentidos, identidades y prácticas juveniles de la heterogeneidad. Protto pone en el eje de debate si las políticas de juventud tienen que ser de contención a las personas jóvenes o si tienen que basarse en una lógica inclusiva.
Por otro lado, Claudio Duarte (2015), en su investigación en profundidad sobre el adulto-centrismo como paradigma y sistema de dominio, centrado en la sociedad chilena, apunta al adulto-centrismo como reproducción de imaginarios.
La mirada adulto-céntrica hacia las personas jóvenes, propia de las instituciones, habitual de las personas adultas, y también del rol de poder atribuido al lugar de trabajo, condiciona no poder ver a veces a las personas jóvenes como ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho y, por tanto, no contemplarlas con capacidad para tomar decisiones sobre todo aquello que les afecta. Hay que tener en cuenta que, tal como argumenta De Gaulejac (2008), el poder jerarquiza y estigmatiza, confiere valor a las cosas y a la gente e inversamente, desvaloriza, invalida, excluye. Desde el rol de poder, por el simple hecho de actuar en un rol de poder, consciente o inconscientemente, podemos humillar. La humillación siempre es un medio para reforzar la autoridad; se trata de inferioridad, desvalorización, degradación (De Gaulejac, 2008).
Hace un par de años nos sorprendimos, en Dinamarca, cuando dos pedagogos sociales [10] se referían a su profesión como servidores públicos. Es parecido a lo que se refería Le Bon (1985) cuando decía a sus alumnos en clase que él estaba allí como un técnico a su servicio, o cuando decimos que, a veces, en las aulas, nos sentimos más educadores que acompañan en procesos de aprendizaje que no profesores que enseñan. Nos preguntamos si la denominación cambia algo en el estar en la acción; probablemente sí, ya que el lenguaje crea realidad, en el sentido de la idea de la performatividad, en referencia a la “capacidad de algunas declaraciones lingüísticas para producir o formar el mismo objeto al que se refieren” (Butler, 1999 y 2004: citado en Sánchez-Valverde, 2020:6).
Contemplar a las personas jóvenes como ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho, con capacidad para tomar sus propias decisiones supone otra mirada desde las instituciones y también desde los y las profesionales. La función de los y las profesionales es acompañar a las personas jóvenes en sus procesos de reflexión, deliberación y de toma de decisiones, facilitando situaciones de empoderamiento, y huyendo de una actitud paternalista de querer aportarles soluciones. Según el Proyecto HEBE,[11] el empoderamiento juvenil requiere de dos condiciones: “que la persona vaya adquiriendo y desarrollando una serie de capacidades personales (conocimientos, actitudes, aptitudes, habilidades, etc.) y que el medio le facilite ejercer estas actividades” (Soler, Trilla, Jiménez y Úcar, 2017:22). La mirada que los educadores y educadoras tengamos hacia las personas jóvenes a las que acompañamos puede contribuir a satisfacer las dos condiciones que expone este grupo de investigadores, y que pasan, en otra formulación, por reconocer al o la joven, como sujeto, como protagonista de su vida (Planella, 2003).
A la mirada adulto-céntrica de las políticas públicas se le suman otros factores de época que enfatizan todavía más la falta de reconocimiento de las personas jóvenes como ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho. Nos referimos a la creciente distancia entre generaciones que se ha producido recientemente y a las dificultades y amenazas que conlleva.
Nos paramos un instante en nuestro objetivo de mostrar el panorama de perspectivas con las que las personas adultas conceptualizamos a las personas jóvenes y sus realidades para poder comprender y trabajar mejor con, para y desde ellos y ellas, para tener en cuenta, a partir de ahora, también, cómo nos ven ellos y ellas y no perderlo de vista.
Algunos mensajes que las personas jóvenes escuchan a sus mayores y en los medios de comunicación y que ven en las redes sociales en relación a ellos y ellas o a su generación son fatalistas. Argumentos como que las actuales generaciones de jóvenes son las mejor formadas pero que vivirán, o viven ya, en peores condiciones que en las que vivieron sus padres o que tendrán peor calidad de vida que generaciones anteriores; o que se trata de una generación perdida, que ya no hay nada que hacer y hay que poner el foco en las generaciones siguientes; etc. no contribuyen a que las personas jóvenes tengan confianza o vean con buenos ojos a las personas adultas y, en consecuencia, a los y las profesionales, a las instituciones y, en definitiva, también, a los valores de otra época.
Dado el difícil y complicado acceso al mundo laboral, la precariedad laboral, el difícil acceso a una vivienda digna, el precio de los alquileres, los precios de las matrículas para estudios universitarios, el deficiente y caro transporte público, el cambio climático, la corrupción en los principales políticos partidos, el rescate bancario… No es extraño que las generaciones actuales de jóvenes no confíen en las personas adultas.
Cuando a una edad ya temprana los chicos y las chicas tienen su primer móvil enseguida aprenden a utilizarlo y a tener más habilidad con él que la que tienen sus padres, madres y tutores con los dispositivos electrónicos en general. Cuando las personas adultas tenemos una dificultad en configurar una aplicación o una herramienta del móvil, un camino rápido para resolverla es pedir a las más jóvenes que nos la solucionen, y, probablemente, lo harán con rapidez, sin mucho esfuerzo y con sorpresa que nosotros no sepamos hacer algo tan fácil y básico para ellos y ellas. Para los chicos y chicas el móvil constituye una de las cosas más importantes de la vida, ya que les conecta con el mundo entero, les conecta con sus amistades, definen su identidad (u otra identidad: virtual), tienen acceso a toda la información que necesitan y a muchos elementos de consumo cultural, de entretenimiento, etc.
Ello, añadido a que probablemente sea el primer momento en la historia de la humanidad en el que una generación de jóvenes domina una herramienta al cabo de poco tiempo de tener contacto con ella, y lo hacen enseguida mejor que sus padres (no pasó ni con el martillo, ni con la sartén, ni con la hoz, ni con el hilo y la aguja, ni con el cuchillo, ni con ninguna máquina industrial…), sin duda contribuye a que las personas jóvenes valoren menos a sus mayores que cómo ocurría en generaciones anteriores; enseguida saben más que sus mayores de lo que más les importa a ellos y a ellas.
Esta mirada de las personas jóvenes a las personas de las generaciones anteriores nos indica nuevas debilidades y amenazas, y agrava las ya existentes, en relación al adulto-centrismo de las instituciones. Ciertas muestras de falta de respeto a las personas adultas y la falta de reconocimiento de la autoridad, paterna/materna/tutorial, docente o incluso policial, etc. son ejemplos de actitudes que sorprenden y rompen los esquemas de algunas personas adultas que lo observan o se ven involucradas en esas situaciones, que ven estas actitudes más acentuadas que las que observaban o protagonizaron en décadas anteriores. Existe el riesgo que, en reacción a estas actitudes, y como huida hacia adelante, las personas adultas aumenten la verticalidad de su relación con las personas jóvenes para ejercer más control, en sentido contrario del de las políticas de reconocimiento de la ciudadanía plena y de facilitación del empoderamiento a que nos referíamos más arriba.
Cuando preguntamos a estudiantes en la universidad,[12] a profesorado de Secundaria y de Formación Profesional en formaciones sobre trabajo con jóvenes en el aula y a padres y madres en charlas a Asociaciones de Madres y Padres de Alumnos de Instituto, todos ellos y ellas interesados e interesadas en comprender a las personas jóvenes actuales y en aprender a tratar con ellos y ellas, sobre qué piensan que caracteriza a las juventudes actuales, existen algunas ideas o palabras que siempre aparecen.
Algunas aparecerían también en décadas anteriores, como la búsqueda de identidad, la rebeldía, el inconformismo, los cambios hormonales, la ingenuidad, las emociones a flor de piel, la importancia de los amigos y amigas, el ocio, el consumo, la experimentación, la impulsividad, los estudios, la búsqueda de trabajo, la sexualidad, etc… Todas ellas son cuestiones que recogen los conceptos expuestos más arriba sobre adolescencias y juventudes y los distintos focos a que, desde un punto de vista antropológico y sociológico, se ponen sobre las juventudes.
