Pedro Valderrama Bares, Universidad de Málaga
En la actualidad, las prisiones de nuestro país acogen a 65.175 presos/as, de los que el 92.31 % son hombres que en su gran mayoría (87.57 %) se encuentran cumpliendo condena. Es para esta población en especial, para quienes las condiciones del cumplimento de la pena adquieren una dimensión tan importante como el tiempo mismo de condena.
Este trabajo constituye un análisis sobre las prácticas organizativas y de funcionamiento de los llamados Módulos de Respeto (MdR) que desde que en 2001 fueron implantados por la Prisión de León, se han ido extendiendo como una forma de gestionar los escenarios de convivencia y tratamiento, hasta el punto que según datos de Instituciones Penitenciarias (IIPP) a finales de 2011 se habían implantado en 67 prisiones.
Nuestro contacto diario con esta realidad penitenciaria y a la vez la oportunidad de desarrollar una actividad investigadora fundamentalmente centrada en el campo de la pedagogía social, nos hace plantearnos una reflexión tanto de los fundamentos teóricos de estos como de sus prácticas. Por último, hacemos una propuesta basada en reorientar estos MdR a otro modelo de experiencia socio-educativa que ya han demostrado ser exitosas como son las comunidades de aprendizaje.
“La utopía no supone la afirmación ingenua y optimista de un futuro ideal diseñado y
programado desde el presente, sino la necesidad de indagar y proyectar más allá de las
restricciones interesadas del statu quo, incluso desde el propio desencanto que producen las
insatisfacciones del presente. Utopía y desencanto, además de contraponerse, deben sostenerse
y corregirse recíprocamente”.
(Pérez Gómez, 1999:121)
En nuestro ordenamiento constitucional y penitenciario, se asignan a las prisiones las funciones de reeducación y reinserción social, quedando solapados otros conceptos como el de resocialización. Pero las prácticas penitenciarias y fundamentalmente el análisis de las experiencias vividas, pueden reflejar que, si bien es cierto que las cárceles educan, tal vez qué educan, cómo y para qué se distancie mucho de la retórica del marco legal.
Desde su inicio, la prisión ha ido de forma simultánea y paralela asumiendo dos finalidades distintas y contrapuestas, el castigo ejemplarizante y la reeducación del sujeto. Es cierto que las aportaciones de las distintas disciplinas de las ciencias sociales no se producen de forma sustancial hasta el S. XX, pero el régimen y el tratamiento han estado siempre presentes y siempre en contraposición a nivel de prácticas internas. Sin embargo, esta contradicción interna no lo es tanto a nivel ideológico, puesto que las críticas que se han formulado a la prisión desde su inicio, han sido contestadas y reformuladas de forma simultánea por el pragmatismo de la estructura regimental y a la vez, mediante el aporte de distintas teorías tratamentales. En consecuencia, podríamos visualizar ambas estructuras, régimen y tratamiento penitenciario, como dos directores, uno de sonido y otro de imagen, de una misma película (Valderrama, 2013).
La aparición de los MdR y su progresiva extensión por otros centros penitenciarios hay que contextualizarla por un lado en esa continua búsqueda de los profesionales por armonizar ambas estructuras que superen la tradicional y rígida clasificación interior y por otro, por la apuesta de Instituciones Penitenciarias (IIPP) tras la visión más amplia y próxima a la pedagogía del concepto de tratamiento que realizó el Reglamento Penitenciario (RP) de 1996.
Los llamados MdR son estructuras organizativas internas que partiendo de la voluntariedad y del compromiso en la participación, tanto en actividades como en el funcionamiento del propio módulo, tienen como fin generar espacios flexibles, favorecedores de un adecuado clima de convivencia y posibilitadores de programas de intervención.
