Marta Venceslao, profesora de la Facultad de Educación de la Universidad de Barcelona, Dra. en Antropología y diplomada en Educación Social. Miembro del Grup de Recerca sobre Exclusió i Control Social (GRECS). Co-directora del Master Universitario Estudios avanzados sobre exclusión social
Esta intervención, inscrita en lo que Hebe Tizio denomina la ética de las consecuencias, plantea un diálogo entre la educación social y la antropología para situar algunas consideraciones sobre las categorías con las que trabajamos (e investigamos) en el campo social educativo y los efectos que éstas promueven tanto en los sujetos, como en la prefiguración de los encargos instituciones. La antropología, que estudia la lógica clasificatoria y sus corolarios, presta especial atención a los dispositivos sociales, culturales y políticos que producen las categorías deterioradas (joven delincuente, mena, toxicómano, nini…). Este tipo de conceptualizaciones, además de encapsular al sujeto como alguien deficitario, vertebran los discursos y las prácticas de las instituciones. De ahí la importancia de abrir una pregunta de carácter pedagógico, pero también ético, sobre las etiquetas (inmovilizadoras) que anticipan el estigma al enigma que encierra la singularidad de todo sujeto.
This paper, inscribed in what Hebe Tizio calls the ethics of consequences, raises a dialogue between social education and anthropology to place some considerations on the categories with which we work (and research) in the educational social field and the effects they promote both in the subjects and in the institutions. Anthropology, which studies the classificatory logic and its corollaries, pays special attention to the social, cultural and political devices that produce the deteriorated categories (young delinquent, mena, drug addict, nini…). These types of conceptualizations, in addition to encapsulating the subject as someone with a deviated, structure the discourses and practices of the institutions. It is important to open a pedagogical -but also ethical- question about the (immobilizing) labels that anticipate the stigma to the enigma that encloses the uniqueness of every subject.
Etapa 7, Murcia, 12/mayo/2022 Centro Social Universitario. Universidad de Murcia Mesa Coloquio Las paradojas de la Educación Social y sus efectos |
Quisiera dedicar mi intervención a establecer una breve conversación entre la educación social y la antropología para plantear algunas consideraciones sobre las categorías y las conceptualizaciones con las que trabajamos en el campo social educativo, y sobre los efectos que éstas promueven tanto en los sujetos como en la prefiguración de los encargos instituciones. Y me gustaría enmarcar el conjunto de estas consideraciones en eso que Hebe Tizio denomina la ética de las consecuencias (2003, p. 178), que Segundo Moyano introducía en el texto de invitación a participar en esta mesa redonda.
Moyano señalaba -de forma muy acertada- que la principal herramienta que tiene un educador social para acometer esa configuración ética de las consecuencias es la necesidad de una interrogación constante con el propio discurso, es decir, interrogar su propia posición teórica, ética, profesional.
Es fundamental hacernos cargo de las categorías de pensamiento con las que trabajamos (o investigamos) porque de estas posiciones se derivan los cursos de acción a seguir. Y más en un campo, como el social, que está atravesado por múltiples conceptos y clasificaciones que, en ocasiones, repetimos sin saber exactamente lo que quieren decir y de las implicaciones que tienen en la práctica educativa. Me refiero a nociones como exclusión social, intervención, reinserción, reeducación, familia desestructurada, autoestima, intolerancia a la frustración y un largo etcétera. Pero también a las clasificaciones sociales, muchas de ellas, inscritas en la lógica de los colectivos. Esto es, toxicómano, joven delincuente, mena, enfermo mental, inmigrante, menor en riesgo, adolescente asocial… Etiquetas que encapsulan sujetos y grupos en categorías degradadas y, por tanto, degradantes. No olvidemos que la palabra categoría procede etimológicamente de acusación pública.
Estas conceptualizaciones, como decíamos, vertebran los discursos y las prácticas de las instituciones. Y, muchas veces, son aceptadas como parte del orden natural de las cosas, realidades dadas o verdades evidentes que no es necesario cuestionar.
Me parece que, en esa posición ética de las consecuencias, estamos obligados a abrir una pregunta con relación a los efectos que esas clasificaciones inferiorizantes producen en los sujetos y en la definición de los encargos educativos. Y es precisamente en este sentido que creo que el diálogo entre educación social y antropología puede ser pertinente.
La antropología nos permite aproximarnos a la lógica clasificatoria y a sus efectos. Es la disciplina que estudia la alteridad (Krotz, 2007, p. 160). Y en particular, la alteridad deteriorada. Con ello, presta especial atención a los dispositivos sociales, culturales y políticos que producen esa otredad desviada. Y señala que los otros (toxicómanos, locos, menas, delincuentes…) lejos de ser un fenómeno natural, son el producto de dinámicas sociales e ideologías.