Otros aspectos aparecen en las últimas décadas y están asociados a la modernidad líquida (Bauman, 2013) y a raíz del uso de las tecnologías de la información y la comunicación, internet y las redes sociales, que han cambiado la manera de relacionarse con el mundo, con las personas, las cosas, etc., como son la inmediatez, la calidad de efímero, el individualismo, el narcisismo, la multitarea, la identidad digital, el uso y el abuso de las pantallas, las redes sociales, etc., que condicionan, sin duda, la manera de comprometerse y de responsabilizarse.[13]
Zygmunt Bauman (2007, 2010 y 2013) se refiere con su metáfora de la sociedad líquida a los cambios de valores que se produjeron a finales del siglo XX y principios del XXI, en un contexto de complejidad e incertidumbre, que afectan a la manera de contemplar el mundo, a la manera de relacionarse con las personas, con uno mismo, con las dificultades, con las oportunidades, con el compromiso, con las responsabilidades, etc. que caracterizan a la ya actual generación de jóvenes y a las que le siguen.[14]
De alguna manera, quizás simple y reduccionista, pero pensamos que ilustrativa, podríamos decir que las personas adultas pensamos y sentimos con unos valores sólidos y que las personas jóvenes ven el mundo en relación a unos valores líquidos, y que, por tanto, las personas adultas ejercemos una mirada sólida a una realidad líquida, con la incomprensión y las dificultades, para las personas adultas y para las personas jóvenes, que ello conlleva.[15]
Philippe Meirieu (1998) recuerda en su “Frankenstein Educador” que no hace mucho tiempo las diferencias de una generación a otra eran mínimas, de manera que el vínculo transgeneracional quedaba garantizado, sin que se tuviera que pensar en diseñar una acción ordenada y sistemática para transmitir a las generaciones más jóvenes de dónde vienen, de qué son hijos e hijas y puedan aprender y comprender el bagaje sociocultural que llevan para construir sus identidades. Sin duda, no es esta nuestra realidad actual, la sociedad cambia muy rápidamente de estado, de valores.
Meirieu argumenta que el niño (para nosotros y nosotras, el y la joven):
“no puede participar de la comunidad humana si no ha encontrado en su camino las esperanzas y los temores, los arrebatos y las inquietudes de quienes le han precedido: todos esos rastros dejados, en ese fragmento de tierra en que vive, por predecesores que mediante esos rastros le dan consejos que no siempre le servirán, pero que no puede ignorar más que al precio de repetir eternamente los mismos errores y quizá, más grave todavía, de no comprender por qué son errores y por qué los hombres los pagan” (Meirieu, 1998:25).
Y nos dice Bauman que:
“En total oposición a la familia ortodoxa, dotada de una estricta supervisión parental, el debilitamiento de la estructura familiar, la creciente autonomía de los hijos y el abandonamiento de los jóvenes a la guía de sus compañeros de edad cumplen bien con los requisitos de nuestra sociedad moderna líquida de consumidores, que es profundamente individualizada.
Este fatídico cambio de orientación ha tenido lugar en el decurso de la vida de la generación de los que hoy son de mediana edad: es por este motivo que las diferencias entre los “viejos” y los “jóvenes” en relación a la visión del mundo, los valores y la estrategia vital parecen más estridentes y ciertamente más visibles y difíciles de asimilar que en épocas de cambios más lentos y menos radicales. Así, pues, hay más espacio para la sospecha mutua y para la incomprensión; y también para actuar, aparentemente, con finalidades que se contradicen mutuamente” (Bauman, 2008:33).
Y en un texto anterior del mismo autor, encontramos:
“Es improbable que las formas sociales, tanto si ya están presentes como si todavía están en un estado embrionario, tengan suficiente tiempo para solidificarse, y, a causa de su breve esperanza de vida, no puedan servir como marcos de referencia para las acciones y las estrategias vitales a largo término de los seres humanos” (Bauman, 2007:9).
Existe, pues, una mayor dificultad de relación y de comprensión entre las personas de una y otra generación.
Ante ello, si las personas adultas y, por tanto, las instituciones políticas, educativas, sociales, etc., al observar los valores líquidos de la juventud actual, tomamos la opción de juzgarlos y de querer cambiarlos, superponiendo, imponiendo, los valores correspondientes a la sociedad sólida, probablemente estemos consiguiendo acentuar la lejanía y la desconfianza entre ambas generaciones y, por tanto, entre el mundo en cómo se había concebido durante unas cuantas décadas y el mundo que conciben la generación actual y las posteriores generaciones de jóvenes.
Mirar a las personas jóvenes líquidas con unas gafas sólidas y proponer programas, estrategias y responsabilidades sólidas, con la actitud adulto-céntrica que comentábamos más arriba, probablemente contribuya (o esté contribuyendo ya, o ya haya contribuido) a una ruptura generacional y a un fracaso social y educativo.
La crítica a la sociedad líquida tendría que conllevar una visión constructiva, de adaptación, de acogida, de comprensión. La nostalgia por parte de las generaciones adultas de aquello perdido, querer recuperar unos valores y una manera de ver el mundo y de relacionarse que se está perdiendo (que se ha perdido), insistir en la canción que “tiempos pasados fueron mejores”, o que “yo a tu edad ya no hacía tal cosa o ya hacía tal otra cosa” no contribuyen a comprender, educar ni acompañar mejor a las personas jóvenes. Sin duda, hay que aprender del pasado y de las experiencias de las generaciones anteriores, compartiendo vivencias, emociones, cuentos, desde el respeto mutuo y desde la reciprocidad, no desde el juicio y la imposición. Las personas jóvenes de hoy en día son ciudadanos y ciudadanas de nuestro y de su presente, y lo serán de su futuro.
Krishnamurti (1953) ya nos decía, aunque en otra sociedad y en otra época, que los ideales son paternos o de la sociedad creada por las personas adultas y que los ideales implican conformidad. El escritor indio advertía que construiríamos, con nuestros ideales y nuestros valores, muros alrededor de las personas jóvenes y que las condicionaríamos con nuestras creencias, ideologías, miedos y esperanzas. En ese sentido, afirmaba que es necesario ayudar a las personas jóvenes a alterar los valores del presente, no a reaccionar en contra, sino que es necesario comprenderlas.
Educar es, para Meirieu (1998), introducir a un universo cultural. En estos términos, y utilizando la metáfora de Bauman, podríamos decir que educar es (en parte) transmitir a las personas jóvenes que viven en la realidad líquida, cuáles son o fueron los valores, los miedos, la necesidad y la dificultad de convivir en una sociedad sólida. Pero no con la intención de imponer esos valores de la modernidad sólida, sino para que las personas jóvenes actuales tengan las herramientas para saber y comprender el bagaje sociocultural, al mismo tiempo que, horizontal y recíprocamente, reconocemos y acogemos sus valores y maneras de contemplar la vida.
Hemos llegado a un tiempo, una época, en la que quizás ya no nos sirve, como seres humanos, todo aquello que ya podemos empezar a considerar antiguo (Bauman, 2010): políticos, instituciones, organizaciones políticas, sindicales, sociales, empresariales, estados, fronteras, la escuela…
Las personas adolescentes se aburren en el Instituto (Funes, 2016). Algunas configuraciones de las aulas, métodos e inercias que se reproducen década tras década en los Institutos de Secundaria y de Formación Profesional están basados, en su mayoría, en modelos antiguos, quizás con relación a los valores sólidos.
Bauman (2010 y 2013) distingue la educación de la sociedad moderna de la educación de la sociedad líquida con un símil balístico, según el cual en la primera época la bala o el obús era lanzado a la trinchera enemiga conociendo su destino y la trayectoria que describiría y, en cambio, en la segunda época, se trata de un misil inteligente, lanzado a un blanco móvil y sin visibilidad para el artillero, un mísil que debe tener la capacidad de:
“[…] variar de trayectoria a medio vuelo, en función de las condiciones cambiantes: un proyectil que pueda detectar de inmediato los movimientos del blanco, inferir de ellos todo lo que pueda sobre la dirección y la velocidad actuales del objetivo, y extrapolar -a partir de la información recogida- el lugar en el que sus respectivas trayectorias podrían cruzarse. Unos misiles inteligentes de este tipo no pueden suspender en ningún momento (ni, aún menos, concluir) la recopilación y el procesamiento de información que realizan mientras se desplazan, dado que es muy posible que su blanco jamás deje de moverse ni de variar de dirección y de velocidad, y que el lugar de encuentro tenga que ser constantemente actualizado y corregido” (Bauman, 2010:259-260).