Creemos que la iniciativa de los MdR puede ser oportuna y válida, pero a nuestro juicio nace carente de unas bases pedagógicas que guíen el proceso. Apostamos por la necesidad y la posibilidad de que estos módulos se transformen en comunidades de aprendizaje, lo que supone incorporar los planteamientos del paradigma comunicativo de Freire (1970, 1996) y Habermas (1987) desarrollando una metodología dialógica. Desde esta perspectiva, la realidad es entendida como una construcción humana, en la que los significados dependen de la naturaleza de las interacciones, que tienen como finalidad última el empoderamiento de los sujetos. Un concepto pedagógico, el de empoderamiento, que conjuga bien con los planteamientos que la psicología positiva hace sobre la resiliencia.
Estamos convencidos, desde nuestra dilatada experiencia en prisiones, que esta nueva perspectiva puede propiciar estructuras de oportunidades a nivel individual y colectivo, capaces de transformar los factores de riesgo personales en oportunidades y de direccionar el conflicto institucional de educar en una institución total a la participación real, formativa y transformadora.
La Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP) de 1979 ha desarrollado un modelo dual de intervención sostenido en dos áreas que sientan sus bases en procesos diferentes. Por un lado, el principio punitivo que pone el énfasis en la seguridad y el control y que recae fundamentalmente en la subestructura de Régimen; por otro lado, la finalidad rehabilitadora que al menos en el plano formal debe orientarse a la reeducación social del condenado/a y que se deposita en la subestructura de Tratamiento.
La gran mayoría de los programas de tratamiento que se realizan en las cárceles de nuestro país parten de enfoques clínicos, dónde el delincuente es considerado un enfermo psico-social. Como consecuencia, el tratamiento, planteado siempre a nivel individual, intenta explicar las causas o factores que han generado la conducta delictiva y en función de ello, los equipos técnicos realizan pronósticos de conducta futura que condicionan las distintas formas de vida en la cárcel, delimitando el grado de cumplimiento de la pena y la accesibilidad a las medidas de acercamiento a la libertad.
Pero todo este enfoque biomédico de riesgo que parte del síntoma (delito cometido) y se asocia a la probabilidad de daño social, tiene claros efectos sobre las conductas esperadas en los sujetos, entre otros: el etiquetamiento institucional y el desarrollo de perspectivas individualizantes.
La carencia de espacios, la sobrepoblación actual y las necesidades de que el régimen interior de los centros tenga en cuenta unos criterios jurídicos de separación interior como: penados/preventivos; hombres/mujeres; jóvenes/adultos; primarios/reincidentes; etc. hace que sea difícil desarrollar proyectos diferentes a la organización tradicional de los módulos penitenciarios. Una organización que en su cotidianidad impone: un régimen de vida donde todo está absolutamente parametrizado y regulado, infantiliza a los sujetos al no generar oportunidades para la toma de decisiones responsables sobre sus propias vidas, fomenta el desarraigo social y la pérdida de contacto con la realidad cotidiana de la ciudadanía normalizada. En definitiva, cuanto mayor es el tiempo de ingreso mayor el riesgo de consolidación de las identidades a-sociales, lo que se conoce como “la anomia social carcelaria”.
En gran medida, evitar esta “anomía social carcelaria” es uno de los fines de los MdR que aparecen como alternativa a los modelos de módulos penitenciarios tradicionales y que apuestan por la participación responsable como instrumento para atenuar la anomia social. Las ideas y las prácticas que sostienen el funcionamiento de estos MdR han supuesto introducir en las prisiones prácticas organizativas que han intentado sobrepasar la dualidad “flexibilidad versus estabilidad regimental” que con frecuencia dicotomizan las acciones penitenciarias, planteando una visión más amplia y flexible del concepto de régimen contemplado en el Art. 73 del (RP) que lo orienta a la “convivencia ordenada”, lo que supone mayor disposición a facilitar procesos educativos y dar una nueva orientación al régimen interno hacia la “convivencia adecuada”.
El nuevo Reglamento Penitenciario (RP) de 1996 ha postulado un cambio en el enfoque que se venía haciendo del concepto de tratamiento y tal y como se plantea en la exposición de motivos de esta norma, se pretende abandonar un concepto clínico a favor de un enfoque socioeducativo.