Pensemos que la desviación, para existir, debe ser nombrada; no se dice en primera persona, es un tercero el que hace el juicio (Tizio, 1997, p. 98-99). Por tanto, la producción de ninis, excluidos sociales o jóvenes delincuentes necesita de la existencia de artefactos nominadores que adjudiquen esas categorías estigmatizadas a partir de un sistema de clasificación previamente definido, en el que las instituciones encargadas de la gestión de esas mismas categorías pueden contribuir a reproducir aquello que dicen querer combatir.
Si no ponemos una cierta distancia con este tipo de etiquetas, corremos el riesgo de encapsular al sujeto en una categoría social que lo define, más allá de sí mismo, como alguien deficitario (Santamaría, 2007, p. 7).
La atribución de un rasgo anormal o de dificultad determinada opera como totalizador del sujeto, de modo que se lo supone automáticamente poseedor de otros rasgos indeseables asociados al mismo. Ya no es alguien particular y enigmático, sino alguien del que ya se sabe. Porque ya se sabe que un “joven delincuente” es un sujeto violento; un “mena” tiene tendencia a robar o una “prostituta” no puede ser buena madre… por eso les retiran la custodia de los hijos. Ya se sabe que son sujetos carentes de eso que llaman habilidades y hábitos sociales, son incapacitados para la vida social, inconsistentes, sin valores…Y posiblemente, sin autoestima, resiliencia o sin empoderamiento (que no sé muy bien lo que son, pero parece que están de moda…).
En esta lógica, el sujeto es definido esencialmente como problema. No es que tenga problemas, si no que él mismo es el problema. Sabemos que es a base de problematizar a los sujetos (con este tipo de atributos negativizantes), que los sujetos terminan problematizándose. Esto es algo que la antropología ha estudiado profusamente.
Vuelvo a subrayar, en este sentido, que la disposición profesional y académica a interrogar los presupuestos institucionales (y las conceptualizaciones que los acompañan) es una cuestión ética y política de primer orden. Porque, como decía, es a partir de estas certidumbres que confeccionamos un lugar para sujetos y prefiguramos los encargos educativos. Si el sujeto es definido como un inadaptado, el trabajo del profesional consistirá en readaptarlo/reeducarlo/reinsertarlo/rehabilitarlo. ¿Cómo? A base de inculcar competencias psicosociales, los hábitos y habilidades… que no dejan, en muchos casos, lugar para los contenidos de carácter cultural. Diferentes experiencias pedagógicas nos han mostrado que la renuncia al trabajo cultural provoca, en no pocas ocasiones, el rechazo de los sujetos a la intervención educativa que, cabe recordar, no es lo mismo que la acción educativa.
En suma, asocial, inadaptado, en riesgo, nini, disruptivo… operan como etiquetas inmovilizadoras que fijan a sujetos y educadores en lo irreversible y lo determinado. Estas posiciones de certidumbre obturan los espacios (indispensable) de no-saber que nos invitan a plantear interrogantes que orienten y sostengan una práctica educativa abierta a la incertidumbre, a lo inédito del encuentro con el otro y a lo que Violeta Núñez (1999) llama anti-destino, es decir, la posibilidad de que los sujetos con los que trabajamos puedan emprender caminos de filiación con la cultura más allá del destino social prefijado al que parecería estar convocados por la marca degradante con la que son nombrados.
Me parece, y con esto finalizo, que se trata, como dice Encarna Medel, de sustituir el estigma por el enigma. Lo singular es siempre el principio ordenador de la práctica educativa. Espero que estas consideraciones que hoy presento sean una pequeña contribución es esta dirección.
Karsz, S. (2007). Problemática del trabajo social. Definición, figuras, clínica. Barcelona: Gedisa.
Krotz, E. (2007). Cuatro cuestiones cruciales para el desarrollo de nuestras antropologías. En: Giglia, A. & Garma, C. (eds.) ¿A dónde va la antropología? Ciudad de México: Alteridades.
Núñez, V. (1999). Pedagogía social. Cartas para navegar en el nuevo milenio. Madrid: Santillana.
Santamaría, E. (2007). La ingógnita del extraño. Una aproximación a la significación sociológica de la “inmigración no comunitaria”. Barcelona: Anthropos.
Tizio, H. (2003) (coord.). Reinventar el vínculo educativo: aportaciones de la Pedagogía Social y del Psicoanálisis. Barcelona: Gedisa.
Tizio, H. (1997). La categoría inadaptación social. En: Petrus, A. (ed.) Pedagogía social. Barcelona: Ariel.
Marta Venceslao. mvenceslao@ub.edu