Hemos pasado de una sociedad basada en la repetición de la tradición a una sociedad basada en la especialización y la innovación (Romaní, 1999), de manera muy rápida, difícil de digerir. Bauman (2010 y 2013) argumenta que ya no son tiempos para la memorización, que ya no son tiempos para conseguir una duración infinita de todo salvo la vida mortal, sino que son tiempos de fugacidad universal, por lo que:
“Necesitamos una educación a lo largo de toda la vida para que nos dé libertad de elección. Pero aún la necesitamos más para salvaguardar las condiciones que hacen que esas opciones entre las que elegir estén disponibles para nosotros y se hallen al alcance de nuestra capacidad” (Bauman, 2010:275).
En este sentido, Bauman (2010) recuerda el programa para el “aprendizaje a lo largo de toda la vida” de la Comisión Europea, en relación al concepto paideia de la antigua Grecia y el proverbio chino de hace dos mil años que reza: “Cuando hagas planes para un año, planta maíz. Cuando hagas planes para un decenio, planta áboles. Cuando hagas planes para toda la vida, forma y educa a personas”.
Nos planteamos cuáles tendrían que ser los modelos educativos y las políticas públicas, a las que nos referíamos más arriba, para reconocer la plena ciudadanía de las personas jóvenes de manera efectiva y para habilitar, capacitar y facilitar el empoderamiento y la participación social y política de las personas jóvenes en estos tiempos nuevos. No entraremos aquí en estas cuestiones, sino que nos centraremos en las relaciones, es decir, en cómo construimos y en cuáles son los ingredientes que aportamos a una relación, entre educadores y educadoras (sociales) y personas jóvenes, y de dónde provienen esos ingredientes y qué consecuencias conllevan; y que, a nivel macro, podríamos ver como la relación entre las instituciones y las personas responsables de diseñar, desarrollar y evaluar políticas públicas, y las personas jóvenes.
No obstante, a modo de ejemplo breve, en el texto de Le Bon (1985) en el que explica su experiencia de enseñanza no directiva, el autor afirma que el debate que se realizó, ante su posicionamiento y su asunción de rol no directivo, entre otras cosas, demostró la madurez latente de los y las jóvenes adolescentes. Es decir, al bajar de la silla[16] asignada al rol de poder correspondiente al lugar de trabajo, a la institución, y ejercitar la horizontalidad creó un espacio que facilitó el empoderamiento de las personas jóvenes, que se percataron de su autonomía, la ejercieron, se organizaron y tomaron decisiones con responsabilidad y compromiso (aunque no sin dificultades, por supuesto).
La pedagogía no directiva de Carl Rogers y las pedagogías de Iván Illich[17] y Paulo Freire, que contemplan la emancipación como la capacidad de transformación del presente y el futuro desde la reflexión, el diálogo y el pensamiento crítico, se muestran así como modelos para facilitar y promover la autonomía y el empoderamiento de las personas jóvenes.
Más arriba nos hemos referido a la mirada de las personas adultas a las personas jóvenes poniendo énfasis en el cambio de época y en la distancia generacional. Hablaremos aquí de las miradas de las personas adultas poniendo el foco en otras cuestiones, y también e las escuchas, para luego vincularlas todas con el espacio relacional.
Se atribuye a Platón una frase que dice “qué será de los jóvenes…” con argumentos parecidos a que hacen disturbios, que no respetan a sus mayores, que se saltan las normas, etc. Es decir, hace referencia a aquellas cuestiones que probablemente en cada época los mayores han podido verbalizar sobre las personas jóvenes de su época, olvidando quizás que en otra época también fueron jóvenes.
Domingo Comas nos explica que:
“La sociedad española opina que las personas jóvenes (al menos las que no son los propios hijos) adoptan de forma irracional comportamientos de riesgo, que las personas jóvenes no sienten interés por la política y la participación cívica, que las personas jóvenes son presentistas y egoístas, que sus resultados escolares son deficientes y nos colocan a la cola del Informe PISA, que no tienen motivación hacia el desempeño laboral, que se “enganchan” a las TIC, que son consumistas, que retrasan su emancipación por comodidad y en última instancia que son unos “ni-ni” más o menos impresentables.
Es decir, se afirma sin sonrojo que en la actualidad las personas jóvenes no se sitúan en un estatus de adultos y de ciudadanía activa porque no quieren. La incongruencia que supone condicionar este estatus al logro y a la aceptación de ciertos objetivos elegidos por las personas adultas, no parece molestar a nadie. En una gran medida porque se supone que se trata, en términos morales, de “buenos objetivos”, pero también en términos de conveniencia personal para las personas jóvenes y por supuesto son los “objetivos legítimos de nuestra sociedad” (Comas, 2011:19-20).
Una vez más, la actitud adulto-céntrica se evidencia como una de las causas por las que las personas jóvenes no son reconocidas por lo que son y deberían ser tratadas, es decir, como ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho.
Podemos mirar ciertas prácticas de afirmación de la condición juvenil desde distintas ópticas. Por ejemplo, podemos ver la actividad física en la práctica del skate, la creatividad y el arte en los grafitis, la habilidad en los videojuegos, la capacidad de juntarse multitud de jóvenes para hacer botellón consiguiendo que la magnitud de gentío convierta un encuentro en un entorno de seguridad y confort y de identidad colectiva; o podemos ver ruido, paredes sucias, adicción al juego, consumo y/o abuso de alcohol y otras sustancias, etc.
Nos puede ocurrir lo mismo con acciones o actitudes que a veces observamos que hacen o tienen las personas jóvenes y en las que podemos pensar que pueden caer en el abuso o incluso en la adicción, como pueden los usos de las pantallas, las redes sociales, el juego, la sexualidad, la velocidad, etc.
En función de la mirada veremos un problema en el móvil, en las redes sociales, en la sexualidad…, incluso podemos caer en el riesgo de demonizarlos; cuando, si existe un problema, probablemente esté ubicado en otro lugar.
¿Cuánto de lo que vemos en las personas jóvenes está relacionado con una realidad alejada de nuestro ideal, construido por nuestra experiencia, formación, deseos, ilusiones, miedos, creencias, etc.? ¿Cómo de impregnado está un diagnóstico o una valoración que hacemos de una persona joven de nuestra mirada sostenida a partir de nuestros prejuicios? ¿Qué es lo que nos hace verlo de una manera o de otra?
En todo caso, no comprender nos lleva de manera rápida a juzgar. La inercia de la cotidianidad lleva a no planearse ciertas cuestiones y a trabajar de la misma manera repitiendo patrones.
La mirada crítica y enjuiciadora de las personas adultas a las personas jóvenes dificulta la comprensión de su mundo, empatizar con sus emociones y sus deseos y, por tanto, dificulta la acción socioeducativa con ellos y ellas. Muchos de los problemas que tienen las personas adolescentes con las personas adultas, léase padres, madres, tutores, profesores, profesoras, educadores, educadoras, etc. se reducen a la mirada de las personas adultas (Funes, 2016). Mirar a las personas jóvenes sin juicio requiere la ecuanimidad propia de quién practica la meditación y/o la contemplación.
En ocasiones hemos escuchado verbalizar a educadoras sociales frases como “este chaval es un caso perdido” o “esta chavala es un desastre” u otras frases similares, con un tono parecido, que tienen más que ver con la mirada de la persona adulta, profesional, que con la realidad de la persona joven. Este tipo de frases, de valoraciones, de juicios contribuye a estigmatizar las condiciones del momento vital de la persona joven en cuestión. Puede haber miradas que conviertan a las personas en príncipes, en asesinos, en líderes, en fracasados, en héroes, en frikies, en amigos, en enemigos, en hermanos, en rivales, en monstruos, etc.
Jaume Funes (2013) se despidió de su vida de docente universitario con una carta pública, a modo de lección, dirigida a sus estudiantes, en la que exponía ocho miradas distintas que deberían tener, a su parecer, los educadores y educadoras sociales: miradas que miran, miradas que ven, miradas que penetran, miradas de espejo, miradas compartidas, miradas éticas, miradas que proyectan y miradas que cambian ópticas, que pasan sin problemas de lo analógico a lo digital (Funes, 2013). Todas ellas conforman un conjunto de miradas con perspectiva social y educativa, con el centro colocado en la persona adolescente o joven y no en las limitaciones de la propia mirada adulta y/o profesional.