Este cambio de enfoque que desde nuestro punto de vista es el resultado del fracaso de generalizar el sentido y aplicación de los programas clínicos de tratamiento a toda la población penitenciaria, está permitiendo que en la mayoría de los centros penitenciarios esté aumentado y consolidándose una oferta socioeducativa, en la que cada vez más participan un mayor número de presos/as que han visto aumentar sus capacidades reales de integración social mediante la formación.
En este contexto de cambio, hace más de diez años los/las profesionales de la cárcel de Mansilla de las Mulas (Léon) pusieron en marcha la iniciativa de implantar el primer módulo de respeto. Iniciativa que ha ido extendiéndose y provocando que Instituciones Penitenciarias remitiese a los centros, en noviembre de 2011, la Instrucción 18/11 sobre “Niveles de intervención en Módulos de Respeto” con la que pretende regularizarlos.
Desde el punto de vista penitenciario surgen como experiencia de módulo intermedio y previo al ingreso de los grupos de internos en las comunidades terapéuticas (arts. 66 L.O.G.P., 115 y 170 R.P.), específicas para afrontar el tratamiento especializado. Se basan en los principios de: respeto, voluntariedad, planificación individualizada, asunción de hábitos personales y pautas de comportamiento adaptadas a las normas sociales, responsabilidad y exigencia, organización en grupos, implicación y respuesta inmediata ante los incumplimientos.
Se estructuran sobre tres ejes: un sistema de organización en grupos, una presencia permanente de mecanismos diversos de seguimiento y evaluación y por último una estructura de participación. Para generar un adecuado clima de convivencia los participantes deben, de forma voluntaria, establecer una relación contractual en el que adquieren compromisos sobre cuatro áreas básicas: personal (normas de higiene, aspecto, vestuario y cuidado de la celda); cuidado del entorno (referida al uso de los espacios comunes); relaciones interpersonales (entre las que se encuentran las interacciones con sus compañeros/as, con los profesionales y personas del exterior) y por último, el área de actividades en la que se recoge su participación en programas y actividades así como la regulación del tiempo de ocio.
El que esta iniciativa parta de la realidad de una cárcel concreta, refleja en gran medida las necesidades reales del centro y también los recursos, tanto materiales como humanos, con los que contaban. En este sentido, es necesario aclarar dos cuestiones: la primera es que los perfiles profesionales que actualmente configuran el cuerpo de técnicos penitenciarios son básicamente el de juristas y psicólogos/as, existiendo una ausencia generalizada de pedagogos/as; en segundo lugar, que todas las propuestas de clasificación interior en las prisiones están dentro de un modelo común contemplado en la LOGP, el llamado “sistema de fases progresivas” una técnica que sirve fundamentalmente para regular los tiempos y los espacios en el interior de la cárcel y que no analizamos en profundidad por las limitaciones de este texto, pero que en líneas generales provoca: segmentación de la población reclusa, prioriza la competitividad en pro de los beneficios penitenciarios diferenciados en cada fase, genera una falsa adaptación al sistema, consolida roles pasivos de meros consumidores, la evolución y los criterios son siempre externos a los presos/as, penaliza las formas “no normalizadas” con la segregación, todo el procesos de las fases se sostiene en la función de pronóstico que hacen los técnicos de los equipos de tratamiento, se inhibe en todo momento la construcción de identidades colectivas, infantiliza a los sujetos, favorece indirectamente la formación de grupos de poder en los espacios no regulados por la disciplina regimental, fomenta los individualismos y la figura del “chivato”, se trata de evitar continuamente el conflicto en vez de utilizarlo como instrumento de aprendizaje, hay ausencia de diálogo y participación real, etc.
Es por ello que, si los MdR son propuestas que tratan de cambiar parte de estas consecuencias del sistema positivista de la psicología clínica, articulado con planteamientos jurídicos-criminológicos también asentados en la etiología médica, no es menos cierto que en la medida que siguen instaladas dentro del sistema de fases sigue arrastrando algunas de sus limitaciones.
En consecuencia, con todo esto, en el análisis que hacemos de las bases teóricas que sostienen esta nueva propuesta de los MdR resaltamos tres marcos referenciales:
Este enfoque, tan instalado en los procesos de aprendizaje penitenciario se desarrolla básicamente por: aprendizajes por evitación, aprendizaje supersticioso y aprendizaje por castigo. La consolidación y generalización de estos modelos de aprendizaje provoca una fuerte resistencia al cambio, tanto entre los presos/as como entre los profesionales penitenciarios.
Desde un análisis externo resulta sorprendente la ausencia de bases pedagógicas en un proyecto que quiere centrarse en la reeducación y reinserción social. Pero desde el interior, estas experiencias inciden nuevamente en un error ya endémico en la institución de hablar de proyectos para educar sin contar con los aportes de la pedagogía, algo que se refleja en la ausencia como parte de los en los equipos técnicos de tratamiento penitenciario de especialistas en ciencias de la educación.
El ingreso en estos módulos tiene carácter voluntario, sometido al cumplimiento escrupuloso de la normativa y al compromiso personal mediante la firma de un contrato conductual. Entre los requisitos mínimos se hallan la ausencia de sanciones, la drogodependencia superada o inexistente y unas actitudes favorables, con preferencia los que lleven más tiempo en el centro frente a los demás.
Las normas de obligado cumplimiento establecidas por la Institución, son extensas, aproximadamente cincuenta, y abarcan todos los escenarios de convivencia en el módulo, desde las celdas a los espacios comunes, algunas de ellas son: está prohibido cualquier acto de violencia, tanto física como verbal o gestual; prohibida la posesión y el consumo de drogas, pudiendo realizarse controles analíticos; obligación de realizar tareas de limpieza y mantenimiento de las instalaciones; no entrar en la celda de otros compañeros/as; mantener una cuidada imagen personal, etc.
La actividad se configura como uno de los pilares de funcionamiento del módulo, y en cada Programa Individualizado de Tratamiento (PIT) se hacen constar las actividades prioritarias para el preso/a (incluidas las tareas funcionales diarias del módulo) y complementarias (de libre elección). Se procura así la máxima actividad posible, respetando el tiempo de ocio y de descanso.
La motivación mediante incentivos se organiza en relación con la evaluación que a diario realizan los funcionarios/as, la de los responsables de las actividades específicas y semanalmente el Equipo de Observación y Tratamiento. De este modo, el sistema de evaluación previsto consta de tres niveles:
Un primer nivel, diario, que realiza el funcionario/a de vigilancia asignado al módulo, cumplimentando una hoja de registro en la que queda constancia de la evolución mostrada por el preso/a. El segundo nivel lo realiza el responsable de la actividad específica diaria y a la terminación de la misma, que servirá para informar al educador/a acerca de conceptos como la asistencia, puntualidad, rendimiento, motivación, participación, etc. Esta valoración será trasladada por el educador/a a la Unidad de Evaluación de Actividades y al Equipo Técnico para su conocimiento y el tercer nivel será la evaluación semanal que realiza el Equipo Técnico en su reunión semanal en la que participarán también los funcionarios/as de vigilancia y otros profesionales que realicen algún programa específico en el módulo. Se recopilarán todas las evaluaciones realizadas diariamente y se hace una calificación global.
Todo ello revierte finalmente en un sistema de recompensas establecidas en el Art. 263 del RP: comunicaciones especiales y extraordinarias adicionales, permisos de salida, becas de estudio, prioridad en la participación en salidas programadas, notas meritorias, etc., así como considerar la evolución favorable en este módulo a efectos de obtención de beneficios penitenciarios que supongan un acortamiento de la condena o del tiempo efectivo de internamiento como la libertad condicional anticipada, permisos de salida, o preferencia para la obtención de trabajo remunerado.
El sistema de participación se estructura en torno a órganos como los grupos de trabajo, la asamblea de representantes y las comisiones de las que forman parte los presos/as. Los grupos de presos/as suelen constar de dieciocho a veinte personas (variable según el módulo o la prisión) y a su vez, cada grupo, siete grupos en total, tienen como cometido un destino diferente: office, limpieza de patio, limpieza de talleres, limpieza de galerías, limpieza de comedor, limpieza de salón, limpieza de aseos y cristales. Cada semana varían los destinos dependiendo de la cantidad de puntos positivos acumulados que tenga cada grupo.