Puede ser que nuestro ideal de persona joven y de cómo vivir la juventud esté ubicado en un lugar alejado, a más altura en algún sentido, de donde está ubicada la realidad. Esa distancia, entre el ideal y la realidad, puede generar en nosotros y nosotras cierta frustración, que nos lleve a emitir un juicio inmediato, una no aceptación y, por tanto, nos anulamos la capacidad de comprensión y, en consecuencia, la capacidad de trabajar con ello y desde ello con una perspectiva socioeducativa adecuada. Deberíamos vivir esa distancia como un toque de atención para percatarnos de lo alejados que estamos de la realidad y cuánto de nuestro ideal proyectamos en nuestra mirada; y que ese es nuestro problema y, a raíz de él, podemos generar problemas en las personas jóvenes.
Como dice Jaume Funes (2016), el trabajo de las personas adolescentes no es sacar buenas notas sino ser buenos y buenas adolescentes. Por tanto, tienen que expresarse, a su manera, con el mundo, con la sociedad, con sus semejantes… En su proceso de búsqueda de identidad y de asunción de responsabilidades se comportan enfatizando ciertas expresiones con las que se identifican y que los distinguen de otros grupos de jóvenes y, sobretodo, de los niños y niñas y de las personas adultas. Y en este expresarse, en este moverse en el mundo, hay, metafóricamente, una música. Cada joven se mueve al son de su música. Sus gestos, su manera de moverse, su vocabulario, su estética, sus reacciones forman parte de su identidad y de su proceso vital.
Es importante que el o la profesional se forme para tener una amplitud de miradas dada la complejidad que existe en la vida de cada joven. Eso recae en la responsabilidad de cada profesional en su itinerario formativo a lo largo de toda la vida y, también, de los formadores:
“Las situaciones y realidades de las personas a las que nos enfrentamos en la acción social no son simples. Suelen ser complejas, que no es lo mismo que complicadas. Acostumbran a tener múltiples matices y a presentar diversas lecturas y acercamientos. Posibilitar la incorporación de estas miradas y actitudes por parte de los/las futuros/as educadores y educadoras sociales en su proceso de formación, deviene una responsabilidad fundamental de los formadores y formadoras” (Sánchez-Valverde, 2020:10).
Es importante también ser conscientes de cuál es nuestro bagaje, lo que implica conocer nuestras emociones y saber gestionarlas, y comprender por qué en algunas ocasiones cierta música, ciertas adolescencias o juventudes, nos conectan con unas determinadas emociones u otras, a veces por un efecto espejo, que afectarán nuestro estar en el trabajo con personas jóvenes.
Cuando tenemos oportunidad de escuchar, sin prisas, activamente, nuestro foco está en prestar atención a lo que dicen las personas jóvenes, a lo que nos dicen, tratando de reflexionar sobre lo que ello nos sugiere, nos despierta, nos desconcierta, a estar receptivos a las maneras de estar en el mundo de estas personas jóvenes, a dejar de preocuparnos por ellos y ellas, a aceptar el misterio y la sorpresa del otro (Contreras, 2013). Posibles distracciones mentales, pensamientos sobre qué tenemos que hacer después del trabajo, sobre cuestiones familiares, sobre gestiones urgentes del trabajo pendientes de resolver, incluso valoraciones sobre el joven o la joven que estamos escuchando, sobre su aspecto físico, sobre su hablar, sobre su música, pueden dificultar o impedir una buena escucha y, en consecuencia, no aceptar bien la música de la persona joven y caer en juicios. Es interesante plantearse por qué o en qué circunstancias, o cuando vemos según qué tipo de música, nos aparecen con más facilidad esas distracciones mentales; quizás se haya tocado alguna tecla de nuestro bagaje, de nuestra mochila; es un aviso que hay que atender.
Por otro lado, no pasa a menudo que tengamos la oportunidad de expresarnos sin prisa, sin temor a ser juzgados, sin miedo a que lo que digamos tenga consecuencias de ningún tipo. Hay que aprovechar estas ocasiones. Hay que facilitar también que las personas jóvenes con las que trabajamos aprovechen esas ocasiones, esos momentos. Es importante que tengamos en cuenta que nuestra manera de escuchar, de estar en la escucha, puede condicionar su expresión o lo que nos cuenta. Si hacemos un comentario sobre algo que nos están contando puede ser interpretado como que aquello es más importante y puede llevar a la persona joven a hablar más de aquello que de otros asuntos o detalles que de otra manera hubiera compartido. De la misma manera si repetimos una frase que nos ha dicho, y no otra, la persona joven puede considerar que aquello es más importante o nos contenta más y querer prestar más atención a aquello para recibir afecto. Nuestro rol de poder puede ser vivido como una humillación, en el sentido que el proceso identitario de la persona joven pueda verse perturbado y ella pueda encontrarse hundida en una confusión entre lo que es para la mirada del otro y lo que es para sí misma (De Gaulejac, 2008).
En ese sentido, ¿cuánto de lo que decimos o callamos mientras escuchamos lo hacemos pensando en el beneficio de la persona joven que estamos escuchando? ¿O lo hacemos para estar más cómodos en la situación o para detectar ciertas necesidades, problemáticas u oportunidades, etc.? Se trata de darse cuenta de qué momento es el adecuado para hacer tal comentario u otro, y el cómo hacerlo; se trata de estar en la relación, y de dar valor a eso, y así facilitar y favorecer que la persona joven se exprese libremente.
Conocer nuestro ser nos permite estar de una mejor manera al escuchar al otro y no proyectar nuestras propias frustraciones, miedos, ilusiones o deseos. Para ello, hay que formarse.
“Determinadas actitudes (poner al otro en el centro e interpelarse sobre el carácter de nuestra posición) se han de consolidar desde la formación teórica y técnica, anteriores a nuestra práctica profesional, con procesos de aprendizaje dilemáticos que superen el carácter omnisciente y paternalista de modelos simplistas y supuestamente científicos” (Sánchez-Valverde, 2020:12).[18]
En noviembre de 2015 se celebró en Barcelona un encuentro de tres días que culminaba el proyecto Be Youth Worker Today (BYWT),[19] impulsado desde la Asociación Catalana de Profesionales de las Políticas de Juventud (AcPpJ) y en el que participaron más de 150 profesionales que trabajaban con jóvenes en 12 países europeos. El proyecto buscaba diversidad de perfiles de profesionales de juventud, de distintas formaciones y trayectorias, contratados por diferentes tipos de organización (administración pública, universidad, empresa, ONG, etc.), con trabajo desde diferentes perspectivas y disciplinas (educación social, animación sociocultural, psicología, docencia, investigación, etc.), con contrato laboral, voluntariado, etc…, con el objetivo de generar un debate lo más abierto posible sobre tres cuestiones entorno el trabajo con jóvenes.[20] Se realizó un proceso participativo para decidir los temas de debate, en el que participaron las organizaciones participantes y también otras organizaciones y agentes de índoles diversas que trabajan con personas jóvenes (Vila, 2016). Finalmente, los temas de debate fueron la necesidad de creación de redes transversales de profesionales que trabajan con personas jóvenes, el sistema de atención a las personas jóvenes, y las metodologías utilizadas para trabajar con personas jóvenes. La finalidad del encuentro de tres días no fue llegar a conclusiones sino abrir debates y nuevas perspectivas. Aun así, una de las conclusiones a las que se llegó fue que sea cual sea la disciplina desde la que se trabaje con jóvenes, sea cual sea el contexto y el marco organizacional, etc., el trabajo con personas jóvenes se basa en la relación que se establece entre el educador o educadora y la persona joven, o entre el educador o educadora y el grupo de jóvenes.
La construcción del espacio relacional que se crea entre dos personas, en nuestro caso entre el educador o educadora (social) y la persona joven, depende de las aportaciones de las dos personas a ese espacio compartido. Todos los ingredientes que lancemos, que coloquemos, en ese espacio relacional caracterizarán y condicionarán la relación. Si en el espacio relacional ponemos nuestros miedos, nuestras expectativas, nuestros deseos, creencias, convicciones, etc. ello caracterizará y condicionará la relación. Somos seres humanos, no somos ni queremos ser máquinas, y por tanto ponemos en una relación lo que hay de nosotros y nosotras mismas, por supuesto, con todas nuestras fortalezas y nuestras debilidades, pero pensamos que es importante tomar consciencia de ello y prestarle atención.
Algunos de esos ingredientes son aportados de manera inconsciente y otros lo son de manera consciente. Hay algo relacionado con la actitud, con la voluntad, que contribuye a que escojamos algunos de los ingredientes que queremos poner en el espacio relacional, así como algunos ingredientes, que conocemos que forman parte de nuestro ser o de nuestro carácter, que escogemos no poner o que intentamos no poner en ese espacio relacional.
Giddens (1995) sostiene que las relaciones personales son inquisitivas y tensas al mismo tiempo que gratificantes. La calidad de una relación depende de lo que lleve a relacionarse; una relación puede ser no motivada más que por las recompensas y la reciprocidad de la propia relación, como en el caso de una relación de amistad. Afirma que la relación pura se busca sólo por lo que ella pueda aportar a los contribuyentes, en la cual, la entrega, que supone un mutuo acuerdo y que las personas estén dispuestas a aceptar los riesgos que implica la relación, tiene una importancia central. El funcionamiento de la entrega depende de si las personas afectadas son autónomas y están seguras de su propia valía o no. Para Giddens la relación pura se centra en la intimidad, y de ella depende que se pueda conseguir confianza mutua, una apertura de la persona al otro, siendo confiado y fiable dentro de los límites de la relación, tomando tiempo para escuchar al otro (Giddens, 1995). Tiene algo que ver con la fidelidad de la cual habla Parellada (2007) cuando se refiere a las relaciones paterno/maternofiliales.
Esa calidad en la relación que describe Giddens, esas entrega, intimidad y confianza, son las que nos pueden permitir o facilitar conocer cuáles son los intereses, las aficiones, los deseos, las ilusiones, los miedos, las frustraciones, etc. de las personas jóvenes con quienes trabajamos; y, también, por tanto, reconocerlas y reconocer cómo se expresan; y, del otro lado, mostrarnos y ser reconocidos/das.
Podemos trabajar para no poner en el espacio relacional aquello relacionado con las expectativas, las que podríamos depositar en el o la joven, las que podemos tener en nosotros o nosotras como profesionales, o expectativas de la propia relación. O podemos intentar conocer las expectativas que tienen las personas jóvenes, qué esperan de la relación y de nuestra acción (socio)educativa. Podemos trabajar para no poner en el espacio relacional aquello asociado a nuestros miedos, a nuestras experiencias, vividas o reprimidas. Podemos ser cautelosos en optar por no poner en la relación nuestra ideología. Podemos evitar poner cualquier elemento de juicio, de pensamiento en relación a cuando nosotros y nosotras éramos jóvenes, a las expectativas que la sociedad deposita en las personas jóvenes, a lo que a nosotros nos gustaría que las personas jóvenes hicieran o no hicieran, al concepto que tengamos de las personas jóvenes y de las juventudes que detallábamos más arriba. Podemos intentar evitar no poner estrés, presión, tensiones. O podemos optar por mostrarnos, de manera consciente.
Los ingredientes que ponemos a la relación caracterizan la relación y marcarán, por tanto, la acción socioeducativa, el acompañamiento (socio)educativo que realicemos con las personas jóvenes.
El propio estar, el saber estar, también es un ingrediente; con él se educa, transmite, a veces también por el efecto espejo que experimenta la persona joven, y, al mismo tiempo, se le acompaña y se le apoya en su propio saber estar.
En relación a lo que comentábamos unas páginas más arriba, el modelo sociológico que tengamos de las personas jóvenes, la mirada que tengamos a su realidad líquida desde nuestros valores, quizás sólidos, el papel más vertical o horizontal que atribuyamos a las instituciones, el rol que atribuyamos a las personas (también educadores y educadoras) que, dado su lugar de trabajo, tienen cierto poder, nuestro bagaje y nuestra formación, son elementos que ponemos, consciente o inconscientemente, en el espacio relacional. Cuánta más atención prestemos a estas cuestiones mejor estaremos y con más criterio y matices aportaremos en la construcción de las relaciones que creamos con las personas jóvenes y, por tanto, mejor las acompañaremos (socio) educativamente.
Acompañar es la acción de caminar al lado de una persona, “compartir el pan” (Alonso y Funes, 2009), “bajar al pozo del otro” para ver las cosas desde su punto de vista y darnos cuenta de lo que significa su situación (J. C. Bermejo: citado en Planella, 2003), compartir vulnerabilidades y respeto. Por tanto, en ese compartir, en ese estar juntos, hay que tener presente qué implica dejarse transformar por el otro (Freire, 2006), es decir: abrirse a una relación recíproca, salir de las etiquetas de educando y educador o educadora, hacer acto de presencia física al lado de la otra persona a ese espacio (espacio vital con espacio vital), para establecer la relación con todos los ingredientes que aportemos (nosotros y nosotras y la persona joven), definir conjuntamente un proceso de transformación bidireccional, establecer límites, si es necesario, y descubrir a la persona, sus deseos y su proyecto de vida desde una perspectiva multidimensional (corporal, intelectual, emotiva, social y espiritual) (Planella, 2003 y 2008), creando “historias compartidas” (Giddens, 1995), en un proceso que deviene una práctica educativa en su fase de acogida, en su fase de construcción del espacio común y finalmente en su fase de impulso a la emancipación (Gijón, 2019). Ello ocurre en un contexto en el que participan otras personas, grupos y colectivos con los que el o la joven se relaciona, y que, tal como nos cuenta Parellada (2007), es importante conocer, al tiempo y al ritmo que la persona joven quiera compartir información, experiencias y emociones, para conocer, así, también, como es esta la complejidad sistémica y las dinámicas que se establecen, siguiendo o no, ciertos patrones.
Prestar atención a todos los elementos que hemos ido comentando y que se traducen en ingredientes que aportamos al espacio relacional que construimos con las personas jóvenes con las que trabajamos y que caracterizan y condicionan el acompañamiento (socio)educativo, requiere dedicar tiempo y espacio a la formación y a la reflexión. La reflexión, individual y en grupo, forma parte de la acción socioeducativa.
Algunos educadores, educadoras, equipos de profesionales no están acostumbrados a reflexionar sobre la propia práctica, sea por falta de hábito, por falta de motivación o por no darle importancia y, por tanto, no alimentan su cotidianidad profesional a partir de la mirada, crítica, a su propio quehacer, a su posicionamiento en relación a las circunstancias con las que se encuentran cuando trabajan con jóvenes.
Lamentablemente, actualmente, aunque se le dé importancia y haya motivación para la reflexión, a veces es difícil porque las condiciones laborales, la precariedad que caracteriza al sector (socio)educativo, más desde la aplicación de las políticas de austeridad, y todavía más aún por los nuevos tiempos de emergencia que se han abierto antes de la primavera de 2020 y que acentúan todavía más las desigualdades sociales, no lo permiten; porque, o el tiempo y el esfuerzo se tiene que centrar en cuestiones de emergencia, o porque el estrés y la ansiedad que se sufren, quizás en consecuencia, no ayudan a priorizar la dedicación de un tiempo a la reflexión y a la introspección. En ese escenario, todavía más, el compartir y el cuidado mutuo son importantes; así como el activismo para reivindicar unas mejores condiciones laborales y más recursos, des de los colectivos profesionales y desde el mundo de las entidades. En ese compartir, en ese cuidado mutuo, en ese activismo y esa lucha, es necesaria también la reflexión.
En el tiempo de reflexión podemos compartir con el resto del equipo de educadores y educadoras cómo estamos, a nivel personal y a nivel profesional, cómo estamos viendo un o una joven, un grupo de jóvenes, una circunstancia, un comportamiento, un conflicto, un proceso de acompañamiento, etc. Y lo podemos hacer de una manera crítica y autocrítica en la que podemos exponer también las dudas sobre la propia mirada y tomar conciencia y valorar esos elementos que nosotros, nosotras y las personas jóvenes aportamos a la relación. Ese espacio de reflexión nos permite el estudio, la investigación, la evolución y, por tanto, la mejora o acercarnos a la optimización de la acción socioeducativa (Vila, 2019).