Cada grupo cuenta con un responsable de grupo que se encarga de recabar las diversas comunicaciones que recibe de sus compañeros/as, tales como: descontentos, dudas, proyectos, ideas, etc. que son expuestas en las asambleas semanales a los demás responsables del resto de grupos y miembros de comisiones de presos/as. En dicha reunión se contrastan problemáticas, actividades, convivencia, etc.
Las propuestas que se formulan en esta asamblea se exponen en una nueva asamblea que se realiza una vez a la semana con la Junta de Tratamiento del centro, cuyos integrantes: educador/a, psicólogo/a, trabajador/a social, etc. dan o no el visto bueno a las propuestas realizadas.
Por último, un elemento innovador en los sistemas penitenciarios es la visita trimestral de las familias, en la que se les permite entrar en el módulo o en una zona común y compartir unas horas con los presos/as y con los profesionales. Estas convivencias colectivas en el interior de la cárcel suponen un gran refuerzo para los presos/as a la vez que permite a sus familiares ver y conocer las condiciones de vida interior. Una normalización que junto con el refuerzo del rol afectivo que aportan las familias, son sin duda una de las medidas más oportunas para que este tipo de módulos pueda seguir extendiéndose.
En gran medida la rápida extensión de este modelo de organización modular se debe a que no requiere una inversión económica extraordinaria. Por otro lado, el intento de cambiar el tradicional concepto de control, desde la perspectiva regimental, por un espacio de convivencia que se apoya en la responsabilidad de los presos/as, el trabajo en grupo, la participación activa, la aceptación de unas reglas de convivencia y un estilo de vida pro social, son cambios que en líneas generales han sido bien recibidas por gran parte de los/las profesionales y los preso/as.
Muestra de esta aceptación es la mejora en el cuidado personal, la reducción de brotes de violencia, una mayor disponibilidad de los espacios ya que las celdas se mantienen abiertas durante el día, los presos/as suelen mostrar mayor grado de implicación con las normas y en mantener buenas condiciones de vida en el módulo, hay una cierta implicación de las familias en el proceso reeducador, los equipos técnicos se implican más al encontrar mejores condiciones de trabajo y eso reduce los tiempos en la concesión de permisos, revisiones de grado, etc.
Pese a estos elementos positivos hay algunas desventajas que para nosotros son consecuencia de la ausencia de bases pedagógica capaces de construir escenarios reales de participación y dónde esa participación centrada en el ejercicio de la responsabilidad sea un proceso real de aprendizaje personal. Entre estas desventajas señalamos:
Cualquier práctica educativa y lo es la intervención con presos/as en instituciones cerradas es una práctica social, por lo tanto, sus marcos de referencia no pueden ceñirse únicamente al contexto del encierro.
Ha sido casi un tópico plantear, cada vez que se hablaba de educación en las cárceles, cuestione como: ¿es posible educar en situación de privación de libertad?, ¿las limitaciones del encierro impiden construir un proyecto de vida? etc. Creemos que estos planeamientos, aparte de ser retóricos ya que nos educamos en todos los medios y contextos tal y como está demostrando los estudios cada día más amplios de la Pedagogía Social, sólo sirven para no afrontar el reto de ¿cómo educamos en las cárceles? y en justificar que los planteamientos pedagógicos partan de las debilidades, de los sujetos o de los contextos, en vez de partir de las fortalezas. Creemos que, si bien es necesario, como en toda acción educativa, tener en consideración el contexto inicial, las referencias a modelos, prácticas y enfoques generales son siempre un buen camino para hacer ejercicios de transferibilidad desde la investigación-acción reflexiva.
En este sentido, más que preguntarnos repetidamente sobre las dificultades para introducir prácticas educativas liberadoras en las cárceles, la cuestión es partir de lo ineludible “todos nos educamos conviviendo y las instituciones en su organización estructural y funcional también educan”. Luego si ya estamos educando la cuestión relevante es ¿cómo educamos? y ¿para qué educamos?