Lletjós argumenta que existen:
“[…] dos grandes ámbitos de trabajo profesional en los centros educativos: la parte técnica, relacionada con la tarea asignada al equipo y con la manera en qué se lleva a cabo; y la parte que tiene que ver con la relación vincular que se establece con el educando para facilitar su proceso de desarrollo” (Lletjós, 2011:1).
Se refiere, pues, a la supervisión como uno de los dos ámbitos de la profesión educativa, es decir, remarca que es imprescindible dotarse de ese espacio de relación y reflexión.
Es interesante observar, también, cómo se está en ese espacio de reflexión, cuando es grupal, en ese acompañamiento recíproco con los y las colegas de profesión y/o proyecto o servicio, cuáles son los ingredientes que se aportan a esas relaciones.
Para reflexionar, y para acompañar, es importante el silencio, saber estar en silencio, ser conscientes de cuáles son los factores que dificultan estar en silencio o estar cómodos y cómodas en silencio. Cuando estamos en silencio aparecen cuestiones que pueden contribuir a conocernos un poco más, a darnos cuenta de las influencias y creencias que tenemos, de cuáles son nuestros ideales y, por tanto, desde dónde miramos, escuchamos, nos relacionamos y acompañamos a las personas jóvenes en su realidad.
Erling Kagge (2017) sostiene que hoy en día vivimos instalados en una permanente huida del silencio, que lo hacemos para huir de nosotros mismos y que lo tapamos todo con ruido. Es algo inherente en el ser humano, según decía el filósofo y matemático francés Pascal en el siglo XVII:
“[…] la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo en una habitación. Un hombre que tiene lo suficiente para vivir, si supiese quedarse en su casa con placer, no saldría de allí más que para embarcarse o para el asedio de una plaza. Cuanto de malo sucede a los hombres procede de una única cosa, a saber, no ser capaces de quedarse quietos en una habitación” (Pascal, 2014:52).
Buscar algo que hacer y esquivar el vacío ha caracterizado la búsqueda de cierta serenidad de los humanos. Actualmente, esta inquietud y las actitudes que lleva asociadas, han ido a mucho más. Tenemos ruido constante a nuestro alrededor, estamos rodeados de distracciones, sean obligaciones, información, entretenimiento, etc. La tecnología ha elevado la cantidad de ruido exponencialmente.
Byung-Chul Han (2017), habla de una nueva forma de alienación, no con el mundo o el trabajo, sino de una alienación destructiva, de una “alienación de sí mismo”. Argumenta que hoy en día nos entregamos a una comunicación sin límites, incondicional, que la hipercomunicación digital nos deja casi aturdidos, pero que el ruido no nos hace menos solitarios. “El silencio es lenguaje, mientras que el ruido de la comunicación no lo es” (Han, 2017:62).
Probablemente, cuántos más inputs externos tenemos, más frustración sentimos en nuestras vidas, ya que no podemos llegar a todo. Y, más intensamente aún lo viven los y las adolescentes y jóvenes de hoy en día. Cada vez se detectan más casos de ansiedad en las personas más jóvenes. Por ejemplo, quedarse sin datos en el móvil o sin wifi o sin batería es fatal.
Darse cuenta, tomar conciencia de las dificultades de estar en silencio nos puede ayudar a tomar perspectiva hacia la propia acción socioeducativa. Pararse un momento y darse cuenta de dónde y de cómo se está. Quizás sabremos mejor quiénes somos y veremos mejor a las personas jóvenes para saber quiénes son. Si sabemos hacerlo probablemente enriqueceremos más nuestra disposición a estar con las personas jóvenes y, por tanto, otros ingredientes y/o otros matices aportaremos al espacio relacional y enriqueceremos los procesos de acompañamiento.
Cuando Planella (2008) se refiere a “aprender a escuchar” detalla que se trata de aprender a estar en silencio, es decir, a silenciar nuestras ideas, recuerdos, emociones, consejos, prejuicios, convicciones, el rol profesional, la institución, etc. para recibir al otro con plenitud. El silencio y las pausas ayudan a escuchar de otra manera y a escuchar otras cosas. Hay otras escuchas. Es necesario escucharse a uno mismo para escuchar en la relación.
Tal como está evolucionando nuestra sociedad, cada vez parece más difícil escuchar y ser escuchado:
“En el futuro habrá, posiblemente una profesión que se llamará oyente. A cambio de pago, el oyente escuchará a otro atendiendo a lo que dice. Acudiremos al oyente porque, aparte de él, apenas quedará nadie más que nos escuche. Hoy perdemos cada vez más la capacidad de escuchar. Lo que hace difícil escuchar es sobre todo la creciente focalización en el ego, el progresivo narcisismo de la sociedad” (Han, 2017:113).
El ruido a que hace referencia Erling Kagge tiene que ver con la huida, que a veces también puede ser a consecuencia de ver a la otra persona, de poner intención en la mirada y en la escucha para ver al otro.
¿Realmente vemos a las personas jóvenes con las que trabajamos? En la película “Avatar” de James Cameron (2009), la protagonista femenina, Neytiry, de la comunidad “na’vi”, en un momento dado le dice al protagonista masculino, Jake Sully, humano, una de las expresiones más bonitas y emotivas del filme: “te veo”. Esta expresión, que puede tener relación con el “tat twan asi” (“tú eres eso”) o el “namasté” (“saludo a tu divinidad”) del hinduismo, o con una posible interpretación de las sanaciones de Jesús basada en la capacidad de ver y de aceptar, se refiere a ver el verdadero ser, la esencia, la mejor versión de la persona, más allá de la imagen, de la personalidad con la que nos socializamos, de los comportamientos adoptados y de las acciones realizadas.
Podemos preguntarnos hasta qué punto vemos o no vemos a las personas jóvenes con las que trabajamos. Sin duda, saber hacerlo nos puede aportar una gran capacidad de empatía para tener con ellas una relación de calidad, una relación pura, como dice Giddens (1995), y saber apreciar la singularidad de cada joven, y aceptar y comprender sus juventudes y sus procesos vitales, y sus necesidades (especiales) y/o las dudas existenciales que tenemos todas las personas, y/o sus expectativas, inquietudes, deseos, ilusiones, etc., y quizás su ansiedad y cómo la viven, en estos tiempos de hiperactividad y de frustración por no llegar a todo o no tener la respuesta deseada y que sea de inmediato, y tener con cada joven una relación personalizada.
Hay algo que tiene que ver con la búsqueda, filosófica, artística, espiritual, de la belleza, y saber ver la belleza en aquello que somos, en la naturaleza. Como cantaba Luis Eduardo Aute en su canción “La belleza” (1999), “reivindico el espejismo / de intentar ser uno mismo, / ese viaje hacia la nada / que consiste en la certeza / de encontrar en tu mirada / la belleza”. Y cómo explicaba Carl Rogers en una conferencia en 1964 y que recogió en su libro “El camino del ser”:
“Las personas son tan hermosas como las puestas de sol, si se les permite que lo sean. En realidad, puede que la razón por la que apreciamos verdaderamente una puesta de sol es porque no podemos controlarla. Cuando admiro una puesta de sol, como lo hacía el otro día, no se me ocurre decir: “Un poco menos naranja en el rincón de la derecha, más violeta en la base y mayor intensidad en el rosado de la nube”. No lo hago. No intento controlar al fenómeno. Lo observo con admiración cuando se manifiesta. Cuando más satisfecho me siento de mí mismo, es cuando logro apreciar a un empleado, a mi hijo, mi hija o mis nietos, de mismo modo. Creo que esta actitud tiene algo de oriental; para mí es sumamente satisfactoria.” (Rogers, 1986:28).
O “puede ser que la belleza y la bondad sean uno y lo mismo”, como se preguntaba Plotino en el s. III, y afirmaba que “ningún alma puede ver la Belleza a menos que ella misma sea bella” (Plotino, 2013). Para embellecer el alma es necesaria la introspección, el autoconocimiento, el amor y la compasión, también con uno mismo. Probablemente en la mayoría de las tradiciones espirituales existe alguna frase, mandamiento, principio, etc. que lleve, inherente, literal, simbólica o metafóricamente, que el secreto de la vida está en dar y en saber recibir, y, por tanto, en el amor. Quizás haya buena parte de eso en todo lo que estamos diciendo.