Así pues, sin olvidar el contexto y sus manifestaciones negativas limitantes podemos desde este posicionamiento enfocar que todos los procesos educativos, también la convivencia en una institución, sirvan para generar procesos de concientización. Es necesario generar la actitud que nos permite pensar que lo que “debe ser” también “debe ser hecho”, y en ello empeñar todas nuestras capacidades y voluntad.
La intervención en los MdR se podría abordar desde el enfoque la metodología dialógica, dentro del paradigma comunicativo dónde la realidad se entiende como una construcción humana, en la que los significados dependen de esas interacciones que tienen como finalidad última el empoderamiento de los sujetos. Apostamos por esta metodología por su capacidad de transformar el contexto y por el respeto a las diferencias como dimensión básica de la educación igualitaria. Pero también por su convergencia con los planteamientos de la Resiliencia de la psicología positiva, un enfoque que permite actuar sobre los aspectos productores de vulnerabilidad en un contexto de encierro. En palabras de Freire: “Cambiar es difícil pero posible. Debemos insistir sobre la posibilidad de cambiar a pesar de las dificultades. La cuestión está en cómo transformar las dificultades en posibilidades” (Freire, 1997:63)
Promover la acción socioeducativa en contextos de privación de la libertad con el enfoque de la Resiliencia, implica un cambio de paradigma, un cambio de mirada, un abordaje con una lógica diferente a la propuesta por la “pedagogía de la irresponsabilidad” sustentada por las instituciones de encierro. La Resiliencia propone trabajar con las fortalezas de los seres humanos, con lo que éstos ya tienen, pero todavía no lograron explotar.
La Resiliencia se define como la capacidad humana para enfrentar, sobreponerse y ser fortalecido o transformado por experiencias de adversidad, según Huntington (2003) la resiliencia es: “la capacidad potencial y reparadora del ser humano de salir herido, pero fortalecido de una experiencia traumática” (Huntington, 2003:117)
De esta forma, ser resiliente no implica sólo sobrevivir a pesar de todo, sino también tener la capacidad de usar la experiencia sobre las situaciones adversas que puedan presentarse en el futuro. Por tanto, la conducta resiliente (conducta que se aprende), exige prepararse, vivir y formarse para procesar las situaciones de infortunio, descubriendo potencialidades ocultas que nos ayudarán a consolidarnos como sujetos. En palabras de Freire (1970) trabajar para que en la medida de lo posible el sujeto se perciba a sí mismo como “testigo activo de su historia” y en esa medida su conciencia se hace reflexivamente más responsable de esa historia. Pero ese proceso de auto-reconocimiento toma verdadero sentido cuando se produce en contextos intersubjetivos.
Para Forés y Grané (2008) las doce características de la resiliencia son: Es un proceso, no es una meta a la que llegar sino un camino que trazar; hace referencia a la interacción dinámica entre factores; no constituye un estado definitivo; nunca es absoluta ni total; considera a la persona como única; reconoce el valor de la imperfección; está relacionada con ver el vaso medio lleno; puede ser promovida a lo largo del ciclo de la vida; no se trata de un atributo estrictamente personal; está vinculada al desarrollo y al crecimiento humano; tiene que ver con los procesos de reconstrucción y tiene como componente básico la dimensión comunitaria.
La resiliencia no debe considerarse como una capacidad estática, ya que puede variar a través del tiempo y las circunstancias. Es el resultado de un equilibrio entre factores de riesgo, factores protectores y la personalidad del sujeto. Asumiendo la propuesta general de Vanistendael (1996) que él plantea en su metáfora de “La Casita”, si queremos favorecer la resiliencia en los MdR habría que trabajar de forma interconectada cinco áreas, aunque hay que apuntar que no se trata de una lista exclusiva y excluyente:
Según Melillo y Suárez (2001) aunque inicialmente la resiliencia se planteaba como concepto en el plano individual, tiene un importante enfoque colectivo/comunitario en la medida que se utiliza como estrategia de intervención socioeducativa de carácter preventivo-promocional-educativo sostenida en la interacción entre las personas y sus entornos, útil a los diversos sistemas humanos y sus contextos. Este enfoque educativo que privilegia las fortalezas frente a los problemas o déficit es en gran medida un cambio sustancial de los actuales enfoques de tratamiento penitenciario e incluso de muchos programas socioeducativos que tratan de desarrollarse en las cárceles. Asume la necesidad de involucrar a los sujetos a la vez que a los grupos, comunidades o instituciones a que sean parte de la solución con el conjunto de recursos externos e internos para enfrentarse a situaciones críticas. Estos “factores protectores”: son las condiciones o los entornos capaces de favorecer el desarrollo de los sujetos o de los grupos y, en muchos casos, de reducir los efectos de circunstancias desfavorables.
La resiliencia como capacidad de adaptación positiva, permitiría encarar una lucha por el empoderamiento y reivindicación de los derechos humanos de la tercera generación también llamados de la calidad de vida y de la solidaridad.
La perspectiva de la resiliencia en el campo del tratamiento penitenciario supone cambiar la visión de los encarcelados/as desde una perspectiva actual centrada en el riesgo y por consiguiente con la mirada puesta en “los déficits” a un modelo de prevención que capitalice las potencialidades y recursos de las personas en relación a su entorno.
Este cambio de mirada implicaría reconocer y potenciar elementos educativos que deben afrontarse por todos (presos/as y profesionales). Para ello, apoyándonos en las ideas de Silber (1994) y adaptándolas a personas adultas en el contexto del encierro, los pilares que soportarían este cambio necesario en el modelo actual de los MdR se concretarían en estas seis orientaciones pedagógicas:
Desde hace tres años, el equipo docente del Centro Penitenciario de Alhaurín de la Torre ha desarrollado un proyecto de innovación educativa (PIN -002/13) que en esencia pretende implantar este nuevo enfoque dialógico-comunicativo en las actividades educativas y tratamentales.
Una parte importante de los planteamientos de este proyecto se han materializado en el Módulo 8, MdR de este Centro, generando estructuras complementarias, mecanismos de gestión compartida e implementando actividades que asumen el paradigma dialógico-comunicativo.
Entre los instrumentos que se han generado para ello destacamos:
Las tertulias literarias dialógicas se han conformado como un recurso muy utilizado en la construcción de comunidades de aprendizaje. Como señala uno de sus precursores Flecha (1997) lo fundamental de estas prácticas es que centrándose en la lectura crítica y compartida generan aprendizaje dialógico, que tiene como principios: el diálogo igualitario; la inclusión mediante la inteligencia cultural; la transformación de personas, relaciones y contextos; la complementariedad con la dimensión instrumental de la educación; crear y recrear el sentido de vida en la sociedad actual; la solidaridad y la igualdad de las diferencias. Es un aprendizaje que desarrolla una forma inclusiva de asumir las diferencias, fomentar la solidaridad orgánica y generar transformación personal y social, por lo que como indica Giroux (2005) promueve la inclusión social y la participación ciudadana.
Este es el camino que creemos deben recorrer la mayoría de los módulos de las prisiones, transformarse en comunidades de aprendizaje.
Los MdR están propiciando un camino de cambio en la organización interior de las prisiones, que naturalmente no puede ser rápido, pero que en todo caso necesita de una permanente reflexión sobre la acción. Nos parece un craso error que estas iniciativas se sostengan en postulados teóricos que en cierta medida mantienen un modelo de tratamiento ya fracasado, a la vez que es carente de visiones pedagógicas que cuentan con el respaldo de prácticas de éxito en el campo de la educación de personas adultas. Creemos que nuevas ideas deben traernos nuevos aires que nos aproximen a que los objetivos de reeducación sean asumidos con los planteamientos pedagógicos que se están trabajando en la sociedad actual y hacer normal en la cárcel lo que educativamente es normal en la sociedad.
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