El autoconocimiento, en ese sentido, es esencial, pues, para saber quiénes somos, dónde estamos, desde dónde nos relacionamos con los otros, cuáles son las posibles proyecciones que podemos realizar, consciente o inconscientemente. En nuestro estar con el o la joven podemos contribuir a su descubrimiento y a su afirmación y aceptación de qué es, y nosotros y nosotras también, en relación a nosotros y nosotras, recíprocamente. Puede ser que nos centremos en saber cómo está él o ella, cómo estamos nosotros o nosotras, en qué decisiones hay que tomar, si buscar trabajo, si vernos al día siguiente, en qué lugar…
En nuestra sociedad acostumbramos a definir nuestra identidad por lo que hacemos y por lo que tenemos, pero, de hecho, nuestra identidad tiene más que ver con lo que somos. Dar tanta importancia al hacer y al tener nos lleva a no reconocer al ser, y ello nos provoca insatisfacción y sufrimiento (Hansmann, 1997).
Desde tiempos antiguos los humanos hemos ido en busca de respuestas tras las preguntas universales de quiénes somos, qué hacemos aquí y a dónde vamos. Y hemos tenido presente también la expresión “conócete a ti mismo”, como precepto para iniciarse en la sabiduría, enmarcada en el pensamiento filosófico desde los tiempos de Sócrates en relación a la inscripción en el Templo de Apolo en Delfos, y uno de los principios básicos del budismo. Aunque a lo largo de la historia de la filosofía se han dado distintas interpretaciones a esta expresión, sobre la relación entre el sujeto y la verdad (Foucault, 2009), nos referiremos aquí a la interpretación del conocimiento de uno mismo como fundamento de moral, y también humanista, de búsqueda, de autoexploración y de encuentro con uno mismo, que se ve recompensado con la reconciliación intelectual y vital. Es una forma de decir “cuida de ti mismo”, para conocer el propio estado, la salud, el bienestar (Fierro, 2005). Se trata, de conocer las fortalezas, las debilidades, los miedos y las virtudes de uno mismo y de cómo, por tanto, también, nos relacionamos con los dioses, con nosotros mismos, con la naturaleza y con las otras personas.
Es interesante reflexionar sobre cuánto de nosotros y nosotras proyectamos en las otras personas, en los y las jóvenes. “El educador social trabaja con su persona, trabaja con sus valores, con sus creencias y especialmente con su manera de entender la persona con necesidades sociales” (Planella, 2003:31).
En la construcción de nuestra propia personalidad probablemente hemos modificado aquello que llevábamos con nosotros mismos al nacer, que era nuestro de manera instintiva, por influencia del entorno, por adaptabilidad y por las exigencias del entorno familiar, de amistades, por el contexto social, económico, cultural, porque somos seres sociales y vivimos en comunidad. Pero quizás nos hemos encontrado con algún momento en la vida, a través de una enfermedad grave, de un accidente, de una experiencia próxima a la muerte, de una separación o, sencillamente, sin una experiencia dramática sino que ha ocurrido un cambio de tendencia, nuestro yo ha invertido el rumbo y ha dejado:
“[…] de empeñarse en deformar el cuerpo y la psiquis según los ideales adoptados y comienza a apreciar y a admirar el extraordinario diseño y la riqueza intrínseca del propio modo de ser. Entonces, nos dedicamos a la recuperación de muchos aspectos de sí que antes eran rechazados, negados, enajenados o proyectados sobre otras personas” (Tolja y Speciani, 2005:73).
Reconocer este tipo de procesos en nosotros y nosotras mismas sin duda facilitará reconocer esos estados en algunas personas jóvenes y acompañarlas en su proceso. Y, con ellos y ellas, construiremos también nuestra identidad, personal y profesional, ya que nos acompañamos recíprocamente.
Si extrapolamos a nuestra profesión los argumentos de Consuelo Miqueo y María Jesús Murria (2004) en relación a la identidad profesional de los profesionales de la medicina, nuestra identidad como profesionales (de la educación (social)) se construye en relación al otro, con aportaciones externas y no se configuró solamente de manera cristalizada en la universidad. Es necesaria la interacción, en nuestro caso, con las personas jóvenes, para desarrollar nuestra identidad profesional como educadores y educadoras sociales. Tenemos que fijarnos constantemente en nuestra naturaleza humana y en nuestra identidad profesional para adaptarnos a la situación que requiere el o la joven y la relación que establecemos con él o ella (Miqueo y Murria, 2004). Ello nos sitúa también de una manera determinada en la relación.
Giddens al analizar el concepto del Yo en la modernidad y de la actitud ante las relaciones humanas, decía que “el autoexamen inherente a la pura relación se relaciona muy estrechamente y de forma clara con el proyecto reflejo del yo. La pregunta “¿Cómo soy yo?” es un interrogante ligado directamente a las recompensas que proporciona la relación” (Giddens, 1995:119).
Aunque en este texto, Giddens se centraba en las relaciones de pareja, las relaciones íntimas, las relaciones de amistad, es perfectamente extrapolable a nuestro caso, a las relaciones que educadores y educadoras establecemos con las personas jóvenes con las que trabajamos. Es decir, ¿cuánto de nuestras expectativas, de lo que esperamos en la relación ponemos en ese espacio relacional? Es importante ser conscientes de ello. Cuanta más distancia exista entre el ideal que tengamos en nuestro imaginario y la realidad juvenil, más garantía tendremos de frustración; y probablemente más riesgo correremos de provocar que el o la joven renuncie, en función de su autoconcepto y de su autoestima, a su propia identidad para satisfacer nuestros deseos (Tolja y Speciani, 2005). Como decía Pablo d’Ors: “Cuesta mucho aceptarlo, pero nada hay tan pernicioso como un ideal y nada tan liberador como una realidad, sea la que sea” (d’Ors, 2017:38). Y más adelante: “Lo que nos hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad” (d’Ors, 2017:51).
Es importante, pues, tomar conciencia de cuáles son nuestros ideales, de qué están formados y por qué los tenemos; y mirarlos y mirarnos a nosotros y nosotras mismas con compasión. Parellada (2007) afirma que para educar uno o una debe mirar hacia sus orígenes con respeto y agradecimiento, que está en sintonía con los términos que utiliza el budismo, es decir, con amor, compasión y ecuanimidad (Sambhava, 2013), y con lo que Krishnamurti (1953) decía que es la educación: libertad, amor y bondad desde la paz y la conciencia. Esos ingredientes, junto a la paciencia, la templanza y la humildad, tendrían que caracterizar la actitud que tenemos con las personas jóvenes con las que trabajamos. Con nuestra actitud también educamos y contribuimos al proceso de descubrimiento del o la joven y a su actitud hacia sí misma, su trayectoria, sus vivencias, sus deseos, sus expectativas y sus frustraciones.
A lo largo de estas páginas hemos apuntado cuestiones sobre la concepción de las personas jóvenes y de las juventudes que tenemos las personas adultas, cuáles pueden ser algunas de las miradas que tenemos las personas adultas hacia las personas jóvenes y las juventudes que viven, hemos reflexionado sobre desde dónde se realizan esas miradas y desde dónde escuchamos a las personas jóvenes y sobre el adulto-centrismo, y hemos marcado esas posibles actitudes, elementos, prejuicios, ciertos ideales en nuestro imaginario y expectativas y su distancia con las realidades juveniles, etc. como ingredientes que aportamos a la relación socioeducativa con la persona joven o el grupo de personas jóvenes con los que trabajamos, para construir con ellos y ellas un proceso de acompañamiento socioeducativo.
Finalmente hemos destacado la importancia de dotarnos de momentos y espacios para la reflexión, el silencio y el autoconocimiento, como herramientas indispensables para tomar conciencia de dónde nos colocamos en la relación con las personas jóvenes y todas sus implicaciones, y, también, para intentar hacerlo de la manera más generosa posible.
Todos estos argumentos expuestos, nos llevan a reflexionar sobre pará qué deberíamos estar dispuestos y dispuestas, es decir, para qué deberíamos tener el ánimo y la intención, los educadores y educadoras sociales, y los educadores y educadoras en general, cuando trabajamos con jóvenes, y qué debería caracterizar nuestra disponibilidad para construir una historia o un camino junto con el o la joven o grupo de personas jóvenes.
Recurrimos también a los siete aspectos clave que Planella (2003) plantea para tener presentes en el ejercicio de equilibrios personales y profesionales y las cuestiones que apunta para tener en cuenta en relación a la identidad y el desarrollo profesionales de los educadores y educadoras sociales y, también, las formas de acercarse a la persona para permitir que compartan el camino, que aporta el mismo autor en otro texto (Planella, 2008).
Y, también, prestamos atención a la serie de preguntas que Carl Rogers (1972) planteaba, desde una perspectiva psicológica, para realizarse cuando pensamos en cómo colocarse ante una relación de ayuda. Aunque la perspectiva y el vocabulario utilizados por Rogers no son los propios de la Educación Social ni del acompañamiento socioeducativo, las preguntas que plantea son perfectamente extrapolables a qué nos podemos plantear cuando nos queremos colocar en la relación socioeducativa que establecemos como educadores y educadoras sociales (o educadores y educadoras en general, insistimos) con jóvenes; cambiando, como hemos dicho, algunos vocablos por otros.
En definitiva, pensamos que para el trabajo (socio)educativo con personas jóvenes es necesario estar dispuestos y dispuestas a:
Estar dispuestos y dispuestas es un primer paso para conseguir todo lo que nos proponemos, según lo presentado. Significa estar preparados y preparadas.
Para llevarlo a la práctica es necesario estar disponibles, es decir, ser accesibles, para recibir el otro u otra con lo que venga, tener claras las prioridades, en relación al tiempo y en relación a las tareas a resolver, con criterio de realismo y de viabilidad; significa tener claro para quiénes trabajamos y no caer en las trampas organizacionales de burocracia y de gestión ni en las trampas personales de huida. Todo acaba siendo así una cuestión de actitudes, porque con nuestra actitud educamos, transmitimos una manera de ser, estar y hacer en la vida.
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Carles Vila Mumbrú, email: carlesvilamumbru@gmail.com
[1] En reconocimiento y agradecimiento a Lluís Palacios, por su disposición y por su disponibilidad en el acompañamiento, y por la aportación de algunas de las ideas que aquí se exponen y se desarrollan.
[2] Y no entraremos, por supuesto, en aquellos comportamientos que tienen algunas personas adultas, caracterizados como Síndrome de Peter Pan por no querer o no aceptar esas personas dejar de ser niños, niñas o jóvenes.
[3] Esta es la franja de edad atribuida a la juventud, por ejemplo, en la Ley 33/2010, de 1 de octubre, de políticas de juventud de Cataluña. En los países del Sur de Europa la juventud es mucho más prolongada que en los países del centro de Europa, los escandinavos o los de tradición anglosajona.
[4] De la misma manera, en virtud de evitar el lenguaje sexista, utilizaremos términos referidos a las personas jóvenes y a las personas adultas, con alguna excepción cuando utilicemos el singular.
[8] La última edición se realizó en 2017 y los datos y el análisis y conclusiones están editados en Serracant (2018).
[9] Serracant (2018) conceptualiza y describe ocho trayectorias distintas combinando la situación de las personas jóvenes respecto a la educación, el trabajo y la emancipación y su impacto sobre otros ámbitos de la vida.
[10] En Dinamarca no utilizan el término educadores sociales sino pedagogos sociales, no en la acepción teórica que les atribuimos aquí, sino, también, con la vertiente práctica de nuestros educadores y educadoras sociales.
[11] “El Proyecto HEBE es una investigación que se centra en el empoderamiento juvenil. Quiere profundizar en este concepto, en las implicaciones que conlleva, en cómo lo viven las personas jóvenes y en el trabajo que hacen o pueden hacer los educadores a través de los diferentes programas y servicios dirigidos a las personas jóvenes con esta finalidad. Está liderado por la Universidad de Girona y en el equipo de investigación participan investigadores e investigadoras de cuatro universidades más: la Universidad Autónoma de Barcelona, la Universidad de Barcelona, la Universidad Pompeu Fabra y la Universidad Autónoma de Madrid. Este trabajo cuenta con la financiación del Ministerio de Economía, Industria y Competitividad (Ref.: EDU2017-83249-R)”. Véase: Enlace
[12] En el marco de la asignatura optativa “Jóvenes y Educación Social” del Grado de Educación Social de la Universidad de Barcelona desde el curso 2016-2017 y en el marco de la asignatura “Herramientas y recursos para la acción con jóvenes” del Máster Interuniversitario en Juventud y Sociedad, también en la Universidad de Barcelona, en las dos últimas ediciones; así como en sesiones dedicadas a la juventud y a las políticas de juventud en el marco de otras asignaturas en otros másteres.
[13] También aparecen el aumento de la falta de respeto y la falta de reconocimiento de la autoridad que comentábamos más arriba. Pero lo expresan las personas de mediana edad o mayores, no los y las estudiantes universitarias del Grado de Educación Social y los más jóvenes de los másteres a quienes hemos preguntado. Es decir, hemos observado una diferencia en los colectivos a quienes hemos realizado estas preguntas. Los y las estudiantes de Educación Social y los más jóvenes de los másteres no han detallado este tipo de respuesta; sin duda porque ya forman parte de esta generación de jóvenes dada su edad entre los 18 y los 22 o 23 años aproximadamente, y ya no han observado la diferencia. Aun así, sí que observan las otras características que apuntamos, e incluso aumentadas en la generación que les sigue.
[14] Si no es que responderán ya al calificativo de (sociedad) gaseosa, por extensión de los mismos argumentos que llevaron al sociólogo de origen polaco a configurar su metáfora, adoptando la nomenclatura de la Física, para describir el cambio de valores y de sociedad como el paso de una sociedad sólida a una sociedad líquida.
[15] Podríamos hablar también de una mirada líquida a una mirada sólida. No se trata de adoptar una actitud adulto-céntrica que precisamente criticamos, sino que nuestro propósito en este artículo es poner el foco en la mirada que las personas adultas ejercen sobre las personas jóvenes, para someterla a análisis crítico. Si bien podíamos haber titulado el apartado 3.1. de esa manera, optamos por no hacerlo e introducir la metáfora de Bauman a posteriori, con el fin de enfatizar el agravio de la mirada de las personas adultas a las personas jóvenes.
[16] No podemos evitar hacer aquí un homenaje al poema “La silla”, de Jesús Lizano, que optamos por no transcribir por cuestión de espacio, pero que podéis encontrar en “Lizania, aventura poética y libertaria, 2001-2013” Volumen 2, p. 379.
[17] Aunque provenga de la psicología y no de la pedagogía, se justifica su asociación con un modelo pedagógico, ya que la pedagogía (en el siglo XX; y continúa siéndolo ahora) ha estado muy psicologizada (Trilla, 2002).
[18] Añadiríamos a la frase de nuestro compañero y amigo Carlos Sánchez-Valverde, que esa consolidación de determinadas actitudes, se sigue trabajando a lo largo de toda la vida, ya que continuamente aparecen oportunidades para nuestro aprendizaje, en relación a esas actitudes, que nuestra experiencia vital no nos había permitido aprender anteriormente.
[20] Somos conscientes que el término en inglés youth work tiene distintas connotaciones en diferentes países, pero ya que la lengua inglesa facilita un vocablo corto y rápido y este vocablo es el término adoptado por ejemplo por el Partenariado entre la Comisión Europea y el Consejo de Europa en el campo de la juventud, optamos por utilizarlo y darle un sentido más amplio. En nuestra tradición, el youth work se acercaría más al trabajo que se realiza en la dinamización juvenil y en los movimientos de educación en el tiempo libre, pero lo ampliamos a todos aquellos ámbitos en los que trabajamos con personas jóvenes desde un punto de vista social y/o educativo. Para reforzar ese matiz, decidimos añadir el adjetivo socioeducational a youth work en el título en inglés de este artículo.
[21] Como reza la canción “Todo cambia” popularizada por Mercedes Sosa.